ÁLVARO DE BAZÁN A JUAN DE IDIÁQUEZ

Lisboa, enero de 1588

Enfermo como estoy y en las últimas, no querría partir de este mundo sin informaros de algunos hechos que perturban mucho mi espíritu y alteran la serenidad y recogimiento debidos en estos momentos, cuando me preparo al juicio definitivo del Altísimo, que a todos nos alcanza.

Yo aconsejé al rey atacar Inglaterra hará ya cinco años, nada más concluir la batalla naval de las Azores, cuando la Armada se hallaba en su cenit, pletórica de fuerza y entusiasmo, pero entonces el rey no lo creyó conveniente y enterró el proyecto.

La mucha experiencia adquirida en batalla me hacía ver que el enfrentamiento con la nación que hollaba nuestras costas y saqueaba nuestros galeones era inevitable, y sería mejor que cuanto antes enfrentáramos el problema y tomáramos la iniciativa, en lugar de limitarnos a esperar los golpes por sorpresa de los corsarios de Londres contra poblaciones indefensas, como ha ocurrido en las Indias con Drake.

Prepararnos pues a la guerra era necesario, y requería un plan que solo se podía imaginar victorioso con el sigilo, guardando celosamente el secreto de nuestros preparativos. Pero nada de esto ha sucedido. Siento que estamos rodeados de espías por todas partes y la sorpresa se ha desvanecido.

Quizá vos y Mateo Vázquez, que estáis en la corte y vislumbráis a diario las traiciones que allí se tejen podáis poner algún remedio a esta plaga, porque yo, aquí en Lisboa, dedicado en cuerpo y alma a dejar a punto la Armada, no he tenido ni tiempo ni medios para hacerlo.

En la primera misiva que envié al rey para convencerle de la necesidad de la empresa, de la cual os adjunto copia, le pedía que mandase lo necesario para acometer al año siguiente la empresa de Inglaterra, contando con ejército tan armado como el que entonces teníamos, que podría haberle hecho también rey de aquel reino, y aun de otros, a pesar de las dificultades que ya conocéis de la falta de dinero y el socorro que damos a los católicos de Francia contra los herejes hugonotes de aquel país.

El rey me agradeció la propuesta, y aunque no consideraba el momento propicio para la empresa mandó hacer provisión de bizcocho y apresurar la construcción de galeones y el asiento de las naos de Vizcaya.

La demora nos perjudicó porque los piratas ingleses siguieron atacando en el Caribe y la hostilidad de Inglaterra se fue endureciendo, como bien os habrá contado don Bernardino de Mendoza, que era por entonces embajador en Londres, antes de que la reina Elizabeth lo expulsara por conspirar con los católicos ingleses para casar a María Estuardo con Juan de Austria y hacerla subir al trono.

Pero —como conocéis— el gobierno inglés no se limitó a expulsar a Mendoza, sino que hizo de sus puertos el refugio para los sublevados de Flandes e incluso mandó tropas a ese país para combatirnos. Y a esto hay que añadir el apoyo prestado al prior de Crato, el aspirante al trono portugués, las continuas correrías de Drake y Hawkins en nuestra América, y el degollamiento de María Estuardo, del que es seguro tenéis más detalles y noticias que yo mismo. Un hecho que al rey debió de turbarle mucho porque desde entonces no ha cesado de urgirme para tener la Armada a punto, lo que no es posible hacer de la noche a la mañana, pues la disposición y el abastecimiento de los barcos de guerra son harto complicados. Eso sin contar la reunión de tripulaciones, navegantes y artillería, capaces de asentar el poderío en el mar, tan distinto en muchas cosas al de tierra.

Por fin, hace unos dos años, el rey me ordenó que le presentara un plan para la empresa de Inglaterra, pero aunque yo insistí mucho en el secreto, la realidad fue que la intención se hizo pronto de dominio público y los agentes ingleses llevaron la nueva a Londres, lo que ha dado tiempo a este país para prepararse a fondo, pues allá conocen al dedillo hasta los menores detalles del inventario de nuestras fuerzas, los recursos financieros y la profundidad del proyecto. Y así no iremos a parte alguna buena, sin antes eliminar la peste que destruye nuestros mayores secretos, en lo cual creo que Antonio Pérez, y esa princesa viuda que tanto le acoge, tendrían mucho que decir a poco que se les apretara.

