Capítulo 4
Torin corrió por el bosque con cuidado de esquivar las trampas que él mismo había puesto. Las ramas de los árboles le golpeaban la cara y las hojas intentaban morderle las mejillas, pero él apenas se daba cuenta. Estaba preparándose para lanzar el ataque final al Innombrable y, al instante siguiente, se había visto a mucha distancia de la acción. Keeley debía de haberlo teletransportado.
¿Y por qué había hecho tal cosa? Ella quería verlo muerto, ¿no?
De todos modos, no tenía importancia. Él necesitaba su mochila. No podía permitir que Keeley se acercara a sus amigos, a su única familia, y, si tenía que pegarle un tiro para impedirlo, lo haría.
Y no solo porque fuera tan poderosa como para derribar un edificio, sino porque podía hacer estallar a un monstruo y provocar una lluvia de sangre y vísceras.
Torin pensaba que, con todos los siglos que había vivido, había visto ya lo más truculento que podía ver. Sin embargo, estaba equivocado.
Atravesó un muro de hojas que había estado montando el día anterior. Era una defensa patética, pero se había visto obligado a trabajar con lo que tenía. Tres de los prisioneros a los que había liberado estaban esperándolo en el campamento, a pesar de que había amenazado a todo el mundo con matarlos primero y hacer las preguntas después si alguien se acercaba a él. Ellos esperaban que él encontrara el camino de salida de aquel reino.
Hasta el momento, no había tenido suerte.
Torin sabía que había cientos de reinos distintos, unos junto a otros, unos por encima de otros, y unos rodeando a otros. Sin embargo, no sabía cómo trasladarse de unos a otros sin el poder del teletransporte.
–Hola, tío –dijo Cameron–. Eres muy amable por unirte a nosotros.
El grupo estaba formado por dos hombres y una mujer. Cameron, el guardián de Obsesión. Irish, el guardián de Indiferencia. Y Winter, la guardiana de Egoísmo.
Ellos también tenían la maldición de albergar un demonio, aunque no estaban entre los inmortales que habían abierto la caja de Pandora. Sin embargo, en aquel momento estaban prisioneros en el Tartarus, el reino subterráneo, y como había más demonios que Señores, muchos de los otros reos habían recibido las sobras.
–Es hora de abandonar el barco –dijo él. Keeley estaría persiguiéndolo, y si aquellos tres estaban cerca de él, se verían en medio del fuego cruzado.
No pareció que nadie percibiera su urgencia.
Bueno, él no era su tutor. Si no le escuchaban, se merecían lo que pudiera ocurrirles.
Cameron se sentó junto a Winter y le ofreció un cuenco de estofado de forraje. Eran hermanos, quizá gemelos. Los dos tenían los mismos ojos de color lavanda, con las pestañas plateadas, y el mismo pelo y la misma piel de color bronce.
–En este pequeño claro está el mejor manantial de todo el bosque –dijo Cameron–, y yo necesito mis baños.
Entonces, tomó la pistola de tatuar que se había fabricado con piezas de metal que había encontrado por el suelo y siguió tatuándose una imagen en la muñeca. Parecía que tenía la compulsión, la obsesión, de hacerse una crónica en la carne de cada una de sus temporadas en la prisión.
–No nos vamos –dijo.
–Entonces, vais a experimentar la alegría de la combustión espontánea –dijo Torin. Así de sencillo.
Irish se sentó en el tocón de un árbol y siguió tallando una flecha en una rama. Aparentemente, no era tan civilizado como sus amigos. Tenía dos cuernos en la cabeza, y tenía una melena oscura y lisa que le llegaba hasta la cintura, con muchas cuchillas intercaladas en los mechones. Tenía los pómulos muy afilados y los ojos oscuros y misteriosos. Las manos, permanentemente crispadas. La mitad superior de su cuerpo era de hombre, pero la mitad inferior era de cabra. Tenía pelaje y pezuñas.
Era mitad sátiro, mitad otra cosa. Al notar la intensa observación de Torin, alzó la cabeza.
