Capítulo 8
«Tengo que hacer otra elección, ¿no?».
Keeley pensó que, durante tres días, Torin había cuidado de ella mejor que sus padres negligentes, su marido sádico y su amante infiel. ¡Juntos! Había satisfecho todas sus necesidades, le había proporcionado comida y agua y la había protegido de los depredadores, y le había limpiado el sudor de la frente. Incluso le había tallado en madera todo un zoo de animales en miniatura, y cada uno de ellos era un tesoro de exquisitos detalles.
Le había lanzado las piezas con un gruñido: «Toma»; parecía que estaba inseguro de cómo iba a recibir ella los regalos.
«¡Míos! ¡Nunca los compartiré!».
Ahora le debía la muerte, y le debía la vida. Y no tenía ni idea de qué hacer al respecto.
¿Había cuidado así de Mari, también?
Keeley recordaba cómo lloraba. «No te mueras. Vamos, Mari, quédate conmigo». Se dio cuenta de que él sí había cuidado de Mari. En medio de su dolor, había pasado por alto el de Torin.
En la cárcel, debía de haberse sacado el corazón como forma de supervivencia, porque estaba roto y ya no era capaz de regenerarse.
Ella notó una punzada en el estómago.
De nuevo, oyó el consejo de Mari: «Perdónalo. Haz borrón y cuenta nueva. Es lo mejor».
Intentó pensar una buena protesta, pero estaba cambiando de opinión. Torin había cometido un error, y se arrepentía. Estaba dolido y, seguramente, lo estaría durante el resto de su vida. Ella no necesitaba hacer nada más, ¿no?
–Torin –dijo.
Él estaba ocupado preparando su siguiente comida, de espaldas a ella. Se le tensaron los músculos.
–¿Sí, Keys?
–¿Estoy completamente fuera de peligro? –preguntó.
Nunca había tenido más que un catarro, y no estaba preparada para el primer asalto con el demonio de Torin. Se había sentido como si tragara ácido, como si la quemaran viva, como si le rompieran todos los huesos del cuerpo y llenaran las grietas de hielo.
«Pero, por lo menos, estoy viva».
¿Eran tan horribles todas las enfermedades?
–Tal vez lo lamentes –dijo él–. Ahora eres una portadora. Pero sí, vas a sobrevivir.
–Bien –dijo ella.
Sin embargo, ¿estaba bien? Ser portadora significaba que, a partir de aquel momento, ella podía hacer enfermar a la gente.
Tendría que abandonar sus deseos y sueños secretos: conquistar un pequeño reino de inmortales, reinar sobre ellos con benevolencia, casarse con un hombre bueno que nunca provocara su temperamento y, finalmente, crear una familia propia.
Por primera vez, Keeley habría sido querida, adorada.
Tuvo que tragar saliva, porque se le había formado un nudo en la garganta.
–No me siento como si fuera portadora de nada.
–Lo que tú sientas no importa, ¿no te acuerdas? No puedes permitirte ningún otro desliz.
–¿Como hiciste tú?
–Exactamente –respondió él.
Ella replicó con la voz temblorosa:
–Espera y verás. Te demostraré que estás equivocado.
–Por favor, no lo hagas. Morirá gente.
–No, no morirá nadie.
Él ignoró sus respuestas.
–Lo primero que tenemos que hacer es encontrarte unos guantes.
No. ¡No! El suelo tembló un poco.
–Ya tengo suficientes obstáculos. No puedo soportar uno más.
–Lo siento, princesa, pero no podemos deshacer lo que hemos hecho.
Pero sí podían encontrar una cura. Seguro.
«No me concedieron tanto poder para ser víctima de una asquerosa enfermedad».
–Tú dijiste que tendrías que matarme si me convertía en portadora. ¿Por qué no lo has intentado?
–He cambiado de opinión.
–¿Por qué?
El silencio que siguió a su pregunta estaba cargado de terquedad.
Muy bien. Keeley cambió de dirección.
–¿Puedo hacer que te pongas enfermo tú?
¿Podía tocarlo sin que hubiera consecuencias?
