FARNESIO A JUAN DE IDIÁQUEZ
Bruselas, mayo de 1588
Cuando el rey me pidió un plan mínimo para la invasión, hará de esto dos años, puse como condición necesaria que se respetara el absoluto secreto de la operación para asegurar la sorpresa.
Además, le dije que debería quedar garantizada la defensa de Flandes de la mejor manera, que consistía en tener a los franceses ocupados en su guerra civil de religión, ayudando generosamente al duque de Guisa, el jefe del bando católico, contra los hugonotes y sus partidarios declarados.
Aparte de esto, naturalmente, teníamos que contar con una fuerza capaz de conquistar Inglaterra, con los medios precisos para su transporte por mar, el apoyo de una armada y el avituallamiento necesario antes y después del desembarco.
Pronto me desengañé del cumplimiento del primero de los requisitos: mantener el secreto es algo punto menos que imposible de realizar en una empresa de tamaña envergadura en la que intervienen muchos países y para la que se hacen aprestos en lugares tan diferentes como Hamburgo, Dalmacia, Italia, España, Borgoña, el Imperio, Flandes y los puertos de la Liga Hanseática.
Es ilusorio preparar máquina de guerra tan grande a puertas cerradas y con tanto disimulo sin que por alguna vía no trasluzca, pues sería grave fallo suponer que nuestros enemigos en Holanda y Zelanda, continuamente avisados por sus espías en Europa y hasta en esta misma corte, dejaran de descubrir lo que con los ojos estaba claro. Así es que no veo cómo hubiera sido posible mantener la esperanza de asegurar lo que la razón podía fácilmente predecir que sería un secreto a voces. Descartado esto, la seguridad habríamos de buscarla por vía armada tan directa y osada que el enemigo, aun conociendo nuestros planes, no pudiese frenarlos o impedirlos.
Para las levas de soldados resultaba, además, obligado anunciar la motivación y el fin del reclutamiento, y aunque en principio se dijo que se trataba de rehenchir los tercios, pronto cupo deducir el verdadero motivo, pues todo el mundo daba por seguro, y más tras la muerte de María Estuardo, que España respondería pronto a las provocaciones de Inglaterra, empeñada en atacar a la Monarquía Católica en sus posesiones de ultramar y en los Países Bajos, donde mayormente nos jugamos el dominio de Europa y la contención de Francia. A partir de la intervención directa del ejército inglés en Flandes, la guerra con Inglaterra la hubiera previsto hasta un niño.
Así pues, tocante al secreto, el cual tengo por punto sustancial de la empresa, paréceme que será dificultosísimo de guardar, y más tratándose de alianzas, en especial las que se negocian con el papa en Roma, por las adherencias particulares que tienen los de aquella corte, sin olvidar que los manejos diplomáticos en Francia y Alemania habían de llegar forzosamente a noticia de muchas personas.
Mantener un secreto que pasa por tantas manos es tarea imposible, y los muchos y grandes preparativos de guerra es fuerza que los descubra el enemigo que está a la mira. Eso le concede tiempo y ocasión y lugar de apercibirse, lo que sin duda hará la reina inglesa en prevención de la defensa de su reino.
También fueron indicios claros para los espías enemigos la elevación a cardenal del inglés William Alien, con idea de que fuese nombrado legado pontificio en Inglaterra una vez conquistada; y un presagio semejante supuso que el papa de Roma me concediera el estoque y capelo que los pontífices solo suelen dar por señal de estimación y afectó a los generales de la nueva cruzada.
Es así como, despreciando los indicios que fácilmente se barruntan, se echan a perder los secretos.
La ocasión de esta carta, por si no lo habíais averiguado ya con vuestro agudo entendimiento en estas cuestiones, es tratar de vaciar la memoria; pues cuando algo de gravedad se queda en ella sin darle escape, permanece dentro de la mente como un colgajo molesto que enturbia el raciocinio y amarga el pensamiento.
