Capítulo 18
Keeley se encolerizó. Ser la Reina Roja solo tenía una desventaja: los enemigos. Se ganaba enemigos allá adonde fuera. A menudo, como había sucedido con los sirvientes de Hades, la seguían.
Los enemigos de aquel día eran los Innombrables.
Querían amenazar su nueva vida.
Tenían que morir.
Dejó de llover, y los truenos retumbaron en el cielo.
Ella envió descargas de poder a los Innombrables para teletransportarlos lejos y seguirlos con un sierra de acero, pero se dio cuenta de que se habían protegido con cicatrices de azufre. Las descargas de poder se deshicieron.
¿Quién se lo había dicho?
No era difícil de adivinar. Los tres locos poseídos por los demonios. Se llevarían su merecido más adelante.
Debía pensar en la forma de pulverizar a los Innombrables. No podía destruir a aquellas bestias haciéndoles estallar, porque causaría bajas entre los amigos de Torin y, posiblemente, derribaría la fortaleza.
Por supuesto, podía teletransportar a todo el mundo a un lugar lejano antes de que comenzara el espectáculo. De ese modo, los salvaría a todos, excepto a Torin, pero Lucien podía ocuparse de él. Sin embargo, quedaba el problema de la fortaleza.
«No la destruyas», le había pedido Torin.
Y ella había entendido por qué. Si arrasaba su hogar, sus amigos nunca la aceptarían.
«Quiero que me acepten».
¡Bum!
La fortaleza volvió a temblar. Los Innombrables habían hecho trizas la alta puerta de hierro que rodeaba la fortaleza y habían quitado algunas de las trampas del perímetro de las que le había hablado Galen.
–¿Por qué no se teletransportan aquí dentro? –preguntó. Habían perdido el elemento sorpresa.
–No son admiradores míos, precisamente –dijo Sienna–. He tomado medidas contra ellos.
Así que aquella era la nueva reina de los Titanes. La que había usurpado el trono de Cronus.
«No es la bestia descomunal que me esperaba».
–¿Los Innombrables son extraños, papá? –preguntó Ever con dulzura.
–Sí, cariño.
–Entonces, ¿puedo hacerles daño?
–Sí –dijo el guerrero con dureza–. Puedes hacerles mucho daño.
–¡Oh, bien! –exclamó Ever, y fue a abrazar a su hermano.
–En realidad, no –dijo Keeley–. No puede.
Se volvió hacia los guerreros justo cuando una de las vigas del techo se agrietaba.
–Lo siento, pero tú no tienes voto en esto. Nos vamos a ocupar nosotros –dijo Strider–. Vamos a hacer las cosas a nuestra manera. La buena.
–Está la manera buena, y está la mejor manera –respondió ella.
En un instante, teletransportó a los niños, a las mujeres y a Strider a un lugar lejano.
El resto de los guerreros dio muestras de pánico.
–¿Qué has hecho con ellos? –rugió el padre de los mellizos–. ¿Dónde están?
–A salvo –respondió Keeley–. ¡Deberías estar contento! Están seguros, y los traeré después de la batalla –añadió, y se frotó las manos–. Bueno, ¿empezamos?
¡Bum!
–Torin –dijo uno de los guerreros.
–No les va a pasar nada –dijo Torin–. Tenéis mi palabra. Están a salvo, y van a volver.
«Él confía en mí».
El sol brilló con más fuerza a su alrededor.
–Los Innombrables llegarán pronto –dijo, y teletransportó hasta allí un arsenal del que le habían hablado una vez: pistolas, rifles, granadas, lanzallamas y espadas–. Podéis elegir, chicos.
–Puedo teletransportarte a tu habitación, Torin –dijo Lucien–. No permitiremos que las criaturas lleguen allí.
¿Cómo? ¿Esperaban que el poderoso y feroz Torin se escondiera en su cuarto? ¿Querían mandar al banquillo a su mejor jugador? ¿Querían perder la batalla?
–Que yo sepa, no tiene dolores menstruales, así que dejad de tratarlo así –dijo ella. Después, se volvió hacia Torin y le ordenó–: Ni se te ocurra pensar en irte. Elige un arma.
