O’MALLEY
Orgullosa de mi estirpe O’Malley siempre lo he estado, pero aún más orgullosa estoy de haber podido sobrevivir tanto tiempo envuelta en este mundo de torbellinos, matanzas y disputas, rodeada de violencia y de hombres dispuestos a matar por un castillejo, un pedazo de tierra o unas cuantas vacas, con los ingleses merodeando continuamente para arrebatarnos lo poco que la naturaleza ha dejado a esta pobre isla, donde morir de hambre o penuria forma parte del molde que distingue a sus hijos.
Es cierto que ofrecí mis servicios al virrey de Irlanda, sir Henry Sidney: tres galeras y doscientos hombres armados para luchar en Escocia o Irlanda. ¿Y qué? Sidney no era mala persona y al menos nos dejaba vivir, y no se llega a mis sesenta y dos años, guerreando desde los quince, sin utilizar el entendimiento para sortear por vericuetos sombríos los precipicios de otra manera infranqueables. Ningún gato sobrevive en una pelea tan larga sin dejarse algún pelo en la gatera, y menos siendo una mujer, por muy hija de jefe gaélico que sea.
Por lo demás, ahí están mis hechos. Los ingleses me temen, han matado a mi hijo mayor, me han despojado y han destrozado a mi familia, pero aun ahora, siendo vieja, los mantengo a raya en este rudo territorio, dejado de la mano de Dios y casi olvidado de los hombres. Soy uno de los pocos jefes de clan irlandeses que nunca se ha sometido a la corona inglesa, y a estas alturas, si algún día me veo obligada a hacerlo será solo de labios para fuera, porque mi corazón seguirá siendo independiente, y así moriré.
Los O’Malley nos ganábamos la existencia siendo mitad comerciantes, mitad piratas, y con mi padre compartí desde niña las inclemencias de la vida en el mar, hasta que asumí el papel de esposa y madre con un matrimonio concertado políticamente; aunque también pasaba largas temporadas en tierra, en el castillo de Beldare, situado en la boca de un río en el que mi cuerpo adolescente desnudo, cuando era hermosa y pura, entró muchas veces y me hizo sentir sacerdotisa de ritos gaélicos ancestrales. Aquel castillo era un refugio estratégicamente emplazado, a salvo de las represalias de clanes enemigos, capaz de proporcionar refugio frente al mar despiadado, vehículo de nuestras correrías depredadoras por el litoral y en aguas profundas.
Beldare era solo uno de los castillos que mi familia poseía alrededor de la costa de la bahía de Clew, y se complementaba tierra adentro con una morada lacustre situada en un islote del lago Moher, lugar de refugio para mi padre y su gente en tiempos de peligro. También teníamos un castillo en Fort of the Beeves, además de otro en Murrisk, Carrowmore, y otros dos más en Kildawnet, en la isla de Achill, y en la isla de Clare. Este último, en el que pasé muchos veranos de niña, dominaba una playa en forma de media luna, y tenía tres plantas conectadas por una escalera de piedra en la que más de una vez rodé jugando, pero mi preferido es el de Kildawnet, asentado sobre una loma en la costa oeste del estrecho de Achill, con la entrada protegida por un islote, un sitio peligroso por las fuertes corrientes que allí se desatan de forma imprevista, pero que tiene la ventaja de unir la bahía de Clew con la de Blackshod, en el norte, y en casos de persecución proporciona un rápido escape entre la isla de Achill y tierra firme. El castillo, además, rodeado de montañas de salvaje esplendor, apenas puede ser divisado desde mar adentro y la mayoría de los barcos pasan a corta distancia sin verlo.
Los O’Malley siempre hemos sido gente religiosa, aunque yo no lo sea ahora, en parte por mis muchos pecados, que han levantado un muro que me impide ver a Dios, y en parte también por todos los desengaños, sufrimientos e injusticias que he presenciado a lo largo de tantos años, y que me hacen pensar que eso que llamamos Providencia divina no es sino otro de los mitos que los hombres y mujeres de este mundo hemos forjado con la vana ilusión de que todo forme parte de un plan calculado para nuestro bien final por alguna inteligencia suprema interesada por el destino de cada uno de nosotros. Algo en lo que se me hace muy cuesta arriba creer. Cuando vivimos, vivimos, y cuando morimos, morimos. Y ya está. Pero como digo, los O’Malley hemos sido y somos católicos, y en nuestra tierra hemos sostenido iglesias y monasterios. Antes de la Reformación proclamada por el rey Enrique de Inglaterra y su hija bastarda Elizabeth, en Murrisk teníamos desde hace dos siglos una abadía agustina, que la reina ha entregado a un señor inglés, aunque los frailes continúen ocupando parte del convento. Yo fui bautizada en ese monasterio, allí me casé la primera vez, y mis antepasados yacen enterrados dentro de sus muros.
A pesar de que muchos lo piensen, no me considero un bicho raro. Mi madre me reveló que en tiempos remotos en Irlanda mandaban mucho las mujeres, y las deidades dominantes también lo eran, eso que algunos llaman matriarcado. Me dijo que los O’Malley se consideraban descendientes de una mujer —guerrera semidiosa—, y que el nombre mismo de Irlanda procede de una diosa madre. Eriu o Éire, una de las tres divinidades legendarias que gobernaban el país en tiempos de las invasiones que llegaron del continente. Las mujeres de sangre celta, como somos las irlandesas, siempre han dado prueba, por lo que sé, de espíritu combativo; pelearon codo a codo con los hombres y de sus hazañas han quedado rastros en bardos y poetas. Pero ese mundo desapareció con la llegada del cristianismo (como desaparecerá pronto este de ahora, que ya da sus últimas boqueadas) y con la influencia del derecho romano, que establece la primacía familiar del hombre y deja a la mujer relegada a un segundo plano. Nuestra ley gaélica era muy diferente. El jefe era elegido por los miembros de la familia dominante en el clan, y el poder no se heredaba por derecho de primogenitura, como hacen los reyes. Un hermano podía suceder a un hermano, y un hijo menor al padre. Pero nuestro pasado gaélico declina ante el implacable avance inglés, que poco a poco ha ido imponiendo sus leyes y modo de vida por la mezcla irresistible de persuasión, dinero y fuerza de las armas. Por eso mi mundo está destinado a desaparecer, y después vendrán siglos oscuros para mi pueblo.