–Vete a la mierda –dijo, con un acento irlandés muy marcado. De ahí su sobrenombre, que significaba «irlandés». Su verdadero nombre era Puck.
Torin se encogió de hombros.
–Como ya he dicho, será vuestro funeral. O no.
Se puso de rodillas frente a su mochila y se vació los bolsillos. Al agarrar a Keeley para transportarla, había aprovechado para robarle y, al ver lo que le había quitado, se quedó muy extrañado: era un pedazo de piel ensangrentada, con una cicatriz. Recordó que había visto una herida en el brazo de Keeley; tenía una parte sanguinolenta, como si le hubieran cortado la piel.
Observó las cicatrices. Dentro del tejido brillaban miles de motas de color naranja.
Pasó el dedo pulgar por la carne; estaba caliente, y el calor no era algo natural. ¿Eran llamas? Tal vez. Seguramente. Sin embargo, ¿por qué entonces no se quemaba la piel? Solo el azufre podía arder en un tejido corporal sin…
Azufre. Claro.
A Torin se le encogió el estómago. Aquello era una marca de las que se utilizaban para vencer a los Curators. A los Parásitos.
¿Acaso Keeley era un Parásito? ¿O acaso había intentado protegerse de uno de ellos?
Si era una Curator, sería una de las últimas de su raza, y mucho más peligrosa de lo que él había pensado. Los Curators formaban vínculos invisibles con los que estaban a su alrededor y, como los vampiros, los dejaban secos.
«El vínculo se ha roto», había gritado ella.
Oh, demonios. Era una Curator.
Enfermedad se estremeció.
–¿Habéis oído hablar de los Curators? –les preguntó a sus invitados.
Los tres tomaron aire bruscamente.
–No –dijo Irish, por fin, en un tono irónico–. Somos idiotas que no sabemos nada.
«Bien, me lo tomaré como una afirmación».
–Uno de ellos ha escapado de esa prisión, y quiere matarme.
–Entonces, eres hombre muerto, amigo –dijo Cameron, sin levantar la vista de su tarea–. Porque me imagino que la Curator es Keeley, y esa chica está loca.
–Ya. Gracias –dijo Torin.
«Imbécil», pensó. Vaya. Parecía que él podía hablar todo lo que quisiera de ella pero, si otro decía algo malo, le entraban ganas de sacarles el hígado y llenar el hueco de piedras.
Se puso a sacar un arma semiautomática de la mochila y, después, las piezas de un rifle de largo alcance.
–Una vez, yo tuve una historia con una Curator –dijo Cameron, que había terminado su tatuaje. Era indistinguible; Torin no supo si se trataba de un chaparrón o de un océano de lágrimas–. Quería destruir a toda mi familia, pero era salvaje en la cama. Las más locas siempre lo son. Seguramente, por eso son mis preferidas –añadió, e hizo una pausa–. Aunque, una vez me acosté con una centauro que…
–No empieces con otra de tus historias –dijo Irish, lanzándole un palito–. Además, no son tuyas. Usas las de otra gente.
Cameron frunció el ceño y preguntó:
–¿Y tú cómo lo sabes?
–Porque la que ibas a contar es mía, idiota.
–¿A quién estás llamando idiota, so tonto?
–Yo no soy tonto, idiota.
Niños.
Torin empezó a pensar en todo lo que sabía sobre su nueva enemiga.
Los Curators fueron creados antes que los humanos. En su origen, eran espíritus de luz y tenían la tarea de salvaguardar la tierra. Estaban atados a ella y a sus estaciones. Sin embargo, todo eso había cambiado cuando traicionaron a su líder, el Más Alto, y se habían apareado con los ángeles caídos que habían tratado de usurpar su puesto de dirigente supremo de los cielos. ¿Qué no habían entendido los Curators hasta que ya era demasiado tarde? Que los ángeles caídos estaban malditos con la eterna oscuridad del alma, y que esa maldición iba a extenderse también por su raza.
Su descendencia, como la de los humanos y los ángeles caídos, era llamada Nephilim… e incluso demonios.
