Capítulo 22
«No te pongas enferma, por favor. Por favor, por favor, no te pongas enferma».
Aquel mantra se repitió en la mente de Keeley mientras veía levantarse a Torin. Sabía que él esperaba y temía que cayera enferma por otra infección del demonio. Y, en el fondo, ella también.
Si se ponía enferma, iba a costarle muchísimo convencer a Torin de que se quedara con ella. Tal vez él estuviera calmado, pero ella no tenía ninguna duda de que había llegado al límite de su paciencia.
–Ojalá pudiera decirte que lo siento –murmuró–, pero no lo siento. Me gusta lo que nos hacemos el uno al otro.
–A mí también me gusta, pero debería ser lo suficientemente hombre como para resistir la tentación.
–¿De verdad te culpas a ti mismo? Lo que pasa es que yo soy irresistible.
Él no respondió.
Rápidamente, ella se puso un vestido hecho enteramente de tiras de cuero negro. Aunque hacía una hora que él había tenido los dedos en su cuerpo, todavía sentía temblores de satisfacción. Y el olor dulce de las flores no era de ayuda. Sus plantas habían florecido en cuanto ella había llegado al clímax, y le recordaban constantemente lo que le había hecho Torin… y lo que ella le había hecho a él. Le recordaban su belleza, su tacto y su sabor. Le recordaban cómo le había proporcionado tanta dicha sin, ni siquiera, hacerle el amor.
¿Qué ocurriría cuando, por fin, penetrara en su cuerpo?
–No sé si debería darte las gracias o maldecirte –dijo él.
–¿Tal vez las dos cosas?
–¿Cómo te encuentras?
–Bien. De verdad.
Llamaron a la puerta.
–Soy yo, Torin –dijo Strider–. Tu chica tiene visita. Además, alguien le ha mandado unos regalitos.
–¿Regalitos? –preguntó ella, con un arrebato de felicidad–. ¿Para mí? Si nadie sabe que estoy aquí…
Torin frunció el ceño.
–¿Quién es el visitante? –preguntó.
–William… y sus tres chicos.
–¿William está aquí? –preguntó ella, dando palmaditas de alegría.
Torin le lanzó una mirada fulminante.
–¿Lo conoces? –preguntó, como si fuera un crimen horrendo.
–Sí.
–¿Y por qué?
–A través de Hades.
–Ya. Entiendo –dijo Torin, e inclinó la cabeza como si acabara de tomar una decisión–. Ahora mismo bajo –le dijo a Strider, sin apartar la vista de ella. Después, le preguntó a Keeley–: ¿Hasta dónde llegaba vuestra relación?
«¿Está mi encanto… celoso?».
–Éramos amigos, nada más.
–El William que yo conozco no se hace amigo de las mujeres. Se las lleva a su guarida y, a la mañana siguiente, se despiertan seducidas –dijo Torin. Después, abrió la puerta de la habitación y le cedió el paso–. Vamos a hablar con él sobre sus intenciones hacia ti.
Ella no se movió.
–Si enfermo…
Torin soltó una imprecación que la hizo estremecerse.
–Si enfermo –repitió ella–, me voy a curar. Ha ocurrido siempre. Eso no tiene por qué perjudicar a esto tan bueno que tenemos.
–¿Tan bueno? –repitió él, con incredulidad–. Keeley, puede que tú seas lo peor que me ha ocurrido en la vida. Has hecho que sienta algo, y cabe la posibilidad de que te mate por ello –dijo.
Y, después, salió sin mirar atrás.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas, y la lluvia empezó a golpear contra los cristales. Torin estaba preocupado, ahogándose a causa de la culpabilidad. Él le había preguntado muchas veces cómo podía continuar haciéndole aquello a ella, pero, tal vez, la pregunta era cómo podía ella seguir haciéndole aquello a él.
«Todas las parejas tienen problemas. Los superan».
«Nosotros somos más fuertes que la mayoría».
Con la cabeza alta, salió al pasillo, donde había un montón de cajas apiladas contra la pared. Cada una era de un material diferente: ébano, marfil, mármol, oro, plata y jade. ¿Eran sus regalos?
Temblando, abrió la que estaba más arriba, y encontró el corazón negro de un sirviente sobre un lecho de terciopelo rojo. Había una nota de Hades.
Como te he dicho, nunca más. Nos vemos muy pronto. H.
Uno de los mejores regalos que le habían hecho en la vida, seguro, pero Keeley solo sintió furia. Tomó aire, arrugó la nota y la tiró al suelo.
Torin volvió en aquel momento.
–¿Es un corazón? –preguntó. Se inclinó, tomó el papel y se puso rígido al leer la nota–. Nunca más ¿qué?
Keeley teletransportó un gran barril de whisky al pasillo y quitó la tapa. Empezó a echar allí los corazones y las cajas.
–¿No te lo imaginas?
–¿Qué está haciendo?
–Intentando reconquistarme –respondió ella. Era una misión imposible.
–Quiere una guerra, ¿no?
Con ella, sí. Pero a Keeley no le gustaba la idea de que Torin se enfrentara con Hades.
