21. DEDO OLVIDADO

Una noche, salí del Polo para recoger una pelota de tenis que había mandado por encima de la verja. Llevaba pantalón corto y un polo blanco, y sostenía la raqueta en la mano. De repente, un hombre joven apostado junto a un árbol me llamó:

—¡Eh, niño! Ven a ver mi muñeca… Es bonita, ¿verdad?

El tipo se abrió la gabardina negra y, al bajar los ojos, vi una especie de dedo grande, blando y rosa, entre sus piernas, flanqueado por dos viejas ciruelas colgantes de color malva.

—Te gusta, ¿eh? ¿La ves? Mírala bien…

En aquel momento, no reaccioné. Cogí la pelota, di media vuelta y aceleré el paso. Creo que me salvó mi raqueta Donnay: el tipo no se me acercó porque creía que le podía soltar un revés liftado directo a la bragueta, aunque en realidad me habría quedado paralizado, muerto de miedo. Proseguí la clase de tenis como si no hubiera pasado nada. Hasta hoy no he hablado con nadie de este encuentro. No fue hasta unos minutos más tarde cuando mis piernas empezaron a flaquear; me costaba subir a la red. Tenía diez años, pero no era el primer pene desconocido que veía. En los vestuarios del Polo, los adultos se paseaban en pelotas delante de los niños y se veían sexos de todas las tallas y colores entrando o saliendo de las duchas. Por ejemplo, estoy en posición de afirmar que Jean-Luc Lagardère estaba muy bien dotado; en cambio había en aquel vestuario órganos viriles, más pequeños pero igual de célebres, que se encogían y a cuyos propietarios no nombraré por caridad cristiana. Aquello no me chocaba; si los vestuarios de hombres traumatizaran a los niños, habría que abolir el deporte o la higiene personal. El exhibicionista de Bagatelle era distinto: era el primer adulto que no deseaba protegerme. Mostrar el miembro de uno es una forma de agresión, aunque sin duda menos grave que utilizarlo. Actualmente, este episodio no me produce ni frío ni calor, pero es cierto que en otro tiempo sí. Es curioso que un recuerdo olvidado como éste haya resurgido así, en medio de mi recapitulación, quizá porque la policía me ha ordenado que yo también me baje los pantalones.

A propósito de amnesia, hay una película que trata la cuestión de un modo muy original: Men in black, de Barry Sonnenfeld (1997). En esta historia de ciencia ficción, dos agentes muy especiales «flashean» a los ciudadanos para hacerles olvidar a los extraterrestres. Después de cada misión, desenfundan un tubo cromado, el neuralizador, que deslumbra a todos los testigos para que pierdan la memoria. Me pregunto si la amnesia de la que soy víctima tiene el mismo origen: he visto a un alienígena al que debía olvidar y, para borrar a la criatura, he tenido que «flashear» todo lo demás. A este respecto, resulta curioso que en inglés el verbo to flash signifique «exhibirse». El pasado está compuesto de estratos sucesivos, nuestra memoria es un milhojas… Mi psicóloga cree que este recuerdo es importante, yo no, para mí es simplemente banal y repugnante; lo consigno aquí igual que los otros, por orden de aparición. Y soy plenamente consciente de que al hacerlo me vuelvo culpable del mismo acto que el «flasher» de Bagatelle, el man in black que posiblemente borró diez años de mi vida. Exhibo mi amnesia.