Capítulo 14

 

Cameo soltó una maldición, dio un puñetazo en la pared, volcó una mesilla de noche de una patada, volcó una cómoda, arrojó los cajones por la habitación… Pero, no, no se le pasó el mal humor. Lazarus y ella habían conseguido deshacerse de los híbridos de zombi y cocodrilo y habían llegado a una puerta entre reinos sin heridas. Sin embargo, habían pasado a una dimensión peor aún que la anterior. O reino. ¡Lo que fuera!

Era un lugar donde vender y comprar esclavos sexuales se consideraba un buen medio de vida.

Después de haber dado dos pasos, estaban rodeados por un ejército de guerreros armados, que los habían dejado inconscientes antes de que pudiera haber una pelea. Mientras estaban inconscientes, los habían desarmado, bañado y vestido con una ropa ridícula, y los habían encerrado en una habitación muy lujosa, con un mobiliario tan bonito que no parecía hecho por manos humanas.

Lujosa y bonita, sí, pero cárcel de todos modos. Por desgracia, la puerta era infranqueable y no había ventanas.

Lazarus se reclinó en la cama como si fuera un sultán que esperaba las atenciones de su concubina favorita. No llevaba camisa, aunque tenía una bata de terciopelo oscuro por los hombros. Llevaba unos pantalones ajustados y blancos, con bordados de diamantes en las costuras.

Había un frutero lleno a su lado, y él se metió una uva en la boca y le lanzó una sonrisa suave.

–¿Por qué no puedes disfrutar de nuestra nueva situación, preciosa?

Cómo detestaba que se dirigiera a ella con aquellos apelativos. Se volvía más condescendiente a cada día que pasaba.

–Nuestros captores nos van a vender en subasta pública. ¿No lo entiendes?

–¿Te da miedo que nadie puje por ti? Después de todo, tienes una voz demasiado trágica.

Tenía que decirlo, ¿no? Siempre tenía que decirlo. Ella no necesitaba que se lo recordaran.

–Nos van a separar.

Él, con una actitud de aburrimiento, estiró los brazos por encima de la cabeza. Estaba perezoso. Lánguido. Sexual.

–¿Y?

–Y yo te necesito. Eres mi único billete de vuelta a casa.

Él sabía encontrar las puertas que había entre los reinos. Ella, no. Él podía ver a los monstruos que poblaban los diferentes mundos, porque tenía los ojos abiertos a un plano espiritual que ella no percibía. Y, cuando se esforzaba, podía luchar para liberarse en cualquier situación. Ella no siempre tenía tanta suerte.

En aquel momento, era muy valioso para ella.

–Mira, preciosa –dijo él, y dejó el frutero sobre la única mesilla que no estaba destrozada–. Yo no te necesito a ti. Todavía no, al menos –añadió, mientras la miraba de arriba abajo con deliberación.

Ella se puso muy rígida.

–¿Qué quieres decir?

Él enarcó una ceja con diversión. Siempre se divertía.

–¿Qué crees tú que quiero decir?

–Que si no me acuesto contigo, estarás perfectamente conforme con separarte de mí.

–Oh, bien. Pensaba que te tenía confundida.

Ella se le acercó e intentó abofetearlo, pero él atrapó su mano a tiempo.

Se rio suavemente.

–¿Tus hombres anteriores han sido tan malos que te niegas a darle una oportunidad a ningún otro?

–Yo sí puedo darle una oportunidad a un hombre, pero tiene que gustarme.

Él se encogió de hombros.

–Tú te lo pierdes.

–¿Y por qué quieres acostarte conmigo? No te gusto.

Él pensó durante un momento. Después, se encogió de hombros.

–Tal vez me guste el hecho de que estás disponible.

Oh, qué romántico. Con sequedad, ella comentó:

–No sé cómo no me lanzo a tus brazos en este mismo instante.

–Es un misterio.

¡Aj! Tenía respuesta para todo.

–Mira, guapo: si permites que te vendan sin protestar, seguro que tendrás otras mujeres a tu alcance. Incluso otros hombres –dijo ella, con una sonrisita–. Que te diviertas con eso.

Aquella amenaza no le asustó.

–Exactamente lo que yo quería decir. Y, aunque a mí me parecería bien eso, a ti no. Yo sobreviré. Tú, no.

¡Ella no estaba indefensa! No importaba lo que hubiera pensado unos minutos antes.