Mi primer marido se llamaba Donald y era hijo del jefe de los O’Flaherty. Un clan vecino muy guerrero, cuya divisa no dejaba dudas de su inclinación: «La Fortuna favorece a los fuertes».
Yo tenía dieciséis años de edad cuando mi padre me entregó a Donald, el de las Batallas, como le apodaban, y tuve que separarme de mi familia para ir a vivir a su castillo de Bunowen, en el territorio de Iar Chonnacht.
Me esperaba el papel de esposa sumisa en el hogar, mujer hacendosa y madre fecunda, sometida en todo a mi marido. Eso era algo que no pude soportar después de haberme sentido libre en el mar con mi padre, que me consideraba un marinero más y me igualaba con ellos en las rudas tareas del barco.
Donald era temerario y atolondrado en ocasiones, muy celoso al principio de imponer su superioridad masculina, pero yo supe buscarle las vueltas y torcer esa tendencia. Aunque por algún tiempo acepté desempeñar el papel que él esperaba de mí, era inevitable que acabáramos chocando, pero siempre le fui fiel, pues he mamado la lealtad desde niña y por los traidores solo he sentido desprecio y los he castigado como se merecían, con la horca o la espada.
Di a mi marido dos hijos y una hija cuando todavía no había cumplido los veinte años. Donald empezaba a aceptarme como una igual y compartíamos deseos y esfuerzos, hasta que él se vio implicado en el asesinato de Walter el Alto, hijo de los MacWilliam de la región de Mayo, un crimen que se cometió en el castillo de Invernan, en tierras de Moycullen, al oeste de Galway.
Donald mató a Walter instigado por su hermana Finola, madrastra de la víctima, que buscaba asegurar el futuro político de su propio hijo, aspirante a la jefatura de los Mac William, el clan más importante de la región de Connaught.
En el remolino de venganzas que siguió a este crimen, mientras mi esposo conspiraba y se peleaba con sus vecinos, crecía mi desapego a permanecer inactiva en el hogar y decidí coger por mí misma lo que la tradición y la costumbre me negaban. Así se lo dije a Donald, que entendió mis quejas y valoró mi ayuda.
Poco a poco fui tejiendo a mi alrededor en el clan Mac William una red de promesas e intereses, y pronto mi autoridad igualó a la de Donald, que se resignó a aceptarme como yo misma era cuando decidí actuar por cuenta propia.
Con dos galeras me lancé al mar para atacar a los barcos mercantes que entraban en Galway, un puerto hostil a los O’Flaherty que cobraba impuestos a la gente de los clanes que comerciaba en la ciudad. Decidí que nosotros haríamos lo mismo con los barcos que cruzaran nuestras aguas. Si los de Galway gravaban en tierra, nosotros lo haríamos en el mar, y cobraríamos en dinero o en mercancías. Donald empezó a estar contento al ver la ganancia. Asaltábamos los bajeles y luego desaparecíamos rápidamente en cualquier isla o recodo de la costa.
Era una vida de riesgo que me gustaba, aunque sabía que me esperaba la horca si me capturaban, y que mi mando solo se sostendría evitando cualquier signo de debilidad. Eso hubiera sido el final de mi autoridad, y quizá de mi vida, entre aquellos hombres duros como rocas, hechos a cualquier sufrimiento y fechoría, que obedecían mis decisiones pero constantemente me juzgaban por ellas.
Donald murió a manos de un clan enemigo, los Joyce, cuando defendía el castillo de Lough Corrib. Sin duda era un hombre valiente. Por su valor, le apodaban también Donald el Gallo y al saberlo muerto los Joyce pensaron apoderarse con facilidad del castillo, pero no contaron conmigo. Lo defendí tenazmente y mi resistencia les sorprendió tanto que abandonaron el cerco dos semanas después de enterrar a mi esposo. Mis hombres, jubilosos por el triunfo, llamaron a la fortaleza salvada, el Castillo de la Gallina, y con ese nombre lo conocen muchos todavía.
Poco después, los ingleses también lo intentaron. Yo tenía entonces muy pocos seguidores y la situación se hizo desesperada, pero no me rendí. Fundí las placas de plomo que recubrían el techo del castillo y volqué el metal fundido sobre los parapetos de los sitiadores, que a partir de ahí continuaron el asedio prudentemente alejados de la muralla. Finalmente, logré enviar a uno de mis hombres a una colina cercana, donde encendió una hoguera que alertó a la gente del contorno de mi difícil situación. La ayuda llegó pronto y los ingleses levantaron el sitio.
Donald muerto, sus familiares me negaron la parte de la herencia que me correspondía, y en vista de eso decidí regresar al territorio paterno, mi viejo castillo de Kildawnet, aunque esta vez me acompañaron los hombres del clan O’Flaherty que deseaban seguir bajo mi mando. Eran unos doscientos, capaces de luchar en cualquier lugar de Irlanda o Escocia donde yo les enviara.
Con ellos me establecí en la isla de Clare, y desde allí, con tres galeras proseguí mis fechorías de pirata, y ayudé a combatir a los ingleses transportando voluntarios a sueldo escoceses que los jefes irlandeses, los Bourke, los MacCormack, los MacNally, los Donnell, contrataban para reforzar sus filas.
