CUÉLLAR

Así pues, yo escribí dos relaciones. Una que envié a Juan de Idiáquez, que me había salvado de morir ahorcado en la Armada, y otra, más breve y doméstica, que escribí en memorial al duque de Parma, y en la que informaba a grandes rasgos de mi periplo de desgracias.

De la relación secreta que envié a Idiáquez, estuve casi un mes esperando respuesta. Entretanto, mataba el tiempo vagando por el puerto de Amberes, viendo el ir y venir de los barcos por el Escalda, disputando en las timbas, durmiendo en habitaciones prostibularias con las putas de turno y atiborrándome de cerveza en las muchas tabernas de esa ciudad, que tan mal dejamos los españoles tras el saco y el incendio de hacía unos años, cuando los tercios amotinados la pasaron a cuchillo.

El gobernador Farnesio me entregó algunas pagas atrasadas para remediar mi penuria y prometió emplearme pronto en su ejército. Mientras tanto, quedé en situación de capitán entretenido, con sueldo y sin mando, hasta disponer de compañía propia.

Con el paso de los días, mis desgracias fueron quedando olvidadas, pues la guerra imponía a todos nuevas noticias de miserias, y los malos recuerdos se esfumaban en el horizonte de la larga contienda de Flandes, que parecía no tener fin ni otro objetivo que no fuera traer la desdicha general a todos. A unos, los soldados del rey, por obligación, y a otros, la gente flamenca, por imposición. Ellos y nosotros en la misma barca, dándonos de cuchilladas, mientras la corriente arrastraba la embarcación donde íbamos todos hacia el precipicio, con gran alegría de Francia e Inglaterra, que lo embrollaban todo y jaleaban desde la barrera. A veces me parecía que era como si ya hubiera muerto, y todo lo que me tocaba vivir en presente fuera un aditamento, un regalo que me privaba de cualquier queja sobre mi destino.

La cicatrización que el tiempo imponía a los padecimientos en Irlanda había dejado en mi ánimo un poso de amargura y descaro que me convertían en hombre irascible y quisquilloso, propicio a la rencilla por un quítame allá esas pajas, por momentos bravucón de tabernas en las que solía rememorar en voz alta y desafiante las cuitas pasadas, a cambio de alguna jarra de borgoña, para asombro de bisoños y solaz de los veteranos que las comentaban entre risotadas soeces, aunque ninguno osara ponerlas en duda, pues ahí hubiera tenido que vérselas con mi espada.

La herida de la pierna había mejorado gracias a los cuidados y mejunjes de un físico sefardita que me atendió por recomendación de Farnesio, aunque de entonces me quedó una leve cojera que arrastro y me causa dolor en las noches frías.

De esta forma monótona pasaban mis días, alejado del teatro de la guerra, que por entonces se libraba en tierras de Zelanda y en la frontera flamenca con Francia, cuando un correo venido de España, sin darme razón alguna del remitente, me entregó en mano una carta sellada que me sacó de la modorra. Esa tarde yo le daba al naipe en una cervecería mugrienta cercana al puerto; un sitio de gente ruda y pendenciera, propicia al robo y la cuchillada, producto del ambiente embrutecido de la guerra, pero que a mí —después de lo sufrido en Irlanda— me parecía un parvulario de maldades y peligros.

Ansioso por leer la carta, y por no abrirla en tan sórdido lugar, caminé hacia la buhardilla donde por entonces me aposentaba, no lejos de la plaza mayor de la industriosa ciudad que nuestros amotinados habían arrasado a fuego y degüello.

Con la mente aún un tanto embotada por el vino, rompí el lacre y desdoblé el mensaje, escrito en papel de calidad y plegado en ocho partes.

La carta venía cifrada y para cualquier mirada ajena solo era un galimatías de letras y números. A la luz de un candil, sobre la mugrienta mesa de la miserable habitación, a la que llegaban los olores de fritanga y el vocerío de los pisos bajos, escribí el criptograma ininteligible del mensaje en una hoja en blanco que arranqué de uno de los pocos libros que conmigo tenía.