Volviendo atrás: los Curators eran espíritus sin cuerpo. Él no entendía cómo había conseguido Keeley ese cuerpo, pero lo había hecho, porque, de lo contrario, nadie habría podido aprisionarla, y ella no habría podido tirarle piedras. Ni tampoco habría terminado debajo de él cuando la había apartado del peligro de un empujón…
No, no iba a pensar en ello. Había vuelto a excitarse.
Necesitaba azufre. Sin embargo, no iba a poder llevar aquellas piedras ardientes hasta donde estuviera Keeley, ni sujetarla para frotarlas contra ella. Y, de todos modos, no le gustaba la idea de marcar con cicatrices su piel inmaculada. La solución más fácil sería marcarse a sí mismo con el azufre. Después de todo, aquel tipo de cicatrices servían en ambos sentidos.
Se metió el arma en la cintura del pantalón y le quitó el equipo de tatuar a Cameron.
–Disculpa, pero lo necesito. Espero que no te importe.
El otro guerrero le lanzó una mirada asesina. Torin sonrió con frialdad mientras se quitaba los guantes.
–Puedes intentar recuperar tus cosas, pero acabarás con una tos incurable y con la incapacidad de tocar a cualquier otro ser viviente sin comenzar una plaga. Tú eliges.
Silencio.
«Sí, eso era lo que yo pensaba».
Con cuidado, desenganchó el motor y lo ajustó para ponerle más combustible. Encontró una tubería gruesa de acero y, con unas cuantas partes más, creó un martillo improvisado para excavar la tierra dura. Empezó a sudar, pero era un buen sudor. Sudor de un trabajo honrado. «Lo he echado de menos».
Cuando el motor se asfixió, siguió con las manos. Sus compañeros no se ofrecieron para ayudarle, sino que siguieron comiendo. Muy bien. No compartiría con ellos la recompensa.
A unos tres metros de profundidad, encontró una pequeña veta de azufre. Las piedras eran exactamente como las recordaba: negras, con grietas doradas, y muy calientes, tanto, que estuvieron a punto de hacerle ampollas en las manos.
Salió del agujero y se metió los guantes en el bolsillo trasero. Después, hizo un poco más de magia con la tubería y con una rama para crear unas pinzas. Volvió a bajar y sacó una de las rocas. La rama se prendió durante la ascensión, pero él consiguió salir del agujero antes de que se convirtiera en ceniza y la roca cayera al suelo.
Se sentó junto a ella.
El trío se quedó mirándolo con la boca abierta.
–Vamos –dijo Winter, y se acercó a él con un femenino balanceo de las caderas. Entonces, se agachó entre sus piernas.
Él no sintió ni la más mínima excitación, y se sintió muy molesto. ¿Por qué con Keeley sí, y con ella, no?
Winter trató de agarrarlo mientras decía:
–Deja que te ayude.
Torin se alejó de ella y le espetó:
–Es la última vez que te lo digo: si vuelves a acercarte a mí, te corto una mano. Y, si intentas tomar la roca, te cortaré las dos.
Cameron soltó un resoplido:
–Deberías saber que mi hermana siempre quiere lo que tienen los demás.
Ella tenía un brillo de determinación en los ojos, y era verdaderamente bella. Sin embargo, no le afectaba en absoluto.
A Torin no le gustaba admitir que solo pudiera afectarle el hecho de pensar en Keeley.
–Ahórrate la pelea –le dijo Winter–. Vamos, dame el azufre.
–Hazlo –dijo Irish–. No quiero verme obligado a tomar partido.
Como si no lo hubiera hecho ya. Tal vez fuera el guardián del demonio de la indiferencia, pero una parte de él sí valoraba a aquella chica. A Torin no se le había escapado cómo la miraba.
–Deberías haberme ayudado a cavar –dijo Torin.
–¿Y ensuciarme las uñas? No, nunca.
–Mira, esto es lo que voy a hacer: no te voy a dar el azufre y, a cambio de tu comprensión, no te voy a matar. ¿Qué te parece?
Lentamente, como si cada uno de sus pasos fuera una agonía, ella se alejó de él.
