CUÉLLAR
Los soldados ingleses sabían que los españoles llevaban monedas de oro cosidas a sus ropas. La avidez por despojarlos, y de paso cumplir las órdenes de exterminio impartidas desde Londres, puso alas a sus caballos, que recorrieron casi treinta millas en una noche bajo la llovizna. Cuando alcanzaron la playa iban cansados y furiosos y no perdieron el tiempo. Enseguida comenzaron la cacería de los famélicos y ateridos náufragos que, desarmados y heridos, eran presas fáciles para los jinetes. Fue un sistemático asesinato en masa. Los supervivientes fueron rematados a golpes de sable o lanza, y sus cadáveres eran concienzudamente despojados por los ingleses, que rebuscaban ansiosos entre las ropas cualquier atisbo de oro o de algún objeto de valor.
Estaban en la aldea de Abbey —conoció también más tarde Cuéllar, cuando le fueron mostrados mapas del recorrido—, cerca de la costa y a una milla y media al sudoeste de la playa de Streedagh, pero lo que en esos momentos tenía claro era que los enemigos habían violado un lugar sagrado, asesinado a prisioneros desarmados y desdeñado la ley de hombres civilizados que obliga a prestar ayuda a marineros náufragos.
En un primer momento, cuando pudo sentarse por fin a escribir su historia, Cuéllar se refería con frecuencia a los irlandeses del lugar como «salvajes», quizá por verlos muy pobres de aspecto, con largas barbas y revuelta pelambrera, vestidos con pieles bastas y abarcas de cuero crudo, con armas rudimentarias, salpicados de sangre y barro y hablando una lengua extraña de la que no entendía ni palabra. Pero cuando reflexionó con serenidad se dio cuenta de que aunque con frecuencia los irlandeses robaban a los náufragos españoles todo cuanto tenían, solían dejarlos vivos, y eran los soldados ingleses quienes los mataban y se comportaban como verdaderos salvajes, registrando hasta la extenuación a los cadáveres y dejándolos abandonados a las alimañas.
Cuéllar constató también que toda la ayuda que recibió se la dieron los irlandeses, y aprendió pronto que estaría más seguro con ellos que si se rendía a los «civilizados» ingleses.
Un par de horas después de abandonar el prado, caminando a paso lento, Cuéllar tomó una senda que le condujo a un espeso bosque y en un claro de la foresta encontró a una anciana irlandesa, desaliñada y greñuda, cubierta con una raída piel de oveja, que llevaba unas vacas para encerrarlas. Pensó que la mujer debía de tener más de ochenta años, y le inspiró respeto.
Un poco por balbuceo de palabras en latín y por gestos y señas, Cuéllar supuso que los soldados ingleses habían ocupado la aldea de Grange, de donde procedía la anciana, situada a dos millas y media tierra adentro desde Streedagh.
La mujer terminó dándose cuenta de que aquel extranjero era uno de los náufragos de la Armada española, pero no se alarmó.
—¿Tú España? —le preguntó.
—Yo España —respondió Cuéllar, que se sintió aliviado al comprobar que la anciana tenía intención de ayudarle como pudiera. Gesticulando con sus huesudas manos, ella le dio a entender que la aldea estaba llena de soldados ingleses y debía alejarse cuanto antes de allí.
En su conciencia, Cuéllar se preguntó alguna vez qué hubiera hecho si la anciana, en vez de mostrarse amistosa, lo hubiera delatado. Le entristece pensar que seguramente, aunque él no llevaba armas, la hubiera matado con las manos, o quizá con una piedra o algún palo, pues en ese momento por nada del mundo se hubiese dejado coger.
Por fortuna, la circunstancia no le dio a elegir, y entre sus manos cogió las de la anciana, que se mostraba afectuosa y dispuesta a servirle. Cuéllar estaba hambriento, el hambre le perturbaba el cerebro, y la vieja al darse cuenta de su estado famélico, le ofreció un poco de leche agria que llevaba en una botella de barro que sacó del haraposo zurrón que le colgaba a la espalda.
El capitán se la bebió toda de un solo trago y chuperreteó ansioso los bordes de la botella. Llevaba tres días sin comer, y el líquido le cayó tan mal que estuvo a punto de marearse.
Por señas, la vieja le señaló unas montañas distantes y le indicó que debía alejarse cuanto antes.
—Soldados english many —le repitió—. Tú España. Go, go. Tú go.
