IDIÁQUEZ
Como era de esperar, por el relajamiento de las medidas de seguridad impuestas a Pérez en Madrid, este consiguió fugarse a tierras de Aragón y la huida no me sorprendió. La indecisión del rey y los apoyos que el traidor tenía en la corte fueron causas de aquel desastre.
Peor aún fue la evasión definitiva del traidor, cuando escapó de Zaragoza en los primeros días de noviembre de 1591, poco antes de que las tropas del rey, que mandaba Alonso de Vargas, entraran en la ciudad. Pérez estuvo escondido en casa de Martín de Lanuza, que le franqueó las puertas de la ciudad y lo dejó en el camino de Francia.
Acompañado de su hombre de confianza, Gil de Mesa, y de un capitán renegado, Pérez estuvo algunos días oculto en montes y cuevas, caminando a campo traviesa hasta llegar al pueblo fronterizo de Sallent. Los perseguidores no pudieron darle alcance por la ventaja que les llevaba, ya que se tardaron seis días en confirmar la fuga.
Antes de pasar a Francia disfrazado de pastor, Pérez envió a su fiel Gil de Mesa con una carta para la princesa Catalina del Bearn, que tenía su corte en Pau, pidiéndole refugio en ese territorio francés, donde lo recibieron con agasajo, pues la fama de las persecuciones y aventuras del traidor ya eran conocidas en media Europa. Le acompañaban dos lacayos y traspasó la frontera a medianoche.
No hubo perdón real para Juan de Lanuza, justicia de Aragón, que lo hubiera merecido. Su decapitación por orden secreta del rey fue fulminante, lo que contrasta con la demora con la que se llevó el asunto de Antonio Pérez, mucho más traidor que Lanuza, aunque a Pérez le sirvieron de escudo los papeles secretos, cuya revelación —creíamos muchos— ponían en riesgo toda la seguridad del reino.
Fueron los mismos capitanes que guardaban el cadalso los que cargaron tristemente a hombros y con dolor el féretro de Lanuza, con la cabeza y el cuerpo separados. Una muerte que yo hubiera evitado y que el rey decidió en secreto sin consultarme, como una cuestión de conciencia consigo mismo.
El golpe que la fuga de Pérez asestó al rey y a todos cuantos le servíamos no es para descrito. Fue un negocio más grave de lo que pudiera pensarse, pues a partir de entonces todos los secretos de nuestro gobierno quedaban en manos de nuestros enemigos y eran transparentes como el cristal. Así quedó el reino vulnerable y a la intemperie en tiempos de gran tormenta política en toda Europa.
Desde el primer día de pisar Francia, Pérez tuvo gran entendimiento con la princesa Catalina. Juntos tramaron la invasión de Aragón desde el Bearn, aprovechando el rescoldo de la agitación que aún persistía en ese reino tras los sucesos de Zaragoza, aunque entre ellos debían de hablar con traductores, pues me informaron que Pérez entendía malamente el francés y Catalina no sabía español.
Por fortuna, Pérez había perdido el sentido de la realidad en Pau, y sus fantasías lo llevaron a convencer a su protectora de que él podía arreglar la boda de Isabel Clara Eugenia, la hija predilecta del rey, con Enrique IV de Francia, y que lo de invadir España sería cosa de coser y cantar, pues contaba con muchos grandes y señores de Castilla que estarían en favor del rey francés, y en Aragón toda la montaña y los caballeros se levantarían y tomarían las armas.
Contaban además los invasores con el alzamiento de los moriscos, y al poco de llegar Pérez a Pau apareció por allí un morisco valenciano disfrazado que habló con la princesa Catalina sobre el levantamiento de sus hermanos de religión. El tal morisco era uno de los agentes a mi servicio que capté por recomendación de la princesa de Éboli, y me proporcionó buenos informes sobre lo que estaba pasando en Francia y los proyectos de Pérez.