¿Quería volver a tocarlo?
Recordó cómo la había protegido durante su pelea con el Innombrable, cómo se habían tocado sus cuerpos, y la euforia de sentirse deseada por el más feroz de los guerreros.
Su caricia había sido tan maravillosa, que superaba lo horrible de la enfermedad.
Y ella ya no podía respirar sin percibir el olor a sándalo y a especias. No podía cerrar los ojos sin ver aquellas esmeraldas brillantes, ni aquella cascada de pelo blanco, ni sus cejas negras. Ni sus labios, tan rojos y tan suaves.
Sintió un arrebato de deseo.
«Sí, sí quiero. Quiero volver a tocarlo». Y quería que él la tocara… por todas partes.
–No –dijo él–. Yo ya soy un portador. Sin embargo, puedo hacer que tú te pongas más enferma aún.
La decepción fue como un jarro de agua fría para su deseo. Se abrazó a sí misma, y preguntó:
–¿Qué planes tienes, ahora que estoy mejor?
–Salir de este reino y volver a casa. Llevarte conmigo.
¿Quería que siguieran juntos?
–Pero, Torin… –dijo ella, con la voz entrecortada.
–¿Sí, Keeley?
Su voz ronca fue como una caricia íntima, y el deseo volvió a apoderarse de ella. Quería decirle que aquello no era inteligente por su parte, pero lo único que pudo decir fue:
–¿Has tenido novia alguna vez? Y, si la has tenido, ¿os habéis acostado?
Aquel era un tema peligroso. Debía proceder con cuidado.
–Sí… y no.
–¿Y cómo se ocupaba ella, o ellas, de tus necesidades? ¿Y tú de las suyas?
–No vamos a mantener esta conversación, Keeley.
–¿Porque te avergüenza?
–Porque no es asunto tuyo.
–No es verdad. El mundo me pertenece, porque tengo un vínculo con él, y eso significa que todo lo referente a todo el mundo es asunto mío.
Él hizo un gesto desdeñoso con la mano.
–Hablando de vínculos, no crees ninguno conmigo.
Aquel rechazo le causó un intenso dolor, y Keeley respondió:
–No te preocupes, no quiero tener ninguna conexión permanente con la peste bubónica.
–Me alegro –replicó él.
Se formó una ligera niebla que comenzó a mojarlos.
–¿Te dejaban tus novias porque no podías satisfacer sus necesidades físicas? –preguntó Keeley. «Quiero hacerle tanto daño como me ha hecho él a mí».
Él se giró, y la miró con furia. Estaba muy pálido.
–Sí –admitió con suavidad–. Así es. ¿Contenta?
No, ni hablar. Y eso era extraño. Solo había querido devolverle el golpe, y ahora sentía el deseo de disculparse. «¿Qué me pasa?».
–Entonces, ¿nunca las tocaste? ¿Ni siquiera con los guantes puestos?
–Rara vez –dijo él con el ceño fruncido–. ¿Y tú y Hades?
–¿Qué quieres saber de nosotros? –preguntó ella, y la niebla desapareció tan rápidamente como había aparecido.
–Os acostabais, ¿no?
¿Había oído hablar él de su escandaloso cortejo?
–Sí. También rompimos.
–¿Por qué?
–Porque, como tú y tus novias, él no podía satisfacer mis necesidades –replicó ella. En concreto, la necesidad de evitar las cicatrices de azufre y las mazmorras.
Torin se pasó la lengua por el borde de los dientes.
–Entonces, ¿eres difícil de satisfacer?
–No, en absoluto. Es facilísimo agradarme.
–No, en absoluto –repitió él, burlonamente–. Llevo varios días cuidando de ti, princesa. Si pudieras agitar una campanilla y captar mi atención cada vez que quisieras algo, nunca dejarías de tocarla. Aunque yo solo estuviera a unos pocos metros de distancia.
Lo decía como si fuera algo malo.
–Soy una reina. Eso es lo que hacemos las reinas.
–Bueno, pues no me extraña que la realeza tenga tan mala fama.