–Tú me has visto luchar. Sabes que soy buena.

–Sí, pero no lo suficiente. Los hombres que nos hemos encontrado son asesinos y, claramente, los ha adiestrado el mejor de los mejores. Así que, estas son mis condiciones: desnúdate, túmbate en esta cama conmigo y entrégate a mí, y yo no permitiré que te vendan a nadie.

Ella se estremeció. La idea de besarlo y acariciarlo… la idea de estar con él agradó a su cuerpo de una manera primitiva. Él poseía belleza, fuerza y poder; por mucho que intentara negarlo, ella lo deseaba. Quería que la abrazaran, que la consolaran y, sí, que le proporcionaran placer. Hacía tanto tiempo…

Sin embargo, alzó la barbilla y dijo con desdén:

–Entonces, básicamente, quieres que me prostituya.

Él entrecerró los ojos.

–¿Estás diciendo que no sientes ningún deseo por mí?

Ella podría haber mentido. Quería mentir. Le costaba mucho confiar en el sexo opuesto.

En cuando Alexander se había enterado de que ella era la huésped de un demonio, la había entregado a sus enemigos.

Y ellos le habían hecho cosas horribles…

Y, sin embargo, ella no había podido culpar a Alexander, sino al miedo. Cuando había escapado, había vuelto con él, pensando que volvería a quererla si ella le explicaba su situación, pero Alexander le había tendido una trampa.

Y, mientras ella trataba de liberarse, la gente para la que él trabajaba, los Cazadores, estaban dispuestos a matarlo con tal de llegar a ella.

«Entrégate voluntariamente o lo verás morir».

Ella lo había visto morir.

«Lazarus no es Alex», se dijo. Lazarus sabía lo de su demonio. Y, si ella era mala, él era diez veces peor. Vaya pareja formaban.

Además, ella no era una cobarde, y no temía las consecuencias de decir lo que pensaba.

–No –admitió–. No estoy diciendo eso. Pero la fuerza es la fuerza. Además, al contrario que el treinta y ocho por ciento de la población, yo me niego a acostarme con un hombre que me considera tan solo un entretenimiento.

–Ese es un número muy exacto.

–Me gustan las estadísticas.

Tendía a utilizarlas mucho cuando se ponía nerviosa. Torin le tomaba el pelo respecto a eso.

«Oh, Torin. Te echo de menos».

Él nunca la habría tratado así.

Lazarus se sentó y le indicó que se acercara.

–Ven aquí.

A ella se le aceleró el corazón. Tragó saliva, y preguntó:

–¿Por qué?

–Qué desconfiada eres –dijo él, y chasqueó la lengua–. ¿Es que tienes miedo de lo que pueda hacerte, o de lo que pueda hacerte sentir?

–A mí no me da miedo nada de nada.

Cameo apretó los dientes y avanzó hasta que se detuvo entre los muslos de Lazarus. Se le puso la carne de gallina. Él la miró con sus ojos negros como la noche, que brillaban con un calor que le calentó hasta los huesos.

Él posó las palmas de las manos en su cintura, y a ella se le escapó un jadeo.

–Eres tan bella –dijo él, mirándola.

Cameo llevaba un sujetador de encaje color rosa con unas braguitas a juego, así que Lazarus pudo ver cómo se le endurecían los pezones.

–Y qué sensible.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó ella.

Él la agarró con más fuerza.

–Tu disponibilidad es solo uno de los motivos por los que te deseo. Pregúntame por los otros –dijo él, en un tono autoritario.

Ella se negó a obedecer. No quería saberlos.

Él se lo dijo, de todos modos.

–Desde el momento en que abrí los ojos y me vi atrapado en un reino contigo, he querido sustituir tu tristeza por placer. Y, Cameo –añadió, con la voz enronquecida–, voy a hacerlo.

La elevó con ambas manos y la giró, y la lanzó al colchón. Su cuerpo musculoso la aplastó contra el colchón antes de que ella terminara de botar. De nuevo, se le escapó un jadeo.

–No voy a comprar tu ayuda –le dijo.

–Tal vez yo esté intentando comprar la tuya.

–Pero si has dicho que tú no necesitabas…

Él la besó y metió la lengua profundamente en su boca, interrumpiendo sus palabras, y la dulzura de su sabor invadió todos sus sentidos.

«Me siento bien», pensó. «Muy bien. Bien, bien, bien. Nunca me había sentido tan bien».