A partir de la anunciada fuga tuve que trabajar secretamente para contrarrestar el daño que Pérez nos hizo durante muchos años con sus maniobras serviles hacia los enemigos de España, a los que entregó valiosa información para atacarnos de palabra y obra. El rencor de Pérez no tuvo tregua. Se alegró de nuestras derrotas y entorpeció cuanto pudo los arreglos diplomáticos en favor de las paces que el rey don Felipe y su hijo Felipe III buscaban hacer con Francia y con Inglaterra, pues la Hacienda estaba arruinada y España exhausta.
El traidor terminó siendo un títere y un alcahuete al servicio de los intereses de Londres y París, y mercadeó sin tasa con los papeles secretos que se había llevado de España hasta que esos documentos —a fuerza de ser conocidos y utilizados por la propaganda enemiga— pasaron al acervo de la oscura leyenda que sobre la crueldad española ha terminado por impregnar las opiniones extendidas por el mundo. Al punto que me atrevo a decir que es así como pasaremos a la historia. Y todo por la traición de un hombre a quien el rey nunca debió dejar salir vivo ni muerto de España, pues aunque sus papeles finalmente hubieran salido a la luz en otro país, Pérez ya no hubiera conseguido escupir su veneno en las cortes extranjeras, y nosotros siempre hubiéramos podido negar la autenticidad de los documentos que escamoteó durante tanto tiempo, con lo cual el daño hubiera sido menor.
Por fortuna, previendo lo que parecía inevitable, yo había situado espías en Francia antes de que el traidor pisara fugitivo ese país. Como luego supimos, Pérez seguía comunicándose con Madrid por medio del espía inglés Chateau Martin, que residía en Bayona y utilizaba a un cordonero de San Sebastián para recoger noticias de España, y a un tal capitán Violet para informarse de lo que ocurría en Pau. Pero yo tenía controladas la mayoría de sus andanzas de este por medio de otro capitán, hermano del vizconde de Colino, que se había distinguido por sus servicios en Flandes.
También se servía Pérez de un vasallo del vizconde de Macaya que vivía en la frontera de Navarra. Él y Chateau Martin llevaban las cartas y los mensajes escritos en papel muy fino y arrugado en forma de bolitas de cera, que podían ser tragadas con facilidad si el espía era descubierto. Era un sistema que le funcionó bien a Pérez durante bastante tiempo, pues siempre le llegaban nuevas y avisos de la corte, que él utilizaba para darse importancia ante sus nuevos amos extranjeros, con los cuales había mantenido relaciones incluso antes de su huida, como poco a poco se fue descubriendo.
Con su palabrería del falso inocente perseguido, el traidor convenció a Enrique IV de Francia para invadir Aragón por los Pirineos con soldados bearneses y otros reclutados entre los huidos de la rebelión en Zaragoza. Incluso se corrió la voz de que el mismo Antonio Pérez había transpuesto la raya de Aragón disfrazado de fraile para sublevar al pueblo.
Pero aquel intento de invasión capitaneado por Martín de Lanuza acabó en fiasco; en parte porque muy pocos en Aragón querían entrar en tierra aragonesa como aliados de soldados extranjeros y luteranos, y también por los informes que me dio una de mis espías, hija del agente en Pau llamado Sebastián Arbizu, que era dama de la princesa Catalina. La muchacha se enteró de los detalles de la invasión en el palacio de su señora, lo cual —unido a la desmoralización de los cabecillas rebeldes— nos permitió parar con facilidad el golpe.
Arbizu, que era muy leal y uno de mis mejores agentes, había averiguado que Pérez estaba tramando un plan para asesinar al rey don Felipe, como preludio para alborotar a la población antes de que se produjera el ataque, y yo di puntual noticia del mismo al virrey, avisándole de que unos mil quinientos soldados franceses y emigrados —todos luteranos y en su mayor parte facinerosos, a los que se había prometido harto botín— tratarían de ocupar Jaca y alzar Teruel y Albarracín con otros partidarios que allí tenían, apelando a la libertad y a los fueros para confundir al pueblo. A muchos de estos voluntarios franceses les movía el odio nacional y la avidez del robo en iglesias y monasterios que pensaban hacer en España. Si el alzamiento tenía éxito, el segundo paso sería que un ejército mandado por el mariscal francés Matignon se uniera a los invasores, con lo cual todo Aragón quedaría en llamas.
