CUÉLLAR
La bahía de Streedagh era una masa de agua fría encrespada de olas altas como torres, que rompían en bramidos contra la larga playa de piedras grises y arenas amarillas.
La noche estaba próxima. Las tres naves, la Lavia, la Juliana y la Santa María del Visón, estaban fondeadas a un cuarto de milla de la costa, en espera de que el temporal amainase, cuando fueron zarandeados por la galerna y el oleaje. Los tripulantes, todos hombres hechos a los avatares del mar, se decían entre ellos que nunca habían visto una cosa igual.
—Ni en el Caribe vi nada parecido —le dijo el contramaestre de la Lavia a Cuéllar—. Esto no es una tormenta, es un castigo de Dios.
En el transcurso de una hora, los tres barcos fueron arrojados contra las rocas y arrecifes sumergidos que rodeaban la entrada de la playa y reducidos a tablones sueltos, astillas y restos quebrados de madera que las olas sacudían con furia, como si quisieran castigarlos.
En las tres naves, entre marinería y gente de guerra, había más de mil hombres, y pocos sabían nadar. La mayoría se ahogaron en los barcos en un caos infernal, entre gritos de dolor, pánico y maldiciones. Hubieran dado lo que fuera por morir batallando, destrozados por el cañoneo o aplastados por un aparejo contra la cubierta, antes de acabar así, como ratas de albañal ahogadas por la riada.
Otros fueron arrojados al mar para no reaparecer nunca, con sus voces de auxilio inútiles borradas por el viento, y solo unos pocos lograron mejor suerte. Sacudidos por las olas tuvieron la fortuna de encontrar cerca balsas, barriles, muebles o leños flotantes a los que se agarraron con la desesperación de animales moribundos.
El capitán Cuéllar, cuando sintió bajo sus pies que el Lavia se estremecía hasta las cuadernas, decidió qué hacer impelido por algún oscuro instinto. Estaban a punto de hundirse o de ser arrastrados hacia la costa.
En un instante vio clara la elección. O permanecer en el barco o tratar de alcanzar la costa: una línea oscura fundida con las nubes y que el convulsivo oleaje apenas dejaba entrever.
El barco exhaló su último suspiro con un crujido abrupto y empezó a irse a pique con rapidez. Junto a él, como una sombra aterrada, pasó el auditor Martín de Aranda, que iba de un lado a otro de la cubierta zarandeado por el viento y las sacudidas del barco.
Sin pensarlo, Cuéllar se lanzó al agua por la amura a pesar de que apenas sabía nadar. Cayó a plomo y se sumergió tanto que creyó que ya nunca volvería a salir y distinguió el fondo de rocas oscuras donde su cuerpo quedaría para pasto de los peces. El agua estaba tan fría que los más fuertes apenas podían soportarla unos minutos antes de que sus miembros se paralizaran ateridos y quedaran sepultados en el triste mar de Irlanda.
Cuando sus pulmones parecían a punto de reventar, empezó a subir a la superficie, primero muy lentamente y luego más rápido. Cuando emergió distinguió la cabeza de Aranda, que buscaba desesperadamente algún resto flotante que pudiera servirle de salvavidas. Lo ideal hubiera sido buscar asidero en un fragmento grande del casco, pero la popa aún estaba sujeta al fondo por cadenas y no podía soltarse.
Una puerta flotante, de gruesa madera verdosa, le golpeó en la cabeza, y Cuéllar se agarró con fuerza insospechada a uno de sus extremos. Tras tomar aire unos segundos vio venir hacia él una gran ola y braceó desesperadamente en dirección contraria, hacia la playa. Fue capaz de mantenerse, aunque sintió en las piernas el golpe de una gran pieza de madera, que le hizo soltar el resto flotante.
Conservando entre ellos el contacto visual, Cuéllar y el auditor procuraron sostenerse sobre el agua agarrados a la contraventana de una escotilla. Durante unos minutos estuvieron así y cuando el capitán ya pensaba que lo conseguirían, le llegó la voz cavernosa y consumida de Aranda, que le dijo algo que no entendió. Quizás una despedida o una oración. Poco después, una ola golpeó de costado el cuerpo del auditor, ya sin fuerzas, y lo arrastró. Cuéllar vio su cabeza emerger y sobrenadar hasta que otro golpe de mar la cubrió y la hizo desaparecer, sin devolverla ya a la superficie.