–Me parece justo.
Sin embargo, Torin sabía que Winter ya estaba planeando la batalla que le había prometido. Y, aunque fuera extraño, a él no le causaba ninguna impaciencia saber que iba a tener una contrincante a su altura.
Una vez terminadas las distracciones, Torin se frotó el brazo contra la roca, tan solo una vez en la parte delantera y otra en la trasera. Al instante, sintió la quemadura; era como si su músculo se estuviera cocinando. Gritó y maldijo, y cayó de espaldas entre jadeos. El olor era como para vomitar. Los fragmentos de azufre que se le habían pegado a la piel le estaban dejando cicatrices y no permitían que la carne se regenerara de nuevo.
Winter se lanzó hacia la roca.
Vaya; Torin le dio una patada al azufre y lo mandó al fondo del agujero antes de que ella pudiera agarrarlo, y se apresuró a cubrirlo de tierra.
–Como ya te he dicho –anunció, una vez que hubo terminado–, no me ayudaste a cavar.
–Como ya te he dicho –repitió Winter–, batalla.
–Has cometido un error, amigo mío –dijo Irish, chasqueando la lengua.
–Compartir es amar –añadió Cameron–. La avaricia solo sirve para que te maten.
–Yo soy el único aliado que tenéis aquí –les recordó él–. Si no dejáis de amenazarme, tendréis que marcharos del campamento.
Winter puso cara de pocos amigos, y los otros dos se encogieron de hombros. Tal vez él no les cayera bien, pero lo necesitaban.
«Y yo necesito encontrar a mi Curator. ¿Dónde estás, Keeley?».
Se había visto envuelto en muchos enfrentamientos a sangre y fuego durante su larga vida, pero aquel era el primero que consideraba… divertido. No se merecía ninguna diversión, y estaba mal por su parte, teniendo en cuenta lo grave que era la situación, pero era demasiado tarde como para volver atrás.
En aquella ocasión, estaría preparado para cualquier cosa que pudiera hacerle Keeley.
A Keeley se le enroscó una cuerda en el tobillo. La cuerda tiró violentamente de ella y, en un instante, estaba colgada en el aire, cabeza abajo.
¿De veras? ¿Otra vez aquello? Se teletransportó al suelo.
Otro crimen de Torin.
Solo llevaba cuarenta y seis horas de caza, y ya estaba muy nerviosa. Él estaba vivo, sí, pero la había eludido. Sus trampas le habían causado grandes molestias.
Se oyó un trueno, y el ruido le recordó que iba a volver a llover, y que aquel chaparrón no tenía nada que ver con sus emociones.
Y ¿dónde estaban los subalternos de Hades? Había olvidado su plan de darles de comer pedacitos de Torin. Solo quería que murieran todos, para poder concentrarse en el guerrero.
Siguió caminando, proyectando descargas de poder para derribar los árboles que se interponían en su camino. «Voy a encontrarlo».
¿Cuántas veces había seguido el rastro de un enemigo con Hades? Muchísimas. Era buena. La mejor. Tal vez estuviera un poco desentrenada, pero valía mucho más la determinación que la habilidad.
¡Shhhh!
Una lluvia de flechas voló hacia ella. Las esquivó con facilidad, y vio a una mantícora que saltaba de las ramas de un árbol alto. Tenía la cabeza de hombre, el cuerpo de león y, en vez de cola, tenía una ballesta. Ella lo atrapó con una corriente de poder y lo sujetó. Después, con el pensamiento, lo desolló, dejando la piel entera, y volvió a meter el cuerpo en la funda, pero al revés. Cuando aterrizó en el suelo, el bulto se retorcía.
Se había corrido la voz de la muerte del Innombrable, y parecía que muchas criaturas habían salido a cazar su cena.
No debían de saber que ella era la infame Reina Roja.
Oyó un clic clac muy sonoro y vio aparecer a un lélape que se acercaba corriendo hacia ella. Era un perro de metal que, cuando había avistado a su presa, no cejaba jamás en el intento de cazarla. Aunque se quedara ciego, o le cortaran las patas, o se desangrara, intentaría dar con la forma de alcanzar a su víctima.