Los informes de Arbizu, como se comprobó luego, eran muy exactos y procedían de su hija, la dama de compañía de Catalina del Bearn, que demostró astucia y dedicación excepcionales para tratarse de una joven sin experiencia alguna en lances de intriga secreta, en los que el veneno y las puñaladas se repartían a partes iguales. La hija de Arbizu terminó siendo descubierta y denunciada a su dueña que, como la apreciaba mucho, la desterró del Bearn sin causarle mayor daño.
El fracaso del intento propiciado por Pérez le hizo perder mucho prestigio personal entre los bearneses, que además veían peligrar el lucrativo comercio existente entre las dos vertientes del Pirineo, del que vivía también mucha gente de Aragón. Eso le hizo proponer sus servicios a la corte inglesa, que por otra parte estaba deseosa de aceptarlos, dada la enconada hostilidad que había entre nuestro rey y la reina Elizabeth.
Por intermedio del citado Chateau Martin se le prometió a Pérez buen entretenimiento y un navío seguro para llevarlo a la Inglaterra, y el traidor aceptó rápidamente. Después de pedir licencia al rey francés, pasó a Londres, donde convivió con el portugués don Antonio de Crato, rival de don Felipe en la guerra por la unión con Portugal.
El de Crato, tras fracasar en las tentativas de desembarco en costas de Portugal con ayuda inglesa, era ya un mueble viejo en el que nadie confiaba, y vivía malamente en Inglaterra, prácticamente de limosna.
Pérez consiguió carta de recomendación de Enrique IV para la soberana inglesa, aunque yo sabía por mis espías que el traidor no le caía muy bien al rey francés, que le despreciaba en el fondo por su excesivo servilismo y lacayunas muestras de sometimiento.
Antes de ir a Inglaterra, Pérez propuso al monarca francés un nuevo plan para sublevar a los moriscos de Valencia y Aragón. A la vez, tropas francesas debían atacar Zaragoza, con la confianza de que otras partes de España se les unieran. De esto pude enterarme por otro agente que manejaba el embajador en Francia don Diego de Ibarra.
Fue entonces cuando se decretó el desarme de los moriscos acordado en las Cortes de Tarazona, en lo que, sin duda, influyeron las noticias sobre conjuras llegadas de Francia y las relaciones moriscas con los luteranos franceses. Un plan que incluía el ataque a fondo contra España con el consejo de Pérez. Un agente secreto fue enviado a España y recorrió las comarcas moriscas, preparando el terreno con promesas y dinero a cuenta del rey francés, pero pudimos detectarlo y ejecutarlo a tiempo.
Pérez medró en Inglaterra por la amistad que le demostró el apuesto conde de Essex, Robert Devereux, favorito de la reina Elizabeth, a pesar de que ella era ya una vieja y él un galán de 25 años. El conde era impulsivo, liberal en el gasto y elegante, pero sobre todo era un inflamado enemigo de España que iba predicando el hacernos la guerra en cualquier ocasión, animado y aplaudido por la rencorosa actitud de Pérez hacia la patria donde había nacido. Menos mal que los ardores bélicos de Essex quedaban un tanto enfriados por la prudencia del sagaz secretario de Estado y tesorero William Cecil, barón de Burghley, y por la desconfiada actitud de la propia reina, muy tacaña a la hora de gastar, tanto en empresas de paz como de guerra. Ella nunca se fio del todo de Pérez, circunstancia que me era conocida y en la que procuré hurgar haciendo llegar a Londres falsas noticias que daban a entender que el traidor seguía teniendo tratos con el gobierno de España, y negociaba un posible indulto para regresar a Madrid a cambio de pedir perdón público al rey.
