Capítulo 30

 

Torin atravesó corriendo el portal, y gritó:

–¡Dejadlo abierto!

Dejó a las dos chicas allí y se dio la vuelta. Tenía que volver a buscar a Keeley. Sin embargo, cuando iba a atravesar de nuevo el portal, este se cerró, y él se tropezó contra la Jaula de la Compulsión.

–¡No! Ábrelo, Danika.

Ella se desplomó contra la Vara Cortadora, jadeando, bañada en sudor. Estaba muy pálida.

–Lo estoy intentando, pero no puedo… lo siento.

–Apenas ha podido mantenerlo abierto durante todo este tiempo –dijo Reyes, e intentó abrir la Jaula de la Compulsión, pero el metal no cedió–. Está atascada. ¿Por qué?

Porque Keeley era la dueña de la Jaula de la Compulsión, y solo la obedecería a ella. O… tal vez a él también, puesto que era el dueño de la Llave de Todo. Pero, si liberaba a Danika, ¿perdería ella el control de la Vara Cortadora y no podría cumplir las órdenes de Keeley?

«No puedo correr ese riesgo».

Se lo explicó a Reyes con pánico y urgencia.

–Tenemos que traer a Keeley.

–Dani está demasiado agotada –dijo Reyes. Sacó una daga y trató de forzar, sin éxito, la cerradura.

Torin salió corriendo de la sala. Todos sus amigos estaban reunidos en el pasillo, esperando noticias.

–Lucien –gritó él, y el guerrero se adelantó entre la multitud–. Teletranspórtame al inframundo. Puedes hacerlo sin necesidad de ningún portal.

–Sí, pero ¿a qué parte del inframundo? Es una enormidad.

–A algún palacio de Lucifer.

–Tienes que ser más específico. Tiene muchos palacios.

–William –gritó Torin.

–¿Qué? –preguntó el guerrero, situándose junto a Lucien.

–Ve a ver a Hades –le pidió. Nunca hubiera pensado que diría aquellas palabras, pero Hades podía salvar a Keeley, y él, no–. Pregúntale si sabe dónde está lucifer y dile que lo necesito para sacar a Keeley de su palacio.

Hades podía llevarla a cualquier lugar del inframundo, pero no podía sacarla de allí. Ella había entrado a través del portal de la Vara Cortadora, y tendría que salir de la misma manera; el teletransporte no serviría en aquella ocasión. Sin embargo, sin la Capa de la Invisibilidad, ella no podía atravesar el portal. Torin tendría que darle el artefacto a Hades, a menos que fuera con él, cosa en la que iba a insistir. Sin embargo, tenía muy poco poder de negociación en aquello. Solo sabía que haría lo que fuera para garantizar que Keeley estuviera bien. Lo que quisiera Hades.

Tal vez ella lo odiara por haber organizado así las cosas, pero prefería sufrir su odio que saber que la habían torturado y asesinado.

William se rascó el pecho.

–Me doy cuenta de que estás disgustado por esto, y me duele mucho. Pero deberías conocerme mejor: yo nunca hago nada gratis.

Torin lo agarró por el cuello de la camisa y lo zarandeó.

–No te lo estaba pidiendo.

A William no le impresionó demasiado.

–¿Me estás desafiando? Me parece que me estás desafiando.

–Está bien –dijo Torin–. ¿Cuál es tu precio?

–Keeley debe robarle mi libro a Anya.

El precioso libro de William. En sus páginas había una profecía que contaba cómo podía salvar su vida… o algo por el estilo. La diosa lo había robado hacía años y lo había escondido. Por pura diversión, según ella.

–Trato hecho.

–Entonces, volveré con Hades –dijo William, y desapareció.

–Yo no voy a rendirme –dijo Anya–. No sabes cómo es cuando tiene esa cosa en su poder.

Y no le importaba. Torin le dijo lo que podía hacer consigo misma; después, empezó a dar órdenes.

–Maddox, lleva a Viola a una habitación. Necesita atención médica. Lucien, Pandora también está aquí, y en el mismo estado que Viola. Lleva brazaletes de serpentina, así que es posible tocarla.

Todos se apresuraron a obedecer.

–¿Y Baden? –preguntó Sabin.

–No lo he visto.

William se materializó. Hades estaba a su lado.

–Fuera –rugió Torin, para despejar la sala de los artefactos. Solo quedaron Reyes y Danika.

William y Hades entraron tras él, y William cerró la puerta de una patada.

–¿Puedes salvar a Keeley, o no? –le preguntó directamente a Hades.

Hades miró a Reyes.

–Tu mujer ha de descansar durante dos días. Al final del segundo, abrirá un portal para Keeleycael. Si fracasa, me sentiré muy disgustado.

–¿Y cómo va a descansar si está dentro de esa jaula?

–Tendrá que encontrar el modo de hacerlo. Y tú –prosiguió Hades, dignándose a hablar a Torin, por fin– vendrás conmigo. Traerás a la Reina Roja a través del portal.

¿Significaba eso que Hades no podía atravesarlo, ni siquiera con la Capa de la Invisibilidad?