«No tengo paciencia para esto».
Con un suspiro, Keeley aplastó a la criatura como si fuera una tortita, con tan solo otra descarga de poder. Partes diminutas de metal salieron volando en todas las direcciones.
El olor masculino de Torin le llegó en una ráfaga de aire y captó toda su atención. ¡Estaba cerca!
«Vamos, sal, estés donde estés».
Olfateó y descubrió el olor de otros tres prisioneros. Dos hombres y una mujer. Keeley se mordió un lateral de la lengua hasta que notó el sabor de la sangre. ¿Quién era aquella mujer para Torin? ¿Su última novia?
Seguramente. Era demasiado guapo como para pasar las noches a solas.
Aquella idea le molestaba mucho, pero no entendía por qué. A menos que… Sí, claro. A Mari se le había negado un final feliz, así que Torin tampoco debía tenerlo. No tenía nada que ver con la atracción que sentía hacia él.
Una atracción que no había disminuido con el paso del tiempo, sino que había aumentado.
«Soy demasiado lista como para pasar por otra fase con un chico malo, ¿no? Por favor…».
Sin embargo, cada vez le resultaba más difícil convencerse de que encontraba a Torin tan atractivo a causa de su desesperación, y que cualquier hombre la afectaría igual. Solo había un hombre con los ojos del color de las esmeraldas, y con unos labios tan sensuales como los suyos… ¿Cómo sería notarlos contra la piel?
¡No! Nada de placer. Con él, no. Solo venganza. Iba a…
Se tropezó con una enredadera estratégicamente situada y se tambaleó. Al recobrar el equilibrio, oyó otro silbido. A unos quince metros de distancia había una ballesta conectada a la enredadera. Agarró la flecha por la varilla justo antes de que la punta se le clavara en el corazón.
Vaya, vaya. Otro punto negativo para Torin.
Una punzada de ira. Truenos en el cielo.
Tal vez tuviera que ampliar su plan para matar a Torin.
«Encontrarlo, torturarlo por ser tan irresistible y después matar a su novia delante de él».
¡Perfecto! Mari se habría sentido orgullosa.
A Keeley se le hundieron los hombros, y notó un dolor en el pecho. En realidad, Mari le habría echado una regañina por pensar así. La chica le habría dicho, con dulzura:
–Keeley, amor mío, tú misma has matado a mucha gente, y esa gente siempre ha dejado a un mejor amigo atrás. Lo sabes. No odies a alguien por cometer el mismo pecado que tú. No te regodees en el pasado. Es como un pozo de arenas movedizas que te atrapará. Olvídalo todo y sigue adelante.
Tan inteligente, su Mari.
Pero… ¿podría ella permitir que Torin no recibiera el castigo por el mal que había causado?
No, no podía hacerlo.
Tenía el corazón roto, y solo la venganza serviría para que se recuperara.
Mientras continuaba andando, absorta en su pensamiento, pisó una tabla. El centro se partió y Keeley cayó al fondo de un foso antes de poder darse cuenta de lo que ocurría. Se le torció el tobillo y se le doblaron las rodillas. Sintió un gran dolor, pero nada que no pudiera soportar.
Torin había hecho muy bien su trabajo.
Una sombra cayó sobre ella.
–No tenía por qué ser así, ¿sabes?
Keeley miró hacia arriba. El diabólico guerrero estaba al borde del agujero, apuntándola a la cabeza con un rifle. A ella se le cortó la respiración, y no precisamente por el rifle.
«Es todavía más guapo de lo que yo recordaba. Pero también es un ladrón. Me robó a Mari, mi sol, mi felicidad».
–¿De verdad, Torin? ¿De verdad? –le preguntó, como si estuviera decepcionada, con la esperanza de ocultar su vergonzante reacción. Le hervía la sangre, y le picaban las manos de ganas de tocarlo. No, no. De ganas de matarlo, por supuesto. En nombre de Mari, de su dulce Mari–. ¿Vas a utilizar un arma en una lucha de poder? No es inteligente por tu parte.
