43. LA A DE LA ATLÁNTIDA

En aquel entonces, Francia estaba controlada por un hombre que creía que la religión daba sentido a la vida. ¿Y por esta razón organizaba semejante infierno? Esta ridícula desventura parece una parábola católica. El patético episodio del capó me abrió horizontes como la manzana que cayó sobre el cráneo de Newton. Decidí dejar de ser otro. ¿Quieren que juegue a ser el hijo pródigo y regrese a casa? Vuelvo a ser yo, pero que nadie se equivoque: jamás retomaré el recto camino. El Dépôt fue mi suplicio: heme aquí condenado, no me queda sino tener fe. Lo más católico que hay en mí es esto: prefiero que mis placeres sean prohibidos. No merecía ser humillado públicamente, pero ahora ya sé que siempre asumiré ese riesgo. Escaparé siempre a vuestro control. Me habéis declarado la guerra. No seré nunca de los vuestros; he escogido el otro bando. «Me encuentro bastante a gusto en mi deshonra», escribe Baudelaire a Hugo tras la prohibición de Las flores del mal. No me creáis cuando os sonría, desconfiad de mí, soy un kamikaze miedoso, os miento con cobardía, soy irrecuperable, estoy podrido, podrido como se dice de un diente completamente picado. Cuando pienso que me tratan de mundano y en realidad soy asocial desde 1972… De acuerdo, llevo americana y corbata, y mis zapatos fueron embetunados ayer por el servicio de un hotel de lujo parisino, pero no soy de los vuestros. Desciendo de un héroe que murió por Francia: si me destruyo por vosotros, es porque me viene de familia. Ésa es la misión tanto de los soldados como de los escritores. Nosotros morimos por vosotros sin ser de los vuestros.

Así vagabundeaban mis pensamientos durante la entrega de la Legión de Honor a mi hermano en la sala de fiestas del palacio del Elíseo, poco después de mi salida del Dépôt. Mi madre se había puesto pendientes rojos, mi padre un traje azul marino. Mientras el presidente de la República prendía la medalla en la americana de Charles, mi ahijada Émilie, su hija de tres años, exclamó:

—¡Mamá, tengo ganas de hacer popó!

El Presidente hizo como si no hubiera oído aquella declaración anarquista. Desde fuera parecíamos una familia unida. Apoyado contra una columna dorada, me peiné los cabellos con los dedos. Es un tic, lo hago a menudo cuando no sé dónde poner las manos; al peinarme, aprovecho para rascarme la cabeza. El frío empañaba los cristales que daban al parque. Me acerqué para contemplar los árboles y de pronto, con orgullo, dibujé con el índice la letra A sobre la ventana escarchada.