IDIÁQUEZ

En el combate entre los dos secretarios ambos eran conscientes de que solo podría quedar uno. Mateo Vázquez no perdonó y supo remover la conciencia del monarca hasta hacerle sentir despecho por haber sido engañado. A partir de ahí, el rey lanzó su furia contra Pérez y la princesa. Él fue el verdadero motor que puso en marcha el proceso judicial por el asesinato de Escobedo, y el que logró crear un ambiente tan irrespirable en la corte en relación con la autoría del crimen que el rey se vio obligado a poner en marcha el mecanismo judicial. Eso le favorecía enormemente.

El ambiente en 1579 había alcanzado tal tensión entre los dos personajes que dio al rey la excusa para detener a Pérez, y de rebote a la princesa por negarse a la reconciliación. Pérez y Vázquez se cruzaban a veces por los pasillos de palacio y se daban capones para quitarse la gorra el uno al otro.

Alrededor de la muerte de Escobedo se ventiló ante todo el manejo de la política interior y exterior del Estado. Un juego en el que se desataron las ambiciones de todos los personajes de la corte, agrupados en dos grupos de poder. En uno, el de Mateo Vázquez, estaban las casas de Alba, Barajas y Chinchón. Y en el otro, además de Ana de Mendoza, estaban Margarita de Austria (la hija bastarda de Carlos V), el cardenal de Toledo y los nobles y banqueros cercanos a Pérez, y entre estos últimos abundaban asentistas genoveses y judíos conversos, como los Catanio, Grillo, Grimaldi o Lercaro.

Lo más importante, sin embargo, eran los papeles de Antonio Pérez, que no aparecían. Por orden del rey y siguiendo mis instrucciones, los buscó con esfuerzo el conde de Barajas, uno de los pocos en la corte que no se dejaron engatusar por los halagos y los alifafes de la Éboli.

En 1585, cuando los hijos y la mujer de Pérez fueron detenidos, Barajas no solo les negó el confesor habitual (cosa lógica, pues el confesor era también confidente y amigo de la familia), sino que intentó imponerles uno. Aprovechando la prisión, le pidió a Juana Coello todos los papeles de su esposo, amenazándola con que de no entregarlos habría prisión perpetua para ella y su marido «con el pan por onzas».

Fueron esos papeles los que hicieron que el proceso de caída en desgracia de Pérez no fuera instantáneo, sino muy lento.

Solo Mateo Vázquez supo antes que nadie, excepto el rey, que Pérez iba a ser detenido. Pero Pérez tenía otro enemigo a muerte en la persona del juez Rodrigo Vázquez de Arce, que andaba desesperado por el trato de favor que se daba a Antonio Pérez estando preso, porque dejaba sus instrucciones judiciales en entredicho. Esto le ofendía mucho, pues sospechaba que había secretos a los que él no llegaba.

La revuelta de Flandes fue una rebelión nunca vista y oída de súbditos contra su legítimo señor, y eso hizo que no tuviéramos ejemplos que nos sirvieran de referencia para atajarla. Pero desde el principio se fueron perfilando dos soluciones. Una, autoritaria, y otra, más flexible, más partidaria de la diplomacia que de las armas, y para ambas se hacía necesario disponer de un buen servicio de inteligencia, capaz de neutralizar a los rebeldes o al menos contactarlos cuando fuera preciso, que estaba en última instancia en manos del rey, aunque tanto Cristóbal de Moura como Mateo Vázquez o yo mismo dispusimos de mucha libertad de actuación, salvo en lo tocante a pactar soluciones políticas, pues estas pasaban siempre por vía del monarca.

Si el duque de Alba lo fiaba todo a la mano dura (aunque es verdad que en eso obedecía órdenes reales), Alejandro Farnesio prefería las conversaciones antes de emprender la conquista de ciudades y plazas fuertes, y en esto las inteligencias le ayudaron mucho. Con su habilidad consiguió conquistar un número importante de plazas fuertes, aunque las luchas intestinas en la corte de Bruselas minaron con insistencia la efectividad de nuestros espías en Flandes.