Con Idiáquez tenía concertada una cifra sencilla y muy fácil de recordar y usar, una vez conocida la palabra clave, que era CIERTO. La cifra era la ideada por el diplomático francés Blaise de Vigènere, consistente en un sistema polialfabético de sustitución múltiple, en el que cada letra del criptograma se descifraba según las coordenadas de una tabla de caracteres cuadrada, aplicando sucesivamente la clave empleada, con las letras de la clave en la columna de la derecha.

El criptograma decía:

JSVJYAGKWELDNLJDLHYEEBOAL

Que aplicando la clave dejaba en claro el siguiente mensaje:

LÁZARO IRÁ VEROS NUEVA MISIÓN

Quemé el mensaje de Idiáquez y durante unos días quedé a la espera de Lázaro, hasta que recibí una misteriosa nota, que me entregó en la calle un rapaz que pedía limosna. En ella aparecía una dirección, una fecha y una hora, y la firmaba Lázaro.

A la hora convenida, en el reservado de una taberna de las afueras de Amberes donde estábamos los dos solos, al calor de una chimenea de leña bien atizada, me encontré con el contacto de Idiáquez, que se acercó a mí y se presentó con el nombre en clave anunciado.

Era un hombre de unos cuarenta años, alto y enjuto, de mirada inquieta y un tanto felina, con un destello de preocupación permanente marcado en el ceño fruncido y las muchas arrugas que le surcaban la frente.

Entre jarras de buena cerveza hablamos largo rato. Lázaro se presentó como un antiguo profesor de Oxford, sacerdote jesuita que había conocido a Edmundo Campion, «un hombre santo», dijo, y había podido huir al seminario inglés de Reims y luego pasar a Flandes.

Le confesé mi ignorancia sobre el tal Campion, pues nunca había oído antes ese nombre. Con los ojos brillantes y voz entrecortada por la emoción de unos recuerdos sin duda dolorosos, me relató la vida y martirio de Campion, orador y escolástico brillante, protegido del conde de Leicester y nombrado Prorrector de Oxford, en tiempos en los que todavía el partido católico era mayoritario en esa universidad, la más famosa de Inglaterra.

—Era un buen católico —aclaró Lázaro— y se refugió en la oración y el estudio de los padres de la Iglesia, pero la tormenta anglicana le fue poco a poco postergando, y en vista de eso decidió pasar a Dublín, donde las leyes contra los católicos eran menos estrictas que en Inglaterra.

—Puedo hablaros mucho del fanatismo de esos luteranos ingleses —dije—. Fui náufrago de la Gran Armada y lo he sufrido en carne propia. Nos persiguieron con saña y no hacían prisioneros.

—Sabréis bien de lo que hablo entonces. Cuando el papa dictó la bula de excomunión contra la reina Elizabeth, que liberaba a sus súbditos de la obligación de obedecerla, arreció la persecución contra los católicos, que pasaron a ser sospechosos de conspirar contra el Estado. Campion, entonces, abandonó Irlanda y desde Londres consiguió escapar al colegio inglés de Douai, donde se preparaban los sacerdotes que deberían más tarde restaurar la fe católica en Inglaterra. Allí se ordenó y tras peregrinar a Roma y Bohemia ingresó en la Compañía de Jesús.

—Inglés y jesuita, como vos.

—Sí, pero él mucho mejor que yo. Campion regresó en secreto a Inglaterra con otros dos de sus compañeros de orden. Viajaron disfrazados de gente normal, nada de sotanas, por supuesto. Pero los espías de Walsingham estaban al tanto y los vendieron en cuanto pisaron tierra inglesa. Lo sabían todo, nombres y fechas. Con ropas de mercader, el padre consiguió llegar a Londres en un bote por el Támesis. Yo estaba allí en esos días y pude hablar con él. Era un hombre entregado a la causa de Dios, en paz consigo mismo a pesar del peligro continuo en que vivía. Cada hora que pasaba era un riesgo de muerte, y por todas partes los católicos vivían acongojados y escondidos, con los sicarios de la reina husmeando a su alrededor, como el hurón a los conejos.