–Él fue quien me dio este cuerpo, ¿sabes? La propietaria anterior fue Persephone, una hija de Zeus, pero ella había muerto y su espíritu había continuado su camino. Hades conservó su cuerpo porque le gustaba su aspecto. Y, a causa de mi capacidad de crear vínculos con lo que me rodea, yo era la candidata perfecta para ocuparlo. Pero entonces, me convertí en mucho más de lo que él podía controlar, y lo utilizó para destruirme. ¿Y cree que le voy a dar otra oportunidad?
Mientras hablaba, se hizo con otros dos barriles para echar todas las cajas. Cuando terminó, los envió al reino donde vivía Hades junto a una foto Polaroid de sí misma haciendo un gesto insultante con el dedo corazón extendido.
Frotándose las manos de placer por el trabajo bien hecho, se giró hacia Torin. Él se había quedado pálido y tenía una expresión atormentada.
–No estoy enferma –le aseguró ella.
–Eso no es lo que… –Torin suspiró y se pasó una mano por la cara–. No importa.
¿Acaso él tenía otro temor? Keeley también suspiró. Parecía que nunca iba a terminar de entenderlo.
–William está esperando, ¿no? –preguntó y, decididamente, echó a andar sin saber adónde iba.
Torin se colocó delante de ella y cambió de dirección, guiándola hasta un salón. Allí había cuatro hombres, cada uno más guapo que el anterior, y ella reconoció rápidamente a William, el Lascivo, también llamado el Oscuro, pero no a los demás.
William estaba sentado en una lujosa butaca roja, con un vaso de licor ámbar en la mano. Tenía el pelo muy negro, despeinado, y los ojos muy azules y brillantes. ¿Acababa de salir de la cama de alguna mujer casada?
Seguramente. A pesar de todos los siglos que habían transcurrido desde la última vez que lo había visto, él no había cambiado. Era el sexo andante. O, más bien, sentado.
Los otros hombres estaban tras él, flanqueando la butaca. Uno era calvo, el otro moreno, y el otro, rubio. Claramente, todos eran guerreros; sus cuerpos se habían modelado en el campo de batalla, y en sus ojos había remolinos de horrores que nadie debería haber visto nunca.
También estaban presentes varios de los Señores y sus mujeres.
–Keeleycael –dijo William, con su voz grave y rica. La recorrió con la mirada, y lo más probable era que la desnudara mentalmente. Era un seductor nato, y no podía remediarlo–. Estás muy bella esta tarde.
–Como todas las tardes, noches y mañanas.
–Cada vez me cae mejor –comentó la Harpía pelirroja, Kaia.
Su hombre, Strider, tiró de su brazo para llevársela.
–Te he dicho que por una sola palabra pueden echarte.
–Pero, cariiñooo –dijo ella, y sus voces se disiparon mientras se alejaban.
–Ha pasado mucho tiempo –continuó William–. Lo sentí mucho cuando supe lo que te había hecho Hades, sobre todo porque no había tenido la oportunidad de probarte todavía.
Torin se puso a su lado y posó la mano en la empuñadura de una de sus dagas.
–Sí –respondió ella con ironía–. Ese fue mi único pesar.
William sonrió ligeramente.
–Te llevaría a mi habitación ahora mismo, te daría una nueva razón para vivir, pero pasarías a depender de mí, como todas las demás, y en este momento estoy demasiado ocupado.
–¿No tiene nada que ver con el hecho de que tu buen amigo Torin se esté imaginando tu cabeza en una pica?
–Querida, me está mirando como un loco asesino, pero esas miradas las atraigo allá por donde voy.
Ella puso los ojos en blanco.
–Bueno, ¿y quiénes son esos brutos que están detrás de ti?
–Son mis hijos.
Los hijos en cuestión permanecieron impasibles, mirándola como si fuera la siguiente de la tabla de cortar.
–Vaya. Ninguno de mis espías captó nunca esa información.
–Me encantaría contarte cómo fueron concebidos cada uno de estos bellacos, pero, antes de que terminara, te sangraría el cerebro y querrías arrancarte los ojos. Aunque estoy dispuesto a correr el riesgo, si tú lo estás también. Solo tienes que decir la palabra.
–La palabra.
–En una ocasión, estaba en un campamento y…
Alguien le arrojó un puñado de palomitas de maíz.
–¡Buu! ¡Buu! –gritó Anya–. Esa historia ya la he oído.
A Keeley no le gustó tener a aquella mujer a la espalda, pero, aparte de ponerse tensa, no dio más indicación de su desagrado.
–¿Dónde estás, William? ¿Por qué me has llamado?
Él señaló hacia atrás con el dedo pulgar.
–Mis hijos necesitan tu ayuda. Un soldado de los Fénix mató a su hermana –dijo, y apretó la mandíbula antes de continuar–: El culpable ha recibido su castigo, pero su clan afirma que mis hijos fueron demasiado lejos con su venganza, y nos hostigan diariamente. Mis hijos están ganando esta guerra, por supuesto, pero las escaramuzas constantes me molestan. Tus habilidades podrían ser el complemento perfecto a nuestras fuerzas.