En todo siguiendo las instrucciones de don Felipe, nuestros agentes trataron primero de captar a Guillermo de Orange al bando del rey, y al no conseguirlo se decidió declararle traidor a la corona y acabar con su vida. Se ofrecieron 25 000 escudos a quien lo entregase vivo o muerto, y sufrió un atentado en 1582 por Juan de Jáuregui y un grupo secreto de vascos. Aunque gravemente herido, Orange sobrevivió esa vez, pero no lo pudo conseguir la siguiente, cuando lo ultimó Baltasar Gérard, borgoñón del Franco Condado, con el apoyo que le prestamos desde Madrid.

Los holandeses emplearon también los mismos métodos contra el bando real. Juan de Austria y Alejandro Farnesio escaparon por poco a intentos de secuestro y atentados contra su vida. Las inteligencias holandesas, además, no se contentaron con actuar en Flandes, sino que ayudados por hugonotes inconfesos y conversos, se introdujeron en la misma corte española, y en Madrid se hicieron con muchos e importantes secretos que Antonio Pérez y los de su grupo les vendieron a peso de oro.

Para el rey, la traición de Antonio Pérez fue un golpe al corazón, pues durante mucho tiempo fue su mano derecha en todo. Una deslealtad que dejó al servicio secreto por los suelos, pues por él pasaba la trama de nuestro espionaje. Don Felipe, tan desconfiado de natural, se mostró con su secretario de Estado tan crédulo como un niño, y ese cabo suelto resultaría fatal.

Pérez engañó al rey durante años y además de muchos otros crímenes acabó con la vida de Juan de Escobedo, que servía lealmente a Juan de Austria y era un lúcido analista de los asuntos de Flandes. De manera que cuando Pérez se fugó de España y se pasó al bando de nuestros enemigos dejó al aire toda la máquina secreta de nuestra inteligencia, algo que holandeses, hugonotes e ingleses supieron aprovechar bien, no solo para herirnos, sino para tejer una maraña de informaciones contrarias que ha terminado por hacer del nombre de España un sinónimo de crueldad nunca vista, comparando a don Felipe con Gengis Jan, a sus soldados con las hordas de Atila, y a todos los españoles en general como un pueblo de verdugos y carniceros despiadados. Pero no hay como repetir maldades, aunque sean falsas, para que permanezcan en la memoria futura. En este sentido siempre fuimos a remolque de calvinistas y hugonotes, a quien el demonio parece haber dado una habilidad especial para infiltrar sus mentiras. Cuentan con un buen número de burgueses y gente letrada, incluidos impresores de fama que han logrado difundir sus escritos en mucha mayor medida que lo han hecho los españoles, que no hemos sabido contrarrestar esta marea. Desde la Apología de Guillermo de Orange hasta panfletos, estampas y libros, las imprentas del norte de los Países Bajos trabajaron sin descanso en nuestra contra. Esta masa de papel, a través de los servicios de inteligencia y los comerciantes, cayó sobre Europa y las Indias, e incluso la misma España, a pesar de los desvelos de la Inquisición. Fue una maniobra de propaganda tenaz que ha hecho a España más daño que mil cañones.

Cuando se inició la rebelión de Flandes y se comenzaron a alterar los ánimos en esas tierras a causa de la religión, don Felipe me convocó un día y fue muy explícito en sus deseos:

—Debéis centraros primero —dijo— en averiguar quién de los ministros o funcionarios abraza ideas reformadas. En tales casos, actuad con contundencia para extirpar el mal de raíz.

Mi rápido asentimiento a su orden no ocultaba graves problemas de insuficiencia de dinero y medios humanos, que en parte aminoré dedicando a tareas de espionaje a miembros del clero que recababan pareceres discretamente, espiaban casas y procuraban controlar a los sospechosos, en especial a quienes se conocía que habían residido en países extranjeros infectados de herejía.

—Para los Países Bajos —avisó el rey— os recomiendo utilizar a gente de ascendencia judío portuguesa que se ha instalado en Nantes, Rouen y otros sitios de la costa atlántica francesa, y también ciudades de la Liga Hanseática y el mismo Flandes.

—Ya procuro hacerlo, majestad.

—El obispo de Badajoz me ha hablado de un fraile, fray Martín de la Trinidad creo que es su nombre, que os podría servir en mucho a este fin. Estaba al servicio del rey de Francia cuando capturaron a uno de sus hermanos en la frontera de Portugal por introducir en España falsa moneda de vellón, y le condenaron a muerte. A cambio de la vida de su hermano, el fraile decidió abandonar el bando francés y nos ha ofrecido sus servicios. Tiene muchas correspondencias en Europa Central y gran conocimiento de los asuntos de Francia e Inglaterra. Ahora está en Bruselas.