Finalmente, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Detuvieron al padre, traicionado por un esbirro de Walsingham que se hacía pasar por católico. Lo encerraron en uno de los calabozos más lóbregos de la Torre de Londres, y la reina Elizabeth ordenó llevarlo a su presencia. «¿Me consideráis la reina verdadera de Inglaterra?», le preguntó. Campion dijo que sí, y entonces ella le ofreció la libertad, con fortuna y honores, si accedía a servirle. Incluso le prometió el arzobispado de Canterbury. «Soy vuestro vasallo, mi reina, pero soy católico».

—Hombre de mucho valor, sin duda, por lo que me contáis —dije—. Hubiera combatido bien en la Gran Armada.

—No era hombre de armas, sino de fe.

—¿Cómo acabó?

—De forma terrible. En vista de que no cedía a los ofrecimientos, lo torturaron para que denunciase a otros jesuitas o a los católicos que conocía. Pero ni un solo nombre salió de su boca. Para más escarnio, la reina mandó que se le hiciera una farsa de juicio junto a otros jesuitas. Todos, condenados a la horca, pero antes de morir fueron descolgados, se les cortaron las partes inferiores y les arrancaron las entrañas para ser quemadas, antes de cortarles la cabeza y ser descuartizados.

Disfrazado de criado y mezclado con el gentío, logré ver el martirio de mis compañeros. Eran tres y era el 1 de diciembre, hace ocho años. Llovía a mansalva. Cuando lo sacaron de la Torre, Campion sonreía y saludó a todos. Oír el murmullo de su voz, me estremeció. Lloré, aunque hube de disimular las lágrimas ante aquella muchedumbre de caníbales. «Dios os salve, caballeros, y os haga buenos católicos», dijo. Fue su despedida última.

A él y a los otros dos los ataron a un rastrillo tirado por un caballo, y los arrastraron lentamente por el barro, bajo la incesante lluvia, hasta que llegaron al cadalso. Allí le subieron a una carreta al pie de la horca. Él mismo se puso la soga alrededor del cuello, y entre la multitud congregada, algunos energúmenos todavía le gritaron que pidiera perdón a la reina. Enseguida retiraron la carreta y los tres cuerpos quedaron colgando. Todavía conscientes, el verdugo cortó las cuerdas para destriparles y cumplir así el resto de la sentencia.

Al relato de Lázaro yo hubiera podido añadir otros tantos de mis compañeros de la Armada que igualaban el martirio de aquellos jesuitas, pero la tarde iba cayendo y hube de avanzar en el asunto que motivaba el encuentro sin más rodeos.

—¿Qué tenéis para mí? —le pregunté.

Lázaro, sofocado por los malos recuerdos, vació su jarra de cerveza antes de pedir enseguida otra y serenarse un tanto. A pesar de sus manos, blancas y finas, que seguramente nunca habían empuñado un arma, su gesto era firme y percibí en él una voluntad tenaz de lucha, de hombre obcecado por el ideal que se había marcado. Recobrado el aplomo, parecía dispuesto a emular a su admirado maestro.

—Empezaré por el principio —declaró—. Hace poco que un capitán inglés llamado Richard Fenton, que pertenecía al ejército del coronel Stanley, vino a mí en confesión. Muy pesaroso de su pasado, me dijo que había sido espía de Walsingham en España, fingiendo ser mercader de vinos, y ayudó a sacar del país unos papeles secretos de Antonio Pérez, el secretario del rey ahora en prisión.

Hizo una pausa, para observar el efecto de estas palabras, que yo asimilé con gesto de fingida indiferencia. Su castellano era correcto, aunque con inequívoco acento extranjero.

—Pero el barco que llevaba esos papeles —prosiguió— naufragó en su rumbo a Inglaterra. La tempestad lo desvió a la costa de Irlanda, y cayó en manos de Grace O’Malley, la mujer pirata. Quizás hayáis oído hablar de ella en el tiempo que estuvisteis en la isla.

—Algo he oído, en efecto. Aunque más bien lo tomé por leyenda.

—No hay tal, que es mujer de carne y hueso y muy brava. Una hija del demonio, sin duda.