Yo estimo que la invasión no podrá llevarse a cabo con menos de ciento cincuenta naos gruesas, más las urcas y los navíos pequeños, y que será menester para dicha Armada y Ejército no menos de cincuenta y ocho mil infantes, de ellos la mitad españoles, y el resto italianos y alemanes. De la infantería española, nervio de la empresa, habrá que contar con los tercios de Nápoles, Sicilia y Lombardía, más las guarniciones castellanas de las tropas estacionadas en Portugal y de las que habitualmente van a las Indias.

Esto suponía, de llevarse a cabo el plan que yo había propuesto, un esfuerzo militar y logístico sin precedentes, realizado con los solos recursos de la monarquía hispana, pues el papa, que al principio prometió apoyarnos con dinero, nunca termina de aflojar la bolsa y todo se queda en buenas palabras.

Tengo estudiado también con precisión el coste económico de los sueldos y ventajas, que os desgloso en documento aparte para que os hagáis idea cabal de la tesitura en la que nos hallamos. Está hecho ya el acopio al completo de tiendas de campaña, botas de cuero, sacos de lienzo, mochilas, zapatos, alpargatas, velas de cera, hachas, linternas, cántaros, leña, barriles y, en fin, todos los bastimentos necesarios para tan grande empresa. Todo ello obra en poder del rey, que lleva cuenta exacta del gasto y los medios, y en la planificación me ayudó mucho Bernabé de Pedroso, que es hombre muy de fiar y sabrá daros cualquier explicación si yo faltase.

Siento haber tenido que incluir muchas galeras y otros barcos del Mediterráneo en una armada que va al océano, y sé que muchos me criticarán por esto, pues se trata de embarcaciones pesadas y poco aptas para navegar en oleajes altos y con gran viento rolante, pero he debido contar con esos bajeles por la falta de naos cantábricas, ya que los astilleros de Castilla no abastecen lo suficiente. En cualquier caso, si llegáramos al combate cuerpo a cuerpo, las galeras cumplirían su papel, y si el combate es a distancia, contamos con la artillería, aunque en esto y en la calidad de la pólvora temo que los ingleses nos aventajen. Ellos cuentan además con otros amejoramientos, como la cercanía de sus costas y los buenos puertos próximos, que les permitirán un rápido apoyo, mientras que nuestra Armada tendrá que verse sola y lejos, en una alta mar hostil.

El plan que envié al rey, sin embargo, no ha sido el único que su majestad ha tomado en consideración, como seguramente ya sabéis, pues hay otros proyectos que han llegado a su despacho, y de ellos el más cuidadoso es el de Alejandro Farnesio, a quien desde el principio no le hizo mucha gracia la tarea, pues, metido como está hasta el cuello en la guerra de Flandes, no quiere emplear sus tercios en otras aventuras.

Farnesio me ha escrito varias veces y en todas sus cartas recalca que debería guardarse la mayor reserva para que la invasión pueda tener éxito, y en eso coincidimos totalmente, aunque yo le he insinuado que, con mucha probabilidad, él también tiene el enemigo en casa en ese punto, pues me han llegado noticias de que en su gobernación de Bruselas hay gente que trafica secretos y se relaciona con los rebeldes y el entorno de Guillermo de Orange, con lo cual —y tratándose de un territorio pequeño como los Países Bajos— las confidencias corren pronto de un lado a otro y se compran y venden rápido como mercancía cualquiera.

También pensaba Farnesio que Francia y los rebeldes flamencos podrían aprovechar la ocasión para atacar unidos a España. Consideraba necesario vencer primero en Flandes, antes de ir contra Inglaterra, y creía posible hacerlo con treinta mil hombres de los tercios que se trasladarían por mar en pequeños barcos y lanchones de desembarco hasta la costa de Kent, no lejos de la boca del Támesis, el camino más corto hacia Londres, el corazón de la monarquía inglesa.

Meticuloso como siempre ha sido, el rey solicitó también opinión a sir William Stanley, el noble inglés que se pasó al bando español en Flandes, y allí combate a las órdenes de Farnesio desde hace años.

Stanley era partidario de desembarcar en Irlanda, porque estaba seguro de que los nativos, muy opuestos a la dominación inglesa, se levantarían en armas y nos apoyarían. Una vez ocupada esa isla, pensaba que sería fácil dar el salto a Inglaterra, dejando detrás una sólida base de apoyo a nuestras tropas.

Escocia es otro talón de Aquiles de la monarquía inglesa, y el papa está muy interesado en que ese reino se una a la empresa contra Inglaterra, más ahora que su reina ha sido ultrajada y decapitada. Pero tengo entendido que el hijo de María Estuardo —rey de Escocia— no sigue la digna conducta de su madre, y, además de no mostrarse católico, es un juguete en manos de la pérfida Elizabeth, que le ha prometido el trono de Inglaterra a condición de que se esté quieto y la obedezca en todo.

