38. EL SUEÑO FRANCÉS

Mi padre no ha querido celebrar nunca sus cumpleaños, y a menudo olvidaba el de sus hijos. No retenía las fechas porque consideraba, con justicia, que ya nos había hecho el más bello de los regalos: la vida. Este apasionado de la filosofía antigua veía la realidad como algo relativo; por lo tanto, era inútil dar demasiada importancia a una fecha del calendario que simboliza nuestro envejecimiento biológico. El rechazo a crecer forma parte de mi herencia, con la idea de que la realidad es un valor sobrestimado.

Tras su divorcio, mi padre encontró un sustituto de hermano mayor en la persona de su primo Jean-Yves Beigbeder. Recuerdo una especie de doble de mi padre más corpulento y con grandes gafas, un tipo cómico, lunático, libre, original como lo sería más tarde mi progenitor. Papá lo escogió como mejor amigo. Fuimos juntos de vacaciones a las Antillas británicas, a una pequeña isla llamada Nevis, pero no guardo ningún recuerdo excepto mi descubrimiento de la leche de coco. Sin duda fue por nostalgia de Nevis que más tarde comería Bounty y bebería Malibu durante toda mi juventud. Un día, nuestro padre nos anunció con voz lúgubre que Jean-Yves Beigbeder había muerto ahogado o devorado por los tiburones en algún lugar de la barrera de coral. Yo también perdí a un amigo con este mismo nombre de pila, pero no desea ser mencionado en este libro, ¡ups!, vaya, demasiado tarde.

Mi padre probó el sueño capitalista y mi madre probó la utopía feminista: fueron duramente castigados por haber querido ser libres. «Calamitosus est animus futuri anxius», dice Séneca. («El espíritu angustiado por el futuro es desgraciado.») Sea como sea, nadie les puede quitar esto: mis padres tuvieron un sueño.