MEDINA SIDONIA

9 de septiembre de 1588. A bordo del galeón San Martín

Carta a su esposa, la duquesa Ana de Silva y Mendoza:

Señora:

«Qui navigant mare, enarrant pericula eius», los que navegan en el mar podrán contar los peligros que ello encierra, y así es en mi caso, aunque no quiero alarmaros, pues navego salvo, gracias a Dios, de regreso a España, donde espero arribar pronto.

Confío en que esta carta, que envío junto con otra destinada al rey por un bajel ligero, os llegue pronto de la mano de mi ayudante de Estado Mayor Baltasar de Zúñiga, y así perdáis cuidado por mi persona, que aunque maltrecha espera reencontraros pronto y abrazaros después de tantas penalidades como en esta desgraciada empresa han sucedido. Todo, en fin, en ella, ha ido de mal en peor, como vos misma suponíais con esa intuición que os caracteriza, al aconsejarme que no me embarcara en tarea tan ardua y riesgosa como la que el rey me propuso.

En carta que dirigí a don Felipe en los últimos días de agosto, cuando mi ánimo estaba por los suelos al haberse dado al traste con la acometida a la flota inglesa en el Canal, le explicaba los hechos con la verdad sin tapujos: que esta Armada estaba tan dispersa y lisiada después de lo de Gravelinas, que mi primer deber para con el rey era salvarla, incluso corriendo el riesgo de un viaje tan largo y azaroso como el que dispuse alrededor de Escocia y sus islas hasta salir al océano abierto, que es donde ahora navegamos.

La mayor parte de los barcos, al menos, se han salvado, aunque la experiencia —como dije al rey— haya demostrado cuán poco hubiéramos podido hacer con ellos para vencer a la flota de la reina inglesa, pues sus barcos son muy superiores a los nuestros en combate de alta mar, tanto por la calidad de su artillería como por los aparejos que imprimen mayor velocidad a sus velas. En resumen, son tan superiores maniobrando que poco podíamos hacer contra ellos, como no fuera intentar el abordaje, lo cual nunca logramos porque siempre nos rehuían, gracias a su mejor maniobra, y podían mantenernos a distancia con el fuego de sus cañones.

Todavía ignoro qué razones movieron al rey a designarme para este trabajo, pues él bien sabía que yo no soy hombre de guerra ni de mar. No entiendo por qué fijó sus ojos en mí, y sobre todo, qué le movió a insistir tanto, pues como ya le escribí al secretario Idiáquez, y vos bien sabéis, no tengo experiencia en cosas de navegación ni salud para ello; y tampoco tenía conocimiento ni de la Armada ni de la gente que en ella iba; ni tengo inteligencia alguna en las cosas de Inglaterra y sus puertos, lo cual implicaba que en todo debería ser guiado por las opiniones de otros.

Pero mis súplicas, señora, nunca fueron atendidas, y heme aquí desconcertado y humillado en medio del océano, sin otro pensamiento que avanzar todo lo que las velas permitan hasta llegar a la costa de España y descansar de esta aventura en la que no entiendo nada, pues si alguien dice que no desea un trabajo que no podría hacer por no estar capacitado, parece locura insistir en dárselo. El rey no atendió a razones, quizá por estar mal aconsejado, aunque creo más bien que deseaba que yo estuviera para ultimar unos preparativos cuya demora le consumía de impaciencia, y el resto, como él mismo me dijo, lo dejaba todo a la voluntad de Dios, de cuya protección estaba por completo seguro, como si mantuviera correspondencia directa con el Todopoderoso a diario.

Y así, ¿qué otra cosa podía yo hacer sino acatar y tratar de cumplir una tarea odiosa, sabiendo que carezco de carisma y dotes de jefatura?

Pero incluso sin saber nada de negocios de guerra, en cuanto me explicó el rey el plan de campaña de la Armada, tuve para mí que era impracticable y por completo imposible llevarlo a la práctica.

Suponía situar a la Armada en el cabo Margate, a la desembocadura del Támesis, y proteger desde allí las embarcaciones del ejército de Flandes cuando cruzaran el Canal desde Dunkerque llenas de soldados. Ni el tiempo —casi siempre revuelto en estas costas— ni la flota inglesa iban a permitir un desfile de tropas semejante. Hubiera sido absurdo.

En todo esto, y dado mi desconocimiento general del asunto, he tenido presente las instrucciones que me llegaron del rey pocos meses antes de la partida. En ellas me advertía llevar ordenada la Armada de manera que toda peleara y se ayudara sin confusión, encareciendo no consentir que las escuadras se desordenaran por seguir con codicia al alcance, sino que estuvieran juntas y unidas, a lo menos el nervio principal, sobre todo en el Canal, donde la calidad del enemigo y las costas inseguras obligaban a doblar las precauciones. Y a eso me atuve, cuidando sobremanera en no descomponer la traza y el orden de la Armada, navegando unidos, placiendo a Dios.

Yo lo único que deseo, señora, es regresar con la poca salud que me queda a mis cortijos y campos de olivos, naranjos y viñedos. El paisaje de mis queridas y soleadas tierras de Andalucía, que Dios ha tenido a bien otorgarme.