Sin duda habréis oído hablar también del italiano Ridolfi, que hace unos años propuso atacar directamente Londres desde Flandes, un plan al que se opuso tenazmente —cómo no— el duque de Alba, en ese momento gobernador de los Países Bajos, que siempre que se habla de invadir Inglaterra flaquea, y echó mucha tierra al proyecto por considerar que Ridolfi era espía de los ingleses y trabajaba en realidad para el canciller William Cecil, lo cual pudo ser verdad porque el plan se filtró en Londres y Cecil lo aprovechó para descabezar a una serie de personajes que simpatizaban con la causa católica, como el duque de Norfolk.

Ridolfi pidió al duque de Norfolk que escribiera al duque de Alba en demanda de ayuda a María Estuardo, que al parecer estaba dispuesta a casarse con el noble inglés. Poco después, Charles Bailly, un joven flamenco al servicio de Ridolfi, fue detenido en Dover y se le encontraron libros de doctrina católicos y dos cartas fechadas en Bruselas del propio Ridolfi dirigidas a uno de los hombres de confianza de María, el obispo de Ross, John Leslie.

Sometido a tortura, Bailly admitió que Ridolfi partió de Inglaterra portando la carta de María Estuardo para el rey don Felipe, el papa y el duque de Alba, en la que se pedía la invasión española de Inglaterra.

Una copia del plan de invasión había sido entregada a Norfolk, con el añadido de una lista negra de cuarenta nombres de condición noble que secretamente eran partidarios de la reina escocesa. Cada nombre llevaba un número que era utilizado en la correspondencia cifrada con Norfolk.

Ridolfi pedía seis mil soldados y veinticinco cañones para reforzar a un hipotético ejército católico inglés que, al mando de Norfolk, debía derrocar a Elizabeth, pero sus esfuerzos para convencer a Alba de ayudar en la invasión cayeron en saco roto. Como he dicho, Alba nunca se fio del florentino y lo llamaba «loro parlante». Creía que la ayuda militar española debería enviarse cuando el levantamiento católico se hubiera producido y la reina inglesa estuviera muerta o prisionera. Si Norfolk era capaz de cumplir esas condiciones le apoyaríamos. Pero para entonces, ¿quién necesitaba la ayuda, una vez que la rebelión católica hubiese triunfado en Inglaterra?

Los agentes de William Cecil registraron la casa en Londres de Norfolk en busca de pruebas culpables, y su indagación dio resultado. Hallaron un libro de claves oculto bajo las tejas del techado, y documentos descifrados debajo de una alfombra de la habitación del duque.

Norfolk fue conducido a la torre mientras sus colaboradores más estrechos eran torturados con hierros candentes. El experto verdugo, me informaron, era un poeta y autor teatral llamado Thomas Norton, que disfrutaba dando tormento, en especial a los jesuitas. Se recreaba clavándoles agujas de hierro al rojo bajo las uñas.

Entre espasmos de dolor, uno de los secretarios de Norfolk confesó los ilusorios planes de Ridolfi para la invasión: las tropas españolas desembarcarían en Dumbarton, cerca de Edimburgo, y en el puerto de Harwich, en Essex.

Norfolk estaba sentenciado y fue condenado por traición en enero de 1572 a pesar de sus protestas de inocencia. Fue ejecutado pocos meses después, decapitado. En el cadalso, ante la multitud, se vino abajo. Juró que no era ni había sido nunca seguidor del papa, aunque reconocía que algunos sirvientes y familiares suyos profesaban la fe católica. Spes, el embajador español, fue expulsado de Inglaterra de forma humillante, después de sufrir la reprimenda de la reina, que lo acusó de socavar en secreto el reino.

Dicen que por entonces las cárceles de Londres estaban tan llenas de católicos que el gobierno, temeroso de que los prisioneros se rebelaran, decidió congregarlos en campos de concentración o en prisiones alejadas en castillos o islas. Da idea de la avaricia de la reina inglesa —esa bruja del diablo— el que los presos tuvieran que pagar su alojamiento y comida. Nuestros espías y agentes en Londres estaban muy vigilados, pese a que aún contábamos con algunos informadores en la corte muy bien pagados, pues de otra forma nadie se hubiera arriesgado tanto. Prácticamente, cualquier oposición organizada al gobierno de Londres dejó de existir en Inglaterra. Los opositores estaban todos exiliados o muertos y sus propiedades en Inglaterra confiscadas.