Se le borraron de la cabeza todos los motivos por los que debería rechazarlo. Él la estaba usando… pues bien, ella también lo usaría a él. Seguramente, la dejaría plantada segundos después de haber terminado. No la respetaba.

–Oh, claro que sí te respeto –dijo él, y hubo algo en su respuesta que molestó a Cameo. Sin embargo, estaba distraída por el placer, y no supo qué era. Él le quitó las horquillas del pelo–. Nunca había conocido a una mujer como tú. Tengo que poseerte, o moriré. Y me gustas más a cada segundo que pasa… me encanta tu exquisito tacto.

Él volvió a darle otro beso apasionado, en aquella ocasión, más duro y más brusco. A ella le encantó ver que el placer le despojaba de su fachada de calma y lo dejaba balbuceando, aunque sus palabras siguieran causándole una sensación extraña al fondo de la mente.

«Debería sentirme molesta por lo que ha dicho, y no embelesada».

Pero ¿por qué? ¿A quién le importaba? Él le abrió el sujetador, y posó las manos en sus pechos. Comenzó a masajear la carne dolorida y le pasó los dedos pulgares por los pezones.

Cameo notó que la tristeza salía cada vez más de su ser, y fue algo glorioso.

–Te gusta esto. Y mi boca te va a gustar aún más.

Él reemplazó los dedos por su boca, y le lamió la piel. Entonces, empezó a succionar con fuerza, y ella arqueó la espalda y se elevó sobre la cama a causa del placer.

–Esta vez te voy a tomar con fuerza –le dijo Lazarus, mientras le quitaba las braguitas. Entonces, se incorporó para quitarse la bata y arrancarse el pantalón. Quedó desnudo. Gloriosamente y asombrosamente desnudo–. La segunda vez será lenta y dulce.

Ella se estremeció. Había pasado toda la vida con guerreros, y estaba acostumbrada a hombres que tenían el cuerpo esculpido en el campo de batalla. Sin embargo, Lazarus era totalmente distinto.

Se agarró la erección con el puño mientras ella lo estudiaba.

–Esto es para ti. Todo. No lo olvides nunca.

Entonces, atrapó los muslos de Cameo entre las rodillas y, de nuevo, la recorrió con la mirada. Aquello hizo que Cameo temblara de deseo. Él irradiaba una intensidad salvaje y no escondía nada, como si hubiera perdido su humanidad y hubiera dejado salir al animal que acechaba en su interior. Como si estuviera dispuesto a matar con tal de conseguirla. Como si, de verdad, no pudiera vivir sin hundirse dentro de ella.

–Deja que yo te enseñe lo que tengo para ti –le dijo Cameo, suavemente.

–Sí –dijo él, y deslizó las palmas de las manos bajo sus rodillas para separarle las piernas. Se quedó mirándola con los ojos muy brillantes–. Eres hermosa –le dijo.

Lentamente, Lazarus se inclinó hacia delante y se tendió sobre ella, y Cameo le rodeó la cintura con las piernas.

Cuando él se colocó para penetrar en su cuerpo, a ella le pareció oír que alguien llamaba a la puerta.

–Lazarus –gimió, intentando avisarle. Sin embargo, lo único que pudo hacer fue suplicarle–. Por favor… Es tan delicioso…

A él se le cayó una gota de sudor de la sien.

–Sea quien sea, se marchará.

Sin embargo, pasaron varios segundos y él no se movió. Esperó, y siguieron llamando, cada vez con más intensidad, hasta que Lazarus se irguió y soltó una maldición.

–¿Qué sucede?

–Son nuestros captores –susurró ella, con un jadeo.

Su deseo se desvaneció al darse cuenta de que iban a tener que luchar para evitar que los vendieran en una subasta.

La puerta se abrió de par en par y entraron dos guardias armados.

Lazarus la tapó con una manta y se dirigió a los guardias con el ceño fruncido.

–Alteza –dijo uno de los hombres.

Los dos se inclinaron ante él.

Lazarus se quedó rígido y silencioso.

–Tenéis dos segundos y, después, moriréis –dijo.

Ambos palidecieron.

Uno de ellos comenzó a hablar:

–Nos dijisteis que no interrumpiéramos, pero tenéis un visitante. Es un sirviente que dice que la Reina Roja está libre. Sabemos que habéis estado buscándola, señor.