—¿Lo sabe Farnesio?

—Sí, y no ha perdido el tiempo. Por lo que sé, fray Martín de la Trinidad está metido de lleno en inteligencias en el plano militar y ha proporcionado a Farnesio más de un triunfo. Me gustaría que siguierais este asunto de cerca. Sospecho que no todo lo que el duque de Parma sabe me llega… Creo que me entendéis.

—Perfectamente, majestad.

La religión se alió con el servicio secreto en Flandes para conquistar plazas fuertes. En tiempos de Farnesio los holandeses aceptaban muchas veces conversaciones secretas con los agentes del gobernador general para evitar la destrucción de sus ciudades. Normalmente aceptaban acatar la autoridad del rey y pagar un tributo especial, y la única condición que ponían era poder seguir practicando su fe. Pero el rey prefería perder súbditos a tenerlos contagiados de herejía, y con esto se desperdició la oportunidad de rendir sin lucha muchas plazas que estaban dispuestas a dejar las armas. El territorio bajo su autoridad quedó prácticamente limpio de calvinistas, y en las provincias meridionales de Flandes los protestantes eran tan pocos que no representaban ningún peligro para la seguridad pública, y apenas eran molestados.

También los pastores luteranos intervinieron en esta batalla de las ideas desde los púlpitos. En el bando católico la tarea quedó encomendada a los clérigos, pero en Flandes la capacidad de los rebeldes se demostró muy superior. Las iglesias de los rebeldes, despojadas de imágenes y ornamentos, eran salones de oratoria sacra, desde los que se lanzaban arengas incendiarias contra el papa y el rey. Una multitud de agitadores surgidos al calor de la quema de iglesias en 1566 desestabilizó la situación, buscando sacar provecho de la confusión y el alboroto. Nuestros servicios tardaron tiempo en reaccionar, y cuando lo hicieron ya era tarde. Orange y los suyos habían logrado hacer de la agitación en los Países Bajos una máquina de estructura piramidal sencilla y bien engrasada cuyas partes encajaban a la perfección. En la base estaban los que quemaban y robaban las iglesias; luego estaban los que les pagaban para hacerlo y los protectores de las acciones de ambos, y, finalmente, los grandes señores que se beneficiaban de la inestabilidad y la turbación reinantes para conseguir sus propósitos políticos. Un arma incruenta, manejada por vías ocultas, que permitió a las cabezas pensantes de la rebelión predicar la concordia y, fingiendo renegar de los provocadores, hacer pasar a los rebeldes por mensajeros de paz en un mundo desgarrado y rabioso, una selva de fieras humanas que incendiaban, asesinaban, robaban y violaban sin más cortapisa que su propio cansancio. Pues hasta los peores asesinos se cansan de ver a su alrededor tanta sangre y desgracia.

En la revuelta y la guerra de Flandes intervino el dinero como factor fundamental, lo mismo que en cualquier otra contienda. Como consecuencia de las denuncias y pesquisas de los espías muchos bienes de los rebeldes fueron confiscados, lo cual acrecentó la fortuna de muchos y hundió a otros en la miseria en muy poco tiempo. Se cumplió así lo que Heráclito decía de la guerra, que a unos hombres hace reyes y a otros esclavos.

Cuando fuimos conscientes del poder de los rebeldes en el mar y el comercio, se intentó contrarrestar ese poderío con represalias económicas. Pero faltó coordinación de acuerdo con las circunstancias del momento y esfuerzo prolongado. La mayoría de las veces las represalias se tornaban en revanchas aisladas, por medio de bloqueos y embargos con escaso concierto, contra la robustez económica de los holandeses, asentada en la sólida base que le proporcionaba su potente marina. Solo cuando don Felipe murió se utilizaron medidas coordinadas en lo económico como apoyo a las acciones militares, como la destrucción de la pesca del arenque y el bacalao de los holandeses y la represión del contrabando, lo que les hizo mucho daño. La paradoja era que mientras las tropas españolas se desangraban en Flandes, las provincias sublevadas seguían haciendo su agosto comerciando desde los puertos atlánticos peninsulares, como Bilbao, Lisboa o Cádiz, o los de las islas Canarias. Desde la misma España se facilitaba este contrabando, quebrantando toda ley escrita, por la necesidad de productos a precios razonables.

