Capítulo 13
Pasó un día.
Dos.
Tres.
Cuatro. Tarzán se había curado casi por completo de sus heridas, y no había enfermado. Ni siquiera había estornudado. No había tenido una sola náusea.
Torin estaba eufórico por el hecho de que Keeley no fuera portadora de ninguna de las enfermedades del demonio.
Además, su simiente no la había hecho enfermar a ella.
No sabía qué pensar de eso. ¿Se atrevía a sentir entusiasmo también por ese motivo, o debía aferrarse a su miedo?
¿Podría acariciarla de nuevo y tocar su piel con las manos desnudas sin que hubiera consecuencias?
Todavía era demasiado arriesgado. Sin embargo, no podía olvidar aquel episodio erótico con ella. Él había metido los dedos en su cuerpo, y a ella le había gustado. Bueno, quizá la palabra «gustar» fuera demasiado suave. Ella lo habría matado si hubiera llegado a sacar algún dedo antes de que ella hubiera terminado.
Torin sonrió al pensarlo. Desde su orgasmo, fuera de la cueva brillaban dos soles gemelos, y una alfombra de flores silvestres rojas, moradas y rosas había cubierto el terreno a un kilómetro a la redonda.
Sin embargo, aquella asombrosa reacción de Keeley no consiguió que él dudara de su decisión de no tocarse.
Y eso le puso de mal humor mientras preparaba el desayuno de Keeley. Era la comida de costumbre: ramitas, hojas y hongos.
Ella estaba sentada, con las piernas cruzadas, sobre un camastro de suaves hojas. Tenía el pelo suelto por la espalda. Un hombre normal habría apretado sus mechones con el puño, le habría inclinado la cabeza y la habría besado con fuerza.
Torin dejó la comida a su lado con más ímpetu del que hubiera querido. Ella lo ignoró, tal y como había ignorado todo lo demás, incluido él. Se había tomado en serio sus palabras, y ni siquiera lo miraba.
«La echo de menos aunque esté aquí mismo».
–Come –le dijo–. Cuando hayas terminado –añadió, con preocupación por el hecho de que no comiera y no descansara lo suficiente–, mataremos a Tarzán y seguiremos el camino.
Tal vez un cambio de aires le mejorara el estado de ánimo.
–¿Qué? ¿De verdad? ¡Ya he terminado! –exclamó Keeley, y se puso en pie de un salto. Un segundo más tarde, Tarzán había desaparecido–. Lo he mandado a su pueblo, despellejado.
Qué fácil. Algunas veces, a él se le olvidaba lo poderosa que era.
–Bueno, pues ya podemos irnos –dijo Keeley, y salió de la cueva dejándose allí el desayuno.
¿Por qué tendría tanta prisa?, se preguntó Torin. Metió la comida en un trapo limpio y salió tras ella. Pronto la alcanzó y le puso el paquete en la mano.
–Come –le repitió–. De verdad.
–Claro, claro –dijo ella y, mientras caminaban por el bosque, fue dejando caer las cosas al suelo.
–Ya está bien.
–¿A qué te refieres?
–Lo sabes perfectamente.
Ella dobló el trapo y preguntó:
–¿De verdad?
–¿Por qué nunca comes ni duermes? –le preguntó él.
Ella lo fulminó con la mirada.
–¿De verdad piensas que alguien puede pasar sin comer ni dormir?
–Tú sí. Lo has hecho. ¿Por qué?
Ella entrecerró los ojos.
–Está bien. No como porque la comida puede estar envenenada. No duermo porque no quiero enfrentarme a las pesadillas ni a las vulnerabilidades. Pero ¿a quién le importa todo eso? Vamos a hablar de lo que ocurrió entre nosotros cuando yo estaba desnuda.
–Yo nunca te envenenaría.
–Los dos pasamos un buen rato –continuó Keeley–. Tengo intención de fijar un horario para repetir, pese a tu abrupto final.
Aquella frase brotó de sus labios con inseguridad, llena de la vulnerabilidad que ella decía despreciar.
Torin notó un dolor en el pecho.