A Cameo se le escapó otro jadeo. Se giró hacia Lazarus; él la estaba mirando con algo parecido a la consternación. Les hizo una seña a sus hombres para que se retiraran.

Ellos obedecieron. Porque eran sus hombres.

Así pues, él no era un prisionero.

Lazarus se levantó y se puso los pantalones.

–Bienvenida a mi reino, preciosa.

 

 

Baden tenía agarrada del cuello a Pandora, que, suspendida sobre el suelo, pataleaba sin parar. Él se limitó a apretar con tanta fuerza que a ella se le pusieron los ojos saltones y la piel azulada. Él lo hizo con calma. Si sus emociones se alteraban, le ardería el pelo. Era una habilidad que tenía desde antes de su posesión, y la había conservado. No sabía por qué motivo ninguno de los otros Señores del Inframundo reaccionaba así ante una emoción oscura.

Pandora se había atrevido a apuñalarlo mientras dormía. Le había atravesado el corazón, el estómago y el muslo con rapidez.

Si hubieran vivido en otro reino, aquello habría servido para matarlo de nuevo. Sin embargo, vivían allí, separados de otras almas muertas. No eran lo suficientemente buenos para ingresar en ningún nivel de los cielos, pero tampoco para descender al infierno.

Él había sentido el dolor de las cuchilladas, pero no había sufrido la última consecuencia. Se había curado y, después, había ido tras ella.

–¿Tienes algo que decirme? –le preguntó, con calma. Si Pandora no se disculpaba, seguiría sufriendo.

Cuando ella intentó asentir, él relajó la mano con la que le apretaba el cuello.

–Sabía que… ibas a reaccionar… así –dijo ella, entre jadeos–. Esperaba que… lo hicieras. Lo.. planeé.

Él frunció el ceño y la soltó. Una espada le atravesó la espalda y salió por su pecho. Él miró hacia abajo con confusión, antes de que sus rodillas cedieran. Pandora cayó al suelo, y emitió un gemido de dolor que se fundió con el suyo.

Por instinto, se puso delante de ella para protegerla del enemigo que los acechaba por la espalda. Era Cronus o Rhea y, a juzgar por el olor a lilas, era Rhea. A Pandora solo podía herirla él, nadie más.

Pero Pandora lo apartó de una patada y, con ayuda de Rhea, se puso de pie.

La antigua reina de los Titanes le sonrió desde arriba, con su acostumbrada petulancia. Era una mujer bella, con el pelo negro como el de Pandora y la piel tan blanca como la de Pandora. Sin embargo, la antigua reina tenía los ojos azules, y los de Pandora eran negros como su malvado corazón.

Se habían confabulado, ¿verdad? Baden se sintió traicionado.

Tal vez Pandora se diera cuenta. Le escupió:

–¿Qué esperabas? Ibas a dejarme aquí cuando te rescataran.

–No –dijo Rhea, en un tono de seguridad–. No nos va a dejar aquí a ninguno. ¿Y quieres saber por qué, Baden?

Él se agarró a la hoja de la espada y siguió tendido en el suelo, jadeando, pero silencioso.

Rhea se irritó con aquella actitud de indiferencia, y se puso en jarras:

–Yo voy a decírtelo. Porque sabes que la Reina Roja utilizará la Estrella de la Mañana para su propio beneficio. Ella no se preocupará de ti ni por un instante. Y, si lo hace, te obligará a pagarle a cambio de su ayuda. ¿Y qué podrás darle tú? Nada.

–No voy a pagar.

Pagaría Torin, y todo el mundo lo sabía.

–Tú has visto la escena en la niebla como todos nosotros. Sabes que Torin y ella se han separado, y que tal vez ella no esté dispuesta a ayudarle. Puede que ataque sola. Nosotros solo podemos confiar en encontrar la Estrella de la Mañana antes que ella. Tú podrías actuar solo, sí, pero tendrás más posibilidades de éxito contra un ser tan poderoso como la Reina Roja si tienes a alguien respaldándote. Alguien como yo. Sin embargo, no te ayudaré hasta que tenga tu juramento de que me concederás lo que yo desee cuando tengas la Estrella de la Mañana en tu poder.

–¡Eh! Eso no es lo que convinimos –protestó Pandora.

Rhea se apartó el pelo del hombro e, ignorándola, le dijo a Baden:

–Hasta entonces.

Después, se marchó.