–¿Y qué quieres a cambio?

Hades entornó los ojos.

–Los dos sabemos que voy a hacer esto sin pedir nada a cambio. Por ella, no por ti.

¿Hades la quería? ¿De veras?

«¡Mía! ¡Mi mujer!».

–Pero, cuando volvamos –continuó Hades–, voy a venir por ella. Y me la ganaré. Yo puedo darle lo que tú no tienes.

Todas sus emociones se desbocaron, pero él se contuvo. No era el momento de desahogarse.

Un segundo después, las paredes de la habitación desaparecieron, y se formó otro mundo a su alrededor. Sintió el calor asfixiante del inframundo; oyó los gritos de desesperación. En el exterior del palacio de Lucifer las hogueras eran más numerosas y surgían espontáneamente en el terreno calcinado. Había demonios por todas partes, y la enorme entrada al edificio tenía forma de calavera.

Hasta el momento, nadie los había visto.

–Ella no estaría en esta situación si hubieras aceptado mi oferta –le dijo Hades.

–Los dos sabemos que me habrías arrancado a Enfermedad, pero me habrías dado a otro demonio.

Hades no lo negó.

–Sí, a Disfunción Eréctil. O a Automutilación. Seguramente, a los dos. En vez de eso, conseguiré que desees que hubiera sucedido eso, precisamente.

De repente, aparecieron dos espadas cortas en las manos de Torin. Cortesía de Hades, pero un movimiento estúpido por su parte.

–No, si te mato antes.

Hades ignoró su amenaza, y dijo:

–Lo peor es que ni siquiera tenías que haberle hecho daño. Tenías la respuesta todo el tiempo, pero estabas demasiado paralizado por tu miedo como para verla.

¿De qué demonios estaba hablando? ¿Qué respuesta? ¿Acaso se refería a la manera de estar con Keeley sin ponerla enferma?

–¡Dímelo! –gritó.

La única respuesta que recibió fue una fría sonrisa que proclamaba: «Nunca».

No tenía tiempo para intentar sonsacarle la respuesta. Los demonios ya se habían percatado de su presencia y habían dejado sus tareas. Estaban relamiéndose, hambrientos. Se oyeron murmullos de deleite.

–¿Estás listo para entrar a sangre y fuego? –le preguntó Hades.

¿Y perder más el tiempo?

–Estoy listo para que me teletransportes al interior.

–Lo siento, pero eso no va a suceder. Yo voy a teletransportarme, pero tú… A partir de este momento, estarás solo –le dijo Hades, y se desvaneció ante sus ojos.

Muy bien. Torin avanzó. Una vez había vivido para la batalla, y siempre la había echado de menos. Aquel día iba a participar en una.

Los demonios se abalanzaron sobre él con los colmillos preparados. Él movió las espadas en un amplio círculo, y decapitó a uno de ellos. Después, a otro. Una mano con zarpas se le acercó. De nuevo, él dio una cuchillada y cercenó el miembro que lo amenazaba. La mano cayó al suelo.

Cada vez lo rodeaban más demonios, y Torin no dejó de moverse ni un instante, impulsado por las descargas de adrenalina. Si hacía la más mínima pausa, él perdería un miembro del cuerpo. Aquel desafío le procuró energías.

Siguió cercenando cabezas, piernas y brazos y, entre carne despedazada y sangre, consiguió entrar por las puertas del palacio al vestíbulo. Tenía arañazos por todas partes, y un profundo corte en el muslo. Sentía fuego en las venas, probablemente, por causa de alguna toxina de los demonios. No le importaba.

Otros dos demonios se abalanzaron hacia él por la espalda, y Torin blandió las espadas hacia atrás y notó la resistencia de la carne y del hueso; supo que los había atravesado. Después, impulsó las espadas hacia delante y les cortó la cabeza. Entonces, siguió adelante, decidido a recuperar a su mujer.

 

 

Encadenada al trono de Lucifer. ¡Era humillante! Pero, al menos, Keeley llevaba una camiseta y unos pantalones deportivos de algodón, y no un biquini, como la princesa Leia cuando la esclavizó Jabba the Hutt.

Sin embargo, aquel era un pequeño consuelo, teniendo en cuenta que le habían cubierto la espalda de cicatrices de azufre.

La primera la había debilitado tanto que Lucifer ni siquiera había tenido que sujetarla mientras le hacía las demás. En aquel momento, ella ni siquiera podía teletransportarse a dos metros de la zona de peligro.

Lucifer le habría cubierto toda la piel de marcas, como había hecho su padre, de no ser por la conmoción que había estallado fuera. Él se había asomado a la ventana y, al ver a cientos de sus sirvientes descuartizados, la había arrastrado hasta su trono para esperar al enemigo.

¡Torin estaba allí! A ella se le aceleró el corazón de impaciencia y emoción.

Lo único malo era que Hades también estaba allí.

Los sirvientes se apretujaron contra las paredes a medida que su antiguo rey avanzaba hacia el estrado del salón del trono.

–Querías mi atención –le dijo a Lucifer, con una calma que hizo estremecerse a todos los demonios–. Ya la tienes.

