17. CAPÍTULO CLAUSTROFÓBICO

Os lo advierto: ¡si no me soltáis enseguida, escribo un libro!

Termino por ponerme igual de amenazador que mis vecinos de celda. Todos los detenidos esta noche han salido durante la mañana, salvo un chico que ha volcado una moto delante de un coche de la policía. El tipo no para de decirme:

—Lo tuyo parece que va para largo…

Gracias por levantarme la moral. Hunde la cabeza entre las manos; está desesperado porque va a llegar tarde al trabajo y, por tanto, quizá lo pierda. Tengo la impresión de que llevo cien años solo en esta cloaca, olvidado para siempre. Una funcionaria de uniforme nos trae una bandeja de pollo a la vasca con arroz que huele a pescado. Sin duda se trata de un pollo criado con plancton en un acuario. No sé qué hora es, las once o las doce del mediodía, y la ropa arrugada me repugna. Me pongo a rezar; recito el padrenuestro y el avemaria, no por beatería, sino porque no me puede hacer ningún daño y me ayuda a no darle vueltas a la cabeza. Lo más atroz es pensar en mis seres queridos, puesto que echarlos en falta me corroe, como su posible inquietud. Descubro el horror de ser prisionero, una experiencia que te convierte en una olla a presión. Tengo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no pensar que existe un mundo exterior en el que todo el mundo va y viene a su antojo. Luchando por no hundirme, me vengo abajo. Unos minutos más tarde, me doy cuenta de que he derramado lágrimas de claustrofobia. Con la barbilla temblorosa y la barba empapada no parezco precisamente Tony Montana. Soy de los que lloran con facilidad: a modo de ejemplo, cada vez que a mi hija se le saltan las lágrimas la imito, lo que no constituye la mejor manera de consolarla. La más ridícula de las reconciliaciones en cualquier melodrama televisivo me convierte en un recién nacido sollozante…, es catastrófico. Desconocía que sufriera claustrofobia. Sin embargo, esta estancia forzada en el calabozo me recuerda dos terribles ataques de angustia de los que fui víctima: uno mientras visitaba las grutas de Sara (el pánico y la sudoración en las sienes aumentaba a medida que la entrada se alejaba; dicen que se tiene la misma sensación en las pirámides de Egipto), otro durante un concierto gótico en las catacumbas de París (había que reptar por una estrecha galería húmeda y oscura antes de llegar a una sala subterránea recubierta de grafitis, y, de pronto, aquella sensación horrible de estar enterrado vivo, aquel sabor de ceniza en la boca, aquel impulso de lanzarse contra las paredes…, mejor que no lo recuerde o tendré una crisis de taquicardia). Como hoy, en aquellas dos ocasiones me sofocaba pensando que no podría salir inmediatamente al aire libre. La claustrofobia es como ahogarse sin agua, una mezcla de asfixia e histeria. El terror a ahogarte hace que te ahogues, como el miedo a ruborizarte hace que te ruborices. La pregunta lacerante del claustrofóbico, que lo corroe y le carcome los nervios, es la siguiente: ¿cómo conseguiré aceptar estar aquí INDEPENDIENTEMENTE DE MI VOLUNTAD?

El preso es un nómada que no sabía que lo era. Recluido de repente, descubre su destino de trotamundos. El detenido preventivo piensa en el suicidio, pero ¿cómo poner fin a su vida? No le han dejado ningún objeto cortante, ni cuerda, ni cinturón, ni cordones para estrangularse. Incluso las luces de neón del techo están protegidas por una rejilla para evitar toda tentativa de electrocución. Podría golpearse la cabeza contra el suelo, pero, advertidos por las cámaras de vigilancia, los policías intervendrían sin duda a tiempo; sólo conseguiría una nariz rota, una ceja abierta y una detención que se prolongaría el tiempo necesario para curarle los hematomas en la enfermería.