Detestaba aquel estúpido dolor.
¡Ya estaba bien! Ya era hora de terminar con aquello.
–¿Por qué sigues deseándome? ¿Es que no te he demostrado que nunca podré darte lo que necesitas?
–Esas son muy buenas preguntas –dijo ella, sin mirarlo a los ojos.
Aquella respuesta le provocó ira. Y lo mató un poco por dentro, también.
¿Acaso esperaba que ella le dijera que sí podía darle todo lo que necesitaba?
–Sean cuales sean mis motivos, podemos disfrutar el uno del otro durante una temporada –prosiguió Keeley, en un tono esperanzado–. ¿No crees?
¿Hasta que apareciera alguien mejor para ella? Su enfado se extendió como si fuera un fuego de mil demonios en sus venas.
La conversación no era obligatoria. Solo tenía que atravesar reino tras reino sin ponerle las manos encima a Keeley. Sin embargo, sabía que eso iba a ser imposible. Tenía que volver a experimentar las sensaciones que ella le había producido; Keeley se había convertido en una enfermedad de su sangre y, como el demonio, no tenía cura.
–Estoy dispuesto a pagar a cambio de tu ayuda para encontrar a mis amigos y la caja de Pandora. Y lo haré –dijo–. Pero no voy a darte nada más.
Ay. A causa del vínculo, la actitud de Torin fue dolorosa para Keeley, cuando antes solo le resultaba molesta. Y, como ninguna otra raza formaba vínculos como la suya, él no sabría nunca todo el daño que le hacía, a menos que ella se lo dijera, cosa que no iba a hacer.
No quería conseguir su culpabilidad. Él ya se sentía lo suficientemente culpable.
–Si no quieres hablar de sexo… –dijo.
–No, no quiero –respondió él, con una voz gutural.
–Entonces, ¿te parece bien que hablemos de mi siguiente tema favorito? ¡Yo misma!
–Está bien. Te escucho –dijo él.
–He estado casada una vez. A los dieciséis años, mis padres me obligaron a casarme con el rey de los Curators. Nuestra unión duró cuatro horribles años, y yo me aseguré de que no hubiera descendencia. Él fue un padre terrible con sus otros hijos.
–Vaya. Me siento como un idiota. Sabía que habías estado con un rey, pero no que te hubieras casado con él. Es lógico, por tu título nobiliario.
–Bueno, pues, pocos meses después de que el rey muriera, me comprometí con Hades, el peor engañabobos que hay sobre la faz de la tierra. Fue el error más grande que pude cometer –prosiguió Keeley, y pensó: «Has empezado con algo negativo. Termina con algo positivo»–. Mi color favorito es el del arcoíris, y creo que las pasas son el dulce más delicioso de la naturaleza. ¡No me importa lo que digan los demás! Lo sé todo acerca de todo, y mi única equivocación ha sido pensar que estaba equivocada.
Él contuvo la sonrisa.
–La prometida de Hades. Debería acostumbrarme a oírlo, pero todavía me cuesta hacerme a la idea. ¿Cómo era?
–Al principio, emocionante. Él tiene mucho magnetismo.
–Y tendencias homicidas.
–Sí, pero en aquel momento, eso era parte de su encanto. Me enseñó a defenderme y a protegerme.
–Pero esa lección te costó bien cara.
¿A qué se refería? A Keeley le dio miedo preguntárselo.
Él sonrió irónicamente y preguntó:
–Bueno, ¿y cuál es tu mayor defecto?
–¿Por qué? ¿Estamos en una entrevista de trabajo?
–Puede ser.
«¿Para qué puesto?».
–Bueno, seguramente, mi mayor defecto es que soy demasiado generosa… en la cama.
A él se le atragantó una carcajada. Cuando se calmó, preguntó:
–Has estado encerrada durante siglos, ¿no?
–Sí.
–Entonces, ¿cómo es que eres tan moderna?
–Fácil. Una vez tuve empleada a una vidente. Ella tenía la deliciosa habilidad de permitir que otros entraran en su cabeza y vieran su futuro. Yo lo hice. Muchas veces, además.