—Vos sois el experto en diablos —bromeé—, pero antes de proseguir, habladme de ese coronel Stanley. Os confieso que no sé nada de él.

Lázaro me puso al corriente sobre el personaje en pocas palabras, sin pretender esconder la admiración que le inspiraba.

—Sir William Stanley, conde de Derby, es hijo de un noble inglés y ahora manda al regimiento de irlandeses bajo las banderas de España en Flandes. Hombre notable donde los haya. Sirvió en Irlanda con las fuerzas de ocupación inglesas y se distinguió tanto en la represión de los irlandeses que la reina Elizabeth lo envió, hará unos tres años, a Flandes con el conde de Leicester en ayuda de los neerlandeses rebeldes. Pero cuando llegó a esta tierra, hará un par de años, se pasó a los españoles y desde entonces lucha integrado en el ejército de Farnesio.

—¿Así, de la noche a la mañana cambió de bando? Algo insólito, en verdad.

—Cierto, pero la cosa no fue por milagro. Cuando Stanley pasó por Londres, al regresar de Irlanda, algunos de mis hermanos jesuitas se le acercaron y supieron hablarle, incluido su propio hermano, que desde hacía tiempo era ya miembro en secreto de la Compañía. Fue una labor de conversión fructífera. Ellos le pusieron en contacto con Bernardino de Mendoza, el embajador en París, que hizo el resto por medio de sus agentes.

—El famoso don Bernardino y sus consumadas dotes para la inteligencia —bromeé.

—Los hombres de Stanley le seguirían al infierno. Ninguno lo dudó cuando cambió de bando. El refuerzo que supuso esa deserción de la tropa irlandesa permitió a Farnesio tomar la plaza fuerte de Deventer, que Stanley custodiaba, sin disparar un solo tiro. Los ingleses quedaron muy chasqueados con la pérdida de esa ciudad.

—Por lo que tengo visto, los irlandeses luchan bien y son valientes, aunque algo desorganizados —dije—. Solo necesitan buenos oficiales. En la Gran Armada iban unos cuantos que embarcaron en Lisboa, dispersos en varios barcos, y algunos fueron náufragos en su propio país cuando se produjo el desastre. Para ellos tampoco hubo piedad.

—Decís bien. Aunque bravos, su forma de luchar cuerpo a cuerpo con espadas anchas no se ajustaba al sistema de combate español. Tuvieron que adaptarse a pelear con picas en escuadrones, pero ahora están muy integrados y Farnesio los aprecia. Cuando se preparaba el salto a Inglaterra y la Armada estaba en el Canal, se dirigieron a Dunkerque para el embarque, y fracasada la empresa, han vuelto al interior de Flandes, donde ya son veteranos. He oído, incluso, que Stanley ha pedido al rey don Felipe preparar otra Armada en Lisboa para intentar de nuevo la invasión de Inglaterra. Pido a Dios que le ayude en el empeño.

No tardamos en pasar a lo fundamental de aquel encuentro.

—El hecho es —dijo— que cuando Fenton confesó aquello, le recomendé que informara inmediatamente a Farnesio. Yo no podría hacerlo, por el secreto de confesión, sin su consentimiento. Pero él me lo dio. Por eso os lo cuento.

—¿Y habló con Farnesio?

—Claro, y yo también. Fue el gobernador quien informó al secretario Idiáquez. Aunque no fue el único informante —sonrió el inglés.

—¿Sabe Farnesio de esta entrevista que tenemos ahora?

—El gobernador tiene su propio servicio de espionaje, dedicado a los asuntos de Flandes. No todo lo que él sabe llega a Madrid.

—Esferas distintas.

—Podríais expresarlo así. Tengo algo para vos.

Lázaro me entregó un billete sellado y lacrado, firmado con la contraseña correcta de Idiáquez, que leí con rapidez. Una E y una M mayúsculas, seguramente abreviatura de «Espía Mayor», aunque ese era un título que oficialmente el secretario del rey no poseía.

La nota era muy breve. Solo decía que, para obtener «ciertos papeles», debía seguir las instrucciones de Lázaro, quien tenía orden de ayudarme en todo. Cuando terminase el trabajo, yo debía volver a Madrid y tratar solo con EM de lo conseguido.