De forma que en Inglaterra, la consigna era utilizar a Pérez sin fiarse de él, hasta el punto de que la reina Elizabeth le colocó un intérprete que espiaba todos sus movimientos, aunque por fortuna aquel truchimán no era inmune al oro español y también nos mantenía avisados en secreto.
Lo más infame que Antonio Pérez realizó en su destierro fue asesorar con entusiasmo babeante al conde de Essex, que le pagaba bien, para organizar una expedición que el inglés realizó en 1596 contra España, destinada a apoderarse de la flota de Indias y atacar la ciudad de Cádiz. Lo primero no lo consiguió, pero sí lo segundo, pues ya sabía el conde —por datos que le había dado Pérez— la insuficiencia de nuestras defensas y la falta que teníamos de barcos para la protección de aquel litoral, y eso sirvió a los ingleses para saquear y destruir Cádiz, una ciudad que sienten gran fijación en atacar.
De esta guisa, Pérez estuvo yendo y viniendo entre Francia e Inglaterra, bailando al toque de flauta que los soberanos de esos dos países le imponían, hasta que Francia y España firmaron la paz en Vervins, que el traidor hizo lo posible por entorpecer, aunque su descrédito iba en aumento por el trabajo de zapa que mis espías hicieron al comunicar engañosamente a Londres que Pérez no se había desligado completamente del servicio al rey de España, y buscaba el perdón a cambio de la gracia de don Felipe.
Un embajador veneciano me informó de una entrevista que mantuvo con Pérez en París, poco después de la paz de Vervins. El rey francés le había puesto una guardia permanente y le había prometido un buen cargo, pero se enteró de que Pérez seguía colaborando con Inglaterra, aportando informes para un ataque que Drake tenía previsto contra la flota de Indias. Su odio al país que le encumbró era tanto que iba pidiendo la alianza de Holanda, Inglaterra, el Turco y Francia contra España, y animaba mucho al gobierno inglés para que atacase directamente el territorio peninsular en lugar de asaltar las Indias, ya que sabía que las costas españolas estaban muy desarmadas y en todo el país cundía el descontento. En Madrid corrió incluso la voz de que Pérez había ido a Constantinopla para tratar con el sultán la invasión de la Península, lo que entraba en las posibilidades del Imperio turco y era lo que muchos aquí temían.
Al final, la desconfianza que siempre existió en la corte inglesa hacia el traidor se fue acrecentando, en parte, como he dicho, gracias a las intrigas subterráneas de mis espías. Eso volvió a Pérez más taciturno y asustadizo, haciéndole vivir en permanente sobresalto por creer que su vida corría peligro de atentado. Sospechaba de todos, incluso de los pocos servidores fieles que aún le quedaban, pero su imaginación vengativa seguía forjando planes contra España, como uno que ofreció a los ingleses para apoderarse del reino de Nápoles, lo que hubiera permitido a Inglaterra disponer de una gran base en el Mediterráneo y forjar una estrecha alianza con los turcos para combatirnos. Delirios, en fin, pero delirios peligrosos.
Tampoco le abandonó nunca su afición a hacer de correveidile y alcahuete de cualquier soberano o príncipe que estuviera dispuesto a pagarle. Como decía el señor de Brantôme, con quien un tiempo guardé amistad: «Este Antonio Pérez va a pasar a Constantinopla y por ganar dinero sería capaz de hacerse turco». Eso le llevó a espiar a unos y otros, y así las noticias que obtenía en Francia las transmitía al embajador inglés en París o las enviaba directamente a su idolatrado conde de Essex, que continuaba dándole dinero.
Cuando firmamos la paz con Francia, la influencia política de Pérez se redujo mucho en ese país, pues el rey Enrique IV ya no necesitaba de sus advertencias. Para empeorar la situación, hice llegar al monarca francés un documento en el que se descubrían los manejos de Pérez con el embajador inglés, a quien había tenido al tanto de las negociaciones secretas que España y Francia habían mantenido para alcanzar la paz.
