28. HERMANO DEL PRECEDENTE
¿Y si Freud se hubiera equivocado? ¿Y si lo importante no fueran el padre y la madre, sino el hermano? Tengo la impresión de que todos mis actos, desde siempre, me vienen dictados por mi hermano mayor. No he hecho sino imitarlo, luego oponerme a él, situarme con respecto a él, construirme observándolo a él. Un año y medio de diferencia no era suficiente: éramos falsos gemelos. El problema es que Charles es imbatible, es el hombre perfecto. Así pues, no me dejó otra opción: ser un hombre imperfecto.
¿Qué es un hermano pequeño? ¿Un amigo? ¿Un enemigo? ¿Un sucedáneo de hijo? ¿Un plagiario? ¿Un esclavo? ¿Un rival? ¿Un intruso? ¿Uno mismo más joven? Es tu propia sangre que te saca de tus casillas y eres tú mismo que te reconoces en otro. Un nuevo Tú. Jean-Bertrand Pontalis escribió un texto límpido sobre la hermandad titulado Hermano del precedente. Sin duda, ésta es la mejor definición de mi identidad: era el hermano del precedente. Es probable que, inconscientemente, haya hecho todo lo posible para que ahora, vaya a donde vaya, cuando mi hermano mayor se presente a alguien, le pregunten si es familiar mío. Al principio, era Charles el de los ojos tan azules, Charles el de los dientes tan inmaculadamente blancos. Yo era el hermano menor leucémico, el niño enclenque, el pequeño famélico con perfil de luna creciente y el rostro cóncavo.
Tampoco es más fácil ser el hermano mayor y tener que dar ejemplo. El que rompe el hielo, el rey caído, el esbozo del segundo…, ¿un sustituto del padre? Como Caín con Abel, mi hermano mayor pasó su infancia intentando matarme. Una vez, en Pau, por poco lo consigue, persiguiéndome armado con un destornillador por la sala de juegos, en el sótano de Villa Navarre. Fue mi prima Géraldine quien me salvó la vida interponiéndose. Otro día me lanzó bolas de petanca a la cara mientras yo bailaba para esquivar los proyectiles de acero cromado. Mi primo Édouard, unos años más joven, quedó muy impresionado por nuestras explosiones de violencia. Actualmente, Édouard Beigbeder trabaja en acciones humanitarias para UNICEF: ha estado en Ruanda, en Bosnia, en Osetia, en Sri Lanka tras el tsunami… Creo que ha visto más horrores que la mayoría de gente que conozco. Sin embargo, todavía recuerda mis gritos de terror cuando Charles me perseguía. Mi hermano mayor también intentó ahogarme manteniéndome la cabeza sumergida en el agua en todas las piscinas y todos los mares; gracias a él me convertí en un campeón de apnea. Todavía hoy puedo aguantar la respiración bajo el agua durante dos minutos sin dificultad. Otro método consistía en asfixiarme bajo su cojín mientras me inmovilizaba los hombros con las rodillas. Nunca se lo he reprochado, puesto que siempre era yo quien lo provocaba destruyendo todo lo que él construía, ya fuera una casa de Lego, un castillo de arena o una maqueta de avión. Mi padre también tenía un hermano mayor autoritario, impositivo, humillador (Gérald Beigbeder); lo odió cordialmente toda su vida. El odio del hermano mayor por el menor es natural (el nuevo le roba su parte del pastel), pero no es obligatoriamente recíproco. Desde muy temprano, adopté una actitud socarrona, al estilo de Gandhi. A la autoridad del hermano mayor, oponía una permanente pedorreta. La única diferencia con el Mahatma era que a menudo atacaba por sorpresa, sobre todo golpeándole los muslos con mis rodillas en punta, gritando «¡bocadillo!», un método muy poco pacífico que no utilizó jamás, que yo sepa, el fundador de la India moderna. Los «bocadillos» formaban enseguida unos hematomas verdes y amarillos en las caderas de mi hermano. Así pues, los intentos de asesinato fraternos se pueden considerar legítima defensa. Al fin y al cabo, éramos dos hermanos normales, con nuestros cardenales a modo de medallas.