Como en España producíamos poco de casi todo, los problemas de abastecimiento interno, hicieron que para los mercaderes de Ámsterdam, Rotterdam o Middelburg fuéramos presa fácil. Nosotros poníamos el oro y, haciendo de intermediarios, ellos compraban con él lo que luego nos vendían a mayor precio. Y en esta rueda dañina se nos iba mucho del caudal que venía de las Indias.

Una de las pocas veces que hablé con Antonio Pérez, tengo que admitir que hube de darle la razón cuando comentó que no hay amor en la tierra de cosa alguna que tanto altere y suspenda el ánimo humano como el mandar y acrecentar el mando. Y no hay como vivir un tiempo en la corte para comprobarlo.

Don Felipe, instruido por su padre el emperador, siempre tuvo presente la enseñanza de que debía cuidarse de los Grandes de la nobleza y mantener divididos a los cortesanos en general. Cuando empezó su reinado, la corte se concentraba alrededor de dos polos: el de Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y el del duque de Alba, que se subdividían en círculos menores de poder, satélites de los mencionados. Y esa estructura, con ligeras variantes, se mantuvo hasta su muerte.

Los funcionarios reales no eran elegidos las más veces para ocupar un cargo por su capacidad, sino por su pertenencia a alguno de los grupos dirigentes, ya que el rey trataba siempre de mantener la estabilidad de las facciones que le servían. Todo giraba alrededor de clientelas, que se movían como grandes tiburones en un mar de insidias y maniobras ocultas.

La corte, hoy como ayer, funciona según el patrón de grupos sociales, y en ese conjunto el pez grande se come al chico. En realidad tiene sus propias reglas, distintas de las que administran los vastos y diversos territorios de la corona. Es un grupo social aparte, provisto de organización, normas y valores distintos. Un foco incandescente de poder que emana del rey, que es quien concede honores y privilegios, aconsejado por sus personas de confianza: secretarios, cortesanos y validos.

Solo en la corte es posible obtener poder, privilegios, honra, calidad y también, muchas veces, patrimonio, pues el rey es responsable donatario supremo, y aunque sus deseos interesan a todos, solo unos pocos pueden influirle. Sin ánimo de blasfemar, eso hace de los secretarios de Estado una especie de apóstoles alrededor de la figura central de un Jesucristo que sería el monarca. Perdido el favor real, la melancolía del paraíso perdido puede ser letal.

La corte es un campo de batalla permanente en el que unos y otros pugnan por obtener más poder y más gracia real. Es también un lugar de conspiración y un mundo de riquezas, y un planeta en el que prosperan los audaces y la moralidad es un estorbo. Y el ejemplo más claro de esto fue el mismo Antonio Pérez, que pasó del poder más alto después del rey a caer en desgracia y sufrir prisión.

Como otros que le han precedido en el manejo del poder del Estado, Pérez decía menospreciar la corte, pero sabiendo que se trataba de una mera postura de circunstancias, una fórmula para quedar bien fingiendo abominar de las maldades del mundo sin renegar de practicarlas cuando llegaba el momento.

A Pérez, el mundo cortesano le fascinaba, quizá porque en realidad no había conocido ningún otro y en él se movía como serpiente en el pantano. En ese ámbito que tan bien conocía halló la manera de disimular sus orígenes lejanamente conversos y su bastardía de sangre. Y es asombroso que no solo lo lograra sino que terminara situándose por delante de sus congéneres, dominándolos a base de halagos y agasajos, utilizando el poder como un arma contra la sociedad aristocrática que en el fondo seguía considerándole un advenedizo.