Lo único que en realidad podemos ocultar ahora es el momento y la forma de ejecutar la empresa, haciendo correr la voz de que los preparativos son para finalizar de un golpe con la rebelión de Flandes, sin publicar manifiestamente el intento y dejando caer que el gran número de barcos en Lisboa se emplearían para nuevas conquistas en las Indias, y para recobrar en esas tierras los fuertes y lugares tomados por el inglés, y de paso despejar la Mar Océana de piratas. Otro disimulo podría ser divulgar que la jornada es para Irlanda y pretende ayudar a los irlandeses rebelados contra la reina inglesa, y esto no anunciándolo claramente, sino dejándolo verter con sutileza, como secreto penetrado de curiosos, que así se creerá mejor.
Encarezco mucho —y así se lo he dicho al rey— que disipemos los temores de Enrique III de Francia de que el aparato de tierra y mar que preparamos vaya contra él, para ayudar a la Liga Católica o reconquistar Calais. El rey francés tiene ciertamente razones para creer que, aparentando atacar a Inglaterra, el verdadero propósito sea atacar Francia, pues en esa corte saben que aquí en Flandes estamos al borde de la victoria, y no necesitaríamos reforzar el ejército con nuevas levas para lograrlo.
Además, el francés sospecha erróneamente que la Armada con dificultad podría ir contra Inglaterra, porque España no tiene puertos donde asegurar sus bajeles de las tempestades furiosas en estos mares, mientras que la reina Elizabeth posee los de Holanda y Zelanda. Y sería temeridad enviar una flota poderosa, expuesta a peligros manifiestos y terribles accidentes, mientras se mantienen abiertas —como bien sabéis— conversaciones de paz con Inglaterra desde febrero, y los delegados del gobierno de Elizabeth, presididos por el conde de Derby, se preparan a venir a Flandes a conferenciar con una delegación que yo mismo encabezaría, aunque dudo de que —si los acontecimientos se precipitan— tal encuentro pueda tener lugar. Una ruptura que intentaré evitar, pues las instrucciones del rey son de mantener las conversaciones vivas el mayor tiempo posible sin alcanzar ningún acuerdo, para entretener y enfriar a los británicos y dar tiempo a la preparación de la expedición encubriendo su intención verdadera.
Por mi parte, sigo procurando pregonar lo menos posible la formación y reunión de las tropas que irán a Inglaterra. Al solicitarlas, pido que las banderas vengan reforzadas y no traigan muchos oficiales que llamen la atención y se acoplen a sus unidades con el menor ruido. Pero no deseo que con los nuevos refuerzos se cree otro tercio y se haga nombramiento de otro maestre de campo, ya que sería superfluo y daría que hablar.
Doy por sabido, por los informantes que desde aquí manejo, que la reina Elizabeth está enterada de cuanto ocurre en Flandes y en España por sus espías y la interceptación de despachos, pues al menos siete de mis correos a España por vía terrestre han desaparecido sin dejar rastro, salvo uno que apareció estrangulado y semienterrado en las afueras de Orleans, camino de España, sin que los papeles que llevaba se hallaran.
La trama de informadores ingleses es digna rival de la nuestra, pues cuenta con muchos descendientes de judíos expulsados de la Península y con los partidarios del prior don Antonio de Crato en Portugal. Ellos conocen día a día los preparativos de la empresa en Lisboa, y envían informes muy completos sobre los navíos, armas y provisiones destinados a la Armada.
Como muestra diré que pocos días después de fallecer el marqués de Santa Cruz se informó en el parlamento inglés de que nos preparábamos a invadir Inglaterra con 380 velas de España, 70 galeras de Venecia y Génova, una galeaza del duque de Florencia, 12 000 hombres sostenidos por el papa, y 18 000 por el clero y la nobleza de España, y que de ellos eran 10 000 de caballería. Y el verano pasado supimos que Drake había escrito a Londres que, gracias a unos prisioneros que había capturado en la costa española y sometido a tortura, sabía que eran muy grandes los preparativos que ya se estaban realizando contra Inglaterra, suficientes para sustentar una armada de 40 000 hombres por un año.