Él se quedó desconcertado un instante. Después, dijo, haciendo un saludo militar:
–¡Sí, señora!
Tomó un rifle y dos espadas, y se puso la capucha por la cara.
–¿Por qué no puedes teletransportar a los Innombrables lejos de aquí? –le preguntó Lucien–. Como has hecho con las mujeres y los niños.
Si Torin les hablaba del azufre, iba a hacerle daño, porque estaría eligiendo la seguridad de sus amigos por encima de la suya. Sin embargo, hasta ese momento, ella no iba a decir nada.
–Tengo mis motivos.
Sienna apareció junto a Paris con el ceño fruncido.
–Todo el mundo está en una playa –anunció, y fulminó a Keeley con la mirada–. No vuelvas a hacer eso.
–¿O qué? ¿Vas a hacer que lo lamente? Vamos, no puedes hacer nada. El poder se te está escapando entre los dedos, querida, desde hace tiempo. No te molestes en intentar negarlo. Siento cómo se te escapa.
Sienna palideció.
–¿De qué está hablando, nena? –le preguntó Paris a su mujer.
–Se está debilitando –dijo Keeley–, y yo sé por qué. El poder no es tuyo, es de Cronus, y no se ha vinculado a ti. Tienes que arreglar eso si quieres sobrevivir.
–¿Es eso una amenaza? –preguntó Paris, apuntando a Keeley al pecho con un arma semiautomática–. Porque yo no reacciono bien cuando alguien amenaza a mi mujer.
Torin se puso delante de Keeley y apartó el arma.
–No hay tiempo para esto. Y voy a advertirte que tú tampoco debes amenazar a mi chica, o te meto una bala en la cabeza.
«Soy suya. Soy de Torin».
–Y, mientras te estás recuperando –dijo Keeley–, te cortaremos el pelo.
Paris retrocedió con cara de espanto y se tocó los rizos multicolores.
Keeley se sintió generosa y añadió:
–Te permito que me hagas una sola pregunta sobre tu mujer cuando los Innombrables hayan muerto. Si le pides disculpas a Torin por amenazar a su chica.
«Yo. Soy yo».
Paris asintió.
–Está bien. Lo siento.
Keeley posó la palma de la mano en la espalda de Torin. Él se puso muy tenso al principio, pero, después, se relajó. Entonces, se volvió hacia ella y la miró con intensidad.
–No corras riesgos innecesarios –le ordenó.
«¿Por ti? Siempre».
–De acuerdo –le dijo.
Los guerreros corrieron en diferentes direcciones y ocuparon puestos junto a las ventanas para disparar al enemigo. Sin embargo, no sirvió de nada. La puerta estalló en cientos de añicos de madera y metal que atravesaron el vestíbulo como misiles y se clavaron en varios de ellos.
Una Innombrable entró en el vestíbulo. Era un ser horriblemente feo. Tenía pico, en vez de nariz y boca, como si fuera un pájaro rabioso. Llevaba una camisa de cuero, pero no le cubría los pechos, y Keeley se fijó en que tenía unos piercings de diamante en los pezones. Una falda de cuero le cubría la cintura y los muslos. Era un monstruo muy musculoso.
La Innombrable se giró hacia la derecha y hacia la izquierda para estudiar lo que la rodeaba. Tenía unos pequeños cuernos en la espina dorsal, de cuyas puntas caían gotas de un líquido. ¿Veneno?
Los guerreros empezaron a dispararle, pero las balas no tuvieron ningún efecto en ella. Incluso atrapó una granada que le habían lanzado y la hizo explotar apretándola con el puño sin que le causara ninguna herida. Sin embargo, la habitación quedó destruida, y los escombros volaron por todas partes. Keeley se llevó a los guerreros, salvo a Torin, a otra parte de la fortaleza, para alejarlos de aquel peligro.
¡Estúpido azufre! ¿Cómo se suponía que iba a poder protegerlo?
Él cayó al suelo y se puso en pie de un salto. Estaba indemne.
En un movimiento muy rápido, la Innombrable movió el brazo hasta su espalda, se arrancó una de las protuberancias y se la arrojó a Keeley. Torin la empujó para apartarla, y el cuerno pasó de largo entre sus hombros.
