23. LA RUE MAÎTRE-ALBERT
Cuando mi padre volvió a ser soltero, se instaló en un dúplex con vigas a la vista y moqueta blanca de pelo largo en el distrito V. Mi hermano y yo teníamos cada uno nuestro propio dormitorio en el primer piso, aunque no pasábamos en aquel apartamento más que un fin de semana al mes de promedio. Mi padre tenía entonces treinta y cinco años, ocho menos que yo mientras escribo estas líneas. ¿Quién soy yo para juzgar hoy la turbulenta treintena de mi progenitor desde lo alto de mi cuarentena bajo arresto? En mi pensamiento, mi padre se transforma completamente a partir del divorcio: el ejecutivo superocupado no se parece en nada al estudiante apasionado de la filosofía antigua, incómodo en las fotografías de su boda. Dirige un despacho norteamericano de cazatalentos (fue uno de los importadores en Francia del oficio de headhunter), da la vuelta al mundo cuatro veces al año y se convierte en un miembro de la jet set con traje y corbata Ted Lapidus, seguro de sí mismo como acaso lo sean sólo los hombres infelices. Adhiriéndose al mundo capitalista, escoge sacar pecho; se ha resignado a ser successful. Rico, guapo y solo, ofrecía a menudo cócteles en su casa para sus amigos. Esta palabra condensa por sí sola mi infancia: tengo la impresión de haber pasado todos los años setenta de cóctel en cóctel. Sobre las mesas bajas se esparcían revistas llenas de mujeres desnudas —Absolu, Look, Lui («la revista del hombre moderno»)— entre dos números de L’Expansion o de la revista Fortune. Mi padre era un hombre de negocios con maletín, un Aston Martin DB6 y puros cubanos, lo que no le impedía mantener sobre todas las cosas un aire de burla cultivada, una distancia irónica, una erudición humorística, un sentido del ridículo despiadado. Sobre su mesita de noche descansaban Séneca y Los Thibault, bajo cajas de cerillas del Oriental de Bangkok, el Hilton de Singapur o el Sheraton de Sydney. Por el piso de la rue Maître-Albert desfilaba una fauna alegre y despreocupada. Era antes de la primera crisis del petróleo. Aquella generación vivía la edad de oro del materialismo, en la que el mundo era menos peligroso que ahora; aquel sueño duró una treintena de años. Sobre el mármol de la consola del recibidor se acumulaban tarjetas de clubs: Le Privé, Elysées-Matignon, Griffin’s Genève, Régine’s New York, Castel, Diners Club International, Maxim’s Business Club, Annabel’s London, L’Apocalypse… Monedas de todos los países llenaban los ceniceros junto a móviles inútiles (bolas de acero colgadas de hilos que chocaban haciendo «tac tac») o artilugios traídos de Nueva York (el primer reloj Timex con esfera de cristal líquido roja, el primer juego de ajedrez electrónico, las primeras calculadoras Texas Instruments, un teléfono plegable de plástico blanco o, más tarde, el primer walkman Sony). Mi padre era aficionado a los cachivaches de todo tipo; a mis ojos, era una especie de James Bond y se parecía a James Coburn en Nuestro hombre Flint. Recuerdo mi admiración cuando tuvo las primeras ventanillas de apertura automática en el Aston, el primer techo plegable eléctrico (en el siguiente coche, un Peugeot 604), el primer teléfono móvil Radiocom 2000 y el primer magnetoscopio Betamax. También coleccionaba estatuas de Buda y relojes antiguos que sonaban cada cuarto de hora. Los sábados por la noche, decenas de amigos tropezaban con sus propios hijos de camino a la cocina para buscar botellas de champán Pierre Cardin o cartones de cigarrillos Cartier. Me acuerdo de una niña muy alta llamada Rose de Ganay, y de la actriz protagonista de La rodilla de Clara de Éric Rohmer, Laurence de Monaghan (no paraba de repetirle a mi padre que me quería adoptar, ¡y yo estaba de acuerdo!), y también de una top model belga de nombre Chantal que prefería que la llamaran Kim. Quién más, a ver…, los hermanos Bogdanoff, Jean-Luc Brunel, de la agencia Karin Models, Emmanuel de Mandat-Grancey, que fue no hace mucho candidato en las municipales por el distrito VI bajo la etiqueta «divers droite», el príncipe Jean Poniatowski (entonces director de la revista Vogue), el sastre Michel Barnes, Bertrand Maingard, de la agencia de azafatas Top Étoile, el galerista Bob Benamou, el director de Revenu Français Robert Monteux y la exesposa del emperador de Indonesia, Dewi Sukarno (me acuerdo de haber escuchado en casa de mi padre discos sencillos de Champs Disques con su hija Karina, que había comprado prácticamente toda la tienda). El piso paterno acogía una mezcla de modelos que fumaban mentolados y alegres amigos que