Pero ni Cecil ni Walsingham actuaban solo a la defensiva en su isla. Su largo brazo también golpeaba fuera, como ocurrió con un profesor de derecho canónico de Oxford que había conseguido escapar a Flandes, donde se le hizo merced de una pensión. El profesor fue secuestrado por sicarios ingleses que lo metieron en un barco en Amberes y lo desembarcaron en un puerto inglés, antes de que lo ahorcaran y descuartizaran poco más tarde.

Traigo a colación este pequeño recordatorio para destacar que las opciones de invasión a Inglaterra son muchas, y ha sido el rey el único en decidir finalmente, con el resultado que sabéis.

De mi plan solo ha aceptado una pequeña parte, lo mismo que del de Farnesio. La Armada a mi mando no está destinada a desembarcar en Inglaterra, sino a sostener y proteger al verdadero ejército invasor, que es el de Farnesio, y debe partir de las costas de Flandes. Se trata de una operación harto complicada, sobre todo careciendo de buenos puertos de apoyo. Los ingleses la conocen de memoria, a pesar de que sé que habéis encargado a nuestros espías que divulguen la idea de que la Armada va dirigida a recuperar Holanda y Zelanda, los focos principales de la resistencia luterana en los Países Bajos.

Después de que Drake asaltara Cádiz y nos destruyera más de veinte barcos, me fue imposible darle caza, pues me informaron tarde y yo carecía de bajeles operativos en ese momento. Y menos mal que al menos pude bloquearle con siete galeras la entrada a Lisboa, pues de haber conseguido desembarcar la ciudad habría sido saqueada y dada al fuego, como lo fueron Santo Domingo y Cartagena de Indias.

El ataque de Drake, sumado a la ejecución de María Estuardo, ha colmado la paciencia del rey, que ya no quiere saber de otra cosa que no sea ver a la Armada navegando cuanto antes. A la prudencia excesiva ha seguido la precipitación, y todo son ahora prisas. Seguimos con el plan que conocéis, pero —quizá por el desánimo que la enfermedad me produce— mis temores al fracaso han aumentado. Unir mis barcos a los tercios de Farnesio y navegar juntos hasta la boca del Támesis es una maniobra harto compleja, que exige una coordinación consumada y tiempo favorable, el cual no se suele dar en aquellas costas. Pero, además, aunque las defensas costeras inglesas son débiles, hemos perdido la sorpresa en el ataque por la traición que nos rodea y que no hemos podido descabezar. Tanto Lisboa como Madrid son mentideros y fábrica de noticias de las que el espionaje enemigo se nutre con excesiva facilidad. Nada haremos si persiste la impunidad de quienes nos apuñalan por la espalda, y os pido que pongáis coto a tamaña ruina.

No creáis a quienes han propalado por ahí que la lentitud de los preparativos de la Armada en Lisboa es producto de mi mala voluntad, por los celos del glorioso papel que a los tercios de Farnesio toca desempeñar en la empresa. Ni mi trayectoria de fidelidad al rey ni mi honor lo hubieran permitido, pues llevo defendiendo a mi patria con las armas más años de los que muchos de mis enemigos en esa corte tienen.

Cuando el rey, por fin, se decidió a ir contra Inglaterra era porque le señalamos el peligro que se cernía sobre nuestro vínculo marítimo con las Indias, roto el cual España quedaría arruinada en pocos años. Pero como don Felipe suele hacer, una vez tomada la decisión, tras dilatarla casi cinco años, todo fueron órdenes terminantes para urgir al cumplimiento. Desde hace meses viene pidiendo actividad frenética y yo he procurado hacer cuanto está en mi mano, contando con la desventaja de que el plan que se ha puesto en marcha no es el que propuse. Pero todos estamos hechos a obedecer y yo más que nadie, como muchas veces he demostrado a lo largo de mi vida.

Las peores dificultades que enfrentamos tienen que ver con el abastecimiento y las condiciones sanitarias. Los víveres están en muy malas condiciones y algunos alimentos llegan podridos. En cuanto al dinero, también llega tarde y escaso, lo que inquieta a los soldados embarcados, que rumian su pobreza en condiciones deplorables.

Los enfermos proliferan por la larga inacción de la tropa en los barcos, y hay tabardillo declarado en la flota del almirante Oquendo, quien se ha negado a abandonar su nave por compartir la suerte de sus hombres. Un gesto que le enaltece.

