CUÉLLAR
El mar, brillante ondulado de verdes y espumas blancas mecidos por el vaivén del oleaje, envuelto en la luz difusa, triste y agonizante de la tarde.
En la proa del filibote, cara al viento afilado, cortante, bajo la fina lluvia, con los pies bien asentados en sus botas de cuero sobre la tablazón de la cubierta, Cuéllar divisa una fina línea oscura pegada al horizonte.
«Aquello es Irlanda», le dice el patrón del bajel, que cada día que pasa desde que salieron de Dunkerque parece estar más nervioso, como si sintiera el miedo por la proximidad de una tierra extraña, en la que no desearía poner pie, y a la que ha navegado siempre con la precaución del domador de serpientes, pues conoce, como el propio Cuéllar, lo traicionero de esas aguas. Esta vez, al menos, no tocará tierra. Las instrucciones son desembarcar en solitario, en un bote, en un lugar que le indicará una hoguera en lo alto de un acantilado. Es la señal convenida con Grace O’Malley, la mujer pirata (Granuaile, la llama Hans, el patrón del filibote), para que sepan dónde largar el esquife. Y luego que sea lo que Dios quiera.
El capitán Cuéllar no puede alejar de su mente funestos presagios, y eso a pesar de que es un hombre valiente, un superviviente de batallas, peleas y escaramuzas por medio mundo, incluyendo el desastre mayor de todos con la Armada, la pesadilla que aún permanece larvada en su ánima, como un gusano del que ya no se desprenderá el resto de su vida.
Pensándolo bien, él no debería estar ahora ahí, rodeado del mar que detesta, en este atardecer empapado de lluvia fina que se derrama sin apenas ruido sobre el pequeño barco que el jesuita Lázaro ha contratado en Amberes, con veinte de tripulación, para acercarle al punto en que la pesadilla, está seguro, revivirá.
Lázaro le ha impartido avisos y consejos antes de zarpar. Otra vez hablaron largo rato, bajo el cielo perpetuamente nuboso y gris de Amberes, revisando detalles y barajando posibles.
Eso fue después de que el capitán se entrevistara a solas con Farnesio en el palacio del gobernador, que solo al final fue informado de los entresijos de la operación y le entregó una bolsa grande y pesada de escudos de oro, para que el dinero ablande, en lo posible, las inclemencias que le esperan. La mitad de las monedas van ocultas en el cinturón de cuero negro del que cuelga su fiel compañera, la espada, o cosidas en un falso bolsillo de la camisa. Eso hace más manejable el resto de los escudos que todavía guarda en la bolsa, firmemente amarrada al jubón.
Aunque Farnesio es hombre de pocas palabras, no las ahorró para dorarle la píldora de la forma que es habitual en estos casos. Le dijo estar muy impresionado por el relato de su odisea en Irlanda. «El rey y yo mismo —añadió— os agradecemos este rasgo de valor al regresar al infierno de vuestras penas. Bien a las claras veo que sois un buen soldado, y sin duda tendríais cabida en mi ejército, el mejor del mundo. Contad con una buena recompensa al término de la empresa, pese a que no podré reteneros en Flandes, pues las instrucciones son que debéis regresar a España. Idiáquez quiere veros. Los papeles que desea, en caso de que los consigáis, deberán ir con vos, y en caso extremado, mejor destruirlos que en manos extrañas, ya lo sabéis».
Aunque ya me lo había revelado el jesuita, pregunté a Farnesio si había previsto algo para mi salida del avispero de Irlanda, la vía de escape a una Castilla que llevaba ya tres años sin ver. Una España que añoraba tanto como el secano al agua. En realidad, lo que yo deseaba era volver a Madrid o al pueblo de Segovia que me vio nacer y me dio nombre, y allí descansar de trabajos y años de armas, que eran muchos, demasiados.
—En la primera semana de cada mes —siguió diciendo Farnesio— hay una urca genovesa que sale del puerto de Galway hacia Sevilla. Son comerciantes avezados que hacen esa ruta desde hace años. Al capitán, señor Humberto Pandolfi, debéis dirigiros. Le daréis vuestro nombre en clave: «Centauro», y él os dará seña con la palabra «Jerusalén». Está informado de llevaros y os traerá de vuelta.
—¿Lo conocéis en persona? —pregunté.
—Sí. Delgado, alto, de pelo y barba claros. Le falta media oreja derecha, recuerdo de un mal encuentro con piratas hugonotes.
—¿Qué haré si no lo encuentro?
—Si por alguna causa no estuviera en el barco o sospecharais una trampa, intentad salir de Irlanda como podáis. Tratad de llegar al menos a Francia, y desde allí avisar o poneros en contacto con don Bernardino de Mendoza en París.