—Ahora debéis destruir el billete —dijo el jesuita.

El fuego de la chimenea engulló la nota, que crepitó unos segundos antes de reducirse a pavesas. Durante unos instantes ambos quedamos mirando fijamente las llamas sin hablar, hasta que pregunté.

—¿Qué contienen los papeles?

—No lo sé a ciencia cierta. Supongo que secretos de Estado. Cuando estuve en la corte hace poco —reveló el inglés— la prisión de Antonio Pérez era tema de conversación general, sobre todo entre los nobles. Del registro que hicieron en casa del antiguo secretario, los alguaciles sacaron dos baúles cargados de documentos, pero todo el mundo supone que Pérez todavía guarda en su poder los principales, que si salen a la luz harán mucho daño a la corona. ¿Habéis seguido el caso?

—Lo suficiente —dije, por no querer entrar en detalles.

Pensé que el jesuita no los necesitaba, pero lo cierto era que tanto por las confidencias de don Álvaro de Bazán en Lisboa, como por lo que don Juan Idiáquez me contó en Madrid, yo conocía bien el caso y la importancia de esos documentos inéditos que Pérez atesoraba como seguro de vida. «Atañen a mucha gente importante que ha medrado con las corruptelas de Pérez», me había dicho don Juan. El mismo Farnesio, por lo que deduje, había realizado negocios provechosos con el privado caído en desgracia. «Quizá por eso —piensa Cuéllar—, el gobernador de Flandes no tenga mucho deseo de que esos papeles ocultos se recuperen. Eso explicaría que Idiáquez lo hubiera puenteado en esta ocasión, y fuera Lázaro, y no Farnesio, el mensajero», inquirí.

—¿Qué pasa con la princesa de Éboli?

—Sigue encerrada en su palacio de Pastrana. Un encierro riguroso, pero quizá no lo suficiente para que entre ese perro de Walsingham y ella…

—¿Insinuáis…?

—Sí. Por lo que averigüé, el mismo don Juan de Idiáquez también lo piensa, aunque nada ha podido demostrar hasta ahora. Pero le preocupa mucho que el celador de la princesa, un tal Samaniego, si recuerdo bien, no se recate en declararse partidario entusiasta de Pérez. Además, mantiene buena relación con el duque de Medina Sidonia, a quien, dicen, debe favores. Todo Madrid parece saberlo. Pero hablemos de vos ahora, que es lo importante.

—Recuperar los papeles, poca cosa —ironicé—, y además en Irlanda. Un país que me juré no pisar nunca.

—Un país que ahora conocéis, seguramente, mejor que cualquier otro español. Además, habláis un poco de inglés y de gaélico.

—Parco mérito es mi experiencia. Sufrir no siempre aporta conocimiento, solo amargura. A fuer de sincero, creo que la misión es descabellada. La isla está infestada de soldadesca inglesa. Llegar hasta esa O’Malley puede ser un milagro. ¿Cómo localizarla? ¿Qué sabéis de ella? ¿Con qué medios? ¿Qué ayuda puedo esperar de vos?

Eran preguntas vitales a las que el jesuita fue dando respuestas que yo almacené en mi cerebro. El dinero, quedó claro, no sería un problema, y los recursos de Lázaro, por medio de una pequeña pero eficiente red de agentes que manejaba en Flandes, eran mayores de lo que pude imaginar.

Poco a poco, y durante varias horas, fuimos trazando planes, hasta que ya muy entrada la noche, acabamos agotados y ahítos de cerveza. Decidimos salir por separado por una puerta trasera que daba a un callejón oscuro. Y a punto de despedirnos, le dije:

—Solo tengo una duda.

—Decid.

—¿Por qué el rey no ha matado ya a Pérez? Tarde o temprano esos papeles del traidor caerán en manos extranjeras, si no lo están ya, para desgracia de España.

—Los caminos del Señor son inescrutables —me dijo Lázaro.

Luego abrió la puerta del reservado y desde el ventanuco de la estancia le vi desaparecer por el lóbrego callejón, embozado en la capa y con el chambergo calado hasta las cejas.