Por entonces, mis hombres me seguían hasta la muerte con una lealtad que me sorprende. Eran más valiosos que un barco cargado de oro, y estaba más a gusto entre ellos, compartiendo sus bromas soeces y sus rencores, que en la compañía de esa gente que suele llamarse a sí misma respetable. Con ellos juraba, bebía, jugaba a los naipes y participaba en peleas. Pero en asuntos de cama era otro cantar. Solo compartí lecho con quien fuera capaz de ablandar mi corazón por una o dos noches, y después mi decisión era cortar el idilio y olvidarlo, antes de que ninguno pudiera alardear de tenerme sujeta.
Y así, a medida que transcurría el tiempo, las historias de mis hazañas corrieron de boca en boca, de un puerto a otro de Irlanda, y en mis tierras se acumularon ganado y caballos, lo que me convirtió en una mujer rica, aunque mucho menos que las sanguijuelas del gobierno inglés que nos oprimían.
De mis amores, ya he dicho que eran pasajeros, hasta que un día un barco vino a estrellarse en un cabo traicionero de la isla de Achill, cuando estaba allí reponiendo fuerzas entre dos abordajes. Entre los restos del naufragio rescaté a un joven caballero que había quedado apresado entre las rocas, al que subí a uno de mis barcos y llevé de vuelta a la isla de Clare. Su nombre era Hugh de Lacy, hijo de un próspero comerciante irlandés de Wexford. Fuimos amantes apasionados, pero la dicha no duró mucho tiempo. Un día que cazaba ciervos en la isla de Achill, lo mataron los del clan de los MacMahon, que con frecuencia incursionaban por esas aguas para robar lo que pudieran.
Con el corazón roto, urdí mi venganza, que se me presentó poco después, cuando los MacMahon fueron en peregrinación pagana a la isla sagrada de Caher, donde yo tenía un pequeño castillo y nuestros antepasados celebraban sacrificios a la diosa madre.
Desde mi torreón columbré el desembarco de los asesinos de Hugh, y esperé hasta que todos desembarcaron. Entonces me lancé como un halcón contra ellos. Les acometí y destrocé sus embarcaciones para que no pudieran escapar. Todos murieron, pero no tuve bastante. Navegué hasta el castillo de los MacMahon, en tierra firme, lo ataqué por sorpresa y maté a toda la guarnición.
Y en lo que a castillos hace, las gestas irlandesas guardan memoria de mi orgullo en relación con el castillo de Howth, cercano a Dublín. Yo iba de regreso en mi barco a tierras de Mayo, y tuve que detenerme en Howth para abastecerme de agua y provisiones.
De acuerdo con las costumbres gaélicas, pedí hospitalidad en el castillo al conde y lord del lugar. Pero este había cerrado las puertas, y sus sirvientes me dijeron que estaba cenando y no quería que le molestaran.
Sintiéndome insultada y vejada, regresaba a mi barco cuando en el camino me encontré con el nieto y heredero de tan poco hospitalario señor. Un mozalbete tan altivo como su pariente. Sin pensarlo dos veces, lo secuestré y me lo llevé a mis dominios de la bahía de Clay.
El lord tuvo que tragarse sus ínfulas y viajar a Mayo a negociar conmigo cara a cara el rescate. Estaba abatido y balbuceante, pero yo no le pedí oro ni plata, como él esperaba. Le entregué a su nieto gratis, a cambio de la promesa de que las puertas del castillo de Howth no se cerrarían nunca más, y que en la mesa del conde habría siempre un sitio dispuesto para cualquiera que llegara pidiendo hospitalidad. Dos condiciones que humillaron al lord, que regresó muy corrido a sus tierras con su nieto, aunque he de reconocer que cumplió con la palabra dada.
Solo un par de años después de esto, dejé de ser viuda para casarme por segunda vez, y esta vez elegí yo. El favorecido fue Richard Bourke, dueño del estratégico castillo de Carraigahowley. Era hermanastro de Walter Fade Bourke, asesinado por mi anterior marido, Donald, y candidato a caudillo de los Mac William, el clan más poderoso del noroeste de Irlanda. Un hombre importante, en suma, pero yo impuse como condición que el matrimonio tendría un periodo de prueba de un año, y en ese tiempo cualquiera de los dos seríamos libres de separarnos. Fue un casamiento provisional, frecuente en otros tiempos entre la aristocracia gaélica, pero la cosa salió bien porque nuestro matrimonio duró casi veinte años, en gran parte debido a que siempre llevé yo las riendas, pues Richard, aunque buen guerrero, era poco ducho en los complejos recovecos de la política y los negocios. Vigoroso y osado, le faltaba el cerebro y la astucia que a mí me sobraban, pero nos complementábamos bien y acabamos siendo una pareja temible.
Yo aporté a la boda una buena dote de vacas y caballos, pero no sin antes recibir la garantía de que en caso de divorcio o muerte de mi esposo, recuperaría el patrimonio entregado.
Nos nació un hijo, Teobaldo, al que llamaron «Toby de los Barcos», porque lo parí a bordo de una de mis galeras, y solo un día después de darle a luz, el barco fue atacado por piratas argelinos, que se sentían lo suficientemente audaces como para merodear nuestro mar.
Entablamos feroz batalla, y en el fragor de la pelea, como los nuestros llevaban la peor parte, tuve que abandonar al recién nacido y, envuelta en una manta, subir a cubierta y combatir como una pantera acorralada, entre gritos atroces, disparos, golpes de hacha y entrechocar de espadas.
Siempre estuve muy orgullosa de Teobaldo. Desde muy joven manejaba bien las armas, le gustaba combatir y era buen jinete. Su mente, además, era ágil y aguda, y estaba destinado a ser mi sucesor en el mando de las galeras y las tareas marítimas.