«¡Mi héroe!».
Sin embargo, Keeley se enfureció al pensar que la Innombrable había estado a punto de herir a su hombre.
La fortaleza tembló con fuerza una vez más.
En aquel instante, la Innombrable agarró a Keeley por los hombros y la lanzó al otro lado de la habitación para apartarla de su camino. Después, agarró a Torin del cuello y miró a Keeley como si quisiera decirle: «Mira lo que le hago al que tú defiendes».
Zarandeó a Torin y lo agitó con fuerza.
Keeley se puso en pie e hizo aparecer dos dagas en sus manos. Iba a destriparla.
–Torin –dijo.
Él dejó que la Innombrable sujetara el peso de su cuerpo y le rodeó la cintura con las piernas. Cayeron al suelo y él absorbió la fuerza del impacto, que usó para romperle la muñeca y debilitar su sujeción. Después, le golpeó el pico con la parte más fuerte de la palma de la mano y ella comenzó a gritar y a sangrar. Se escabulló, alejándose de él.
Sin embargo, la victoria de Torin no sirvió para calmar las emociones de Keeley. Su poder ya estaba ansioso por verse liberado.
–Keeley –gritó Torin, por encima del ruido.
–Mantenla ocupada –le dijo ella, y se transportó hasta el cuerno que les había lanzado. Lo agarró y se lo llevó a una isla remota y desierta del sur del Atlántico.
El poder estalló desde ella y sacudió toda la isla. Un volcán entró en erupción, y la lava fue a todas partes. Aparecieron unas enormes grietas en el suelo. Ella inhaló el humo y tosió.
Cuando calmó lo peor de su rabia, volvió a la fortaleza. «Si le ha ocurrido algo malo mientras yo no estaba…».
Torin y la Innombrable no estaban donde los había dejado. Ella se teletransportó al piso superior. Allí, se encontró con otro de los demonios. Tenía el pecho lleno de cicatrices y las piernas cubiertas por un pelaje rojizo. Estaba rugiéndole a Lucien mientras trataba de golpearlo, pero el guerrero tenía una espada y se defendía desde ángulos distintos.
Mientras, Sabin atacaba al monstruo con un lanzallamas, y Gideon le disparaba con un rifle automático.
–¡Me toca! –gritó Keeley.
Y, para su sorpresa, los amigos de Torin se detuvieron en medio de la batalla y le dieron la oportunidad que necesitaba.
Se teletransportó a los hombros del monstruo y le apretó el cuello con las piernas. Al instante, le clavó en el ojo el cuerno que había conservado, y el Innombrable empezó a gritar de dolor mientras sus músculos se contraían. Se cayó hacia delante y quedó inmóvil en el suelo.
Keeley salió arrastrándose de debajo de su cuerpo, se puso en pie y lo escupió.
–Rematadlo. Cortadle la cabeza y sacadle el corazón, descuartizadlo y quemad sus trozos.
No había necesidad de correr ningún riesgo.
Uno menos; quedaban tres.
Ella fue teletransportándose por toda la casa hasta que encontró a los tres monstruos en un dormitorio, trabajando juntos. Los dos machos eran tan altos y anchos que parecían montañas. Uno era calvo, y de su cráneo salían sombras negras, espesas y putrefactas. El otro tenía hojas afiladas en vez de pelo. Todas ellas estaban ensangrentadas.
Uno de los amigos de Torin estaba en el suelo, inconsciente. Era Aeron, el que tenía tantos tatuajes.
Keeley no lo estudió con atención. Todavía no. Sus emociones…
Los muros de la fortaleza temblaron de nuevo.
Calma. Tranquilidad.
Torin estaba frente a su amigo, luchando a espada con la Innombrable del pico. El monstruo se teletransportó a su espalda, pero él esperaba la acción y se giró. Sin embargo, antes de que pudiera darle una cuchillada, ella volvió a desvanecerse y apareció a su izquierda. Keeley se teletransportó hasta ella para lanzarle un ataque sorpresa, cuando uno de los amigos de Torin se deslizó de rodillas por la habitación y, al chocar contra la Innombrable y Keeley, las hizo caer al suelo.