Fastidiar a mi hermano mayor fue mi manera de romper la fatalidad familiar. Charles y yo no queríamos imitar a la generación precedente: mi padre estaba reñido con su hermano, enzarzados los dos en un juicio por la sucesión y en completo desacuerdo sobre la gestión de los Établissements de Cure du Béarn. Mis continuas burlas eran mi manera retorcida de decir «Charles, te quiero». Ya está, ya lo he dicho, ya no lo repetiré nunca más, con una vez en la vida basta. Pontalis dice que entre los hermanos puede existir amor, odio o amistad, y a veces una mezcla de los tres: una pasión destructiva. En una escala de sentimiento fraternal que iría del incesto homosexual al crimen fratricida, yo nos situaría en el centro, oscilando entre la fascinación recíproca y la indiferencia fingida. Muy pronto perdí la pelea y comprendí que estaba decidido: él tendría una vida estructurada y yo caótica. Pero estábamos unidos en la adversidad: cuando un intruso nos atacaba a uno de los dos, el otro estaba dispuesto a morir por defenderlo. Charles era autoritario pero protector. Nuestro humor malicioso, cruel y guasón, nuestras pullas incesantes nos unían, y yo no podía evitar reír cuando él me trataba de «lacayo» y me ordenaba que llevara «las viandas» a la mesa… O en el restaurante, cuando le preguntaba al maître:
—Su camembert… ¿está bien hecho?
Y el maître respondía:
—Creo que sí.
Y Charles ordenaba:
—¿Seguro? Verifíquelo, haga el favor.
¡Ah, ese «haga el favor»!… Me hará llorar de risa hasta el día que me muera.
Crecí bajo el yugo de este dictador espléndido, pero, gracias a Dios, su totalitarismo estaba atemperado por la burla de sí mismo. Nació el mismo día que Adolf Hitler, ¡cuántas veces se lo habré recordado! Para mí, era una prueba de que la astrología es una ciencia exacta. Mi madre se veía constantemente obligada a interponerse. Cuando Chloë se queja de ser hija única, le digo:
—¡No sabes la suerte que tienes!
Es así en todas las familias, no se lo echo en cara a mi hermano. Yo era el siguiente: él tenía que vencerme, aplastar al usurpador, al niño supernumerario, para seguir siendo el gran Charles, y yo tenía que resistir para obligar al mundo a aceptar mi singularidad, mi independencia, y convertirme en Frédéric. Así es como Charles infundió fuerza a su hermano menor.
¿Cómo se puede matar al padre cuando no hay ninguno en casa? Quedaba el hermano: cada uno se aplicó a esta tarea a su manera.
Los altibajos sentimentales de nuestra madre tuvieron daños colaterales: riqueza de los 0 a los 6 años, pobreza de los 6 a los 8, lujo de los 8 a los 14, vacas flacas de los 14 a los 18. Mi madre nos trajinaba, en su pequeño Fiat 127 blanco, de pisos espaciosos a pequeños apartamentos de alquiler. Que nadie acuse a mi madre de ser venal: si no dudó en abandonar dos veces suntuosas moradas para trasladarse con sus dos hijos a viviendas estrechas, forzándose a hacer traducciones mal pagadas de libros malos de la colección Harlequin para pagar el alquiler, fue por puro romanticismo. Un día teníamos cada uno nuestro propio cuarto; al otro, volvíamos a dormir en literas. No se trataba de miseria, sino simplemente de jerséis con remiendos en los codos. A los diecisiete años, en la rue Coëtlogon, mi hermano y yo dormíamos en la misma habitación con las paredes forradas de tela azul. Incluso recibíamos a nuestros ligues en las camas de una plaza; a veces, Charles hacía el amor discretamente, tapándole la boca a su acompañante con la mano, mientras yo hacía ver que dormía. Por la noche, cuando Charles me decía que parara de toser o de masturbarme, yo le contestaba que parara de rechinar los dientes y de roncar. Cuando él estudiaba mates, yo subía el volumen de Blue Oyster Cult. No es moco de pavo, la cohabitación. Los dos nos apresuramos a marcharnos de casa al alcanzar la mayoría de edad, y desde entonces nos alejamos el uno del otro. Probablemente, para él fue un alivio; yo no me he rehecho jamás.
Nunca he llegado a saber si nos alejamos porque éramos diferentes o más bien al contrario: quizá me haya hecho diferente adrede, porque sabía que la vida nos separaría y que ser su antítesis era mi única oportunidad para soportar aquel nuevo divorcio. Los dos teníamos nuestras dos vidas por vivir, y yo sabía que no podríamos vivirlas juntos. Cuando nos separamos, me di cuenta de hasta qué punto apreciaba a mi falso gemelo. Durante toda mi vida, desde que él se fue de casa, he buscado sustitutos de hermano mayor, amigos con más años que yo que me decían adónde ir y qué hacer (a eso los norteamericanos lo llaman un role model). Desde muy temprano adopté la costumbre de seguir a alguien con voluntad para dos.