A pesar de que mantenía mi aureola de mujer temible y respetada, no me hacía muchas ilusiones sobre el futuro amenazante que esperaba a Irlanda y a mi familia, porque los ingleses, con recursos muy superiores a los nuestros, continuaban estrechando el cerco e imponiendo su ley en Connaught. Dividieron el territorio en baronías y obligaron a aceptar sheriffs, que para nosotros era como tener carceleros extranjeros en el calabozo de nuestra propia tierra.
El dogal inglés se apretaba con tenacidad año tras año, no en vano el bulldog es el perro representativo de esa gente.
El virrey ordenó reunir a los principales jefes irlandeses en Galway y la mayoría acudió a la llamada como corderitos. Los jefes del clan de los MacWilliam se negaron, pero al final también tuvieron que claudicar y mostrarse amistosos. Su jefe principal se sometió a la reina Elizabeth, y a cambio le nombraron caballero y le confirmaron el señorío sobre sus tierras. El caudillo más fuerte del oeste de Irlanda era ahora un desamparado vasallo, y enseguida me di cuenta de la repercusión de este hecho, ya que mi esposo Richard era el lugarteniente de los Mac William.
En vista del empeoramiento de la situación decidí presentarme en Galway para entrevistarme con el virrey, sir Henry Sidney, que tenía un hijo, Philip, poeta famoso en Londres, y con el que, por cierto, tuve un romance ocasional corto pero intenso. Nuestras vidas y afinidades eran muy distintas. Philip había ido a Galway a reunirse con su padre, y el flechazo fue mutuo y casi instantáneo. Negociaba con el padre por las tardes y me acostaba con el hijo por las noches. Así era de retorcida mi vida.
Sir Henry quedó impresionado al verme y me llamó «capitana». Nos caímos bien mutuamente y le ofrecí mis servicios, pues se trataba de salvar la autoridad de mi marido en la jerarquía de los MacWilliam, aunque el bueno de Richard, al que llevé conmigo a Galway, permaneció callado todo el tiempo que duró la audiencia con el virrey. Lo suyo no eran las palabras.
El plan de postrarme ante sir Henry tuvo éxito. A Sidney le agradó mi oferta, porque no disponía de muchos soldados en ese momento. Deseoso de observar desde el mar las defensas amuralladas de Galway, me pidió hacerlo en uno de mis barcos. No podía negarme y accedí, pero le pedí que me pagara por el servicio, y al virrey le sorprendió, pero así lo hizo. El mensaje le llegó claro: nada gratis por mi parte para los ingleses.
Un poco para olvidar el escarceo amoroso con Philip. Volví a embarcar en mis galeras para saquear las ricas tierras del conde Desmond en Munster, pero las cosas rodaron mal. Fui capturada y llevada con grilletes hasta el conde, que residía en su gran castillo de Askeaton.
Desmond era poderoso y con mi captura vio la oportunidad de congraciarse con la reina Elizabeth. Me envió a la prisión de Limerick y me entregó a la justicia inglesa en prueba de su lealtad. Fui conducida en cadenas al castillo de Dublín y, descorazonada, creí no volver nunca a ser una mujer libre, pero ciertas influencias a mi favor, por vías inconfesables, de algunos jefes de clan, y otras circunstancias oscuras jugaron a mi favor. Dos años y medio después de caer prisionera pude regresar al castillo de Carraigahowley, tras prometer de labios para fuera al virrey que en adelante sería una buena chica.
Debió de ser por esas fechas cuando los ingleses se asustaron de verdad. Un ejército de españoles y mercenarios del papa de Roma desembarcó en el sur de Irlanda. Esta vez no era la lucha contra unos cuantos aldeanos irlandeses mal armados, sino contra un pequeño ejército bajo la bandera del papado y con promesas de indulgencia plena, que al mando de James Fitzmaurice y un primo del conde de Desmond, estaba dispuesto a guerrear contra la reina hereje.
La mayoría de los jefes gaélicos se mostraron indecisos hasta ver en qué paraba el intento, pero cuando empezaban a dar su apoyo a los papistas, Fitzmaurice murió en una riña sin pena ni gloria y sobre Desmond recayó todo el mando.
En mal momento le llegó el cometido. El gobernador de Munster, un tal Nicholas Malby, un celote inflamado de ardor puritano, quemó y saqueó las tierras de Desmond, que fue declarado traidor por la corona inglesa.
Cuatro años duró el exterminio, y aunque Richard se unió a la rebelión, yo me mantuve esta vez al margen. Los Mac William no solo se quedaron también quietos, sino que ayudaron al gobernador Malby, que continuó su sangrienta marcha por todo el país, ocupando castillos y pasando a degüello a los defensores, incluidos mujeres y niños que allí estaban refugiados.
Lentamente, la resistencia se desplomó, el ejército de Desmond fracasó y mi esposo escapó con unos pocos seguidores a la bahía de Clew. Richard y yo discutimos, pero al final le impuse mi plan para intentar salvar lo poco que nos quedaba.
Repetí la jugada que le hice al virrey. Con algunos de mis leales me presenté en el campamento de Malby y le ofrecí sometimiento antes de que acabara de exterminarnos, pues sus tropas dominaban ya casi toda nuestra tierra.
Malby aceptó negociar conmigo mientras Richard se refugiaba en una pequeña isla en la bahía de Clew con un puñado de fieles, hasta que por fin le convencí de que regresara a tierra firme e hincara la rodilla ante el gobernador inglés. Siempre he considerado una buena táctica saber cuándo uno está derrotado y no seguir siendo una víctima inútil.