–No querrás saber todo lo que he traído, princesa.
–Tienes razón, no quiero, porque no te va a servir de nada.
Se trasladó a la parte superior del agujero y le arrebató el arma de las manos antes de que él pudiera disparar. Torin olía a sándalo y a especias, y a ella se le hizo la boca agua. Ojalá pudiera probarlo una vez, aunque solo fuera una vez… Sin embargo, después querría más.
¿Cómo lo estaba haciendo? ¿Cómo estaba envolviéndola en aquella tormenta enloquecedora de química, causándole escalofríos de impaciencia? ¡Y con solo estar a su lado!
Él la recorrió con una mirada ardiente y con la respiración entrecortada. Se humedeció los labios.
«¿Siente lujuria por mí?».
–He de decir, señorita Keeley, que tiene usted muy buen aspecto.
«No reveles nada. Escóndelo todo».
–Es obvio –dijo ella, pero estropeó su representación de indiferencia al pasarse la mano por el pelo.
Desde la última vez que se habían visto, ella se había lavado de pies a cabeza. Sin embargo, no había encontrado ropa nueva, y llevaba el mismo vestido andrajoso.
Keeley siempre quería tener muy buen aspecto. Su gente siempre la había considerado insuficiente, y los sirvientes de Hades solían tomarle el pelo con su extraño color. Ella nunca había conseguido librarse de la sensación de que no era lo bastante buena, de que no estaba a la altura.
–Pero ¿qué tiene eso que ver con todo lo demás? –preguntó.
–Te lo diré… después de que tú me digas que yo también tengo buen aspecto –replicó él, y tuvo que contener una sonrisa.
«¡Es una trampa! No respondas». Sin embargo, Keeley no pudo evitar explorarlo con la mirada…
Llevaba una camiseta negra de manga larga y unos pantalones de cuero. Unos guantes negros le cubrían las manos, y tenía una cadena de metal alrededor de la cintura. El uniforme típico de chico malo no había cambiado, y seguía revolucionando su motor.
«Perdóname, Mari».
–Tienes aspecto… de ser la cena –dijo. Pronunció aquellas palabras con la intención de que fueran un insulto, un recordatorio de que había muchas fieras carnívoras en aquel bosque, pero todas las sensaciones que estaban recorriendo su cuerpo se intensificaron de repente y estuvieron a punto de arrancarle un gemido.
Entonces, él dijo:
–Quieres comerme, ¿eh?
«Sí. Quiero, de verdad. Quiero poner mi boca por todo su cuerpo».
–No voy a rebajarme a contestarte a eso –respondió.
«Ni a mortificarme con la verdad».
–Bueno, entonces, ¿te interesa hacer un trato? –le preguntó él, y la sorprendió.
–¿A qué te refieres?
–En vez de intentar matarme, puedes conseguir tu libra de carne de otro modo. Como, por ejemplo, con una buena tunda. ¿No? ¿Y qué te parecen unos latigazos? ¿Veinte? ¿Treinta? –preguntó. Al ver que ella seguía en silencio, añadió–: Está bien: cuarenta. Es mi última oferta.
Era… tentador. Una forma de satisfacer su necesidad de sangre y de terminar, al mismo tiempo, la lucha que había entre ellos. Salvo que él se recuperaría de los latigazos, mientras que Mari no se había recuperado de su enfermedad. Tenía que ser diente por diente.
–Tengo que rechazar tu oferta –dijo.
–Está bien. Cincuenta latigazos.
¿Por qué estaba ofreciendo…? Ah. De repente, lo comprendió.
–Sí, ya entiendo lo que pasa. Has visto mis poderes en acción, y ahora me tienes miedo.
A él se le movieron las aletas de la nariz, y se apartó de ella.
–¿Miedo? Princesa, estaba intentando hacerte un favor, ahorrarte la vergüenza de sufrir una aplastante derrota. Pero, no sé por qué, ya no me siento tan magnánimo. Vamos a hacerlo. Intenta golpear a algo cubierto de ropa.
Ella apretó el puño, pero vaciló.