Oh, no. Él no podía insultarla sin sufrir las consecuencias.
–Te sientes honrado por estar en mi presencia, guerrero. Dilo.
–¿O qué? ¿Me vas a hacer explotar? Lo siento, princesa, pero esa amenaza ya ha caducado.
Se oyó un trueno.
–¿Estás diciendo que no puedo hacerte daño a causa del azufre? Porque ya hemos hablado de esto. Puedo encontrar la manera, te lo prometo.
En voz baja, con un tono de tristeza, él respondió:
–Lo que digo es que no me da miedo esa posibilidad. Todo el mundo tiene que morir, más tarde o más temprano.
¿Cómo podía enfrentarse a aquel hombre? Antes nunca había tenido ningún problema para intimidar a un oponente.
Se oyó otro trueno, mucho más fuerte que el anterior.
Torin suspiró. Se colocó frente a ella y le tomó la cara con las manos enguantadas.
–Mírame, princesa. Por favor.
«Me está tocando. Y es bueno, muy bueno. Necesito más. Tengo que tener más». Keeley no podía concentrarse en él.
–Tengo que decirte una cosa –prosiguió él–. Algo que te va a cambiar la vida.
«No te separes nunca de mí».
–Es-tá… bien.
–El conocimiento consiste en saber que el tomate es un fruto. La sabiduría consiste en no ponerlo en una macedonia.
Ella pestañeó. Su mente era incapaz de descifrar el significado de lo que Torin acababa de decirle.
–No sé cómo responder a eso.
Él le acarició los labios con los pulgares y miró al cielo. Asintió y la soltó, sonriendo.
–Creo que la tormenta ha decidido alejarse.
–Me alegro.
«Tócame otra vez». Se dijo que tenía que tentarlo de algún modo para que volviera a haber un contacto físico. Aunque sabía cuáles podían ser las consecuencias, deseaba a Torin, e iba a tenerlo.
«Ayer quería matarlo, y hoy solo pienso en seducirlo. ¿Y qué? Puedo cambiar de opinión, ¿no?».
Decidió que podían ser pareja. Hacía mucho tiempo que ella no disfrutaba del contacto con otra persona, y la presencia de Torin no le permitía olvidarse de aquello. Él había tenido otras novias, así que sabía cómo manejar una relación romántica. Podían conseguir que funcionara. Y tendrían cuidado para no exponerse al peligro.
Lo único que necesitaba era que él accediese.
Y no había mejor momento que aquel para intentarlo.
–Estoy sucia –dijo–. Voy a bañarme.
–Me alegro.
Qué burlón.
No se esperaba su inminente caída.
–Sé amable y ayúdame a quitarme el vestido –le pidió ella.
A él se le escapó un sonido ahogado.
–No tiene broches ni cremallera. Solo tienes que sacártelo por la cabeza.
–Pues eso está muy bien, porque, con lo fuerte que eres, no tendrás ningún problema.
Él la miró con ardor y se humedeció los labios.
–¿A qué estás jugando, princesa?
–¿Importa eso?
–Sí. ¿Y por qué me miras así?
–¿Cómo?
–Como si fuera un héroe. No soy un héroe. Soy un villano.
–De acuerdo, pues sé un buen villano y ayúdame a quitarme el vestido.
–No –respondió él, ahogadamente–. No voy a acercarme a ti.
Torin estaba tentado, sí, pero ¿hasta qué punto podía controlarse a sí mismo?
–Muy bien. Me acercaré yo –dijo ella, y caminó hacia él moviendo las caderas. Entonces, alargó los brazos.
Él se alejó, pero volvió al instante.
Ella lo agarró de las muñecas y le posó las manos en sus caderas.
Él se resistió. Al principio.
–Relájate, guerrero. Tenemos la protección de la ropa.
Torin apretó los dedos y la agarró con fuerza. ¿Acaso pensaba que iba a salir volando como un globo?
–¿Y qué es… lo siguiente? –preguntó él, entre dientes.
No era exactamente una rendición, pero se acercaba bastante.