Guiado por mí, Richard se sometió a Malby, pero, siguiendo mi consejo, regateó duramente con el gobernador inglés para obtener a cambio que le permitieran seguir ejerciendo su autoridad sobre la gente que habitaba sus tierras. A cambio, ofreció pagar puntualmente a la reina Elizabeth —cuya roñosería era proverbial— las rentas y tributos que le debía. Malby accedió y Richard fue perdonado y se le permitió regresar a Barrishoole.
Poco después murió el jefe de los MacWilliam, y empujé a Richard a ocupar el puesto de adalid de ese clan al que creía tener derecho. Reunimos un ejército de más de mil hombres, con mercenarios escoceses y caballería, y con apoyo de los ingleses logramos lo que ambicionábamos: Richard ocupó la jefatura de los MacWilliam bajo la autoridad incontestable del virrey. Los tiempos de la soberanía irlandesa habían pasado ya, y mi marido prometió gobernar de acuerdo a la ley inglesa, obedecer a los representantes de la reina y tributar cada año 50 vacas o bueyes, o en su defecto 250 marcos de plata, además de proveer comida y alojamiento para 200 soldados durante cuarenta y dos días al año, y prescindir de los mercenarios escoceses.
Así evité nuestra total destrucción, y Richard ensanchó nuestros dominios con nuevos castillos y tierras, de los que extrajo tributos sustanciales. Era una lucha por sobrevivir, pero yo era consciente de que nuestro poder estaba hecho de papel, pues era una concesión graciosa de Inglaterra, sin que lo respaldase nuestra propia fuerza.
Una vez más, me rebelé a un destino ignominioso y degradante. Convencí a Richard para no pagar el tributo pactado con los ingleses. Malby reaccionó informando a Walsingham y dejando el cobro en manos de un recaudador avaricioso, un tal Dillon, que se presentó en nuestro castillo con actitud arrogante. «Un sirviente no puede exigir a los amos», le dije, y escribí a Malby que rehusábamos tratar con esbirros como Dillon y solo hablaríamos en persona con él de negocios.
Richard murió poco después de enfermedad, a pesar de su agitada vida peleando. Era un guerrero saqueador, inquieto y rebelde, con el que me compenetré porque terminó aceptando mi voluntad en todo. Me utilizó para sus fines, pero solo cuando yo accedí a ello porque coincidían con los míos. A su muerte, la sucesión de los MacWilliam pasó a manos de un títere de la corona inglesa, y las sombras de la dominación extranjera cubrieron Irlanda. La isla quedó encadenada, y la paz inglesa de los muertos se fue extendiendo por todo el país como un lento sudario de nieve invernal.
Yo quedé otra vez viuda con 50 años, dueña de un castillo fortificado, una flota de bajeles y una pequeña fortuna en reses y caballos. Lista para proseguir el combate por mi existencia. La lucha por la vida que he tenido que librar desde niña.
La guerra había dejado al país en ruinas, vacío de hombres y animales, y el conde de Desmond murió al ser capturado en una cueva en los bosques de Glenageenty, cerca de Tralee. Muchos jefes de clan sucumbieron al desánimo, deseosos tan solo de obtener un título nobiliario, afianzar su posición social y seguir conservando sus tierras bajo la ley inglesa.
Un nuevo gobernador, Richard Bingham, llegó a la región de Mayo. Decidido a acabar conmigo me golpeó en el punto más frágil: mi hijo Teobaldo. Bingham lo capturó y lo envió a casa de su hermano, sheriff del condado de Sligo que habitaba un remoto castillo. Allí los ingleses lo educaron a su modo. Le enseñaron a hablar y escribir en su idioma y lo convirtieron a sus ideas. Su cautiverio me rompió el corazón, y sería el primero de los duros golpes que Bingham me asestó con el paso de los años. Sus hombres mataron a mi hijo mayor, Owen, casado con la hija del patriarca de los Bourke, cuando los clanes O’Malley, Gibbons, Joyce y Philbin se rebelaron de nuevo con el apoyo encubierto de mi yerno Richard Bourke, casado con mi hija Margaret.
Perseguido por Bingham, Owen se retiró con su ganado a la isla de Omey. Manejando traiciones y torturas, Bingham lo apresó y lo amarró con una soga como si fuera un animal, y lo mató con crueldad, lentamente, cortándole muchas veces con la espada.
Desesperada, me uní a la rebelión contra aquel monstruo y navegué a Escocia en demanda de refuerzos, pero los soldados de Bingham lograron apresarme con algunos de mis leales. Atada como un perro, lo mismo que mi hijo, me llevaron ante el gobernador, que ordenó levantar la horca para colgarme, y escribió ufano a Londres acusándome de ser la alimentadora de todas las rebeliones en la región desde hacía cuarenta años.
Las buenas relaciones que mi yerno mantenía con el virrey, que no le consideraba aliado de los rebeldes, me salvaron la vida y otra vez salí en libertad de la prisión, pero en cuanto me vi libre cumplí con lo que el corazón me dictaba y me adherí a la rebelión por la que Owen había muerto.
Fui a Escocia y a Ulster a reclutar nueva tropa mercenaria, y allí me reuní con los caudillos O’Neill y O’Donnell, que habían dejado aparte su ancestral rivalidad para aliarse contra los ingleses.
Por entonces, en toda Irlanda se daba por seguro que España invadiría pronto la isla. Las noticias volaban, y mercaderes y marinos contaban la enorme cantidad de barcos, tropas, armas y pertrechos que se acumulaban en los puertos atlánticos españoles.
Aunque no compartieran el celo religioso de Felipe II, para los jefes gaélicos era la ocasión tanto tiempo esperada. Estaban impacientes por lanzarse al combate, pero debían aguardar hasta que los españoles llegaran. Sus tercios tenían fama de invencibles y con su ejército barrerían a los ingleses de Irlanda como un huracán vengador.