Entendedme: Charles da sentido a mi vida. Me he construido por oposición a él. Mi método para existir consistía en ser su contrario. Quizá fuera una estupidez, pero a los diez años ser diferente fue lo único que se me ocurrió para definirme. Ser su yang, su reverso de la moneda, su lado oscuro, su reflejo deformado, su mosca cojonera, su doble opuesto (en alemán, el Doppelgänger), sus bambalinas, su gabinete en la sombra, su alter ego (el que altera su ego), su Mister Hyde. ¿A él le gusta construir? A mí me gustará criticar. ¿Es bueno en matemáticas? Yo hincaré los codos con el francés. ¿Es aficionado a los juegos de mesa? Yo leeré en mi rincón. ¿Sale con un montón de chicas? Yo jugaré al millón con mis colegas. ¿Es un católico practicante? Pues yo un ateo burlón. Me gustaban los caramelos de anís y de regaliz PORQUE él los detestaba. Frente a los juegos de mesa de mi hermano, yo prefería los solitarios videojuegos de los salones recreativos, en los que introducía una moneda de dos francos para disparar como un histérico sobre todo lo que se moviera: muros de ladrillo, marcianos en el Space Invaders, meteoritos en el Asteroids, las dos cosas en el Defender… Todo se decidió muy temprano: a los nueve años, Charles leía la revista de historietas Picsou Magazine y coleccionaba trenes eléctricos; hoy hace malabarismos con inversiones colosales en la industria eléctrica y anuncia que quiere competir con la SNCF. No evolucionamos: la infancia nos define para siempre, puesto que la sociedad nos ha infantilizado de por vida. A la misma edad, yo leía Pif Gadget (una publicación comunista) y jugaba al Jokari en el jardín de Patrakenea, golpeando con una violencia desesperada una pelota atada a una goma que volvía incesantemente para burlarse de mí. Sin ningún género de duda, el Jokari es el juego más estúpido del mundo: especie de cruce entre la pelota vasca y el bumerán, es, como la literatura, el único deporte en el que uno tiene la completa seguridad de que NO GANARÁ NUNCA. Sin Charles, ya no sé quién soy, estoy perdido; ese hombre es mi ancla y él ni siquiera lo sabe, está convencido de que me burlo de él. A día de hoy, sigue siendo mi principal referencia. ¿Qué os creéis, que las pataletas terminan cuando uno se hace mayor? Estáis de broma: él lleva doce años casado, yo me he divorciado dos veces; él es miembro del MEDEF, yo he aconsejado al Partido Comunista francés; cuando a él le han concedido la Legión de Honor, a mí me han encerrado en prisión. Entre el Elíseo y la cárcel la distancia es muy corta. Uno de los hermanos hará fortuna y verá cómo le colocan la insignia; el otro, que es prácticamente el mismo, que ha crecido con él, que ha sido educado por la misma persona, estará en pelotas, rodeado de policías, tiritando sobre una plancha de madera. Espero que este capítulo impúdico no lo ofenda. En un libro que publicó el año pasado, su versión es diferente: «Nunca ha habido la más mínima competición entre nosotros». Evidentemente, puesto que es él quien la ha ganado.
¿Es más feliz que yo mi hermano monógamo? Constato que la virtud y la fe parecen aportarle más felicidad que a mí mi hedonismo y mi materialismo; el verdaderamente subversivo, el único loco, el gran rebelde de la familia es él, desde siempre, y yo no lo veía. Mis fiestas desenfrenadas de adolescente tardío, en cambio, no son más que una dócil obediencia a la marcha del mundo. El mandato capitalista (todo lo que es placentero es obligatorio) es igual de estúpido que la culpabilidad cristiana (todo lo que es placentero está prohibido). Incapaz de madurar, me dedico a obnubilarme, mientras él construye su existencia sobre un matrimonio sólido, unos hijos presentes, una religión eterna y una casa con un jardín florido. Yo disfruto de la noche con aires de superioridad sin advertir que soy el más burgués de los dos. Huyendo de mi familia, no me daba cuenta de que abdicaba frente a una alienación mucho peor: la sumisión al individualismo amnésico. Privados de nuestros lazos familiares, somos números intercambiables, como los «amigos» de Facebook, los inscritos en el servicio público de empleo o los prisioneros del Dépôt.
Perdí a mi padre a los siete años y a mi hermano a los dieciocho. Eran los dos hombres de mi vida.