Ella se inclinó hacia delante y, con cuidado de no tocarlo, le dijo cerca del oído:
–Lo único que necesitas es sentirte bien.
–Eso puedo hacerlo.
La estrechó contra sí y, de repente, las partes más blandas de ella estaban acopladas a las partes más duras de él. A Torin se le escapó un gruñido bajo que hizo vibrar su pecho como si, en aquel momento robado, se hubiera convertido en poco más que un animal.
–Lo estoy haciendo en este momento.
El placer… Los pensamientos sobre tener cuidado se desvanecieron como la niebla.
–¿Te gustaría hacer algo más?
–Más. Sí.
A Torin se le separaron los labios como si estuviera luchando por respirar y, con una mirada salvaje, la abrazó con fuerza.
–Voy a tomar más, y te va a gustar.
Cualquier otro día, a ella le habría encantado la presión de su abrazo, pero la fiebre la había dejado frágil y dolorida, y cabía la posibilidad de que, al estar tan cerca del azufre, se debilitara más a cada segundo.
–Ten cuidado conmigo –susurró.
Fue como si le hubiera dado un puñetazo. Él soltó una maldición y se alejó de ella, rompiendo el contacto.
Inaceptable. Keeley lo siguió y, cuando él no pudo llegar más lejos, le abrazó por los hombros.
–No te he dicho que pararas, guerrero.
–Deberías haberlo hecho. ¿Y tu promesa de hacerme daño?
¿Qué pasaba con ella? La sangre le ardió cuando se frotó contra él. Aquella fricción deliciosa aumentaba la necesidad que tenía de él. ¿Qué pasaría si le mordisqueaba los labios… y metía la lengua en su boca?
¡Tenía que resistirse!
–Keeley.
–No hables. Solo muévete contra mí.
Hubo un momento de inactividad. Después, él onduló las caderas y presionó su erección contra el sexo de Keeley. Cuando ella jadeó, él se retiró. Se movió en círculo, y a ella se le escapó otro jadeo. Él la ciñó aún más contra sí, la frotó con más fuerza.
Sí. ¡Sí! Aquello era exactamente lo que necesitaba. Sin embargo, él la apretó más fuerte con las manos, y eso le dolió un poco, y gruñó. Un segundo después, había… ¿terminado?
Él la apartó de sí y, con los puños apretados, intentó recuperar el aliento.
–Solamente voy a decírtelo una vez: entre nosotros no va a ocurrir nada, princesa. Si vuelves a intentar algo así, verás una faceta de mí que hasta los monstruos temen.
A ella le temblaban las rodillas.
–Muy bien. Como quieras.
Por el momento. Ella no era de las que se rendían. Sonrió y se quitó el vestido ante sus ojos.
–Ya me ocuparé yo de mí misma.
A él se le abrieron más las aletas de la nariz y, una vez más, se alejó de ella. Sin embargo, no pudo dejar de mirarla, de devorarla con los ojos.
–Métete al agua –le dijo Torin–. Ahora mismo.
–¿Por qué? ¿Es que te parezco repulsiva? –le preguntó Keeley.
Lentamente, se dio la vuelta y caminó hacia el manantial. Sin embargo, no subió para meterse al agua; puso una pierna en el borde de la pileta y lo miró, rezando por que hubiera algo que a él le pareciera atractivo. Se pasó una mano por un costado, y dijo:
–¿O te parezco irresistible?
Durante la eternidad que tardó Keeley en meterse al agua, Torin tuvo que luchar contra su instinto más básico, que le impulsaba a tocar, a tomar, a poseer. Y, después, a no separarse nunca más de ella. Keeley sería suya, solo suya.
Aquella mujer era impresionante, pero la atracción que sentía por ella iba más allá de su aspecto. Era abierta y sincera, cosa rara. También era valiente; era la primera de sus amantes que mencionaba lo más evidente: «¿Te dejaban tus novias porque no podías satisfacer sus necesidades físicas?». Y lo había hecho de una manera despreocupada, como si estuvieran hablando del tiempo. Todo el mundo evitaba aquel tema, pero ella… Parecía que no se daba cuenta de que él nunca sería lo suficientemente bueno para ella. Que pronto, ella necesitaría más de lo que él podía darle.
