PRÓLOGO

Soy más viejo que mi bisabuelo. Durante la segunda batalla de Champaña, el capitán Thibaud de Chasteigner contaba treinta y siete años cuando cayó, el 25 de septiembre de 1915 a las nueve y cuarto de la mañana, entre el valle del Suippe y la linde del bosque de Argonne. Tuve que acribillar a mi madre a preguntas para averiguar más detalles: el héroe de la familia es un soldado desconocido. Está enterrado en el castillo de Borie-Petit, en Dordoña (en casa de mi tío), pero he visto una fotografía suya en el castillo de Vaugoubert (en casa de otro tío): un joven alto y delgado en uniforme azul, con el pelo rubio cortado a cepillo. En su última carta a mi bisabuela, Thibaud cuenta que no tiene tenazas para cortar las alambradas de espino y abrirse camino hacia las posiciones enemigas. Describe un paisaje calizo y llano, habla de la lluvia incesante que transforma el terreno en un barrizal pantanoso y desvela que ha recibido la orden de atacar a la mañana siguiente. Sabe que va a morir; su carta es como una snuff movie, una película de terror rodada sin artificios. Al alba, cumplió con su deber entonando el canto de los girondinos: «Morir por la patria es la suerte más bella, ¡la más digna de envidia!». El regimiento de infantería n.º 161 se lanzó hacia un muro de balas. Tal como estaba previsto, mi bisabuelo y sus hombres cayeron despedazados por las metralletas alemanas, asfixiados por el cloro. Así pues, se puede decir que Thibaud fue asesinado por sus superiores. Era alto, era guapo, era joven, y Francia le ordenó morir por ella. O más bien, hipótesis que confiere a su destino una extraña actualidad, Francia le dio la orden de suicidarse. Como un kamikaze japonés o un terrorista palestino, este padre de cuatro niños se sacrificó con pleno conocimiento de causa. Este descendiente de cruzados fue condenado a imitar a Jesucristo: a dar la vida por los demás.

Desciendo de un valeroso caballero que fue crucificado en las alambradas de Champaña.