jugaban al backgammon, algunos de los cuales no tenían nombre, sino que se identificaban por detalles de la vestimenta: «el rubio con sombrero y pendiente» era un tipo que conducía un Rolls porque había hecho fortuna en las tiendas de cachivaches situadas delante de los grandes almacenes; «el viejo de la chaqueta Perfecto» era un individuo de cabello cano que siempre iba acompañado de jóvenes estudiantes de arte dramático… Aquella gente no sabía que eran adeptos de una fe. Hoy día, eso es lo que me parece más pasado de moda en ellos: su optimismo. Los adultos hablaban a menudo de un tal «JJSS» que encarnaba el progreso, o de Jean Lecanuet, «el Kennedy francés». Volaban en aviones de la Pan Am (en el cuarto de baño de mi padre se acumulaban neceseres de toalla con el logo de la compañía). Todavía hoy me desagradan los que se ríen de los ridículos cortes de pelo de los años setenta, de los trajes Renoma de tweed marrón de amplias solapas, de las corbatas con nudos enormes, de los botines estrechos de cabritilla y de los hombres con chaqueta de forro de borrego perfumados con after shave Moustache de Rochas: siempre tengo la impresión de que se ríen de mi infancia. En aquellas reuniones, yo hacía circular un bol de Apericubos; las chicas reclamaban algo de bossa nova y yo ponía un disco que mi padre me acababa de traer de Nueva York: la banda sonora de Juan Salvador Gaviota, de Neil Diamond. Nada más lejos de la bossa nova, pero las modelos adoraban —y siguen adorando— esa música remilgada (es un truco que os confío); o bien Year of the Cat, de Al Stewart, un éxito garantizado: aquí se ponían a aplaudir y a gritar «¡Uaaau!». Me sentía muy cómodo entre aquellas diosas mayores que yo, ¡me habría gustado que las chicas guapas de mi clase de sexto del instituto Montaigne me vieran tan bien acompañado! Mi padre refunfuñaba porque sus amigos apagaban los pitillos sobre la moqueta y me pedía continuamente que fuera a buscar ceniceros a la cocina. Sus invitados no lo respetaban, algunos ni siquiera sabían en casa de quién estaban, las chicas acudían engatusadas por falsos fotógrafos y la mayoría ni siquiera hablaban francés. A menudo sentía que sobraba, que interrumpía las conversaciones de los adultos: las modelos sofocaban sus risas cuando yo entraba en el salón o agitaban las manos para disipar el humo azucarado de los beedies o los porros, los señores bajaban la voz o se excusaban por haber dicho «mierda» o «coño», «¿crees que me ha oído?», «¡shhh!, es el hijo de Jean-Michel…», «¡vaya!, no se lo dirás a papá, ¿verdad que no?», «your Daddy is so crazy, Freddy!», y mi padre terminaba siempre consultando el reloj y haciendo la pregunta fatídica: «Oye, ¿no deberías estar en la cama a estas horas?». Es una de las frases que más he oído en mi vida. Si me quedo a menudo despierto hasta altas horas, quizá sea por espíritu de contradicción.
El ambiente indisciplinado en casa de mi padre, con el fondo sonoro de los quejidos de José Feliciano —el Ray Charles portorriqueño— y las risas agudas de las mujeres extranjeras, el olor a whisky ahumado mezclándose con el humo del fuego que crepitaba en la chimenea, las bocinas que penetraban por las ventanas abiertas a la calle, el jaleo constante, los boles de anacardos, los ceniceros rebosantes, a veces con alguna anfetamina cortahambre extraviada entre las colillas… Aquella fiesta «moderna» contrastaba con el rigor de la semana en casa de mi madre, que escuchaba las canciones melancólicas de Barbara, Serge Reggiani o Georges Moustaki y respetaba estrictamente los horarios escolares, con la monotonía de los días de invierno, con el amigo Ricoré por la mañana, las pesadas carteras que cizallaban nuestros hombros endebles, el comedor repugnante con ingestión continua de mayonesa de apio y macedonias de legumbres, y el rostro triste de Roger Gicquel cada noche en la pantalla del televisor en color alquilado en Locatel, tras cenar en la cocina (escalopas en salsa, espaguetis, yogures vieneses de la marca Chamburcy)… Y cada día teníamos que acostarnos temprano, ya que por la mañana nos esperaba un día idéntico. Sin duda mi propio divorcio reproduce el mismo esquema a ojos de mi hija: vive en casa de una mamá presente, cariñosa, responsable, y pasa un fin de semana sí otro no en casa de un padre huidizo, mujeriego e irresponsable. ¿Cuál le divierte más? Es tan fácil tener el buen papel… Tener la custodia del hijo te empequeñece a sus ojos, puesto que te vuelves cotidiano. El hijo es un ingrato. Si quieres llamar la atención de alguien, tienes que abandonarlo.