Eso le hizo perder la gracia real, y Enrique IV rehusó verle por un tiempo, aunque luego se reconcilió con él y pidió al gobierno español que le perdonara. También intercedió por la esposa y los hijos del proscrito, que terminaron siendo puestos en libertad. Pero no hubo perdón para el renegado que había conspirado para desmembrar a su patria, pues ningún gobierno en Madrid se hubiera atrevido a tanto, en parte por las informaciones que mis espías continuamente aportaban sobre los manejos del exiliado, que espero arda en el infierno.
Pese a la nostalgia creciente del judas por regresar a España los demonios de la intriga siempre le acompañaron, y siguió vendiendo secretos hasta el final de sus días. Reveló al gobierno francés las defensas de Canarias, y le animó al saco de la isla de Gran Canaria, precisando que podría obtener trescientos mil escudos de botín. También informaba continuamente de los movimientos de las tropas españolas en Flandes. Incluso cinco años después de la paz con Francia, el embajador español, don Juan Bautista de Tassis, informaba al rey de España que Enrique IV seguía recibiendo noticias de Madrid por intermedio de Antonio Pérez, quien a su vez se informaba de los espías que secretamente mantenía en la corte.
Todo esto y mucho más fue el daño que nos hizo, pero yo tengo para mí que el mayor de todos fue destapar los secretos de los preparativos de la Gran Armada, pues aunque el privado ya había caído aún conservaba apoyos de gente de alta posición en España, que a su vez movían hilos de otros muchos colaboradores. Su red de traidores era amplia y profunda, bien relacionada en las esferas del poder y sobre todo entre los nobles, y nunca pudimos desarticularla por completo.
En España abundan los traidores y yo olfateaba la traición por doquier. La infidelidad permitió a los ingleses conocer a fondo nuestros recursos y debilidades, y por ello echamos a perder la Gran Armada, aun antes de empezar a navegar, y desaprovechamos la ocasión de quitarnos el arpón que Inglaterra nos ha clavado en la espalda. La hidra inglesa nos abrió la fosa en el océano y Pérez alentó a nuestros enemigos, sin consideración de fe o raza, con lo que hemos quedado solos ante el mundo.
Pastrana, diciembre de 1591
Por la celosía de la habitación donde estaba prisionera la princesa se podía atisbar la plaza de armas de Pastrana, frontera a su palacio, donde los moriscos —abundantes en la villa— solían hacer mercadillo de frutas y verduras. Un espacio despejado, rodeado en parte de soportales, con un arco de mampostería recia que daba acceso a la calle Mayor y a la colegiata encargada por el príncipe de Éboli, Ruy Gómez de Silva, en cuya cripta quería ser enterrada la orgullosa Ana de Mendoza, una mujer cuyos arrestos, bien empleados, hubieran dado gloria a España y a ella misma.
En el trasfondo, por encima de los tejados y los voladizos ennegrecidos por el paso del tiempo, la incipiente luz del amanecer invernal, en claroscuro de lejanías grises, dejaba ver la línea de la vega salpicada de huertos y ribazos entre manchas de nieve.
Al débil resplandor del alba, cuando me aproximaba a caballo a Pastrana, acompañado solo de seis jinetes de la guardia real, el palacio de los Éboli apareció a mis ojos como una construcción austera y cuadrada, de amplia fachada, con silueta maciza de casa fuerte medieval. Un contorno que acentuaban los dos torreones gemelos que flanqueaban el frontispicio y el portalón entre columnas y medallones en las enjutas, bajo galería de ventanas y gran balcón con barandilla de fierro muy volada.
La plaza estaba desierta y gélida y en la puerta del palacio esperaba el celador de la princesa, Alonso del Castillo, un caballero santiaguista más inclinado a la benevolencia con la encarcelada que su predecesor Pedro de Palomino, de quien la Éboli abominaba en extremo.