Pero, entretanto, mientras la esperanza dormía, Bingham aplastaba la rebelión en la zona de Mayo con mano dura. Las ejecuciones y las torturas de sucedían y nuestros mercenarios escoceses fueron derrotados en las riberas del Moy. Más de mil cuatrocientos murieron, la mayoría ahogados en la huida, y los Bourke de MacWilliam se rindieron, pero el despiadado Bingham, que se llevaba mal con el virrey John Perrot, hombre de corazón más clemente, fue destinado al ejército inglés en Flandes, y yo aproveché la ocasión para ir a Dublín y entrevistarme allí con Perrot.
Una vez más, el instinto me salvó. Como suponía, el virrey atendió mis quejas contra Bingham y me concedió el perdón por las fechorías pasadas, para mí y para mis hijos.
De vuelta a mis tierras, ya desoladas, llevé una vida de granjera en Connaught y abandoné las actividades piráticas. En realidad, solo quería ganar tiempo para reunir nuevos barcos y reanudar las empresas en el mar con fuerza redoblada, en espera de que los españoles llegaran.
Por fin, a finales de julio de 1588, la Armada de Felipe II apareció por las costas de Cornualles y la anhelada invasión pareció hacerse realidad, pero tras una serie de escaramuzas en el Canal, la Armada terminó disgregándose y los malos vientos hicieron el resto.
Los españoles tuvieron que volver a España dando la vuelta por el mar del Norte, castigados por tormentas feroces. Algunos barcos fueron empujados hacia el norte y el oeste de Irlanda, a las costas de mis dominios de Clare, donde los promontorios rocosos, los arrecifes y los bajíos los destrozaron. Dicen que veintiséis barcos de la Armada se perdieron, y lo creo porque yo vi al menos a cinco de ellos hundirse ante mis ojos.
Lo peor para los irlandeses fue que, ante el temor de que los supervivientes españoles desembarcaran y se unieran a la rebelión de los jefes gaélicos, Bingham fue repuesto como gobernador en Connaught, y su enemigo, y mi casi amigo, el virrey Parrot, cesó y fue sustituido por William Fitz William, un inglés arrogante y sanguinario que decretó penas de muerte para cualquiera que ayudara o diera cobijo a los náufragos españoles.
A medida que los barcos dispersos de la Armada llegaban a la costa, los espías y mensajeros al servicio de Londres sembraron la alarma exagerando el peligro y el número de españoles que —se decía— habían hallado refugio y protección en los castillos y torres señeras de los jefes irlandeses. También circularon rumores sobre los inmensos tesoros que llevaban los barcos, y eso despertó la codicia general. Bajábamos a las playas a ver lo que podíamos robar, y a muchos de aquellos desgraciados náufragos les quitábamos todo lo que llevaban encima hasta dejarlos en cueros, pero solíamos dejarlos ir con vida, aunque, despojados de todo daba lástima verlos vagar desnudos por las playas o saltando las rocas como enajenados, dando gritos desesperados y gemebundos con los que parecían maldecir su suerte e implorar al cielo que les enviase la muerte cuanto antes.
Algunas veces, cuando llegamos a la costa en plan de rapiña, encontrábamos que los ingleses ya estaban allí y se nos habían adelantado en el despojo a los náufragos. La diferencia era que los soldados de Bingham y el virrey, después de robar a los españoles los mataban a sangre fría, y en ocasiones hacían de ello gran fiesta, como si se tratara de cazar un zorro o apostar en una pelea de perros.
Recuerdo una vez en que me vi en un altozano que dominaba una playa cercana a Sligo, salpicada de cadáveres españoles, con grupos de náufragos corriendo sin dirección por la arena como animales ciegos, turbados por la ignominia y la muerte inminente que les esperaba como un destino irremediable. Rodeada de soldados ingleses que desconfiaban de mí, nada pude hacer salvo observar la matanza que se desarrollaba a mis pies.
Los soldados ingleses perseguían a los desconcertados españoles, rendidos de fatiga. Los acosaban a pie y a caballo, entre burlas y risotadas. Los acorralaban con los caballos y los acuchillaban y alanceaban como si fueran venados indefensos y errabundos.
Entre aquellos desgraciados supervivientes surgidos de las olas con la ropa hecha añicos, que apenas podían sostenerse en pie, había algunos veteranos barbados, de piel curtida en batallas, que cuando veían la imposibilidad de escapar de aquel matadero, perdida toda esperanza, entendían aceptar la muerte con resignación, como un avatar más de su existencia armada. Parecían entender que era justo. Habían matado al hierro y morían al hierro. Estaban en paz con su destino. Pero también vi a muchos jóvenes, apenas muchachos, que corrían alocadamente sin rumbo, sudorosos pese al frío y con el terror prendido en el rostro como una máscara funeraria. Algunos lloraban pidiendo clemencia, pero estas súplicas parecían exacerbar más a los hombres de Bingham, que se mostraban implacables, más allá de cualquier signo de piedad o remordimiento. Contemplar la indefensión de aquellos mozos desconcertados, medrosos y suplicantes, enardecía su ansia sanguinaria. Sin prisa, los acuchillaban, golpeaban con los fusiles o alanceaban hasta derribarlos, y cuando los tenían en el suelo, descabalgaban con calma, tomándose su tiempo, y hundían sus espadas, lanzas y dagas en aquellos cuerpos jóvenes temblorosos, que morían como corderos entre susurros de pánico y oración, implorando a sus madres, esposas, hermanos, o al mismísimo Dios, que parecía castigarlos por alguna incomprendida maldad.
