4. VOCALES, CONSONANTES

El 28 de enero de 2008, la velada había empezado bien: cena regada de buenos vinos seguida de la ronda habitual por locales oscuros ingiriendo chupitos de vodka multicolores, con sabor a regaliz, a coco, a fresa, a menta, a curazao. Bebidos de un trago, los vasos negros, blancos, rojos, verdes, azules, tenían el color de las vocales de Rimbaud. Tarareaba Where is my mind de los Pixies sobre mi scooter, disfrazado de adolescente, con botas camperas de ante y media melena desgreñada, ocultando mi edad detrás de la barba y un impermeable negro. Hace más de veinte años que practico este tipo de deriva nocturna. Es mi deporte favorito, el de los viejos que se niegan a envejecer. No es nada fácil ser un niño prisionero en un cuerpo de adulto amnésico.

En Sodoma y Gomorra, el marqués de Vaugoubert quiere parecer «joven, viril y encantador, cuando, en realidad, ya no se atrevía a ir a mirar en el espejo cómo las arrugas se fijaban en el contorno de un rostro que le habría gustado conservar lleno de atractivo». Queda claro, pues, que el problema no es nada nuevo; Proust utilizó el nombre del castillo de mi bisabuelo Thibaud. Una ligera embriaguez empezaba a acolchar la realidad, a ablandar mi huida, a hacer aceptables mis chiquilladas. Desde hacía un mes, una nueva ley de la República había prohibido fumar en el interior de las discotecas, y se había formado una pequeña aglomeración sobre la acera de la avenue Marceau. Yo era un no fumador solidario con las bellas muchachas con zapatos de tacón de charol que se inclinaban sobre mecheros encendidos. Durante un instante fugaz, sus rostros se iluminaban como en los lienzos de Georges de La Tour. Con una mano sostenía un vaso, y con la otra rodeaba hombros fraternales. Besaba la mano de una camarera en busca de un papel en alguna película o tiraba del pelo a un redactor jefe de revista sin lectores. Una generación insomne se reunía un lunes por la noche para luchar contra el frío, la soledad, la crisis que se vislumbraba ya en el horizonte, quién sabe, las excusas para emborracharse nunca escaseaban. Había también un actor de cine de autor, algunas mujeres en el paro, vigilantes de discoteca negros y blancos, un cantante pasado de moda y un escritor a quien yo había publicado la primera novela. Cuando éste sacó una bolsita blanca y vertió unos polvitos sobre el capó de un Chrysler negro que centelleaba en el callejón de atrás, nadie protestó. Nos divertía desafiar la ley; vivíamos una época de Prohibición, era momento de desobedecer como Baudelaire y Théophile Gautier, Ellis y McInerney, o como Blondin, a quien Nimier fue a sacar de la comisaría disfrazado de chófer de librea. Empecé a machacar meticulosamente las piedrecitas blancas con mi tarjeta de crédito de plástico dorado mientras mi colega escritor se quejaba de una amante que era más celosa aún que su mujer, hecho que consideraba (y creedme si os digo que yo asentía con la cabeza) de una falta de gusto imperdonable. De pronto, la luz de una sirena me hizo levantar los ojos. Un coche bicolor se detuvo frente a nosotros. Sobre la puerta blanca, subrayadas por un rectángulo rojo, había pintadas unas extrañas letras azules. La letra P. Consonante. La letra O. Vocal. La letra L. Consonante. La letra I. Vocal. Me vino a la cabeza aquel concurso de la televisión, «Cifras y letras». La letra C. Nada… ¡Mecachis! La letra E. Sin duda aquellas letras dispersas escondían un sentido. Alguien intentaba prevenirnos, pero ¿de qué? Una sirena empezó a berrear mientras su luz azul daba vueltas como en una pista de baile. Salimos disparados como conejos. Como conejos enfundados en chaquetas entalladas. Como conejos con botines de suela lisa. Como conejos desconocedores de que el 28 de enero de 2008 se abría la veda en el distrito VIII. Uno de los dos conejos había olvidado incluso su tarjeta de crédito sobre el capó del coche, con su nombre termoformado encima, y al otro ni se le pasó por la cabeza deshacerse de los paquetes ilegales que llevaba en los bolsillos. Esta fecha marca el fin de mi juventud interminable.