–Divertido, pero no muy útil. Aunque conocieras tu futuro, terminaste en la cárcel.
–Sí, es verdad. Sospecho que ella me ocultó deliberadamente ese aspecto de mi vida. ¿Qué mejor modo de escapar de mis garras? –preguntó Keeley–. Bueno, ¿y tú? Cuéntame cosas de ti.
–Si quieres que te cuente algo, tienes que comer.
Oh, bien. Él había sido sincero durante todo el camino. Había dicho que nunca la envenenaría, así que ella lo creía. Exageradamente, se metió comida en la boca, una sola vez.
–Más.
¡De acuerdo! Tomó un puñado y se lo metió todo en la boca. Era tanto que apenas podía masticar.
A él le brillaron los ojos de alegría, y su cara adquirió una expresión casi infantil.
–Yo nunca he estado casado –dijo, después de que ella se hubiera tragado toda la comida.
Al ver que no decía nada más, Keeley puso los ojos en blanco.
–Vaya. Más despacio. No sé si voy a poder asimilar tanta información.
–Mi peor defecto es mi falta total de defectos. ¿Sabes la carga que es ser perfecto todo el tiempo?
Ella se ahuecó el pelo.
–En realidad, sí, lo sé.
Él sonrió y le dio un empujoncito con el hombro. Entonces, al darse cuenta de lo que había hecho, frunció el ceño y carraspeó.
–¿Qué quieres saber sobre mí?
–¿Por qué tienes una mariposa tatuada?
Él enarcó una ceja.
–Creía que lo sabías todo sobre todo.
–Sabía cosas de los Señores del Inframundo antes de… Bueno, antes. Mis espías me dieron diferentes versiones sobre los tatuajes.
–¿Espías? Vaya, qué misterioso.
–Aprendí del mejor. De Hades –replicó ella, y señaló su estómago–. ¿Qué significa tu tatuaje?
–Cosas diferentes para gente diferente. La mariposa apareció el mismo día de la posesión del demonio.
–Entonces, es una marca del mal.
–Para mí, sí.
–En mi opinión, una mariposa es un símbolo raro para el mal.
–No creo que sea un símbolo. Creo que es un recordatorio de que el mal puede esconderse incluso detrás de la más bella de las fachadas.
–¿Necesitas ese recordatorio a menudo?
–Solo cada vez que me miro al espejo.
Ella soltó un resoplido.
–¿Acabas de hacerte un cumplido a ti mismo? Creo que tu ego necesita algunas caricias.
–Desde luego, tengo algo que necesita algunas caricias –murmuró él, mirándola con ardor. Keeley se estremeció.
«Tengo que darle una respuesta brillante, sexy».
–¿Ah, sí?
Él se puso rígido y apartó la mirada.
–Algunos datos sobre mí –dijo–: Mi nombre porno es doctor Largo. Preferiría comer carne del Nephilim que cacé antes que pasas. Lo siento, Keys, pero las pasas son una porquería de la naturaleza.
¡Ja!
–Mi nombre porno es Ivanna Longone. Y, si no tienes más cuidado, voy a reclutar un ejército de pasas y, entre todas, te comeremos a ti.
–Eso sería divertido. Para mí –dijo él, y su sonrisa le iluminó todo el rostro–. Se me dan muy bien los ordenadores, puedo piratear cualquier sistema y durante mis siglos de vida he matado a más gente de la que puedo contar. Hubo un tiempo –admitió él, con un titubeo–, en el que vivía para eso. Me encantaba.
–Todavía te encanta –respondió Keeley, al acordarse de cómo había terminado con las arañas de Hades–. Pero solo en el campo de batalla.
–Y cuando tengo que defender a mis amigos.
Keeley sintió unos celos muy familiares, pero el sentimiento fue incluso más fuerte que antes. El hecho de tener aquel tipo de protección… y no solo algunas veces, sino siempre… ¿no sería lo más dulce del mundo?
–¿Y ellos? ¿Sienten lo mismo por ti? –preguntó.