Ella había participado en muchas guerras, y su bando nunca había perdido. Sus constantes victorias divertían a Hades. Y ella suponía que ese era el motivo por el que había empezado a temer su poder. Debía de haber empezado a preguntarse qué sucedería si ella se volvía alguna vez contra él.
Había actuado en consecuencia, y con eso solo había conseguido hacer realidad sus peores miedos.
–Lo pensaré –dijo, y Torin se puso rígido–. Pero, si al final acepto, tus chicos tendrán que jurarme lealtad eterna. Pronto empezaré a formar un nuevo reino, y estoy buscando una buena guardia real.
Aquel anuncio provocó diferentes reacciones. Torin se alarmó. William se divirtió. Sus hijos se sintieron ofendidos.
–Esas son mis condiciones –dijo ella, encogiéndose de hombros–. O lo tomas, o lo dejas.
–¿Alguien quiere oír mi opinión? –preguntó Anya.
–Preferiría tragarme una pila –murmuró Keeley, y teletransportó a la diosa a una jaula del zoo. O, más bien, lo intentó. Anya no se movió del sitio y sonrió con petulancia.
Keeley fulminó a Torin con la mirada. Él ya les había contado a los demás cuál era su punto débil. De ese modo, había elegido la seguridad de sus amigos por encima de la suya. Y solo podía haberlo hecho cuando ella estaba retorciéndose en la cama, recuperándose de una herida que había recibido por salvar a Gideon.
Él la miró como preguntándole: «¿Qué podía hacer?».
La fortaleza empezó a temblar. Keeley respiró profundamente varias veces. Ella había estado trabajando en su relación, dando todo lo que tenía, confiando en él y arriesgando la vida por él. Y él había estado trabajando en cómo debilitarla mejor.
«¿Cuántas cosas más voy a tolerar?».
Keeley apartó la mirada de Torin.
«Ya me encargaré más tarde de él».
Siempre más tarde. La historia de su vida.
–Vaya, ¿por qué hay tanta gente aquí? –preguntó alguien a quien Keeley no conocía.
William dejó su copa y se puso en pie. Ya no era la imagen de la depravación, sino de un auténtico saqueador que estaba preparado para atacar y devorar.
Keeley nunca había visto tal respuesta en él.
Una muchacha de aspecto delicado apareció entre los Señores y sus mujeres. Tenía el pelo oscuro y brillante y un cutis perfecto de color oliva. Sus ojos sensuales eran de color castaño, y tenía unas pestañas largas y espesas. Pero, por muy deslumbrante que fuera, era muy joven, y humana. Demasiado joven y demasiado humana para los feroces apetitos de William.
Aquella tenía que ser la famosa Gilly.
Su cumpleaños se estaba acercando, recordó Keeley. Pobrecita. ¿Tendría idea de que William estaba preparado para saltar sobre ella?
La muchacha saludó a Keeley con dulzura.
–Soy Gillian. Todos me llaman Gilly, aunque les he pedido que no lo hagan. Tú debes de ser la Reina Roja de quien tanto he oído hablar.
–Puedes llamarme Keeley –dijo ella.
«Me parece que vamos a ser muy amigas, y voy a enseñarte a atormentar a William el Oscuro para toda la vida».
–¿Y yo no me merezco un saludo, querida? –ronroneó William.
Gilly se giró hacia él con la gracia de una bailarina de ballet y se puso las manos en las caderas.
–¿Eres tú quien ha quemado todos los adornos de la decoración de mi fiesta de cumpleaños?
–Sí –dijo él, que no parecía muy arrepentido.
–Entonces, no, no te mereces un saludo.
Keeley se cruzó de brazos. Se sentía molesta en nombre de la chica.
–¿Le has quemado los adornos?
Él la miró con los ojos entornados.
–No necesita ninguna fiesta. Yo tengo una sorpresa para ella.
Sí, y Keeley estaba segura de que la sorpresa estaba en sus pantalones.
–Tu sorpresa no es lo que ella quiere, Willy, o no habría comprado los adornos para decorar su fiesta.
William alzó la barbilla, y en sus ojos aparecieron chispas rojas.
–¿Os estáis enfadando, alteza? Adelante. Intenta atacarme y verás lo que ocurre.
Oh, ella ya sabía lo que iba a ocurrir: nada. Como Torin y Anya, él se había protegido con marcas de azufre.
Era una pena que ella tuviera un arma a la que no afectaba el azufre: la información.
Sonrió a Torin.
–Tú querías saber quién robó la caja de Pandora después de que la abrieran, ¿verdad? Bueno, pues yo puedo decírtelo.
De repente, un ruido extraño y estridente le llenó los oídos, y por los poros se le escaparon enormes cantidades de poder. Empezaron a fallarle las rodillas.
«No entiendo qué pasa».
Empezó a caerle algo caliente y espeso de la nariz y, después de limpiárselo, vio que tenía unas manchas rojas en los dedos.
–Deberías ir a tu habitación a descansar –le dijo William–. Claramente, no estás bien.
«Tengo que decírselo a Torin».
–William… –murmuró–. William es quien… robó dimOuniak… Él es… quien os traicionó.
Todo su mundo quedó a oscuras.