No todos murieron así. Muchos de los náufragos eran hombres aguerridos, capaces de resistir en formación los peores ataques, combatientes temibles cuando estaban unidos en el campo de batalla. Bravos hasta la ferocidad en el cuerpo a cuerpo y con leyenda de resistir privaciones sin cuento. De seguro que hubieran combatido de haber tenido medios, pero los ingleses no les dieron esa oportunidad; casi todos habían perdido las armas al saltar del barco y nada podían contra sus verdugos como no fuera tirarles piedras, lo que algunos hicieron en gesto de desesperación. A los que así se resistían solían rodearlos entre varios soldados, que se lanzaban sobre el desgraciado hasta reducirle por completo. Luego lo arrastraban con una soga al cuello, y por un lado sujetaban la cuerda a algún tablón o resto de barco, y por el otro tiraban de las piernas del desdichado hasta estrangularle.
Son imágenes de muerte que incluso ella, mujer hecha a todo, preferiría no haber visto y procuraba olvidar.
Algunos de estos recuerdos se debatían en mi cabeza poco antes de ver por primera vez al capitán Cuéllar. Mis hombres le habían conducido con celeridad a mi presencia en una de nuestras embarcaciones desde el lugar en que desembarcó.
La primera impresión que me causó fue favorable, lo cual significaba mucho, pues me jacto de juzgar a los hombres con acierto y casi siempre al primer golpe de vista.
El español que tenía ante mí era ya un hombre maduro y de mirar circunspecto y desconfiado, un producto de muchas penalidades guerreras. Pero de su figura enjuta emanaba esa dignidad de los hijos de España que yo había conocido, antes de que el desastre de su Armada los redujera a vagar miserablemente en Irlanda para intentar salvar la vida.
Cuéllar tenía la gravedad propia del que ha sufrido mucho, pero su expresión, aunque severa, dejaba traslucir una especie de nobleza natural que inspiraba confianza. Por lo demás, su porte era decidido, y así lo demostró en el tiempo que estuvimos juntos muchas veces.
Se presentó con ropa de soldado, pues bien le habrían advertido de que no iba a ninguna corte ni a jornada de entretenimiento. Vestía un coleto de cuero grana, que dejaba al descubierto las mangas del jubón y calzas anchas acuchilladas, al cuello una pequeña lechuguilla que casi le rozaba las orejas y botas hasta la rodilla; la espada colgando del lado izquierdo y una daga atravesada a la cintura. Capa negra y sombrero valón de ala ancha. «He aquí —pensé al verle— un auténtico combatiente de España, muy distinto al que llegó náufrago a nuestras costas. Aunque hay tristeza en sus ojos grises, como un pozo irrenunciable de amargor por lo que ha sufrido o visto padecer».
Sin duda, el capitán sabía algo de mi turbulento pasado y difícil presente, pero yo también había indagado algo sobre él. Sabía que en la Armada había sido capitán de un bajel de veinticuatro cañones, y que por alguna razón disciplinaria le habían condenado a morir ahorcado cuando los suyos ya emprendían la retirada. El mal tiempo y los fuertes vientos empujaron a su barco y a otros dos a la costa de Mayo, y allí las fuertes tormentas y el oleaje acabaron con ellos y los arrastraron a la costa de Sligo, donde no resistieron el embate del mar, y él fue uno de los náufragos. Si se salvó, fue de milagro, aunque también debió de poner mucho de su parte para salir con vida de aquella cacería siniestra que los ingleses emprendieron, aunque no solo los ingleses. Estoy segura de que el capitán Cuéllar no sabe —porque de lo contrario no estaría aquí— que en la isla de Clare, no lejos de este castillo, los españoles fueron desvalijados por gentes del clan de los O’Malley, el mío, y hechos prisioneros. Los mandaba un tal Mendoza, que por lo que luego supe había ideado un plan desesperado para escapar de la isla en currachs. Quizá decidieron jugárselo todo a una carta al conocer que a solo unas millas de allí, en la bahía de Clew, otro barco español había echado el ancla.
Pero el plan fue descubierto y Dubhdara Rua O’Malley, el jefe local del clan, un tipo torvo y rudo que se llevaba bien con mi padre, ordenó atacar a los españoles que, esta vez sí, se defendieron bien. Por lo que me dijeron fue una lucha muy enconada, y de los españoles murieron casi todos, con su jefe Mendoza. Y los pocos supervivientes, la mayoría malheridos, fueron entregados al gobernador inglés, que los encerró en la cárcel de Galway, donde ya había otros prisioneros españoles, unos cuatrocientos. Esta aglomeración de presos enemigos infundía temor a los ingleses, y el virrey Fitz William dio órdenes tajantes al gobernador Bingham: matarlos a todos después de interrogarlos, lo que equivalía a decir después de torturarlos.
Los presos fueron llevados por las calles de Galway hasta un monasterio donde los ahorcaron o decapitaron, y me han dicho también que el horror de la escena de esta carnicería, con centenares de hombres llevados como rebaño al suplicio, horrorizó a los habitantes de Galway, espectadores de la matanza, y algunas mujeres de la ciudad arriesgaron la vida envolviendo en sudarios los cuerpos de los españoles para enterrarlos decentemente.
No todos murieron, sin embargo. El codicioso Bingham, con ruin avaricia, se reservó algunos de alto rango y noble cuna por los que esperaba obtener buenos rescates.
Cuando el virrey, temeroso de pasar por blando ante la reina, se enteró de que Bingham había ahorrado esas vidas, le reprendió y exigió rápidas ejecuciones sin excepción alguna. Así lo hizo el gobernador, y me contaron también que, por alguna extraña razón, solo dos españoles fueron perdonados, ambos de noble familia. Trasladados a Londres, allí estuvieron presos varios años hasta que se hizo efectivo el pago de su rescate, que no es difícil de suponer, pasaría a manos de la reina, esa arpía avarienta con pinta de espantapájaros enjoyado, si hemos de creer a los retratos que he visto de ella, pues en persona no la conozco.