Castillo me condujo hasta la zona del torreón del levante donde estaban los aposentos de la prisionera y tras abrir los cerrojos de tres o cuatro puertas llegamos a una estancia próxima al dormitorio de la princesa. Al poco apareció ella vestida de terciopelo negro ribeteado de plata y alamares. A un gesto mío, Castillo se retiró con los sirvientes y la princesa y yo quedamos solos.
La contemplé unos segundos. Una tez limpia, de palidez alabastrina, y una mirada orgullosa de ojo solitario, todavía con un punto de ardor, capaz de arrastrar voluntades desprevenidas. La cabeza descubierta dejaba ver sueltos los rizos crespos y negros de un cabello abundoso. Ahora la recuerdo —no sé por qué— como una pantera herida y acabada, pero aún indómita, con un punto de fiereza alimentado por su ánimo altanero.
—Señora —dije a modo de saludo, inclinando levemente la cabeza.
—Señor secretario don Juan de Idiáquez, me alegro de veros.
Como ya he dicho, la vi desmejorada y pálida. Su tez había perdido ese lustre marfileño que le daba un hermoso aire juvenil en sus días de corte. Deduje que le quedaba poco de vida, pero en su único ojo aún brillaba la soberbia de casta que nunca fue capaz de disimular, ni siquiera ante el rey. Aunque rondaba los 50 años y parecía moverse con cierta dificultad, quizá debido a la falta de ejercicio obligada por la larga reclusión, su cuerpo no había perdido toda la esbeltez. Un mal pensamiento hizo que me pareciera todavía deseable, Dios me perdone, como en su día lo fue para muchos, incluido —dicen— el mismo rey, al que siempre le han tentado las faldas más de lo que su severa apariencia puede hacer pensar a quien no lo conozca.
Yo aún no había dejado de vislumbrar la plaza por la celosía cuando ella apareció, y, sonriendo levemente, mencionó mi interés por aquella fugaz visión del entorno de Pastrana.
—Ya veo que os hacéis una idea de cuál es el estrecho panorama de mis días y mis noches. Solo me dejan asomarme a la calle por ventana con reja y una hora cada día desde el torreón. El resto del tiempo, esa celosía es todo mi mundo. Mi mayor envidia son los pájaros, libres de ir y venir en el aire.
—Señora, creed que me apena vuestro estado, y estoy seguro de que el rey no os desea mal, pero debéis comprender que la justicia debe seguir su curso y don Felipe se debe a ella y a su conciencia ante Dios.
—Nada hice contra el rey y él debería saberlo.
—No me toca a mí juzgar eso ahora, señora. Serán los jueces quienes decidan, pero no perdáis la confianza.
—No pierdo nada. Pero llevo encerrada ya diez años, me han despojado de mi hacienda, y aún a mis hijos casi no puedo verlos. Por vuestro honor de caballero, os encarezco que le habléis al rey de mi triste situación y le digáis que si en algo le ofendí estoy dispuesta a pedirle humildemente perdón, a cambio de que él también me perdone.
—Lo haré, señora, perded cuidado. Pero hoy he venido a veros por otro asunto.
La princesa esbozó un rictus irónico en su rostro casi infantil de falsa inocencia.
—Nada sé del mundo, encerrada entre estas paredes.
Decidí jugar fuerte con ella, antes de que pudiera desplegar la panoplia de sus triquiñuelas de gran dama, hecha al trato elegante y educado, frente a un rudo secretario como yo, más ducho en lances de guerra oculta que en cortesanías.
—Exageráis. Conozco que no dejáis de tener trato con el mundo, pese a vuestro encierro, y que ese hombre que vos sabéis os ha tenido informada con avisos secretos.
—Me intrigáis. ¿A qué hombre os referís?
—No juguéis conmigo, señora. No me es grato pronunciar siquiera el nombre de un desleal como Antonio Pérez.