Indefenso y cegado por la pena, sostenido solo por alguna extraña fuerza que le parecía ajena, se concentró en aferrarse al resto de escotilla y rezar padrenuestros pidiendo el milagro de su propia supervivencia. La plegaria pareció tener respuesta.
Vio llegar cuatro grandes olas, una detrás de otra, y sin saber cómo, empujado por el mar, consiguió reptar sobre un fondo de algas los últimos metros de agua hasta que su cuerpo quedó varado en la arena. Llegó arrastrándose y tardó mucho tiempo en incorporarse. Con el cuerpo pegado a la tierra, abrazado a la arena, sin fuerza ni para ponerse en pie, cubierto de sangre, deseó no haber salido nunca de España.
Poco a poco se fue incorporando y se palpó el cuerpo hasta comprobar que no tenía herida grave. Solo la cabeza le sangraba un poco por el golpe de la puerta que le había servido de balsa y le había salvado la vida. Pero las piernas le dolían mucho por el golpe invisible del madero.
Estiró la cabeza a derecha a izquierda y alargó la vista. Las sombras del crepúsculo ya estaban dando paso a la noche, y el viento aullaba como un perro herido. Sobre la playa pudo distinguir restos del naufragio. Una amalgama confusa de objetos, aparejos, cabos, armas, fierros y velamen rasgado, entremezclada con hileras de cadáveres, algunos grotescamente abrazados entre sí.
A paso lento, Cuéllar caminó entre aquellos muertos, restos de una armada felicísima dispuesta a comerse el mundo.
Escribo:
Y porque no sea razón dejar de contar mi buen suceso y cómo viene en tierra, expongo aquí que puesto en lo alto de la popa de mi nao, después de haberme encomendado a Dios y a Nuestra Señora, desde allí me puse a mirar tan grande espectáculo de tristeza.
A mucho vi ahogarse dentro de las naos, a otros tirarse al agua e irse al fondo sin tornar arriba, a otros sobre balsas y barriles y caballeros sobre maderos, y a otros que daban grandes voces en las naos llamando a Dios.
Los capitanes echaban a la mar sus cadenas y escudos y a otros arrebataban los mares y les llevaban dentro de las naos mar adentro.
Y sintiéndome a salvo contemplando tanta desgracia, no sabía qué hacer ni cómo actuar, porque no sé nadar y las olas y tormentas eran muy grandes.
Además, la tierra de costera estaba llena de enemigos que andaban danzando y bailando de placer al ver nuestro mal, y en llegando a tierra alguno de los nuestros, venían a él y le quitaban lo que llevaba hasta dejarle en cueros vivos, y sin piedad ninguna los maltrataban y herían, todo lo cual se podía ver bien desde los rotos navíos, con gran desconsuelo por mi parte.
Llegueme al auditor, Dios le perdone, que estaba harto lloroso y triste y le dije qué quería hacer y que pusiese remedio en su vida antes de que la nao se acabase de hacer pedazos, que no podría durar medio cuarto de hora, como no duró.
Ya se habían ahogado y muerto la mayor parte de la gente de la nave y todos los capitanes y oficiales, cuando decidí intentar salvar mi vida sujetándome a un pedazo de la nao que se había quebrado y desprendido del casco.
Y el auditor me siguió, cargado de escudos que llevaba cosidos en el jubón y los calzones. Y no pudimos soltar el pedazo del costado de la nao, porque estaba asido con unas gruesas cadenas de hierro y batido por la mar y los maderos que flotaban sueltos y añadían un peligro mortal más a nuestra desgracia.
Entonces procuré buscar otra solución, que fue tomar un escotillón tan grande como una buena mesa, que acaso la misericordia de Dios me puso a mano. Cuando me quise poner sobre aquel resto, me hundí bajo el agua y bebí tanta y tragué tanta sal que casi me ahogo.