Demonios, ¿y por qué no lo entendía él? Sentía un cosquilleo en las manos, por ella. Sus pechos… El vello cobalto que había entre sus piernas… Podría jugar con ella, hundir los dedos en su cuerpo con delicadeza. No sería demasiado agresivo con ella. No volvería a estrecharla con demasiada fuerza, ni embestiría con demasiada fuerza. No iba a permitírselo a sí mismo. A ella iba a gustarle lo que le hiciera.
O no.
La decepción era su especialidad, tal y como acababa de demostrar.
Keeley se inclinó sobre el borde del manantial y rebuscó en la mochila. Las puntas de sus pechos exquisitos asomaron por encima de la superficie del agua. Sus pezones eran como arándanos maduros.
«Aparta la mirada».
Ella sacó una pastilla de jabón y sonrió seductoramente.
–Estoy a punto de convertirme en la reina de la limpieza –canturreó. Después, clavó los ojos en él y dijo, bajando la voz–: Aunque podrías convencerme de que me ensuciara de nuevo.
¿Había muerto alguna vez un hombre por exceso de deseo, o él iba a ser el primero?
¿Qué quería Keeley de él?
¿Cómo la había satisfecho Hades?
Qué pregunta tan estúpida. Aquel tipo estaba el primero en su lista la gente que debía eliminar. Era el enemigo número uno.
«Tengo que poner distancia entre nosotros ahora mismo».
–Voy a cazar algo de cena para esta noche.
Keeley se sobresaltó, y jadeó:
–Pero…
–¿Vas a decirme que me vas a echar de menos, princesa? –preguntó él, burlonamente, con la intención de enfadarla–. Qué dulce.
Ella entornó los párpados.
–Si soy una princesa, entonces tú eres un príncipe azul. Así que, adelante, tómate el tiempo que necesites, príncipe. En este momento, estoy segura de que me voy a divertir mucho yo sola, de todos modos.
Un golpe directo.
Él se dio la vuelta para marcharse.
–Torin –dijo.
–¿Qué?
–Va a llover muy pronto, y será mejor que estemos lejos de este reino cuando empiece.
–¿Por qué?
–¿Te gustaría ahogarte?
–¿A quién le iba a gustar ahogarse?
–Pues ese es el motivo.
¿Y qué tenía que ver la lluvia con ahogarse?
–Volveré en cuanto pueda –dijo.
Después, se alejó de allí como si tuviera fuego en los pies. En el resto del cuerpo lo tenía, sin duda.
¿Por qué le estaba haciendo aquello? ¿Por qué se estaba comportando como si todo estuviera perdonado, como si le preocupara su bienestar, como si fuera a morirse si no se acostaba con él?
¿Acaso era una forma de castigo? Tal vez, pero Torin no lo creía. Su forma de mirarlo antes de entrar en aquel baño… como si ya pudiera sentirlo dentro de su cuerpo…
Tuvo que reajustarse el pantalón para evitar que su erección escapara.
¿De veras se sentía atraída por él? No era tan irresistible como su amigo Paris, el guardián de la Promiscuidad, ni tan decidido como Strider, el guardián de la Derrota, pero, sí, tenía la fiereza de un guerrero. Desde que el demonio lo había poseído, muchas mujeres habían intentado disfrutar de sus atractivos.
«Pero no puedo pisar la línea con Keeley. Caricias con guantes por aquí y por allá… Si lo hago mal, no podré vivir con las consecuencias».
Caminó por el bosque durante una hora antes de dar con el rastro de… algo. Un grupo de animales de cuatro patas que le resultaban desconocidos. Siguió las huellas, que eran una combinación de marcas de pezuñas y de garras, hasta que vio a su presa. Eran unos ciervos enormes que estaban de espaldas a él, sin saber que se habían convertido en el plato principal de su cena.