–Inténtalo tú. Llevas guantes y, ahora que lo pienso, me parece raro. ¿No deberías querer que yo enfermara? Eso resolvería todos tus problemas.
–No, solo los aumentaría. Yo odio pensar que soy el culpable de la muerte de Mari. Causar también la tuya no es mi idea de pasarlo bien.
Aquella respuesta la puso aún más nerviosa. Quizá aquel fuera su plan: desestabilizarla y, después, golpear, cuando estuviera demasiado desconcertada como para darse cuenta. ¡Pues iba a demostrarle que eso no era posible!
Estiró ambos brazos hacia él, y dijo:
–Voy a hacerlo. Voy a golpearte con una descarga de poder, y tú vas a retorcerte de dolor, del peor dolor de tu vida. No habrá nada que te alivie.
–Estupendo. Estoy esperando…
–Deberías salir corriendo.
–¿Por qué? ¿Es que quieres mirarme el culo?
¿Cómo debía reaccionar ella ante su total falta de temor?
–¿Quieres decir unas últimas palabras?
–Claro –dijo él, y la recorrió con la mirada, lentamente–. Si tuviera un último deseo, sería ponerte las manos en el cuerpo, sin consecuencias. Y la boca, también. Me gustaría acariciarte y saborearte, y conseguir que estallaras de placer.
A ella se le cortó la respiración.
–No digas eso.
Él sonrió, y consiguió que su falta de aliento empeorara.
–Haz lo que tengas que hacer, Keys. Estoy preparado.
–Muy bien.
Entonces, había llegado el momento de dar el primer golpe de aquella guerra. Un poco de venganza para Mari.
Así pues, ¿por qué sentía remordimiento?
–Nada me detendrá –dijo.
–Ya lo sabía.
«Puedo hacerlo», se dio Keeley, y giró los hombros. «Está bien. No voy a hacer que sufra. Por ti, Mari, lo haré rápido y sin dolor».
Extendió los brazos y lanzó dos rayos con las palmas de las manos. Torin se tambaleó hacia atrás, pero, en vez de freírse, parecía que absorbía la energía y el calor.
Después de unos segundos, él protestó:
–No puedo creer que lo hayas hecho.
–Te he dicho que iba a hacerlo –dijo Keeley y, con desconcierto, liberó otra descarga de rayos. De nuevo, él se echó hacia atrás, pero no se abrasó–. No entiendo qué es lo que ocurre.
Él agarró el cuello de su camisa y tiró de la tela por encima de su cabeza para mirarse el cuerpo. Los rayos deberían haberle hecho un par de agujeros negros, pero ni siquiera tenía unas marcas rosadas que indicaran que lo habían golpeado. Sin embargo, estaban los músculos. Muchos músculos. A Keeley se le formó un nudo en la garganta. Antes había pensado que era bello… pero aquello sí que era una belleza. Nadie tenía un físico como él. Piel pálida e impecable, cuerdas de músculo y fuerza, y una mariposa negra tatuada en el estómago.
–Te has quedado mirándome.
Y, seguramente, se le estaba cayendo la baba.
–¿Y qué?
–Que ya es hora de que lo comparta con el resto de la clase.
Torin se quitó uno de los guantes y le mostró las gruesas cicatrices que recorrían su brazo. Estaban llenas de unas motas anaranjadas.
–Este es el motivo por el que no has podido matarme.
El nudo se disolvió, y Keeley tomó aire profundamente. Él sabía que era una Curator, y había tomado precauciones contra ella.
¡Y pensar que quería darle una muerte rápida e indolora! No volvería a cometer aquel error.
–Te crees muy listo –dijo–. Pues voy a decirte una cosa…
–Cállate, Keys –le espetó él, interrumpiéndola.
Ella se quedó tan asombrada que apretó los labios. Muy poca gente le había hablado así. Todos temían su reacción.
–Una vez, tú me diste a elegir –dijo él, con los ojos ardientes–. Ahora, voy a hacerte la misma oferta: o te alejas de mí y olvidas tu venganza, o sufrirás.