EL REY

Caviloso, el rey ordena encender los candiles que alumbran la austera estancia en El Escorial, el rincón perdido en la sierra de Guadarrama, al norte de Madrid, desde donde pretende regir los destinos de un orbe cada vez más hostil, enmarañado y diverso. Un mundo inseguro y revuelto, en el que la doctrina católica, como la misma España, se debate rodeada de enemigos, aunque Dios le haya colocado a él en el pináculo del poder sobre la tierra, para impedir que la herejía se extienda.

Desde el balconcillo que da a la sierra ve caer la semioscuridad vespertina sobre los pinares y el granito acerado que circundan el monasterio donde, si Dios quiere, pasará sus últimos días. Cada vez más solo, cada vez más ansioso del perdón de Dios, cada vez más dispuesto a aceptar lo que viniere, por duro que sea, si esa es la voluntad del Altísimo. No cederá, eso es seguro, ni transigiendo con el calvinismo en Flandes, ni mostrando la pesadumbre que sus enemigos esperan por las malas nuevas que llegan de la Gran Armada, en cuya ruta parecen haberse conjurado todas las adversidades de la Providencia, sin cuya protección el hombre es un frágil esquife falto de dirección en el borrascoso y cambiante mar de la fortuna.

Mientras la formación de los navíos de la Armada se rompía en Calais por el fuego de los brulotes ingleses y a duras penas escapaba de la encerrona, el rey don Felipe —ignorante de los acontecimientos, y a cientos de leguas de distancia— escribía desde El Escorial la conveniencia de meter la Armada en el Támesis. Eso era algo que tenía lógica por la necesidad de tomar algún puerto inglés donde reparase la Armada, y al mismo tiempo porque obligaba al enemigo a tener dos ejércitos, cada uno en una orilla del río, sin saber por cuál de ellas sería acometido, pues si esto no se hace quedaba abierto el paso a Londres por la parte desocupada, y si se guarnece en las dos orillas, los ingleses dividirían sus fuerzas y se podía atacar por el lado donde las tuviere más flacas. «De más —decía el rey— de que aprovechará mucho para el éxito estar todos tan juntos que conforme a lo que fuera menester se ayuden los nuestros unos a otros».

«Esta maniobra —añadía don Felipe—, pondrá freno a quienes tengan deseo de ayudar al enemigo en Flandes».

Poco antes, su majestad vibró de entusiasmo, con la satisfacción de saber que el duque de Medina Sidonia estaba ya en el canal de la Mancha. La alegría y la esperanza de victoria le impulsaron a escribir una carta, fechada el 18 de agosto, en la que pedía a Medina Sidonia que no se detuviera hasta juntarse con Farnesio. En un principio deseó enviar la misiva cuanto antes el jefe de la Armada, pero la prudencia ha demorado y enfriado la intención inicial, quizá por la íntima intuición de que las noticias muy positivas es mejor madurarlas un poco antes de entregarse a ellas.

La carta al duque, todavía sin lacrar, reposa sobre el escritorio, una mesa castellana sencilla de madera de nogal con reposapiés de forja, en la que se alinean documentos y recado de escribir: un tintero y un par de plumas de ave, arenilla secante y una barra de lacre. En la estancia hay una cama no muy grande con dosel y cortinilla, además de un espejo veneciano, un reclinatorio para orar, un cuadro de la Ascensión de la Virgen y el retrato al óleo de un santo de faz descolorida y trasfondo tenebrista. Quizás obra del cretense Domenico Theotocópuli, afincado en Toledo, más conocido como El Greco.

Sumido en las sombras que van envolviendo la habitación punteadas por las llamas amarillentas y alargadas de los candiles, el monarca relee, inquieto por una especie de premonición ominosa que le ronda la mente:

Holgué mucho al saber que ya estabais dentro del Canal con la Armada entera y recogida, y la gente iba con buen ánimo.

No veo la hora de tener aviso de que os hayáis juntado con el duque de Parma, mi sobrino, pues después del favor de Dios está el bien del negocio.

Y puesto que él ni tiene armada con que saliros a buscar, ni aunque la tuviera convenía alejarse del puesto en que estaba, no dudo que le habréis asegurado el tránsito sin parar en parte alguna, deshaciendo lo que se os atravesase en el camino.