Con la galantería que esperaba, el español se inclinó ante mí con una profunda reverencia, su sombrero casi rozando mis pies. Yo le di la bienvenida al castillo y le ofrecí asiento junto al fuego de leña que caldeaba la sala. Hablaba en mal inglés y nos entendíamos con dificultad, pero pronto establecimos una atracción amistosa y con gestos y movimientos de manos acabamos interpretando bien lo que queríamos decir cada uno. A pesar de eso, como refuerzo de traducción y testigo, uno de los monjes del castillo, que sabía un poco de español y algo de latín, nos acompañó durante toda la entrevista.
—Mi nombre es Cuéllar, Francisco de Cuéllar, y soy capitán del ejército del rey de España —se presentó.
—Mi nombre es Grace, pero podéis llamarme Granuaile, que es como por aquí me llama todo el mundo. En gaélico significa algo así como Grace la calva valiente, y a fe que lo soy —reí.
Como es lógico, le pregunté a qué había venido y por qué quería meterse otra vez en la boca del infierno de la que tanto le había costado salir.
—De mi venida os habrá hablado, sin duda, nuestro amigo el jesuita de Amberes —respondió un tanto inquieto.
—Sí, pero me gustaría que vos me ampliarais un poco más. Lázaro es un buen hombre de Dios, pero no es muy locuaz. Yo soy más curiosa.
—Señora, vengo por orden de mi rey don Felipe a recuperar unos papeles que su indigno secretario, Antonio Pérez, ha enviado a Inglaterra. Mis noticias son que a causa de una tormenta, el barco que los traía recaló en vuestra costa y que os apoderasteis de ellos.
Asentí.
—Logré salvarlos —dije.
—Debo recuperar esos papeles cueste lo que cueste —recalcó el capitán.
—Muy importantes deben de ser esos documentos, que tanto preocupan al gran rey de España. ¿Sabéis su contenido?
—Lo ignoro, señora. Solo sé que son importantes y que debo recuperarlos.
—¿Y yo qué ganaría con ello?
—Dinero, lo que pidáis. Pero sobre todo el aprecio de mi señor don Felipe, que tanto desea erradicar la herejía que envenena estas tierras.
—No en las mías ni en Irlanda, capitán. Aquí, salvo la soldadesca inglesa que nos oprime, somos católicos. Casi todos preferiríamos tener por rey a don Felipe, aunque os advierto que la gente irlandesa es muy díscola y rebelde, muy inclinada a actuar por su cuenta y poco amiga de sujetarse a nadie.
—Mi rey no es un tirano, y si le servís os trataría bien.
—No lo dudo, pero los irlandeses somos tercos y poco unidos. Es nuestro sino. Este es un país fragmentado y cada señor actúa por su cuenta.
Luego le conté algunas cosas de Irlanda que él desconocía, como que los hijos nacidos fuera del matrimonio no estaban discriminados ni social ni legalmente, y también le expliqué la diferencia entre las dos clases de guerreros que combaten aquí a los ingleses. Unos, los gallowglass, mercenarios procedentes de Escocia, que pelean agrupados cubiertos de cota de malla, armados de espadas grandes y hachas; y los otros, los kerne, que llevan arcos y jabalinas y combaten de infantería suelta.
Le hablé del sufrimiento del pueblo irlandés por mantener la religión católica contra la Reforma impuesta en Inglaterra, pero se sorprendió cuando le dije que nuestro catolicismo era diferente al de la Iglesia romana, por conservar muchas raíces paganas de los pueblos celtas que nos precedieron, por eso la coronación de los jefes, que no reyes, pues nosotros no los tenemos, no se hace con pompa religiosa en un gran templo, sino junto a las tumbas de los antepasados muertos.
El capitán no pareció escandalizarse mucho cuando le revelé lo que en Irlanda es notorio, que muchos clérigos son analfabetos, y algunos, incluyendo obispos y abades, están casados o mantienen concubinas, y que el divorcio se practica desde mucho tiempo atrás y son frecuentes los matrimonios de parientes próximos en las familias aristocráticas.
—Por tus propios ojos verás —le dije, pues al poco de empezar a hablar le pedí tutearnos— que el ganado es la principal fuente de riqueza de los clanes, y las pieles es con lo que mayormente comercian. Cuando no luchan contra los ingleses también están muy peleados entre ellos y robándose las reses, pues las tribus y los clanes andan en perpetuo enfrentamiento y carecen de una autoridad común que reciba la sumisión de todos.
—¿Y qué hay de los ingleses?
—Hasta hace poco, la autoridad del gobierno inglés apenas tenía repercusión en la vida diaria de la gente, excepto en Dublín y otras ciudades con guarnición inglesa, pero las cosas están cambiando. La presión inglesa es como una marea, lenta pero imparable, que nos va asfixiando. La Irlanda de los clanes y los jefes agoniza, a no ser que el rey de España quiera venir a ayudarnos. Sin los ingleses encima, todo sería más fácil y nuestro pueblo podría seguir su propio camino.
—España os ayudará, os lo aseguro —dijo Cuéllar, sin duda convencido de sus propias palabras, aunque yo no lo estaba tanto; en realidad no lo estuve nunca, y los hechos vinieron a darme la razón, pero en ese momento presentí la ocasión de reunir a otros clanes próximos con el capitán, para que este nos desvelara las verdaderas intenciones del gobierno español sobre mi desgraciada tierra. Pero vi que Cuéllar se impacientaba porque yo eludía el único asunto que le había traído: los documentos que los espías de Felipe II en Irlanda le habían dicho que estaban en mi poder, y yo demoraba el momento de desilusionarle.