Cuando torné a la superficie llamé al auditor Martín de Aranda y procuré ayudarle a subirse conmigo al improvisado salvavidas que nos mantenía a flote.
Cuando nos íbamos apartando de la nao sobrevino un grandísimo golpe de mar que batió sobre nosotros, de suerte que el auditor no pudo sostenerse y el oleaje se lo llevó tras de sí y lo ahogó. Al ahogarse daba voces llamando a Dios, y yo no le pude socorrer más, porque al quedar la tabla sin peso en un lado, se desniveló y volteó conmigo, y en ese instante un madero me golpeó las piernas, y yo con grande ánimo me coloqué bien sobre mi tabla e invoqué a voces a Nuestra Señora de Ontañar.
Cuatro grandes olas vinieron una tras otra, y sin saber cómo me trajeron a tierra. Llegué a la playa sin poder tenerme en pie, todo lleno de sangre y muy maltratado.
Los enemigos y salvajes que estaban en tierra desnudaban a los españoles que salían del mar nadando, pero a mí no se llegaron ni osaron a tocarme por verme las piernas y manos y los calzones de lienzo ensangrentados.
Poco a poco fui andando lo que pude y encontré a muchos españoles desnudos en cueros, tiritando de un frío cruel, y en esto me anocheció en el campo en despoblado.
Agotado y con harto dolor, tuve que echarme sobre unos juncos, y en esto se me acercó un caballero en cueros. Parecía gentil mozo y venía tan asustado que era incapaz de hablar y ni siquiera pudo decirme quién era.
Serían ya entonces las nueve de la noche. El viento se había calmado algo y la mar se iba sosegando. Yo estaba hecho una sopa de agua, muriendo de dolor y de hambre, cuando vinieron dos aborígenes, uno armado de un cuchillo y el otro con una gran hacha de hierro en las manos.
Se acercaron a mí y al caballero mozo que conmigo estaba, y se apiadaron al vernos en tan mal estado. Sin hablarnos palabra, cortaron muchos juncos y heno y nos cubrieron muy bien. Luego se fueron a la costa a romper arcones y hacerse con lo que hallaban de los restos del naufragio. En esta tarea estaban también más los ingleses que había acuartelados por allí cerca.
Procuré reposar un poco y el sueño me rindió. Empecé a dormir y como a la una de la noche, en el mejor sueño, me despertó un gran ruido de gente de a caballo. Serían más de doscientos que iban al saco y destrozo de las naos.
Volví entonces a llamar a mi compañero por ver si dormía, pero estaba muerto, lo que me dio harta pesadumbre y lástima por él y por mí, pues en tiempo de tanta necesidad y peligro la compañía humana es un gran alivio. Debió de morir por el espanto padecido y la intemperie, ya que no parecía tener heridas en su cuerpo.
Supe después que el caballero era hombre principal, y allí quedó su cadáver tirado en el campo, con otros más de seiscientos cuerpos que el mar echó fuera y que se comieron los cuervos y lobos, sin que hubiese quien diera sepultura a ninguno.
Cuando amaneció, trastabillando, anduve poco a poco en busca de lo que me pareció un monasterio de monjes que vi a lo lejos, y conseguí alcanzar el sitio con harta tribulación y pena.
Otros supervivientes españoles debieron de intentar alcanzar la abadía con la esperanza de recuperarse de sus heridas, pero únicamente él parecía haberlo logrado, aunque solo fuera para ver una vez más su esperanza engañada. Pensó que la herida de su pierna le había salvado la vida, pues eso hizo que su caminar fuera muy lento y llegara a la abadía cuando ya los soldados ingleses la habían abandonado. De haber aparecido antes, él sería ahora uno de los colgados en la derruida capilla.
Cuéllar supo mucho más tarde que aquellos jinetes que le habían sobresaltado la noche anterior, rompiendo su sueño, eran soldados del gobernador inglés Richard Bingham, un hombre duro y altanero con deseos de hacer fortuna y congraciarse con la reina en Irlanda. El gobernador estaba con un destacamento en Tirawley cuando le llegó la noticia de los naufragios de Streedagh, y emprendió la marcha con su caballería para llegar al sitio lo antes posible.