—Ah, don Antonio… ¿qué ha sido de él?
—Señora, dejad de fingir. Mi paciencia tiene un límite, y aunque no quisiera faltaros al respeto, mi deber es solo con el rey. Vuestra suerte, en definitiva, es cosa vuestra, que no me atañe directamente.
—Por fin habláis como lo que sois. Un enviado del rey.
—A mucha honra.
—Pues bien, decid. ¿Tenéis algún mensaje para mí?
Guardé silencio. La Éboli, a pesar de su aplomo externo, evidenciaba una agitación interior de falsas expectativas motivadas por mi presencia. Por un momento debió de pensar que acaso el rey la había perdonado y yo era su ángel anunciador. Dejé que se desahogara por dentro unos instantes y por fin hablé.
—Un mensaje de esperanza, señora. Al rey, mi señor y vuestro, le duele veros en tal estado y trataría de aliviar vuestra condena si os acomodarais en alguna cosa a su voluntad.
—¿Por ejemplo?
—Antes, permitid que os diga que el momento es grave. Pérez ha escapado de Zaragoza después de los desórdenes contra el rey que hubo en esa ciudad, que él agitó con ayuda de algunos nobles. Las tropas leales han aquietado la rebelión, pero el traidor, ayudado por la gente influyente que vos sabéis o imagináis no ha podido ser hallado.
—Don Antonio, ¿dónde…?
—A estas horas es muy posible que se encuentre en la raya de Francia, si es que no ha pasado ya la frontera del Pirineo por el Bearn, donde es seguro que la hermana del rey Enrique IV de Francia le dará asilo.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? Ya veis mi estado…
—Hay noticias alarmantes. Sabemos que Pérez y los nobles que le acompañan en la huida tienen pensado invadir Aragón desde la tierra francesa del Bearn, y dicen también que pretende sublevar a los moriscos, y con ellos a los falsos conversos judíos. Hay muchos que solo esperan la ocasión propicia para alzarse. Si esto sucede correrá mucha sangre. Acordaos de las matanzas de la sublevación en las Alpujarras.
—Ninguna idea tengo de eso.
—Lo sé, señora. Pero necesitamos detener esa invasión y vengo a pediros que me ayudéis.
—¿Yo? ¿Cómo? Os burláis.
—No, señora. Tenéis muchos vasallos moriscos aquí mismo, en Pastrana y en otros sitios, y os lleváis bien con ellos. Es gente que todavía os respeta y obedece.
—¿Y eso que?
—Si las noticias son exactas no tardarán en llegar agentes del rey de Francia o de Pérez para sembrar la simiente de la rebelión en la comunidad morisca. Quiero que me indiquéis a algunos de vuestros moriscos de confianza que puedan servirnos de espías.
—¿Contra su propia gente?
—Alguno habrá, si vos se lo pedís.
Mis palabras la turbaron hasta hacerle perder por unos momentos su compostura de gran dama ante un vulgar funcionario del rey como yo, un rango que para sus ínfulas principescas no le inspiraba mucho respeto. Nerviosa, se retorció las manos y dio pequeños pasos por la estancia. El chorro de luz del amanecer, filtrado a través de la celosía, silueteaba un aura luminosa alrededor de su figura.
—Hacedlo por España y vuestro rey —insistí—. Pensad que Francia no dejará de aprovecharse de la situación y puede invadirnos.
—Sea —dijo en un arranque—. Dadme un día o dos y os haré llegar una relación que podría seros útil.
—Su majestad os lo tendrá en cuenta, sin duda. Yo he de partir a Madrid sin tardanza, pero os dejaré en el palacio un correo a caballo que me llevará vuestro papel en mano.
Incliné ligeramente la cabeza en gesto agradecido y ya me disponía a retirarme cuando ella reclamó su parte en el vago trato.
—¿No olvidáis algo, señor secretario?
—¿El qué, señora? —fingí no recordar.