Fuera de mi celda, descubro una repisa desplegada contra la pared del pasillo, sostenida por dos barras metálicas por cuyo intersticio podría deslizar la cabeza. Bastaría con que pidiera salir a mear y me lanzara contra ese improvisado garrote; girando rápidamente el cráneo ciento ochenta grados en el orificio, se me partiría la nuca y me estrangularía colgando a cincuenta centímetros del suelo, sería cuestión de pocos segundos de inatención, el guardián no tendría tiempo de reaccionar. Sin embargo, nada me garantiza que evitaría la tetraplejia. Podría terminar mis días postrado en una silla de ruedas, dictando libros con el párpado, como Jean-Dominique Bauby, el periodista que me contrató para Elle en 1997. La elegancia con la que describió su calvario me devuelve el coraje. Me viene a la cabeza una frase: «Puestos a babear, mejor hacerlo sobre cachemir». ¿Quién soy yo para pensar en el suicidio tras una noche de detención preventiva? Desde luego, es menos grave que ser prisionero de tu propio cuerpo transformado en escafandra. Inspiro profundamente para ahuyentar la angustia. Intento contar los segundos como en otro tiempo, antes de tener edad de tomar Stilnox cada noche, contaba ovejas para dormirme. Repaso los números de teléfono que conozco, la lista de libros que he leído este año, los programas de la tele día tras día. La sensación de encierro es un absoluto de la tortura, sin duda análogo al suplicio chino de la gota de agua. El tiempo se dilata, la libertad parece una luz remota al final de un túnel interminable, un resplandor que se aleja como en aquel movimiento de cámara inventado por Hitchcock en Vértigo, el «travelling compensado». Para evocar el vértigo del protagonista, interpretado por James Stewart, la cámara retrocede a la vez que realiza un rápido zoom hacia delante; de este modo, la escalera se alarga, la imagen se deforma, James Stewart siente vértigo, y yo soy James Stewart. Mi cuerpo sufre una nueva pena: aislado, abandonado, tengo la impresión de que nadie vendrá a socorrerme, de que me han olvidado aquí, bajo tierra, por los siglos de los siglos. Miles de cerrojos y cerraduras me separan de la vida exterior. Y sólo llevo unas doce horas detenido. Ni me atrevo a imaginar lo que deben de soportar los prisioneros de larga duración. Cuando fui jurado en el tribunal de lo criminal de París, envié sin contemplaciones a violadores y asesinos a la cárcel por ocho años, diez años, doce años. Hoy sería más laxista. Todos los ciudadanos que son citados como jurado deberían pasar una breve temporada entre rejas para experimentar lo que van a infligir a los acusados. Durante una detención preventiva, el cerebro humano piensa y repiensa, imagina, tiene pesadillas, da vueltas hasta la locura. Habría que tener la fuerza de convertirse en monje benedictino en un abrir y cerrar de ojos. Renunciar al mundo, sumergirse en uno mismo, abstraerse de todo deseo. Aceptar el propio destino con abnegación. Perder toda curiosidad, toda interrogación existencial, convertirse en un vegetal. Tengo plena consciencia de que esta aventura es ridícula y que no soy más que un niño mimado al que se ha privado de su confort como castigo por sus excesos de hijo de papá rezagado. No despreciéis mi sufrimiento: el confort ha sido la gran batalla de los franceses desde la Liberación. Eso que llamamos libertad era sobre todo una lucha por una vida más cómoda que la de las generaciones precedentes. Así pues, mi dolor no es tan despreciable; si bien se mira, el confort humano es el único progreso del siglo XX. El confort es el abandono a través del sofá Knoll.

Un día, todas las cárceles se transformarán en museos del dolor que nuestros nietos visitarán con angustia e incomprensión, como la de Alcatraz, en la bahía de San Francisco, que visité con mi padre y mi hermano cuando tenía diez años… ¡Zas!, he aquí otro recuerdo que vuelve. En 1975, la prisión más célebre del mundo era una isla rodeada de tiburones. Desde su cierre, se visita como si fuera un castillo del Loira. Aquel día, el cielo tenía color naranja, como las celdas oxidadas y el puente de Golden Gate. Fuimos en ferry. Forrest Mars, el propietario de las barritas de chocolate del mismo nombre, había organizado un viaje a los Estados Unidos para mi padre y sus dos hijos. «The Alcatraz Tour», decía el prospecto turístico. Seguimos a un guía disfrazado de guardián que contaba anécdotas horribles mientras mostraba los gruesos barrotes de las celdas, el patio donde paseaban los reclusos, la celda de Al Capone, los calabozos húmedos donde se encerraba a los más rebeldes en la oscuridad, el espesor de los muros, los castigos, las tentativas de evasión que terminaban en ahogo o en banquete para los escualos… Por la noche, Charles y yo tuvimos pesadillas en nuestra habitación del hotel Fairmont mientras papá roncaba en la suya.

Dad unos golpecitos en la cabeza de un escritor y no saldrá nada. Encerradlo, y recobrará la memoria.