La aldea estaba cerca y Cuéllar no conocía nada de lo que había más allá. Pensó que lo mejor sería seguir el consejo de la anciana e ir tierra adentro, pero el hambre era un perro rabioso que le mordía las tripas. Caería desfallecido en cualquier momento si no comía cualquier cosa. Decidió que si volvía a la playa tendría la oportunidad de encontrar bizcocho del barco o alguna otra comida.
Medio mareado por el hambre y las privaciones volvió sobre sus pasos en dirección al mar. Por el camino, ocultos entre unos brezos, se sobresaltó cuando le salieron al paso dos hombres ensangrentados en un estado lastimoso. Parecían surgidos de algún cuento de terror, de esos que algunas veces le había escuchado contar a su abuela en las noches de invierno en el pueblo, al calor de la chimenea en la cocina, mientras fuera caían la oscuridad y la nieve y su madre lavaba los cacharros de la escueta cena: sopa de ajo caliente y un poco de queso. Por alguna extraña razón, la abuela parecía disfrutar intentando asustarle, y siempre acababa los cuentos de la misma manera.
—Colorín colorado, este cuento se ha acabado, y el Señor me pille confesado cuando los malos espíritus vengan a mi lado.
Y luego se santiguaba tres veces, y la buena mujer se adormecía junto a las llamas del hogar. Francisco sabía entonces que era hora de irse a dormir.
Los dos hombres ensangrentados iban desnudos y eran españoles, y al ver el aspecto de Cuéllar no dudaron de que habían encontrado a otro compatriota. Sin palabras, se abrazaron a él y lloraron.
Uno de ellos dijo llamarse Alonso, y el otro, Baltasar. Ambos habían sido despojados por los irlandeses y eran marineros del Santa María del Visón. Alonso tenía una herida profunda en la cabeza de la que le salía mucha sangre y que intentaba taponarse con un emplaste de barro y hierbas.
Lentamente, los tres marcharon juntos y acompañaron a Cuéllar hasta la playa, aunque tuvieron que convencer a Baltasar, que no quería volver al lugar del naufragio.
—Todavía quedan ingleses que merodean por el sitio —dijo.
—Iremos con cuidado —le aseguró el capitán—, pero hemos de conseguir algo de comida o moriremos de hambre.
Extremando las precauciones, los tres regresaron a la playa, que ahora estaba vacía de enemigos. Los cadáveres salpicaban todavía las arenas y las dunas, algunos con señales de haber sido mordidos o picoteados por las aves marinas y las alimañas.
Habían pasado ya tres días desde los naufragios y parecía que los ingleses habían abandonado el lugar para regresar a sus cuarteles en la cercana ciudad de Sligo o seguir reconociendo los alrededores.
Cuéllar y sus dos compañeros contaron más de cuatrocientos cadáveres tirados en la costa y entre ellos reconocieron el de Diego Enríquez, que mandaba el galeón San Juan. Lo enterraron en el sitio donde yacía, excavando la arena con las manos, y fue entonces cuando Alonso, que lo había visto todo oculto en una zanja cercana, le contó las terribles circunstancias de su muerte.
—El lanchón con la cubierta cerrada fue arrastrado por una ola y desapareció, pero más tarde surgió de nuevo del agua y el oleaje lo arrastró hasta la playa. Por desgracia la embarcación acabó volcada, boca abajo y con la cubierta sobre la arena. Los hombres no pudieron salir.
Alonso no ahorró detalles. Con todo el peso del lanchón presionando sobre la escotilla, los que iban dentro no pudieron romperla y murieron asfixiados.
—Dos días transcurrieron —dijo Alonso— hasta que los saqueadores que había en la playa pudieron darle la vuelta a la barca y abrirla. Diego Enríquez estaba moribundo, y expiró en cuanto salió fuera. También sacaron a los otros tres que estaban con él, pero ya habían fenecido. Todos eran caballeros y con ellos llevaban en sus ropas y en cofres muchas monedas de oro y joyas, pero los irlandeses se lo llevaron todo y les desvistieron. Entre ellos se peleaban por hacerse con las ropas, que parecían apreciar más que el dinero.
Escribo:
Y yendo hacia la playa empezamos a ver cuerpos muertos, que era gran dolor y compasión verlos, y estaban por aquella arena tendidos más de cuatrocientos, entre los cuales conocimos algunos y al pobre don Diego Enríquez, al cual, con toda mi tristeza, no quise dejar sin enterrar en un hoyo que hicimos a la orilla del agua en la arena. Y allí le metimos con otro capitán muy honrado y gran amigo mío. Y apenas los hubimos enterrado cuando vinieron a nosotros doscientos lugareños para ver lo que hacíamos.