La telaraña inglesa en Flandes es tan importante que extiende sus tentáculos hasta el seminario de Douai, en el Franco Condado, ocupado mayormente por exiliados católicos ingleses, de los cuales no podemos fiar mucho, pues están muy infectados de espías enviados por el servicio secreto de Walsingham.
En la actualidad no tengo reparo en admitir que he perdido gran parte de mi confianza en el proyecto, precisamente por no poder contar con el factor sorpresa, y estoy convencido de que sería mejor concluir la paz con los ingleses, aunque no es seguro que ellos la quieran.
De este modo acabaríamos las miserias y calamidades de estos afligidos estados de Flandes y la religión católica quedaría restablecida en ellos sin arriesgar la gran armada que el rey tiene preparada, y escapando tal vez del peligro del desastre que sería el fracaso en la conquista de Inglaterra, que podría poner en peligro lo ganado en Flandes.
Si los preparativos de la empresa se hubieran llevado en secreto, lo cual era vital, podríamos, con la ayuda de Dios, haber esperado con más confianza la victoria, pero las cosas no están como las deseamos; y no solo han tenido tiempo los ingleses en armarse por tierra y mar y formar alianzas con Dinamarca y con los protestantes de Alemania, sino que los franceses han tomado también sus medidas para frustrar nuestros golpes.
La imprudencia de cantar victoria antes de batallar hizo que los enviados ingleses tuvieran conocimiento de un escrito del cardenal Alien en el que se incitaba a la rebelión en Inglaterra. En él se me señalaba con seguridad como jefe de la fuerza que habría de invadir ese reino, algo que mis desmentidos no han podido borrar y ha dañado gravemente el proceso de las negociaciones en curso con los ingleses, en el que ya ni ellos ni nosotros creemos, pues tantas señales existen de que los preparativos se hacen solo contra Inglaterra que no queda lugar alguno para la duda. Y es de suponer que, amenazada la reina Elizabeth de tan fiera tempestad como se aproxima, se disponga a poner todos los esfuerzos necesarios para que la tormenta no le caiga encima desprevenida.
Descartada ya toda posibilidad de disimulo, tuve que informar a Enrique III de Francia porque no sospechase que íbamos contra él, pues estaba mal informado por los malsines y cizañeros que tanto abundan en todas partes.
En suma, aunque el rey haya ordenado que los preparativos de la Jornada de Inglaterra sigan su curso hasta el final, el secreto de la operación ya no existe, y solo queda ocupar las zonas de reunión de las compañías listas para el embarque, ante la inminente llegada de la Armada al Canal, sin arruinar por completo las negociaciones de paz para crear al menos cierta confusión en el adversario, y en esto seguimos a la espera.
La exigencia de conquistar un puerto donde la Armada pudiera refugiarse en caso de necesidad tampoco se ha concretado. Yo propuse Flesinga, pero nada se ha hecho, y la conquista de Sluys, aunque ayuda en algo, no allana el obstáculo porque este puerto no puede albergar grandes galeones como los que lleva la Armada. Eso nos deja con dos puertos de embarque: Newport y Dunkerque, este último para la infantería española e irlandesa y la caballería, quedando Gravelinas como zona de reunión final, aunque temo —como ya he reiterado— que también este plan sea tan conocido por el enemigo como por mí mismo, lo que nos deja huérfanos del secreto, tan sustancial como las armas para asegurar el triunfo en esta guerra.
Recelo también, y con esto termino, de que esta ausencia de sorpresa pueda desbarajustar el engranaje de la maquinaria de invasión, con tanto esfuerzo fabricada, y habrá que ponerlo todo en las manos de Dios.
Con Él quedad, y guarde Nuestro Señor a V.md.[1] como yo deseo.