—¿Es voluminoso el fardo de papeles que he de traer?
—Un cofre mediano, según creo. Puede que necesitéis ayuda para transportarlo hasta el barco. Actuad en todo según vuestro criterio.
Mi única ayuda, como ya sabía por Lázaro, era esa mujer, Grace O’Malley, irlandesa y pirata, hija de un noble jefe de un clan, que es como llaman en Irlanda a sus tribus. Una mujer que al parecer tenía autoridad sobre una región llamada Mayo, en la costa donde tantos barcos y hombres valientes de la Armada se perdieron. En otro tiempo, su padre disponía de una pequeña flota de galeras y carabelas y comerciaba con Bilbao y Laredo, y esos barcos ahora los manejaba su hija, solo que esta —más audaz— anteponía el robo en el mar al comercio. Su actividad preferida era el pillaje en la costa o el cobro de impuestos por cuenta propia a los bajeles que pasaban por sus aguas.
—La apodan Granuaile —dijo Farnesio—, que por lo que me han contado quiere decir algo así como «Grace la Calva». Un mote que le viene de llevar siempre el pelo muy corto, para que no se le enrede en los cordajes del barco.
—¿Es mujer hermosa?
—No lo sé, nunca la he visto —rio el gobernador—. Apuesto que debió de serlo. En todo caso, su edad es provecta, debe rondar los sesenta años. Muchos son para una mujer con esa vida.
—¿Por qué nos ayuda?
—Dicen que odia a los ingleses, que mataron a su hijo mayor. El padre Lázaro podrá daros más detalles.
—¿Y su relación con esos papeles? ¿Cómo llegaron a ella?
—Los espías que Lázaro tiene en Irlanda nos avisaron de que el barco en el que los documentos salieron de España fue arrastrado por los temporales a Irlanda y naufragó en la costa. Granuaile lo saqueó a fondo y se quedó con todo el cargamento, bastante valioso, por cierto, con papeles incluidos.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Varios meses, pero los espías de Lázaro avisaron de que hace algunas semanas todavía conservaba los papeles en su poder. Seguramente ella pensaba que no tenían valor hasta que los hombres de Walsingham se interesaron por ellos.
—¿Walsingham? ¿El jefe de espías de la reina hereje? Mal asunto.
—Sin duda es un adversario temible. Tendréis que estar muy alerta. Es posible que sepa pronto de vuestra llegada.
Es así, con medias verdades y halagos, como Farnesio me catapultó a donde estoy ahora. Pero su porte de caudillo y la palpable autoridad que emana de su persona quizás hayan entrado en declive. Por lo que sé ha quedado en entredicho —escuché en los mentideros de Amberes— tras el desgraciado acontecer de la Gran Armada, por no arriesgar a sus tercios y retenerlos en tierra sin intentar la invasión. Habladurías sin sentido, producto de la envidia. Lo que yo viví de cerca fue un caos, un plan descoordinado sin remate posible. Cuando nos atacaron en Gravelinas, si los tercios hubieran salido al mar, habrían perecido ahogados. Lo mismo que nosotros en Irlanda. Toda la flota holandesa los estaba esperando. Un ejército entero bajo las aguas, como el del Faraón en el mar Rojo.
De repente, había dejado de llover.
«Señor capitán, mirad allí», dijo Hans, señalando un punto de la costa con la mano extendida.
Vi el punto luminoso de una hoguera en lo alto de un acantilado cercano, una débil llama y una columna de humo oscuro que se elevaba al cielo.
—¿Lo veis? Si estáis preparado os arriaré el bote.
Ante mí se extendía una pequeña ensenada que daba paso a una playa de guijarros. Se suponía que los que habían encendido aquel fuego verían mi llegada. La posibilidad de que no lo hicieran me revolvió las tripas. Las peores pesadillas de mi naufragio volvieron.
Me despedí de Hans y la tripulación del bajel. Todos me desearon buena suerte, la buena suerte del caballero que ha de enfrentar al monstruo en la cueva. Pero aquí no había otra princesa a la que salvar que no fuera yo mismo. La compasión fría se leía en sus ojos, y seguramente ninguno hubiese apostado ni un maravedí por verme otra vez vivo.
Lanzado el bote al agua, dos de los marineros bogaron con fuerza y nos adentramos en la ensenada. A pocos metros de tocar tierra, salté al agua, casi helada, que me cubrió hasta la cintura. Los remeros dijeron «adiós, capitán», y yo a pasos cortos, con mis pertenencias a cuestas y las algas pegadas a las botas, avancé, intentando no resbalar, hasta pisar los guijarros de aquella cala remota.
Maldije mi locura por haberme dejado conducir como oveja al matadero.
Yo no debería estar allí.