Pérez tenía dentro de sí el gusano de la vanagloria, y disfrazaba su tremenda ambición, y la frustración por los inevitables desengaños que toda actividad política implica, abominando de la corte. Un lugar que todo el mundo dice despreciar, pero del que nadie quiere irse nunca. Como estrategia para convencer a bobos y a partidarios incondicionales decía haber entrado en la política a regañadientes, y querer apartarse de ella por ser un lugar maligno. Pero todo eran palabrerías. La corte es un imán del que nadie se quiere despegar, pues a la postre estar dentro siempre acarrea más ventajas que quedar fuera. Las quejas sobre la maldad cortesana siempre son la justificación de intereses insatisfechos y orgullo reprimido, pero en este mundo llorar por la poca confianza en méritos de servicios pasados es una forma de autodefensa, pues ante los demás, el débil o desgraciado provoca más lástima y es considerado menos peligroso, con lo que bajamos ante él la guardia y nos hacemos más vulnerables.

Todas esas zarandajas de considerar la corte como espacio de desengaños y lugar de cautiverio son tretas de pícaro avispado. Dejar la corte, sí, pero manteniendo un pie en ella y sin dejar de participar en la red de favores y clientelas, sintiendo —como le ocurrió a Pérez— el aliento de beneficiados y cortesanos cuando estaba preso en su propia casa, tras entregar su esposa Juana Coello ciertos papeles (que no eran los más importantes) al confesor del rey en Monzón.

La corte también es el reino de la envidia y de los envidiosos, el pecado más español de todos y el que más nos define, junto con el afanoso deseo de apropiación de caudales públicos y el nepotismo en los tratos. Al mismo Pérez le escuché decir que los envidiosos son peores que los enemigos a muerte, y bien lo podía decir él, que se mostró envidioso de todos cuantos veía que podían entenderse con don Felipe o recibir de su mano alguna merced. Si bien es cierto que también sus enemigos le aplicaron el hierro al rojo de la envidia para descubrirlo y eliminarlo, pues en España nadie se libra de esa plaga.

Pérez pensaba, con lógica, que a medida que el proceso en su contra avanzaba su suerte dependía de la voluntad del rey, y esa voluntad era variable porque las influencias pasajeras hacían mella en el monarca. Don Felipe unos días estaba seguro y otros confuso, y Pérez —que le conocía bien— a medida que crecía la irresolución real pedía a sus amigos que le apretaran más. Sabía que sin el favor del rey le pisarían todos, pero su majestad parecía vivir en perpetua duda en este asunto, y aunque yo sabía que nunca perdonaría a Pérez por haberle hecho participar con engaño en el asesinato de Escobedo, le preocupaba que la gran enemistad entre Mateo Vázquez y Antonio Pérez terminara rebosando el vaso de las insidias cortesanas y entorpeciera toda la maquinaria del Estado.

Pese a lo que el traidor secretario puso en sus escritos, don Felipe tenía sentimientos que solía reprimir en espera del momento más propicio. Pues al fin también los reyes son siervos de los afectos naturales, y mucho más si los reprimen de cara al exterior, por respeto a la autoridad de Dios que representan. Cuando los guardias del rey detuvieron a la Éboli, don Felipe presenció la detención disimulado en un portal cercano a la casa de la princesa, y luego —me dijo— estuvo deambulando por su cámara hasta las cinco de la madrugada sin poder conciliar el sueño.

Una vez, el rey —paseando por los jardines de El Escorial, mientras hacía ademán de interesarse por el crecimiento de unas hierbas— dijo sin mirarme y con la vista baja, como si estuviera hablando consigo mismo:

—¿Nos equivocamos con Escobedo, don Juan?

Por un momento dudé en contestarle, pues no sabía si se estaba refiriendo al asesinato o al nombramiento del personaje. El rey levantó entonces y me escrutó en demanda de una respuesta. Decidí que cualquier alusión al asesinato estaría en ese momento fuera de lugar.

—Creo que hicisteis lo que debíais en ese momento. Las noticias del que entonces era secretario de vuestro hermano, Juan Soto, eran alarmantes. Por lo que sé, se trataba de un personaje de natural inclinado a novedades y grandes cosas; un imprudente que daba consejos desacertados a don Juan de Austria, y le calentó la cabeza para que se titulase rey de Túnez. Desde entonces se tuvo en mayor recelo las cosas del señor don Juan y de la persona de Juan de Soto, un punto que Antonio Pérez supo explotar en su provecho, como siempre hacía.

—Pero mi hermano no hizo caso a Soto.

—Es verdad.

—Y, sin embargo, llegué a desconfiar de él, de mi propio hermano, y por eso le mandé a Flandes, pensando que la guerra allí le tendría de sobra ocupado y le evitaría pensar en otras cosas.