Había salido del campamento sin la pistola ni el rifle, así que tendría que utilizar la daga. Bien. Daba igual. Le iría bien un poco de pelea. Subió a un árbol, se colocó para el ataque y dio un silbido.
Uno de los animales se puso muy rígido. El más grande se giró y buscó al culpable con la mirada, y aquel fue el momento en que Torin se dio cuenta de la realidad. No eran ciervos, sino una mezcla de león, demonio y gorila. Su expresión era de fiereza.
Torin se quedó inmóvil.
«Tal vez pueda escapar sin que me vean».
Por supuesto, aquel fue el momento en que el animal miró hacia arriba y le clavó los ojos, que eran de color rojo luminoso como el de un neón.
Demasiado tarde.
«Allá voy», pensó, y saltó del árbol.
El ruido de las ramitas partiéndose avisó a Keeley de que se acercaba un visitante. ¿Por fin habían llegado los sirvientes de Hades?
Al oír un murmullo de enfado, supo quién era el recién llegado, y no se trataba de una horda de demonios. Con entusiasmo, se puso en pie y se alisó la camiseta y los pantalones de camuflaje que había encontrado en la mochila de Torin.
Él apareció entre el follaje y la vio. Se detuvo en seco y la recorrió con la mirada. Sus ojos se llenaron de calor.
Ella esperó a que comenzaran las alabanzas.
–Ha habido una tormenta mientras yo estaba fuera –dijo Torin.
De acuerdo. No era exactamente lo que ella esperaba, pero tampoco era una pérdida total.
–Sí –dijo Keeley. Durante su vida, había aprendido a dirigir cualquier conversación hacia el punto que ella deseaba–. La lluvia ha hecho que se abrieran las flores, como…
–Aunque no ha durado –la interrumpió él.
–Exacto –dijo ella. Porque no se había debido al clima de aquel reino, sino a ella–. Mi baño ha hecho que…
–Y no te has ahogado.
¡Aj!
–No –respondió Keeley y, mientras se pasaba una mano por el costado, añadió–: Yo también he florecido, ¿no crees?
Él se encogió de hombros.
–Supongo que sí.
Ella se quedó decepcionada, y pensó que debía devolverle el insulto. Ojo por ojo. Sin embargo, se dio cuenta de que estaba sombrío, y solo tuvo ganas de calmarlo.
–¿Estás bien? –le preguntó.
Tenía los brazos y el cuello llenos de arañazos, y sujetaba con la mano la pierna del Nephilim que había estado arrastrando.
–Estoy bien. Aquí está la cena –dijo él, arrojando a la criatura hacia la hoguera que ella había hecho–. No tienes que preocuparte de que lo haya tocado. La enfermedad murió con él.
–¿Eh? ¿Yo soy la que no tiene que preocuparse?
–Sí, tú. Tú cocinas. Nosotros comemos.
A causa de Hades y su veneno, ella solo comía lo que encontraba.
–Mientras –añadió Torin–, yo voy a bañarme.
–¡No! –gritó Keeley–. No te acerques al manantial.
Todavía no. Eso acabaría con las buenas vibraciones que tenían en aquel momento.
Él frunció el ceño y, haciendo gala de la terquedad que estaba demostrando, se acercó de dos zancadas al agua.
–¿En serio? –gritó.
–Bueno –dijo ella, cambiando el peso del cuerpo de un pie a otro–. Han aparecido dos de los prisioneros a los que liberaste, y se les ha ocurrido desahuciarme después de disfrutar conmigo –explicó. Aquella era la causa de la tormenta–. A ellos sí les parecí irresistible –gruñó.
Él miró a su alrededor por el campamento, y ella lamentó no tener la capacidad de alterar la percepción de otras personas. Por suerte, el manantial tenía algún tipo de sistema de filtración, y ya no estaba lleno de pedazos de carne sanguinolentos.
–¿Los has matado antes de que te tocaran? –preguntó Torin.
–Soy la invencible Reina Roja. ¿Qué te creías?
–Está bien –dijo él. Se inclinó y recogió con los dedos enguantados algo que parecía un resto de intestino. Lo tiró hacia los árboles, y añadió–: Creo que se han ganado su merecido.