A mis objeciones sobre la marcha de los trabajos, el rey contestó que no hay que gastar tiempo en consultas y respuestas, sino apresurar la ejecución, pero aun así —y tras promesa de obedecerle— hube de avisarle de que la Armada no podría salir al mar en invierno, por ser los días cortos y no estar equipada. Mis reparos debieron dolerle porque durante varias semanas me envió cartas casi a diario con una sola idea: zarpar. El rey confía ciegamente en la victoria, convencido como está de tener a Dios consigo, pues se trata de una empresa contra los enemigos de la verdadera fe, y apenas da importancia a las consideraciones técnicas. Pero yo no puedo, en atención a ese mismo Dios, entregar a mis hombres a una muerte cierta si saliéramos de Lisboa en condiciones calamitosas.

Y tantas son las prisas de su majestad que hace dos meses me pidió que al menos tuviera lista una pequeña armada, compuesta de treinta y cinco naves con seis mil hombres, para unirse a la flotilla de desembarco de Alejandro Farnesio. Una idea que no me parecía buena, pero que me abstuve de criticar porque, a esas alturas, ir contra el empecinamiento de nuestro señor don Felipe hubiera sido locura por mi parte.

Ese plan apresurado tampoco se realizó por razones que el rey no me ha explicado, y los preparativos para congregar la Armada se han reanudado con celo, aunque el rey no ceja en su impaciencia. El peor lastre no es ni la tardanza ni las epidemias y mala disposición de algunas naves, sino el grave agujero de la pérdida del secreto, por el que hace aguas todo el proyecto. Son los espías, que pululan en Madrid lo mismo que en Lisboa, y el estado de la mar los que van a ganar o perder esta guerra, porque los ingleses no nos darán ocasión de trabar combate entre tripulaciones, donde nuestros infantes tendrían ventaja asegurada.

Si los ingleses conocen con exactitud nuestras intenciones, esa debería ser la razón definitiva para extremar el acopio suficiente de todos los recursos que la invasión necesita.

Hace pocos días, a poco de enfermar, el rey me envió una reprimenda por carta porque la Armada aún seguía en puerto. «Os encargo y mando expresamente —decía— que luego sin perder hora hagáis poner a punto toda la armada que tenéis en Lisboa». Y con la tajante misiva, su majestad tuvo a bien enviarme al conde de Fuentes, don Pedro Henríquez de Acevedo, para que personalmente supervise cuanto aquí se hace e informe cumplidamente de ello a don Felipe. Algo que no me molestó porque entiendo que el rey tendrá razones para hacerlo, pero ni mil condes de Fuentes que vengan podrán acelerar los preparativos más de lo que yo hago. Así se lo escribí al rey, agradeciéndole la merced de enviar al conde para entender el estado de la Armada, y reafirmando que, en cuanto llegara el dinero para pagar a los hombres de los barcos, podría hacerme a la vela con el primer buen tiempo que Dios diere.

Fuentes vio lo mismo que yo, y entre nosotros no hubo disputa. Mal podría haberla, puesto que los hechos que os he expuesto están a las claras y no admiten debate: faltan mareantes y compañías, algunas naves son defectuosas, hay problemas con la munición y la artillería y el dinero no alcanza.

Ahora que os he dicho todo esto, creo haber aligerado un tanto la tensión de estas últimas semanas, pero sobre todo he aliviado mi conciencia al advertiros del grave daño que nos amenaza por las filtraciones del espionaje enemigo, por si vos desde ahí podéis tapar esa grieta que nos traga.

Últimamente, después de las purgas y sangrías que me han practicado los médicos, me siento algo mejor y con poca calentura, y así espero en Dios de poder servir al rey en esta jornada, pero si no fuese servido que mi enfermedad pasara adelante, he suplicado a don Felipe que encargue de la Armada a mi hermano don Alonso, que combatió en Lepanto y ha participado como mi lugarteniente en muchas acciones, y por su experiencia daría muy buena cuenta de todo lo referente a la gran empresa que se avecina.

Esta carta os llegará por mano del capitán don Francisco de Cuéllar, que es hombre en quien confío mucho, y al que ya he empleado en misiones secretas en la campaña de Portugal y en el Mediterráneo, todas cumplidas con mucha satisfacción por mi parte. No dudéis en utilizarle si lo estimáis oportuno, pues es persona fiel y discreta, muy apto para encargos ocultos.

Os suplico que destruyáis esta carta una vez leída, pues todo lo que en ella va es confidencial y para vuestro solo conocimiento, y por nada del mundo querría que por algún extraño avatar cayese en otras manos que no fueran las vuestras.

Nuestro Señor guarde a vuestra excelencia como deseo.