Los agentes quisieron comprobar mi identidad; no protesté, puesto que yo también necesitaba comprobarla. «¿Quién puede decirme quién soy?», pregunta el Rey Lear en la obra de Shakespeare.
No he pegado ojo en toda la noche. Ignoro si ha amanecido: mi cielo es una luz blanca de neón que chisporrotea. Estoy atrapado en una caja de luz. Privado de espacio y de tiempo, vivo en un contenedor de eternidad.
Una celda de detención preventiva es el lugar de Francia que concentra el máximo de dolor en el mínimo de metros cuadrados.
Mi juventud es imposible de retener.
Tengo que excavar dentro de mí mismo, como el prisionero Michael Scofield perfora un túnel para escapar de su celda en Prison Break. Tengo que acordarme de cómo se salta el muro.
Pero ¿cómo te puedes refugiar en tus recuerdos cuando no tienes ninguno?
Mi infancia no es ni un paraíso perdido ni un traumatismo ancestral. Me la imagino más bien como un lento período de obediencia. Tenemos tendencia a idealizar nuestros comienzos, pero un niño es, antes que nada, un paquete que hay que alimentar, transportar y acostar. A cambio del alojamiento y la comida, el paquete se adapta más o menos al reglamento interno.
Los nostálgicos de la infancia son aquellos que añoran la época en la que se ocupaban de ellos.
Al fin y al cabo, una comisaría de policía es como una guardería: te desnudan, te dan de comer, te vigilan, no te dejan salir. No tiene nada de extraño que mi primera noche en prisión me retrotraiga tan lejos en el pasado.
Ya no hay adultos, lo único que queda son niños de todas las edades. Escribir un libro sobre mi infancia es, pues, hablar de mí en presente. Peter Pan es amnésico.
Es curioso que cuando alguien grita «¡sálvese quien pueda!» todo el mundo salga corriendo. ¿Acaso no se puede uno salvar quedándose?
Noto un regusto salado en la boca, como cuando tragaba agua en la playa de Cénitz.