–Lo siento, lo siento –dijo.
–No te preocupes –respondió ella.
Torin alzó la espada para apuñalar a la Innombrable, pero se detuvo un instante al ver a Keeley.
Aquella pausa le costó cara. La Innombrable aprovechó la oportunidad y le dio una patada en el estómago. La fuerza del golpe fue tal que Torin salió disparado hacia la pared, la atravesó y pasó a la habitación de al lado.
El temblor de los muros de la fortaleza aumentó.
Keeley hizo aparecer la espada de Torin en su mano y se movió de un sitio a otro en un instante, para que la Innombrable nunca pudiera tener el control sobre ella. Y, cuando el monstruo estaba lanzando golpes al aire, sin acertar nunca, ella apareció a unos centímetros de ella y le clavó la espada en el cuello. Apretó hacia abajo y fue atravesándole el estómago y la pelvis. La hoja salió entre sus muslos. La había cortado en dos mitades; la sangre brotó abundantemente y la Innombrable aulló de dolor en su agonía. Cayó muerta al suelo, y Keeley sonrió.
–¿Te ha gustado? A mí, sí.
El guerrero que había tirado a Keeley al suelo estaba cerca de ellos, y le cortó la cabeza a la Innombrable.
Dos menos. Quedaban otros dos.
Torin volvió y miró a Keeley.
–¿Estás bien? –le preguntó.
–Sí, muy bien.
–Gideon está en peligro –gritó alguien en el piso de abajo.
Keeley se teletransportó, y no tuvo problemas para saber quién era Gideon. El guerrero del pelo azul estaba en mitad de un tramo de las escaleras, tendido boca arriba sobre los escalones, y el Innombrable de cuyo cráneo salían sombras tenía un brazo levantado con las zarpas prolongadas y listas para atacar.
–¡No!
Keeley teletransportó a Gideon al otro lado de la fortaleza, justo cuando el Innombrable se teletransportaba a su lado y bajaba el brazo hacia ella… Aquel había sido su plan; se trataba de que ella cayera en su trampa.
Sus garras tenían veneno en las puntas, y el Innombrable se las clavó en la yugular. Ella no tuvo ni siquiera la ocasión de gritar de dolor. Torin sí gritó; Keeley oyó su aullido mientras caía al suelo.
Nunca había sentido una quemadura tan grande. Los pensamientos se resquebrajaron en su mente.
Con la vista borrosa, vio que Torin se acercaba al Innombrable y, en un segundo, le sacaba el corazón palpitante del pecho con la mano. Mientras el Innombrable caía de rodillas, entre jadeos de dolor, Torin le metió el corazón en la boca. Después, blandió la espada hacia atrás y descargó un golpe mortal para decapitar al monstruo. La cabeza cayó al suelo y se alejó rodando. El resto del cuerpo se precipitó por las escaleras.
–Princesa –dijo Torin, arrodillándose a su lado. Tomó sus mejillas con las manos enguantadas, pero las retiró al instante–. Lo siento. Lo siento. Te he manchado de sangre.
«No te preocupes por eso», quiso decir ella, pero no pudo mover la boca. Todo se volvió negro a su alrededor, aunque siguió escuchando los ruidos de la batalla: gruñidos, golpes, los silbidos de las hojas de las espadas, maldiciones y… al final, notó algo suave en la cara.
–No me dejes –le rogó Torin, y su olor masculino la envolvió–. Aeron está vivo. Todos han sobrevivido. Espero lo mismo de ti. ¿Me oyes?
A ella le cayó sangre por las comisuras de los labios.
–Vamos, forma el vínculo de los Curators conmigo –le pidió él–. Hazlo. Toma mi fuerza y todo lo que necesites.
«¿Quiere mi vínculo?».
«Alegría…».
Torin debía de haberse quitado la camisa, porque ella notó el algodón suave presionado contra la herida de su cuello.
–No tienes nada que hacer salvo recuperarte. Y lo harás. A mí me cortaron la garganta y salí de aquella. Tú también lo vas a conseguir. Eres más fuerte que nadie que yo conozca. Te vas a curar. Es una orden, princesa.