–Sí.
–Debe de ser muy agradable.
–Más que eso.
–¿Y hay alguna probabilidad de que yo les caiga bien?
¡Vaya! El tono de necesidad que desprendían sus palabras era prácticamente humillante.
Keeley habría retirado aquella pregunta, pero él la miró con una expresión de preocupación, incluso de dolor.
–Princesa, se van a volver locos por ti.
Recorrieron tres reinos más, y Keeley empezó a sospechar que alguien les estaba siguiendo. No le dijo nada a Torin; no había ninguna necesidad de que él empezara a arrasarlo todo a su paso hasta que no tuviera pruebas. Porque eso era lo que iba a hacer Torin. Su humor había empeorado a medida que pasaban los días. Incluso había cumplido lo que le había ordenado a ella en la cueva: no la miraba y no le dirigía la palabra.
El primer reino era una tierra de aislamiento sensorial. Estaba sumida en la oscuridad y el silencio. Atravesarla había sido doloroso mental y físicamente. El segundo reino no era sino una montaña de hielo que habían tenido que escalar y, como Torin se había negado a que se acurrucaran uno contra el otro, el frío había sido tan horrible como la oscuridad. En aquel momento estaban en un reino que contaba con muchos campos de ambrosía y amapolas, las drogas de los inmortales, y a cada dos pasos tenían que enfrentarse a un narcotraficante empeñado en defender su mercancía.
Al menos, Torin seguía siendo muy protector con ella, a pesar de su silencio y su desdén.
Keeley quería pensar que él usaba aquellos silencios para acallar la intensidad de lo que sentía por ella y para contener su desesperado deseo, pero que, al final, aquel deseo vencería. Sin embargo, todo era una fantasía que no duró demasiado, y una ligera niebla comenzó a acompañarles a cada paso.
Aquella mañana, él se había marchado a cazar su desayuno. Para él, solo para él. Le había dejado bien claro que ya no iba a hacer camastros para ella ni iba a prepararle la comida, con la esperanza de que ella no volviera a intentar seducirlo.
¡Bien, pues estaba funcionando!
Sonó el ruido de una ramita al romperse, y apareció un guerrero a quien ella no había visto nunca y a quien, sin embargo, reconoció. Era uno de los prisioneros del Reino del Llanto. Su olor a piruleta lo identificó incluso antes de que hablara.
–Galen –dijo ella con una sonrisa de bienvenida.
Era tan alto como Torin, y casi tan musculoso. Tenía el pelo rubio pálido y rizado, y los ojos tan azules como un cielo despejado por la mañana. Su aspecto era angélico. Le habían arrancado las alas, pero estaban volviendo a brotar, y no eran más que dos pequeñas protuberancias cubiertas de plumón blanco que se extendían por sus hombros.
Recordó lo que había sucedido: cuando los Innombrables habían conquistado el Reino del Llanto, habían hecho todo lo posible por llegar hasta Galen. La idea de perderlo la había irritado, porque había llegado a apreciar su arrogancia y su vigor. Así que había provocado a los Innombrables a través de los barrotes de su celda, hasta que uno de ellos se había acercado con la intención de silenciarla, y ella había aprovechado para abrirle desde la nariz al ombligo con el pincho que se había fabricado. Las tripas de la criatura se habían desparramado por el suelo.
«Exacto». Ese era el motivo por el que había matado a su primer Innombrable y se había granjeado el odio de su hermano.
–¿Cómo has llegado hasta aquí? –le preguntó.
Sabía muy poco sobre su historia. Había sido uno de los mejores amigos de Torin y los otros Señores del Inframundo… hasta que les había revelado su plan de robarle la caja de Pandora a Zeus y abrirla.
Cuando los guerreros fueron exiliados a la tierra, estalló una larga y sangrienta contienda entre Galen y los Señores. Una contienda que todavía duraba.
«Bien, tal vez sea el enemigo de Torin, pero no es mi enemigo».
«¡Chúpate esa, guerrero!».