El monasterio estaba despoblado, y la iglesia y las imágenes de los santos habían sido quemadas y todo destruido, con doce españoles ahorcados, que colgaban balanceados por el viento, muertos por mano de los luteranos ingleses que andaban en nuestra busca para rematarnos a todos los que habíamos escapado de la fortuna del mar.
El destrozo parecía muy reciente, pues aún humeaban algunas maderas ennegrecidas entre las piedras y las cenizas. Los monjes debían de haber huido a las montañas o quizá los ingleses los habían apresado, porque no vio ninguno muerto en el recinto.
La abadía estaba a unas dos leguas de la costa, en lo alto de un pequeño promontorio rodeado de matorrales y terreno verde y despoblado.
Ante la visión de los ahorcados y la desolación que me rodeaba sentí un extraño impulso que me hizo caer de rodillas hasta tocar con mi cabeza el suelo. Pregunté a Dios por qué me había salvado cuando seguramente lo que me esperaba era peor que una muerte rápida, y todos mis compañeros de la Armada que ahora recordaba, seguramente habían perecido.
De bruces sobre el suelo pasé largo rato deseando morirme, deseando en el fondo que algún esbirro inglés llegase espada en mano y acabase con tanta desdicha. Pero mi desvarío fue luego dando paso al instinto de salvación. Si hasta allí había sido capaz de llegar vivo, es que Dios así lo había querido. Era una señal del cielo, y yo tenía que hacer todo lo posible por continuar con vida y salir de aquel remolino de tormento. Volver con mi gente y mis banderas, pues era un soldado y como tal debía tratar de superar la angustia y el miedo, y regresar a mis filas.
Ya clareaba ligeramente el alba por encima de una alta meseta oscura que se extendía ante mí en el horizonte, cuando incorporé mi postrado cuerpo, que había recuperado algunas fuerzas, decidido a seguir huyendo y vender caro mi pellejo en caso de que el enemigo me encontrase. Con paso inseguro volví a la destruida capilla del monasterio de cuyas vigas y arcadas pendían los cadáveres de mis compatriotas. En ese momento, mi macabra compañía fueron los graznidos de una bandada de cuervos que después de haberse dado un buen festín con los ahorcados levantaron perezosamente el vuelo.
Sentí crecer en mí el odio y la repugnancia al ver lo que los ingleses habían hecho con los españoles colgados. Sus cuerpos estaban mutilados y con señales de tortura. A casi todos les habían cortado las orejas y las narices, y los cuervos habían dado cuenta de los ojos. Algunos tenían una pierna, un brazo o una mano amputados, y de las heridas colgaban hilos rojizos. La sangre derramada formaba charcos en el suelo que el frío nocturno había coagulado.
Si no vomité fue porque mi estómago llevaba dos días vacío y nada tenía para echar fuera que no fuera la angustia que me atenazaba.
Pronto volvió a llover y el cielo, resquebrajado de nubes cenicientas, se oscureció. El sol no asomó y su luz parecía prohibida en aquella tierra dura y agreste, cuyo paisaje, siempre verde, apenas dejaba ver otra cosa que formas borrosas por la continua lluvia.
No parecían las ruinas del monasterio un lugar adecuado para permanecer mucho tiempo. La desolación del entorno lo convertía en un punto de referencia al que probablemente volverían los ingleses por ver si aún quedaba algo que saquear entre los escombros. Era mejor hacer acopio de fuerzas y continuar andando a pesar del dolor que sentía en mi pierna maltrecha, que por fortuna no parecía estar del todo rota.
Ayudado de una rama que me servía de bastón me fui alejando del monasterio y busqué cobijo en un bosque cercano. En él me adentré a través de un sendero abierto en la maleza por el ganado que pastaba en los prados cercanos, en su mayoría vacas de piel blanca y negra y grandes ubres, con cuya leche de buena gana hubiera calmado un poco el hambre que me flagelaba, pero seguía lloviendo a cántaros y el ladrido cercano de un perro me hizo suponer que el vaquero o dueño de aquellos animales no andaría muy lejos. El temor a ser descubierto pudo más y continué mi camino a ninguna parte, pues no sabía ni dónde estaba ni hacia dónde me dirigía.