11. FIN DE REINADO
La última vez que vi a Pierre de Chasteigner, el majestuoso pescador de camarones de blanca melena, fue en el Instituto Curie, en el distrito V de París, en 2004. Estaba echado en una cama de hospital, calvo, delgado, mal afeitado, y la morfina lo hacía delirar. Empezó a sonar la sirena de alerta que se comprueba cada primer miércoles de mes, y mi abuelo se puso a hablar de la Segunda Guerra Mundial:
—Oír la sirena, las explosiones de las bombas o los motores de los aviones era una buena noticia: quería decir que aún estábamos vivos.
Oficial del ejército francés, Pierre de Chasteigner resultó herido en un brazo por la explosión de un obús. Más tarde cayó prisionero cerca de Amiens durante la «guerra de mentira», en 1940. Consiguió evadirse con papeles falsos y escapar así por poco al pelotón de ejecución.
—Debí volver a la Resistencia, pero fui cobarde: preferí volver a mi casa.
Era la primera vez que hablaba de ello en mi presencia. Supongo que veía desfilar su vida ante sus ojos; es una lástima que haya que esperar a estar moribundo para recuperar al fin la memoria. Yo no sabía qué responderle. Había perdido tantos kilos como cabellos, y respiraba con mucha dificultad. Innumerables tubos entraban y salían de su cuerpo produciendo inquietantes gorgoteos.
—¿Sabes, Frédéric?, tu tío y tu madre ya habían nacido. Yo había perdido a mi padre cuando tenía dos meses, y es muy duro crecer sin padre.
Mi abuelo sabía que él y yo teníamos ese defecto en común. Evité el tema. También granny, la abuelita, era huérfana. Cuando me paro a pensarlo, me parece increíble: mi abuela paterna y mi abuelo materno perdieron a sus padres militares. Provengo, pues, de un mundo sin padres. Mi pescador de camarones, con las mejillas tremendamente enjutas, prosiguió:
—No quise arriesgarme a que mis hijos pasaran por lo mismo, por eso fui cobarde…
El hijo del mártir de la batalla de Champaña se reprochaba no haber sido mártir también él. Sacudí la cabeza:
—¡No diga eso! Al contrario, abuelito, usted entró en la Resistencia, en el maquis lemosín de la ORA,[1] en 1943.
—Sí, pero entré muy tarde, como Mitterrand. (Lo pronunciaba «mitrán».) Frédéric, ¿cómo pudiste apoyar a los comunistas? ¿Sabías que los tipos de Guingouin por poco me fríen a tiros? Para ellos éramos la competencia, y eran muy peligrosos…
No quise responder que lo había hecho como rebelión contra mi condición social, es decir, contra él. No me atreví a decir que, además, veía en ello la continuación de la caridad cristiana por otros medios. Las conversaciones entre generaciones son un fenómeno escaso, no hay que caer en la digresión: si se pierde el hilo, se corre el riesgo de no reencontrarlo jamás (lo que, de hecho, nos ocurrió). Lo importante es que mi abuelo no había conocido a su padre porque éste estaba muerto. En mi caso, fue casi peor: fui privado de mi padre mientras él continuaba vivo. Sin duda, mi hija sufre la misma extraña ausencia; el silencio de los vivos es más difícil de comprender que el de los muertos. Hubiera debido estrechar la mano de mi ascendente, pero en mi familia no nos tocamos jamás.
—Abuelito, usted se comportó como un héroe permaneciendo al lado de sus hijos. ¡Al diablo con Francia!
Sabía que al pronunciar esas palabras me arriesgaba a recibir un bofetón, pero mi abuelo estaba fatigado y se contentó con suspirar. Luego me preguntó si rezaba por él, y le mentí. Dije que sí. Él iba accionando la bomba de morfina y estaba realmente aplatanado. Es curioso observar cómo nuestro sistema sanitario droga a los cancerosos cumpliendo perfectamente la legalidad mientras que los que andan colocados por la calle terminan entre rejas (¿acaso están menos enfermos?). Cuando salí de la clínica había caído la noche, como si alguien hubiera apagado la luz.
En sustancia, en su lecho de muerte, mi abuelo me había venido a decir: «Haz el amor, no la guerra». En el último momento, el antiguo comandante condecorado con la Cruz de Guerra 39-45 se volvía ideológicamente sesentayochista. Tardé años en comprender lo que intentaba transmitirme en el momento fatal: tú, Frédéric, no viviste la guerra que precedió a tu nacimiento, pero tus padres y tus abuelos conservan su recuerdo, aunque sea inconsciente, y todos tus problemas, y los suyos, tienen un nexo directo con el sufrimiento, el miedo, los rencores y los odios de aquel período de la historia de Francia. Tu bisabuelo fue un héroe de 1914-1918, tu abuelo es un excombatiente de la guerra que vino a continuación, ¿y tú crees que toda esa violencia no ha tenido ninguna consecuencia para las generaciones posteriores? Tú has podido crecer en un país en paz gracias a nuestro sacrificio, querido nieto. No olvides nunca lo que tuvimos que pasar, no te equivoques sobre tu país. No olvides de dónde vienes. No me olvides a mí.
Lo enterramos una semana más tarde en el cementerio marino, frente a la iglesia de Guéthary, entre las cruces inclinadas, bajo la lápida donde ya lo esperaba mi abuela, con vistas al océano tras las colinas; los pequeños valles verdes enlazados con el azul intenso del mar. Durante la ceremonia, mi prima Margot Crespon, joven actriz a flor de piel, leyó una contrarrima de Toulet (poeta opiómano que descansa en el mismo cementerio que mi abuelo morfinómano):
Duerme, amigo mío; mañana tu alma
Emprenderá su vuelo más alto.
Duerme, mas como el gerifalte,
O la cubierta llama.
Mientras en el poniente rojizo
Las efímeras pasan,
Duerme bajo las hojas amargas.
Mi juventud contigo.
El poema lo había escogido yo porque parece una plegaria. Al salir de la iglesia, vi cómo el sol se disolvía entre las ramas de un ciprés como una pepita de oro en la mano de un gigante.