—Me habéis prometido que el rey aliviará mi espantoso aislamiento en esta torre a cambio de la colaboración que pedís.
—Así es, señora. Yo informaré a su majestad.
—Informar no es suficiente, don Juan.
—Intercederé por vos.
—Me habéis dado vuestra palabra.
—La tenéis.
—Así lo doy por cierto, como caballero que sois. Ahora, partid.
—A vuestros pies, princesa.
No quise irme sin intentar sonsacarle algo sobre lo que yo sabía que era la mayor preocupación del rey. Los papeles que Antonio Pérez guardaba en su poder, y que, probablemente, pronto estarían en manos del rey de Francia, si es que no lo estaban ya.
—Esos papeles guardan secretos de Estado, señora, y puede que os comprometan mucho a vos misma.
Sonrió, y me pareció ver brillar en su ojo un ramalazo de satisfacción vengativa.
—A mí y quizá también al rey —dijo.
Guardé silencio antes de añadir algo que la dejó turbada.
—Confieso que poco sé de esos papeles que Pérez guarda. Os recuerdo que el secretario entonces era él, no yo, y es cierto que lo anotaba todo, lo bueno y lo malo.
—Eso tengo entendido —dijo con displicencia.
—¿Nunca os dijo dónde los guardaba ni qué pretendía hacer con ellos? La amistad que le teníais era notoria.
—Como decís, fuimos amigos, pero esa amistad tenía el límite de la fidelidad al rey. De haber sabido que conservaba tales papeles con intención de usarlos mal, yo misma hubiera intentado arrebatárselos o destruirlos.
Reí para mis adentros ante aquella perla de cinismo con que la princesa me obsequiaba. El ramalazo feliz de su ojo pareció brillar con más fuerza. Solo hubiera faltado para añadir un aire cómico a la escena que ella hubiera dicho ser una débil mujer que nada sabía de turbios manejos de Estado y de negocios.
Ya iba a salir de la estancia, cuando la princesa, situada en un rincón y envuelta en la semipenumbra del primer atisbo de la mañana, preguntó:
—¿Qué pasó en Aragón? ¿Cómo pudo escapar don Antonio?
Le dije lo principal de lo que sabía, incluyendo el degollamiento del justicia mayor, la prisión de los condes de Aranda y Villahermosa, sostenedores de la rebeldía, y la facilidad con que las tropas del rey habían derrotado a la fuerza rebelde, casi toda levantada en Zaragoza, pues en el resto de Aragón, y sobre todo en el campo, el alzamiento apenas tuvo seguidores.
La princesa escuchó gravemente las nuevas antes de sentarse y pedirme que autorizara a Castillo a llevarle recado de escribir. Ese fue el último favor que le hice, pues cuando referí la entrevista al rey y le insinúe que autorizara un ligero alivio en las condiciones de aislamiento de la princesa, don Felipe nada dijo, como si aquel asunto no fuera con él. Como solía hacer, una vez tomada la decisión, algo en lo que podía gastar mucho tiempo, se volvía tan inflexible como el pedernal.
En cuanto a la princesa, cumplió su parte de lo pactado. Dos días después llegó a Madrid el mensajero con los nombres y confidencias prometidos, que me resultaron muy útiles para desbaratar el intento de atizar el resentimiento de los moriscos, soliviantados con promesas y dádivas en nombre del rey francés. Pero esta vez no hubo sorpresa, y los espías de la comunidad musulmana nos informaron de todo cuanto en ella pasaba, y también de los manejos de un espía enviado por los franceses, un tal Pascual Santisteban, experto en el doble juego, que aunque aparentaba trabajar para el mariscal de La Force, gobernador del Bearn, en realidad lo hacía para nosotros a cambio de dinero y alguna otra ventaja.
Así pues, no pude cumplir la promesa que le hice a la princesa de Éboli, que imagino debió de morir maldiciendo mi nombre, aunque yo hice por ella lo que pude. El resto fue cosa del rey.