Les dijimos por señas que enterrábamos a aquellos hombres porque no se los comiesen los cuervos, y luego nos apartamos y buscamos algo que comer en la playa, cuando se me acercaron cuatro irlandeses a quitarme las ropas, y entonces otro los apartó al ver que me maltrataban, y debía de ser un personaje principal porque lo respetaban y le hicieron caso.
El irlandés principal que les había salvado del despojo fue su salvación. Jefe de un clan cercano, dio protección a Cuéllar y a los dos españoles que iban con él desnudos. Su intervención fue providencial, porque había muchos salteadores merodeando por la costa que podrían haberles atacado otra vez.
El irlandés no pidió nada a cambio de impedir que los mataran allí mismo. Los tres españoles tiritaban de frío y de miedo, y aquel hombre les orientó hacia un camino que llevaba desde la costa a la aldea donde vivía.
Tras un prolijo balbucir de palabras en inglés y gesticular con las manos, los náufragos entendieron que debían ir a esa aldea para esperarle, y allí les indicarían qué ruta habían de seguir para llegar a un lugar seguro.
Cuéllar y sus compañeros dejaron la playa y reemprendieron la caminata bajo una fina lluvia hasta la aldea por un sendero áspero y pedregoso, que bordeaba los acantilados que cierran la bahía de Sligo.
Al capitán le costaba mucho andar. Iba descalzo, con una pierna muy dolorida por la herida al abandonar el barco, y tenía que parar con frecuencia para descansar, lo cual molestaba a sus compañeros, que también caminaban sufrientes y con todo el cuerpo amoratado de frío, con las carnes chorreando.
Cuéllar pensó que sería injusto pedir a sus dos camaradas que le esperasen. Comprendía que ellos quisieran andar más deprisa para no quedar congelados, y el capitán se fue quedando atrás abandonado y deprimido. De rodillas sobre aquel embarrado camino, puso los brazos en cruz y rezó a Dios para que le ayudase. Le prometió una peregrinación andando desde Segovia a Santiago de Compostela si alguna vez volvía a España.
Al terminar la oración, bajo la lluvia que no cesaba, se sintió fortalecido y comenzó otra vez a caminar. Muy despacio ascendió la cima de una colina desde la que pudo avizorar algunas chozas de paja. Supuso que era la aldea que iban buscando y se encaminó a ellas.
Para llegar debía atravesar el fondo de un valle ocupado por un bosque espeso, y no había caminado mucho por él cuando se topó con un grupo de cuatro personas que aparecieron de improviso.
Los cuatro formaban un extraño grupo: un viejo que por la traza parecía irlandés, dos hombres armados y una bella joven también irlandesa. De los dos armados, uno se declaró inglés y otro francés.
El inglés debía de ser un desertor del ejército y la chica parecía estar encandilada con él. Sin más explicaciones, cuando estuvo frente al español el desertor sacó un cuchillo en actitud amenazante. Cuéllar entendió que le preguntaba quién era, aunque por su desastroso aspecto y por no hablar inglés ni la lengua local, no era difícil deducir la procedencia del capitán.
—Yo amigo. Tú no daño —suplicó el español al amenazante desconocido.
Por toda respuesta, el inglés le tiró un tajo. Cuéllar esquivó el golpe con un palo que traía a mano, pero su agresor no se conformó, le insultó y le lanzó una cuchillada que le rasgó la pierna derecha que ya tenía herida.
—¡Ríndete, maldito español! —gritó el inglés.
El capitán trastabilló y cayó al suelo de espaldas. Su atacante se abalanzó sobre él cuchillo en mano, soltando maldiciones y con deseo de matarle. Cuéllar se sintió tan derrotado que se abandonó a morir, pero entonces el viejo irlandés y la muchacha intervinieron y pararon el duelo. Con eso escapó una vez más de la muerte.