«Ahora lo deseo más que nunca».
–Bueno –dijo ella, para distraerse–. Sobre la cena… ya te he preparado un festín. Lo siento, pero no hay ningún plato de asado en el menú.
Keeley había oído decir que el mejor modo de llegar a un hombre era a través de su estómago. Eso le parecía raro, porque ella se había abierto camino con un puñetazo a través del torso de un hombre y sabía perfectamente que el mejor modo de llegar a su corazón era a través de la cuarta y quinta costillas, pero entendía el espíritu de aquel refrán. Si conseguía suavizar las emociones de Torin hacia ella, tal vez pudiera tentarlo con más facilidad para que él le proporcionara placer.
«Después de todo, me lo debe». ¿No era él quien la había puesto triste? ¿No estaba obligado a ponerla contenta? «Solamente así podremos hacer borrón y cuenta nueva».
–No exagero al decirte que va a ser la mejor cena de tu vida –le dijo, y se acercó a él con un plato lleno de comida–. De nada.
Él hizo un gesto de repugnancia al ver el contenido del plato.
–Ramas. Hojas. Setas. ¿Bichos? Paso.
–Lo interpretaré como un «Sí, gracias».
–Interprétalo como un «no».
–¿Un «no» suave? ¿Algo como un «quizá»?
–Un «no» absoluto.
–Entonces, ¿te guardo un poco para después?
–Guárdalo para nunca.
–Pero… –balbuceó ella. «He salido a buscar comida para ti»–. Está bien, no importa –dijo y, para disimular su desilusión, se metió una seta en la boca–. Tú te lo pierdes.
–No, más bien salgo ganando.
–Alguien tiene ganas de discutir.
–¿Qué puedo decir? Sacas lo peor de mí.
De repente, una niebla ligera empezó a caer sobre ellos.
–¿Tan orgulloso estás de ti mismo? –le preguntó Keeley, suavemente–. Estoy a cinco segundos de suicidarme y después matarte a ti.
Torin miró a su alrededor y suspiró.
–¿Sabías que el cincuenta y uno por ciento de las estadísticas no vale para nada?
–Eh… No.
–Sí, y siete quintos de la población no entiende las fracciones.
–¿Y eso es… malo?
La niebla desapareció, y Torin dijo:
–Voy a darme un baño.
Él se sacó la camisa por el cuello, y la protesta de Keeley murió antes de llegar a sus labios. No pudo apartar la mirada, y un calor embriagador invadió su mente y se extendió por todo su cuerpo.
Torin se detuvo antes de quitarse el pantalón.
–Date la vuelta.
–¿Por qué? ¿Eres tímido?
–Tal vez piense que no hay ningún motivo para tentar a una mujer hambrienta con algo que no va a poder tener nunca.
Un recordatorio de su resistencia para desanimarla. Bien, por el momento le permitiría pensar que había ganado. Las victorias llegaban con un buen plan, y ya era hora de que ella ideara alguno.
–Voy a rehusar tu invitación a cocinar, gracias –dijo, y se dio la vuelta.
El sonido de la ropa le produjo un cosquilleo en los oídos.
–No te lo recomiendo –dijo Torin–. Me muero de hambre y, como seguramente habrás notado, me pongo de muy mal humor cuando tengo hambre.
–¿De verdad quieres comerte al descendiente de un ángel caído?
–¿Disculpa?
Cuando oyó un chapoteo, Keeley se dio la vuelta. Él estaba sumergido hasta los hombros.
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó. Un inmortal con la edad suficiente habría reconocido a la bestia que acababa de matar.
–Soy lo suficientemente viejo como para tener sentido común. Lo suficientemente viejo como para utilizar solo una frase para ligar: «Eh, nena, será mejor que llames al servicio de emergencias, porque acabo de caerme redondo por ti y no puedo levantarme».
Una frase para ligar… una frase para ligar… Ella se estrujó el cerebro hasta que encontró otra, y se puso muy contenta.