De cuantos me han rodeado estos días en el mando de la Armada solo me he entendido bien con Francisco de Bobadilla, que comanda la tropa terrestre, y con Diego Flores de Valdés, al que elegí como principal consejero en cuestiones navales en lugar de Miguel de Oquendo, almirante de la escuadra guipuzcoana, lo que algunos nunca me han perdonado, en especial el almirante Recalde, que ha sido para mí un dolor durante todo el viaje. Primero quiso atacar Plymouth, lo que nos hubiera entretenido demasiado, y además se hubieran incumplido las instrucciones expresas del rey, quien me escribió una carta diciendo que si la flota inglesa se fortificase en Plymouth o en otro puerto, deberíamos proseguir viaje derecho hasta darnos de mano con el duque de Parma, y juntar unas fuerzas y otras sin separarlas, pues de lo contrario ellos podrían cortarnos el paso por el Canal con el resto de la otra flota que tenían apostada frente a Flandes, lo que nos dejaría entre dos fuegos.

Más tarde, Recalde se empeñó en que ocupáramos la isla de Wight, en el Canal, y allí fondeáramos en espera de las noticias de Farnesio, pero yo consideré que era mejor anclar en Calais, por estar más cercanos a la tropa de desembarco. Mis negativas le dejaron contrariado y mohíno toda la jornada, compartiendo bilis y murmuraciones contra mí con su amigo Martínez de Leyva. Cansado de porfiar con ambos dejé las tareas del día a día del mando a Bobadilla, a quien respetaban más por ser hombre de guerra como ellos.

En todo el camino por el mar desde que salimos de España el tiempo ha sido tan malo, pese a ser verano, que nadie lo recordaba tan maldito en esta época del año, con frío, nieblas y lluvias de continuo, lo que tenía apesadumbradas y con la moral baja a las tripulaciones.

Con Recalde y con Martínez de Leyva, a quien, según he sabido secretamente, el rey ha designado para hacerse cargo de la Armada si yo faltase, las diferencias y porfías han sido continuas, y de ser yo hombre vengativo los hubiera hecho degollar para ejemplo del resto.

Después de la batalla del Canal, cuando me vi enfrentado a tomar la decisión de regresar, reuní consejo de guerra en mi nave capitana. Allí estaban Leyva, Recalde, Diego Flores, Bobadilla, Martín de Bertendona y los más calificados pilotos y mareantes de la Armada. Intenté poner orden, pero el debate acabó en guirigay. Oquendo, Recalde y Leyva eran partidarios de regresar al Canal a batallar con los ingleses, una maniobra con el viento en contra que hubiera llevado nuestros barcos al abismo. Flores de Valdés también creía posible regresar a Calais, pero expresó su opinión con muchas dudas, quizá por quedar bien con el orgulloso Leyva, al que casi todos veladamente creen destinado a empresas futuras de gran calado por su parentesco real. El mismo Leyva solo quería regresar y pelear como fuera, contra la advertencia de Bobadilla, quien pedía prudencia y esperar otra ocasión, pues se había salvado la mayor parte de la tropa de desembarco y no era cuestión de malgastarla con escasa probabilidad de victoria. Finalmente, prevaleció la opinión de los navegantes, que creían más sensato que la Armada emprendiera el regreso a España alrededor de las islas británicas, aunque fuera una navegación peligrosa de más de 750 leguas a través de mares tormentosos que nos eran desconocidos, y de los que apenas teníamos cartas.

Los gritos y las voces que allí se dieron debieron de escucharse en toda la flota y no fueron edificantes para nadie, salvo para nuestros enemigos, que sin duda estaban al tanto de nuestras disensiones y miserias, pues además de disponer de mejores cañones y barcos cuentan con mejores espías.

Cansado de discutir con unos y otros, y sin entender muchas de las cuestiones técnicas que los navegantes y almirantes debatían, he ofrecido dos mil ducados a un piloto francés de la expedición para que guíe mi nave capitana hasta un puerto español, lo que a estas alturas espero que logremos. De los demás, que cada uno haga lo que pueda, puesto que yo no puedo salvarlos a todos.

Las directrices que —de acuerdo con el piloto francés— les transmití estaban claras. Rumbo norte-nordeste hasta los 61° de latitud y después tratar sobre todo de evitar la isla de Irlanda por temor a esa peligrosa costa. Logrado esto, navegar rumbo oeste-sudoeste hasta los 53°, y luego al sud-sudeste hasta el cabo de Finisterre y Galicia.

Aunque pueda aburrirte, te cuento esto con cierto detalle porque supone para mí un desahogo dar salida, en tono confidencial, a la obsesión en la que llevo viviendo desde que abandonamos la costa inglesa y entramos en el Atlántico.

Al rey le he escrito que pese a todo considero un éxito haber salvado la mayoría de los barcos y haberlos regresado a España sorteando las islas escocesas y el canal de Noruega por el camino más corto posible, aunque es casi seguro que algunos se habrán perdido por no seguir mis instrucciones. Pero entonces, querida esposa, ¿qué puedo hacer yo? ¿Me considerarán responsable por ello?

Estoy hastiado y cansado de todo este gran barullo en el que me ha sumido la obcecación del rey, y os digo otra vez que solo ansió descansar con vos en nuestra tierra, de la que no debí de salir nunca, aun a riesgo de perder el favor real.

Hasta tanto llega ese momento, he pedido que no me molesten y sobrevivo encerrado solitario en mi camarote, tumbado día y noche en la cama, incapaz de ocuparme de nada ni dar órdenes, inerte y desanimado, con tan pocas fuerzas que habrán de llevarme a tierra en andas cuando toquemos puerto, pues ya ni las piernas me sostienen y estoy al borde de desfallecer.

En cuanto llegue, pediré licencia al rey para cobrar los dineros que por el cargo se me deben desde febrero y volveré a vuestros brazos sin pasar antes por la corte, donde ya veo las críticas cebarse en mi persona. Allá pueden quedarse todos, pues vos sois mi único consuelo en esta mala hora.