A duras penas, el viejo y la muchacha consiguieron separar al inglés y le convencieron de que guardara el cuchillo. Entre los cuatro empezaron a desnudar al español y le quitaron la camisa. Para su alegría descubrieron que Cuéllar guardaba debajo de ella una cadena de oro que valía más de mil reales. Entonces le registraron el jubón, hilo por hilo, hasta que dieron con cuarenta y cinco escudos que el capitán traía. Se los habían dado en La Coruña, poco antes de zarpar, por pagas atrasadas que le debían. Y cuando el inglés vio las monedas de oro se le encendieron los ojos de codicia y quiso hacer su prisionero al capitán para obtener por él algún rescate, pero este les dijo que nada más podrían sacarle, pues era soldado pobre y no tenía que dar, y el dinero aquel lo había ganado de su sudor en la empresa del rey de España. Pero no acabaron de creérselo y estuvieron largo rato indecisos, sin saber si darle muerte o conservarle la vida por la posible ganancia.
Escribo:
La moza entonces intervino y dijo a los suyos que estaba muy dolida al ver que me trataban tan mal, y les pidió que me dejasen la ropa y no siguieran mortificándome.
Los otros parecieron hacerle caso, aunque se llevaron mi camisa, y volvieron a la cabaña que el irlandés tenía en la aldea, mientras yo me quedaba en un bosque cercano desangrándome por la herida que el inglés me hizo, mientras los otros volvían a su cabaña. La dama que me salvó se llevó también unas reliquias que yo llevaba de mucha estima en un habitillo de la Santísima Trinidad que me habían dado en Lisboa. Se las puso al cuello y me hizo señal de que las quería guardar, pues era cristiana, aunque yo creo que lo era como Mahoma.
La muchacha se había acicalado con las reliquias. Se había puesto un vestido nuevo y después de haber yo comido, cuando estaba reposando dolorido en el bosque, ella volvió.
Al resplandor ceniciento de una luna pálida que asomaba a través de un cielo resquebrajado de nubes negras, se aproximó a mi maltrecho cuerpo sudorosa y con los ojos brillantes de excitación, y dio unos como pasos de baile, cabriolas y giros en lo que parecía ser una improvisada danza en honor de algún ídolo pagano de los de su tribu, pues la gaélica Irlanda, aunque se trataba de un país cristiano, todavía conservaba vestigios de sus orígenes paganos.
Cuando terminó de cabriolear se tendió a mi lado, y sin decir nada, pues difícil hubiera sido entenderme con ella aunque quisiera, me agarró una mano que metió y frotó entre sus senos, y luego llevó la misma mano a su entrepierna tibia y húmeda y me transmitió su calor de hembra.
Lo que sucedió después es fácil de imaginar, y juro que apenas recuerdo otra cosa que no sea el ansia de verme encima de ella y la suavidad de sus muslos oscuros, en los que me hundí y reviví.
Me sentí momentáneamente afortunado pese a todas mis desgracias pasadas, y saqué fuerzas de donde ya creía no haberlas.
Cuando terminamos, aquella doncella montaraz se levantó de un brinco y con un gesto que yo interpreté afectuoso, se alejó haciendo sonajear las reliquias que me había robado como si fueran cascabeles.
Una vez más, sin embargo, la naturaleza mostró ser capaz, si no de resucitar a los muertos, si al menos de dar una alegría pasajera a los vivos, aunque estuvieran viviendo de milagro, como era mi caso.
Y que Dios me perdone.
Escribo:
Torné a ponerme mi jubón y sayo y ya me daba por muerto cuando desde la choza del irlandés me enviaron un muchacho con un emplasto hecho de hierbas para que me las pusiese en la herida. Además, me trajo manteca y leche y un pedazo de pan de avena, que devoré en un santiamén.
Más tarde supe que la comida me la envió el francés de aquel grupo que había sido soldado en la isla Tercera de las Azores cuando la campaña de Portugal, y se sentía muy pesaroso de que me hicieran tanto mal sus compañeros.
Comí y me curé y el muchacho caminó conmigo y me aconsejó por donde había de ir para no ser descubierto. Sobre todo me recomendó apartarme de un villorrio que vimos donde habían muerto muchos españoles, sin que escapara ninguno de los que fueron apresados.
Antes de regresar con los suyos, el muchacho me dijo que siempre caminase derecho a unas montañas que parecían estar a unas seis leguas, detrás de las cuales había buenas tierras que eran de un gran señor irlandés muy gran amigo del rey de España.
—Este señor —añadió— recoge y protege a todos los españoles que le piden ayuda.
Pregunté si había más españoles con el señor irlandés, y el muchacho me dijo que en su aldea había más de ochenta de los que naufragaron en las naos y llegaron allí en cueros.
Con estas noticias tomé algún ánimo, y con un palo en la mano empecé a caminar y seguí andando cuanto pude, situando al norte las montañas que el muchacho me había indicado.