–Os he estado siguiendo –admitió Galen–. Y no soy el único. Había tres poseídos por demonios que querían vuestra sangre, pero no llegaron a la última puerta. De nada.
–¿Los has detenido?
–Sí, violentamente. No podía permitir que se acercaran a mi chica.
Ella le lanzó una sonrisa resplandeciente.
–Qué amable por tu parte. Muchísimas gracias.
Él asintió.
–¿Tienes hambre? –le preguntó ella, y le ofreció un puñado de semillas de amapola que había robado por el camino.
Galen negó con la cabeza.
–No tengo mucho tiempo. Torin ha visto mis huellas y está siguiendo mi rastro. Solo quería darte las gracias por distraer a los Innombrables cuando fueron a mi celda.
–Fue un placer, de verdad.
¿Por qué no podía sentirse atraída por él? Era guapísimo, fiero y un chico malo.
Sin embargo, no era Torin. No era obstinado, desdeñoso y venenoso.
–A propósito, sea lo que sea lo que le estás haciendo al guerrero, sigue así. Nunca lo había visto tan desquiciado.
Por favor.
–No está desquiciado. Es un hombre frío que conserva la calma.
–No. Te vigila. Se está formando una tormenta dentro de ese chico y, un día, se va a desencadenar. Me da la sensación de que los dos vais a estar muy contentos por ello.
Por fin, la niebla se levantó y apareció un sol brillante.
–¿Tú quieres que él sea feliz? –le preguntó Keeley a Galen.
–Yo no he dicho eso –respondió él, con un resoplido.
Sonó otra ramita al romperse.
–Vete –dijo ella, haciéndole un gesto con ambas manos para que se alejara.
Sin embargo, Galen no se movió con la suficiente rapidez, y ella tuvo que teletransportarlo a cierta distancia de allí. Justo entonces, Torin entró en el campamento. A él, lo que había hecho le parecería una traición, y no le gustaría nada. Sin embargo, no era una traición. Era una precaución. Si no había pelea, no habría heridas.
Y ella no tendría que tomar partido.
–Aquí ha estado alguien –dijo él, y miró a ambos lados–. ¿Te ha amenazado? ¿Te ha atacado?
Al pensar en lo que le había dicho Galen sobre Torin, Keeley sintió una enorme satisfacción. Ignoró sus preguntas, y dijo:
–¿Dónde está tu desayuno?
Él, en silencio, estudió el perímetro del campamento en busca del culpable. Mientras lo hacía, el sol brilló con mucha más fuerza.
–Vayámonos –dijo, entonces–. La salida de este reino está a una hora de camino.
¿Ya la había encontrado? ¿Sin ella?
Sintió una punzada de pánico, pero pasó rápidamente. Él podía haberla dejado allí, pero no lo había hecho. Galen debía de tener razón.
La satisfacción se intensificó cuando ella se levantó y le hizo un gesto para que la precediera por el camino.
–Ya estoy lista.
Él, con un gesto sombrío, comenzó a andar. Llegaron al límite del reino una hora después y, como ella le había puesto una marca de control a Galen, pudo comprobar que no estaba lejos de allí.
Galen le caía bien, y ella estaba en deuda con él por haberse ocupado de aquellos poseídos que los perseguían. Estaba segura de que Torin lo entendería. Algún día. Después de haber tenido un buen ataque de furia masculina.
Él miró hacia atrás, hacia ella, y frunció el ceño. ¿Por qué? ¿Qué estaba pensando?
Cuando Torin abrió la puerta entre los dos reinos, ambos la atravesaron.
Entonces, Keeley se vio rodeada por coches que, de repente, tuvieron que maniobrar para evitar atropellarlos a Torin y a ella. Todo acabó en un choque en cadena.
El reino de los humanos. Aquel era el reino de Torin, donde estaban esperando sus amigos.
Rápidamente, el miedo reemplazó a su satisfacción. Todo estaba a punto de cambiar. Muy pronto, Torin se reuniría con los otros Señores, con hombres y mujeres a quienes quería. Keeley cumpliría su promesa de encontrar a las chicas que habían desaparecido, al espíritu y la caja de Pandora. Torin cumpliría su promesa de proporcionarle placer. Después, se separarían. Él ya no la necesitaría más.