Por otros avisos sabríais que el motivo de que la Armada esperase allá tanto tiempo era tener todo tan en orden como espero que esté en esta hora. Confío en Dios que el duque de Parma habrá ordenado lo mejor y os haya ayudado a acertar cumplidamente.

No teniendo más consejos que daros, solo espero vuestras noticias y os encomiendo la entera conformidad con el duque mi sobrino, porque será muy particular el servicio y contentamiento que de ello recibiré.

Poco después de escribir esto, al rey le ha llegado un aviso desde Rouan de don Bernardino de Mendoza en el que se afirma haber peleado la Armada victoriosamente con los ingleses, habiéndoles ganado el viento y hundido quince naos enemigas, entre ellas su almiranta, y que las demás se han ido retirando más allá de Dover. La nueva la dan por cierta en Francia, según han informado testigos de vista desde El Havre y Dieppe.

El rey reflexiona. El anuncio de la victoria de la Armada le ha sumido en una especie de sopor satisfecho, pero la prudencia, otra vez, le pide mesura. No hay detalles y el testimonio de vista desde puertos tan distantes le parece en exceso atrevido. Pero espera mucho de Bernardino de Mendoza, uno de sus hombres de confianza, muy avezado en manejar con cautela este tipo de informes.

No obstante, considera que el duque debe saberlo, y añade la noticia a la carta que tenía ya escrita para Medina Sidonia, agregando además que confía en Dios que será así lo que Mendoza anuncia, y pide al jefe de la Armada que se dé prisa en cargar contra el enemigo sin dejarle rehacer.

«Lo ideal sería —escribe—, que pudierais proseguir vuestro viaje hasta llegar a daros la mano con Farnesio en la costa de Flandes, contando con el miedo que habrán cobrado los ingleses y el brío de los nuestros…».

El rey, sin embargo, no ha enviado la carta, y la historia quizás algún día pueda explicar el motivo. Como si una campana interior le hubiese advertido de los aciagos informes que le fueron llegando pocos días después, en golpes repetidos de un destino sombrío.

La carta rectificando las vanas ilusiones de victoria salió de El Escorial el 3 de septiembre, y pide al duque de Medina Sidonia que a pesar de las circunstancias anteriores, como han cambiado las circunstancias, se ponga a las órdenes de Farnesio para cualquier cosa que este deba emprender: «No habiendo habido lugar lo principal a que fuisteis será menester por allá el calor de esa Armada».

Ese mismo día, Farnesio, muy alterado por el mal derrotero de la empresa y la necesidad de dinero para hacer frente al pago de sus tropas, ha escrito al rey dándole las gracias y acuse de recibo de seiscientos mil escudos de oro, una cantidad que «ha llegado en tan buen tiempo y en coyuntura de tan grande estrechez y miseria que parece que Dios no nos ha desamparado ni V. M. dejado de hacer lo que suele y le obliga su natural bondad y gran cristiandad».

En la carta de Farnesio desde Brujas, que don Felipe deja leer a Juan de Idiáquez, se percibe, por un lado, la alegría del gobernador de Flandes por el dinero recibido, y por otro el desconcierto ante la falta de noticias sobre la suerte de la Armada.

Farnesio no sabe qué decirle al rey en torno a este punto decisivo, salvo esperar que «Dios la haya tenido de su mano y traído a buen puerto», aunque al final Dios no quisiera hacer ni una cosa ni otra. A fin de cuentas, los designios de la Divinidad son inescrutables, y la falta de dinero para los gastos de guerra ha sido tal que los tercios han empezado a amotinarse y provocado grandísimos desórdenes.

La desvergüenza, sin embargo, ha podido contenerse con castigos y promesas, pero cada día se hallan en los cuarteles panfletos y carteles de protesta por la escasez que sufre el ejército de Flandes, sin que los autores puedan ser descubiertos por los oficiales y sargentos de los tercios, lo que hace sospechar que algunos de ellos no aplican el celo debido, seguramente porque apoyan bajo cuerda a los protestatarios. Pero esto Farnesio se lo calla, y redondea la misiva declarándose criado del rey, como es debido y el momento exige:

«Guarde Nuestro Señor y prospere la su católica real persona de V. M. y en mayores estados y reinos acreciente como este su verdadero criado desea».