Tal vez, hacía mucho tiempo, ellos dos se hubieran querido… pero el mal no podía ser leal al mal, y Lucifer era el mal personificado. Tenía una necesidad insaciable de poder, de halagos, de territorio, de control… Los daños colaterales no significaban nada para él. Robaba. Mentía. Mataba.

Y disfrutaba haciéndolo.

Quería que su poder se extendiera por todo el inframundo, y aquella era la causa principal de la guerra. Cuando él hubiera terminado con Hades, suponía que no tendría ningún otro competidor. Sin embargo, había olvidado al Más Alto. Por no mencionar a William que, una vez, reinó sobre la otra mitad de aquel reino, tan atado a él como el mismo Lucifer. Salvo que William había encontrado el modo de escapar, al igual que Hades.

–Lo que quiero –dijo Lucifer– es que te inclines ante mí. Si lo haces, podrás marcharte con la chica.

Hades sonrió sardónicamente, y Keeley reconoció su expresión. Lucifer estaba a punto de llevarse una buena tunda.

–Debes de pensar que temo que puedas ganarme en esta guerra. Que no he tomado precauciones antes de tener que entregar las llaves de mi reino.

Lucifer palideció, porque sabía que aquello era cierto.

Las puertas se abrieron violentamente de nuevo, y dentro del salón del trono cayeron muchos cuerpos despedazados de demonios. Torin trepó por aquella montaña de muertos y marchó directamente hacia el estrado de Lucifer. Se colocó junto a Hades con la cabeza alta.

Hades no pudo disimular su enfado.

Keeley tuvo que contener un gimoteo de alivio. Torin tenía un aspecto fiero; ella intentó levantarse para ir con él, pero Lucifer tiró de la cadena que tenía alrededor del cuello y la obligó a permanecer sentada.

–Dámela ahora –rugió Torin.

Se dispuso a subir al estrado, pero Hades extendió un brazo y no permitió que se moviera.

Keeley sabía lo que estaba pensando Hades: que Lucifer la agarraría y le cortaría el cuello allí mismo. O que se teletransportaría con ella a algún lugar lejano. O ambas cosas. Y tenía razón.

Sin embargo, los sirvientes de Lucifer se volvieron contra él y le mostraron los colmillos y las garras. Varios de ellos se dejaron caer desde el techo y pusieron sus cuerpos entre Keeley y su captor.

–Te lo advertí –dijo Hades, con una petulancia que tenía que resultar muy irritante.

Aquellas palabras significaban que los demonios solo habían fingido su lealtad hacia Lucifer, y eso le causó tal furia que trató de acuchillarla de todos modos. Sin embargo, los sirvientes se llevaron los golpes por ella, sirviéndola de escudo para que no recibiera ni un arañazo.

Hades liberó a Torin que, rápidamente, subió las escaleras.

A su manera típicamente grandiosa, Lucifer anunció:

–Esto no ha terminado.

Después, se desvaneció.

Los sirvientes se apartaron de ella y Torin cortó su cadena y la liberó. La abrazó contra su pecho, y Keeley oyó el galope de su corazón.

–Has vuelto a buscarme –dijo. Aunque, en realidad, nunca había dudado que volvería.

–¿Por ti? Siempre.

«Mi dulce príncipe azul».

«No. Mi rey. Mi otra mitad».

–Por muy conmovedor que sea el reencuentro –dijo Hades, con desprecio–, tenemos otras cosas que hacer.

Estaba en lo cierto. Y él también había ido a buscarla, cosa que asombraba a Keeley. Él nunca había sido de los que se arriesgaban por los demás. Ni siquiera a cambio de un pago.

Tal vez hubiera cambiado de verdad.

Sin embargo, ella no podía olvidar el pasado y volver con él. Solo estaba dispuesta a que su asesinato no fuera tan doloroso como había planeado en un principio.

–Baden está aquí –le dijo a Torin.

Torin se puso rígido al notar que Hades se acercaba a ellos. El oscuro señor se agachó ante ella y le preguntó:

–¿Deseas que ese tal Baden vuelva con los Señores?

–Sí –dijo ella.

–Entonces, me ocuparé de que así sea. Estará esperándote en la fortaleza de Budapest.

Fue difícil para ella, pero consiguió darle las gracias.

Él inclinó la cabeza.

–Vas a pasar los siguientes dos o tres días en este palacio, como invitada mía, por supuesto. Me ocuparé de todas tus necesidades y de tu protección mientras esperamos a que el Ojo que Todo lo Ve pueda abrir de nuevo el portal para ti.

Ella no vio otra opción, y dijo:

–Torin también se queda.

Hades apretó los dientes con irritación.

–No hay necesidad. Puedo teletransportarlo ahora mismo.

–Torin se queda –insistió ella–. Y dormimos juntos.

–Hay muchas habitaciones…

–Vamos a estar en la misma habitación, o nos vamos –dijo Torin–. No me importa lo que haya fuera.

Hades no apartó la mirada de Keeley mientras asentía con rigidez.

Ella le sonrió.

–Puedes enseñarnos nuestro alojamiento.