«Pero yo todavía lo necesitaré a él».
Pensamientos tontos, propiciados por el miedo al fracaso. «Solo me estoy mentalizando para rendirme».
¡Nunca! La lucha por conseguir su corazón no había terminado.
«Todavía hay tiempo».
Más bocinas. Torin tiró de ella y se la llevó hasta la acera, lejos del tráfico. Alguien la empujó; era una mujer. Miró a Keeley como si fuera inferior y, después, miró a Torin y soltó un jadeo de sorpresa. Keeley sintió ira.
–Soy una reina –dijo, mientras el suelo empezaba a temblar.
Entonces, notó unos dedos acariciándole el pelo y se dio la vuelta.
–Sí –dijo Torin–. Lo eres, verdaderamente.
Él ni siquiera había visto a la mujer. Solo tenía ojos para ella. La estaba tocando voluntariamente, y parecía que era feliz.
–Los mechones son como la miel –dijo, en un tono de reverencia.
A ella se le aceleró el corazón. El color de su pelo había cambiado otra vez, y los cabellos eran de un rubio dorado que resplandecía.
–Es verano –respondió ella, sin respiración. Sabía que lo estaba mirando con unos enormes ojos azules.
–Deslumbrante.
–¿De verdad?
Estaba sucia de tierra y de barro, llevaba una camiseta rota y unos pantalones andrajosos, iba descalza y debía de tener un aspecto completamente descuidado. Seguramente, eso era lo que había pensado la mujer humana.
–De verdad. Yo… –Torin se quedó callado de repente y bajó la mano enguantada–. Ahora estamos en mi terreno, princesa, así que tengo reglas para ti.
–¿Reglas? Estás de broma, ¿no? Yo no obedezco a nadie más que a mí misma, e incluso eso me resulta difícil a veces.
Otra persona chocó contra ella. En aquella ocasión, se trataba de un hombre.
Torin frunció el ceño y lo empujó.
–Discúlpate.
–Lo-lo siento, señora. Lo siento muchísimo.
El hombre se alejó rápidamente.
–¿Señora? –gritó ella, intentando disimular la felicidad que le había causado la reacción de Torin–. ¿Es que llevo unos pantalones de madre de familia? ¡No creo!
Torin miró su propia mano con una expresión ceñuda. Después, entrelazó los dedos con los de Keeley y tiró de ella para que comenzara a caminar por la acera. ¡Asombroso! «Está sujetándome la mano. Vamos tomados de la mano. Nuestros dedos están entrelazados».
–Las reglas son las siguientes –dijo Torin–. No puedes mirar a otros hombres. No hables con ellos. No sientas lujuria por ellos.
De acuerdo. De acuerdo. De acuerdo. «No debería estar tan conforme».
–¿Por qué?
–Porque no quiero provocar otra plaga.
«Está celoso», pensó Keeley, a pesar de su respuesta. Aquel era un comienzo prometedor.
–Será como tú digas.
–Claro que será como yo diga.
Sonreír habría sido una respuesta poco adecuada, ¿no?
–Bueno, ¿y adónde vamos?
–A algún sitio en el que pueda cargar mi móvil para llamar a mi amigo Lucien. Él me trasladará a casa.
Una punzada de pánico…
–¿Y yo?
–No deberías tener ningún problema para seguirnos la pista.
Keeley se sintió aliviada.
–Claro que no. Soy la Reina Roja.
–Sí, sí, ya lo sé. Tienes superpoderes. Vas a portarte a la perfección.
–¿Es que no me porto siempre a la perfección?
–Lo digo en serio, Keys.
–Sí, me estás insultando en serio, y puede que quieras pensártelo mejor.
–No vas a hacerles ningún daño a mis amigos.
–Ya te prometí que no lo haría.
–Ya lo sé, pero…
–No termines esa frase. Puede que decida que no merece la pena perder mi valioso tiempo por tus tareas.
Una pausa. Después, unas palabras entrecortadas:
–Lo siento.
