3. AUTOFLASHBACKS

Fui un niño obediente, que seguía dócilmente a su madre en sus peregrinaciones a la vez que se peleaba con su hermano mayor. Formo parte de la masa de niños no problemáticos. A veces me asalta un temor: a lo mejor no me acuerdo de nada porque no hay nada que recordar. De ser así, mi infancia sería una larga sucesión de días vacíos, aburridos, insulsos, monótonos como las olas de la playa. ¿Y si en realidad me acuerdo de todo? ¿Y si en los albores de mi existencia no hubiera ningún acontecimiento destacable? Una infancia protegida, mimada, privilegiada, sin originalidad ni relevancia… ¿Y de qué me puedo quejar? Escapar al infortunio, la tragedia, el duelo y los accidentes es una suerte en la construcción de todo ser humano. En ese caso, este libro sería una investigación sobre el tedio, el vacío, un viaje espeleológico al fondo de la normalidad burguesa, un reportaje sobre la banalidad francesa. Todas las infancias desahogadas son iguales, quizá no merezcan que nadie se acuerde de ellas. ¿Es posible poner en palabras todas las etapas que un niño estaba condenado a franquear en París en los años sesenta y setenta? Me gustaría relatar mi mitad correspondiente de deducción por hijo a cargo en la declaración de la renta de mis padres.

Mi única esperanza al iniciar tamaña zambullida es que la escritura haga revivir la memoria. La literatura se acuerda de lo que nosotros hemos olvidado: escribir es leer en uno mismo. La escritura reaviva el recuerdo; se puede escribir igual que se exhuma un cadáver. Todo escritor es un ghostbuster, un cazador de fantasmas. Se han observado curiosos fenómenos de reminiscencias involuntarias en algunos novelistas célebres. La escritura posee un poder sobrenatural. Se puede empezar un libro como si se consultara a un vidente o a un morabito. El autobiógrafo se sitúa en el cruce de caminos entre Sigmund Freud y Madame Soleil. En ¿Para qué sirve la escritura?, un artículo de 1969, Roland Barthes afirma que «la escritura (…) cumple una tarea cuyo origen es indiscernible». Esta tarea ¿podría ser el retorno repentino del pasado olvidado? ¿Proust, su magdalena, su sonata, los dos adoquines desiguales a la entrada del palacio de Guermantes, que lo elevan a «las silenciosas alturas del recuerdo»? Uf, no me presionéis tanto, por favor. Prefiero escoger un ejemplo igual de ilustre pero más reciente. En 1975, Georges Perec empieza W o el recuerdo de la infancia con esta frase: «No tengo recuerdos de infancia». El libro entero rebosa de ellos. Ocurre algo misterioso cuando cerramos los ojos para convocar nuestro pasado: la memoria es como la taza de sake que te sirven en algunos restaurantes chinos, con una mujer desnuda que aparece progresivamente en el fondo y desaparece a medida que el recipiente se va secando. La veo, la contemplo, pero cuando me acerco a ella se me escapa, se volatiliza: así es mi infancia perdida. Rezo para que el milagro acontezca en este libro y mi pasado se vaya revelando lentamente, como si fuera una Polaroid. Si me permitís que me cite a mí mismo —y en un texto autobiográfico intentar evitar el egocentrismo sería añadir el ridículo a la pretensión—, este curioso fenómeno ya se ha producido. Mientras escribía Windows on the World, en 2002, una escena surgió de pronto de la nada: una fría mañana del invierno de 1978, salgo del piso de mi madre para ir andando hasta el instituto, con la cartera a la espalda y evitando las rayas de cemento que separan las baldosas de la acera. Echo bocanadas de vaho, me muero de aburrimiento y me retengo de echarme bajo las ruedas del 84. El capítulo termina con esta frase: «Nunca he salido de aquella mañana». Un año más tarde, la última página de El egoísta romántico evoca el olor a cuero que tanto me repugnaba cuando era pequeño en los automóviles ingleses de mi padre. Cuatro años después, mientras redactaba Socorro, perdón, me acordé con placer de un sábado por la noche en el dúplex de mi padre, en el que mis zapatillas y mis sonrojos habían seducido a unas cuantas modelos nórdicas mientras escuchaban el disco doble naranja de Stevie Wonder. Atribuí esos recuerdos a personajes de ficción (Oscar y Octave), pero nadie creyó que fueran inventados. Intentaba hablar de mi infancia sin atreverme del todo.

A partir del divorcio de mis padres, mi vida se divide en dos: por un lado, la melancolía materna; por el otro, el hedonismo paterno. A veces, el ambiente se invertía: cuanto más levantaba el ánimo mi madre, más se refugiaba mi padre en el silencio. Los humores de mis progenitores fueron los vasos comunicantes de mi infancia. La misma palabra vase, que en francés puede significar «vaso» y también «cieno», evoca la idea de arenas movedizas. Probablemente, tuve que edificarme sobre un terreno blando. Para que uno de mis padres fuera feliz, era preferible que el otro no lo fuera. Esta lucha no era consciente, al contrario, nunca hubo el menor rastro visible de hostilidad entre ellos; este movimiento pendular era aún más implacable precisamente porque mantenía intacta su sonrisa.