–La mía sería: «Las rosas son rojas, las violetas son azules, y si no haces lo que digo, te mato».
Él se quedó mirándola un largo rato, como si fuera a echarse a reír, o a soltar una maldición.
–En serio –insistió Keeley–. ¿Cuántos años tienes?
–Digamos que, como mínimo, tres mil, y dejémoslo así.
–Así que, básicamente, no eres más que un bebé.
No era de extrañar que le diera vergüenza decírselo.
Al ver que él se limitaba a tomar la pastilla de jabón, ella se lo quitó de la cabeza y se pasó la siguiente media hora deshaciéndose del Nephilim, porque no quería que el hedor de su cuerpo putrefacto atrajera a sus compañeros. Ellos siempre iban en manada. El mal era un parásito que dependía de los demás para sobrevivir.
Así era exactamente como veían todos a los Curators, pensó, con un suspiro. ¿Y así era como Torin la veía a ella?
Sí, probablemente. Su actitud con respecto al vínculo…
Formar un vínculo con él era posible, pero ella tendría que ser más cuidadosa que nunca, sobre todo, teniendo en cuenta la nueva dirección que había tomado su relación.
–¿Cómo podemos salir de este reino? –preguntó Torin.
–Te gustaría saberlo, ¿eh? –le espetó ella. Estaba irritada con él.
–Eh, sí. Por eso te lo he preguntado.
«Cálmate. Todavía no ha hecho nada malo».
Keeley no pudo resistirse a mirarlo otra vez. Torin ya se había puesto unos pantalones limpios, pero la cintura le colgaba de las caderas y dejaba a la vista una línea de vello del mismo color que sus cejas. Era un hombre bellísimo.
–Es muy sencillo –dijo Keeley–. Encontramos la llave y abrimos la puerta.
–¿Y si ya tengo una llave? ¿Dónde está la puerta?
Él había dicho «una llave». No «la llave». Una interesante elección. ¿Cuál era su juego?
–Está al borde del reino, a unos tres días de camino de aquí. También puedo teletransportarte hasta allí, y no tardaríamos ni un segundo. Solo tendrías que cortarte las cicatrices de azufre.
Él sonrió.
–Gracias, pero prefiero caminar.
Ella se encogió de hombros como si no tuviera importancia.
–Mejor. Así tendremos más tiempo para estar juntos.
Él se puso la camisa, y exclamó con ironía:
–¡Qué bien!
Un arrebato de ira, un trueno.
–Me da la impresión de que no sabes la suerte que tienes. La gente me habría pagado una fortuna por tenerme en su bando en tiempos de guerra.
–Pero es que yo soy tu oponente.
–Yo pensaba que ya no, pero puedo cambiar de opinión otra vez.
Antes de que Torin pudiera responder, aparecieron los tres prisioneros con los que él había trabajado para someterla, y atacaron el campamento. Por instinto, ella provocó una gran ráfaga de viento para empujarlos hacia atrás, pero ellos debían de haberse protegido con cicatrices de azufre, porque atravesaron el viento y se acercaron. Torin había sacado una daga, y se puso delante de ella para protegerla.
La ira que Keeley sentía hacia él se apagó.
Antes de que el trío pudiera alcanzarlo, ella lanzó cientos de ramas y de árboles al camino, tantos, que los guerreros no pudieron atravesarlos. Sin embargo, lo intentaron con ahínco, violentamente, más decididos a llegar hasta ella de lo que nunca hubiera pensado.
–¿Cómo te gustaría que terminara esto? –le preguntó a Torin–. Estoy abierta a sugerencias.
–Vamos hacia la puerta.
–Puedo contenerlos con árboles cuando salga del campamento, pero lo más seguro es que los inmortales se liberen pronto y nos sigan.
–Si todo va como a mí me gustaría, estaremos en el reino siguiente antes de que nos alcancen.
–Tenemos que darnos prisa. Las cicatrices…
–No me las voy a quitar.
–Muy bien.
«Pero, cuando por fin estés en mi cama, príncipe azul, esas cicatrices son lo primero que van a desaparecer, te guste o no…».