–No lo parece.
Él suspiró, y la expresión de ira desapareció de su semblante.
–Lo siento. De verdad, lo siento.
Demasiado fácil. Habría sido mejor que se resistiera un poco. Porque, con aquella disculpa, había dejado claro que lo que más le interesaba de ella eran sus habilidades.
¿Ganarse su corazón? ¿De verdad tenía alguna oportunidad?
–No importa cómo vaya todo lo demás –prosiguió él–, pero no destruyas mi hogar, por favor.
¿Acaso no tenía ninguna fe en ella? El suelo volvió a temblar.
–¿Quieres perderme de vista?
–No. Solo quiero protegerte de una guerra contra mis amigos. Eso es todo.
No. Estaba intentando salvarse a sí mismo del hecho de tener que tomar partido por un bando.
–Creo que dijiste que se iban a volver locos por mí.
Él se pasó una mano por el pelo.
–Y así será. Pero…
Pero. Siempre había un pero.
–Olvídate de los Señores. De ti quiero algo más que protección.
Él se suavizó, pero solo ligeramente.
–Créeme, lo sé. Lo has dejado bien claro.
–¿Acabas de reprocharme que haya hecho lo que tú deseabas en secreto y no te atrevías a pedir? Si es así, te destripo.
A él se le hundieron los hombros.
–No ha sido un reproche. Es el motivo por el que he tenido una erección durante los últimos cuatro días.
Oh.
¡Oh!
«¿En serio? ¿Es eso todo lo que tengo?».
–Al contrario de lo que tú puedas pensar –prosiguió él, en un tono de amenaza–, a mí no me gusta ponerte enferma y preguntarme si vas a sobrevivir o no.
–¿Y crees que a mí me gusta arder de fiebre y vomitar las entrañas? –preguntó ella. Su ira volvió a encenderse y el suelo comenzó a temblar de nuevo. «Calma. Tranquila. Hay gente inocente a nuestro alrededor»–. Pero, al contrario que tú, a mí me parece que merece la pena con tal de estar contigo.
–No, a ti te parece que el placer es más importante que el sentimiento de culpabilidad que todo eso me produce a mí.
Palabras duras.
Pero también, ciertas. Ella nunca lo había pensado así: sus deseos, contra las emociones de Torin. Sin embargo, quizá debiera haberlo hecho.
«Al menos, se preocupa por mi bienestar», se dijo. Pero aquello no era un gran consuelo.
–Está bien. No puedes soportarlo. Entendido. Nuestro trato queda deshecho.
–Vamos, ni hablar –ladró él.
–Te ayudaré de todos modos –replicó ella, con rabia–. Y me deberás favores, pero no sexuales. Ya te diré cuáles son más adelante.
–De acuerdo –respondió él, bruscamente.
–De acuerdo –repitió ella, con la misma brusquedad–. Ahora, ve a llamar a tu amigo, antes de que se me olvide que somos socios y pierda los estribos.
–Eso no nos vendría bien, ¿verdad? –preguntó él, en un tono desdeñoso–. La princesa tiene que salirse con la suya, o sufre todo el mundo.
–Tú sabes que tengo problemas para controlarme. Mi defecto es el mal genio.
–Lo que sé es que utilizas tus emociones como excusa. Tú podrías controlarte, pero prefieres no hacerlo. Y ¿cómo demonios puedes enfadarte porque te eche en cara tu mal genio, cuando en este momento está alcanzando niveles peligrosos?
Los hombres estúpidos que hacían observaciones acertadas eran muy molestos.
–Muy bien, pues también prefiero no pasar contigo ni un segundo más, ¿qué te parece eso?
Antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse, se teletransportó a un hogar subterráneo que se había procurado en secreto después de ir a vivir con Hades. Toda mujer necesitaba su santuario y, en aquel momento, ella lo necesitaba más que nunca. Pese a todo lo que le había dicho Torin sobre que quería seguir trabajando con ella, toda la discusión le había parecido un rechazo, y ya había tenido bastantes de esos en la vida.