—Don Juan no os hubiera traicionado nunca, majestad. Era joven e impetuoso, pero su fogosidad iba dirigida solo contra vuestros enemigos. Los que vos mismo le señalasteis.

El rey asintió, pero parecía estar ausente. Susurró.

—Esos sueños de grandeza a mis espaldas… No convenía que ese Soto tuviera tanta influencia, y por eso lo quitamos. Le dimos un buen cargo: proveedor general de la Armada, y en su lugar pusimos a Escobedo. Pronto empezaron otra vez las sospechas… que don Juan tenía contactos con los Guisa y quería invadir Inglaterra… y reconquistar España…

—Sospechas avivadas por la misma mano, majestad. Hoy sabemos que todo lo hizo Antonio Pérez por comprometeros.

—Ni lo nombréis. Quiero que esa persona sea borrada de mi vista y que su nombre no se pronuncie en mi presencia.

—Tenéis poder para mandarlo encarcelar de por vida —insinué—. ¿Por qué no lo hacéis?

El rey dejó mi pregunta sin responder. Su evasiva reflejaba una lucha íntima de conciencia. Su expresión grave y afligida denotaba un maremágnum de contradicciones.

—En cuanto a esa mujer, la princesa de Éboli. Se ha atrevido a negociar a mis espaldas una boda de su hija con los Braganza de Portugal, mis rivales para ocupar ese trono. Por fortuna el enlace se frustró, pues ya se veía poco menos que de reina madre portuguesa. En esa Inglaterra que ella tanto admira lo hubiesen considerado alta traición. Además, no duda en hablar mal de mi persona. Su lengua, sin duda, es más larga que la nobleza familiar de la que presume.

—El amor por el traidor Pérez la ciega y acrecienta su rabia, majestad. Es soberbia e irascible. Su ceguera llega a creer que Antonio Pérez asesinó a Escobedo para proteger su buen nombre, porque el secretario de don Juan estaba dispuesto a hacer público que compartía lecho con el traidor.

—Ambos realizaban también negocios juntos, no lo olvidéis. Secretos que se vendían a los holandeses y a los ingleses.

—Lo tengo muy presente.

—Por su ascendencia se cree invulnerable. Se considera heredera de un linaje más antiguo que el de mi propia casa. Pero nadie está por encima del rey. Esa mujer me rompe los nervios, Idiáquez. No sé qué hacer con ella.

—Seguramente no está en sus cabales. Desterradla.

—En Inglaterra, Enrique VIII la hubiera descabezado por menos.

—Cierto.

—Piensa que está por encima del bien y del mal y no obedece ni atiende razones. Cuando le pedí que rebajase el tono de sus ataques a Mateo Vázquez no quiso hacerlo. Así me lo escribió en una nota que ahora reclama. Leed.

El rey me tendió un billete con la letra de la princesa, que yo conocía bien por haber leído en secreto su correspondencia privada.

«Suplico a vuestra majestad me devuelva este papel, pues lo que he dicho en él es como a caballero y en confianza de tal».

Pedirle eso al rey era un descaro, una falta de confianza intolerable, y así se lo dije a don Felipe.

—Esa mujer es una víbora, Idiáquez, capaz de morder a su propio rey. Su veneno quedará encerrado entre cuatro paredes —dijo, con una voz muy baja, apenas audible. Al escuchar esto no me quedó ninguna duda de que la suerte de Ana de Mendoza estaba sellada.

La pérdida de la gracia real inició el total aislamiento social de la princesa. Sus lamentaciones implorantes dan idea de la melancolía que la inundaba por haber perdido el favor de don Felipe. Y en eso no dudaba en traer la memoria de su marido para remover la voluntad del rey con el recuerdo del gran afecto que ambos se profesaron. «Pensando en cuan diferentemente mereció de vuestra majestad mi marido —se quejaba en una carta—, estoy muchas veces a pique de perder el juicio».

El final de su vida se retorció en la desesperación de no haber podido llegar al ánimo benevolente del rey, que permaneció impasible a los embelesos de mujer de la princesa, que eran muchos, pues aunque tuerta, menuda y no muy agraciada de rostro, poseía elegancia, ingenio y un encanto natural que solía atraer a casi todos cuantos la conocieron, hasta el extremo de hacerles perder la cabeza.