16. DÍAS TRANSCURRIDOS EN NEUILLY

Ni violado, ni maltratado, ni abandonado a la Dirección de Sanidad y Asuntos Sociales, no soy más que el segundo hijo de un matrimonio originario del suroeste de Francia. Tras el divorcio de mis padres, fui educado por mi madre, si bien pasaba un fin de semana al mes y una parte de las vacaciones con mi padre. El registro civil es preciso: nací el 21 de septiembre de 1965 en Neuilly-sur-Seine, en el número 2 del boulevard du Château, a las 21.05. Nada más. Mi infancia se me escapa como un sueño por la mañana: cuanto más intento rememorarla, más se aleja entre la bruma.

El mundo en el que nací no tiene nada que ver con el de hoy. Era la Francia anterior a mayo de 1968, gobernada todavía por un general de uniforme gris. Soy lo suficientemente viejo para haber visto desaparecer un modo de vida, una forma de hablar, una manera de vestirse, de peinarse, una televisión con una sola cadena cuya emisión estrella era un espectáculo de circo en blanco y negro («La piste aux étoiles»). En aquella época, los agentes de policía llevaban silbatos de bola y porras blancas. Habían pasado veinte años de Auschwitz e Hiroshima, los sesenta y dos millones de muertos, la deportación, la Liberación, el hambre, la pobreza, el frío. Los adultos hablaban de la guerra bajando la voz cuando los niños entraban en la habitación. Se sobresaltaban el primer miércoles de mes, al mediodía, cuando oían la sirena de alerta a la población. Durante toda mi juventud, su única obsesión era el confort. Tras la guerra, todo el mundo se convirtió en gourmet durante cincuenta años. Ésa es la razón por la que mi padre escogió una muy lucrativa carrera en los negocios a pesar de que su verdadera vocación era la filosofía.

Íbamos al parvulario de Neuilly en fila india y cogidos de una cuerda. Vivíamos en la planta baja de un palacete situado en una calle tranquila flanqueada por plátanos y farolas, la rue Saint-James (se pronunciaba «sencham»), en el número 28. Era una callejuela sin tiendas ni ruido, en la que incluso las criadas susurraban. Nuestra habitación daba a un pequeño jardín rodeado por un seto de alheñas y rosales. Sobre el césped yacía un triciclo volcado. Parece ser que había un sauce llorón. A veces he regresado a la casa, a pie, para ver si me volvía la memoria; no me ha vuelto nada de nada, pero ahí sigue el sauce, llorando. Esperaba ver resurgir imágenes inéditas, pero no reconocí ni un rincón del parterre en el que di mis primeros pasos. Me chocó la serenidad y la paz que emanan de aquella calle para ricos. ¿Cómo se las arreglaron mis padres para pelearse en una callejuela tan apacible? Es una especie de avenida residencial que imita, en plenas afueras de París, un pueblo rural idílico. Uno podría creerse en Londres, cerca de Grosvenor Square, o en los Hamptons, donde el césped de los jardines desciende en suave pendiente hacia el Atlántico (cambiando el océano por el Sena). Mi madre me contó que paseaba a sus bebés en un cochecito con la cesta azul marino y las ruedas con radios y neumáticos blancos de la marca Bonnichon. Un día se cruzó con el actor Pierre Fresnay, que vivía al lado. El hombre exclamó:

—¡Qué niños tan preciosos!

Fue mi primer contacto con el show business. Mi madre llevaba una minifalda de cuadros escoceses de color rosa pálido. En algunas fotos de aquella época, se parece a Nancy Sinatra en el Scopitone de Sugar Town, de 1967.[2] Mi hermano y yo vestíamos ropa de Molli, y más tarde, cuando ya correteábamos, unos abriguitos de tweed con el cuello de terciopelo que nos traían de Harrods, en Londres. Pero la utopía no era tan impecable como nuestros atuendos.

Mamá tuvo que soportar la vecindad de su suegra norteamericana, que aparecía de improviso para traerle una caja de After Eight. Todavía no mandaba a paseo a la madre de su marido, que vivía en la calle paralela (rue Delabordère), cuando llamaba a la puerta para dar lecciones sobre la educación de sus nietos. Según parece, granny criticaba constantemente a nuestra niñera, una alemana que había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas, Anne-Gref, una señora encantadora y muy autoritaria a quien la caída del Reich no había hecho perder la afición a la disciplina. De ella conservo una imagen verde y rasposa: un personaje vestido de loden de pies a cabeza. Las primeras palabras que escuché fueron pronunciadas con acento alemán. Anne-Gref tenía la manía de lamer de vez en cuando un pañuelo para limpiarnos la cara con su saliva. En aquellos tiempos, los pañuelos no eran de papel. Veinte años atrás, el Bois de Boulogne había sido el parque preferido de los oficiales alemanes, pero quizá Anne-Gref lo ignoraba.

Desde luego, nacer en Neuilly-sur-Seine no constituye ningún impedimento para la vida, pero no puede decirse que sea un lugar que inocule a sus habitantes el sentido del combate. Se cruzaba la calle en medio de un silencio únicamente interrumpido por el piar de los gorriones y el ronroneo de los coches ingleses. Mi cochecito debió de pasearse entre los árboles del parque de Bagatelle. Sé que mi hermano por poco se ahoga en la charca de Saint-James, a la que cayó antes de aprender a nadar un día que mi madre estaba de espaldas, y a veces sueño todavía que navego en barca por aquel bosque misterioso, rosa y verde. El cielo desfila por encima de mi cabeza; las ramas enredadas de los castaños de Indias cuadriculan el firmamento, y me duermo sobre el lago del Bois de Boulogne, mecido por el chapoteo de los remos que se sumergen en el agua calma. Los decorados de mi más tierna infancia siguen existiendo. Sin embargo, cuando los visito no me recuerdan nada. Sólo sus nombres parecen salidos de otra época, de un país lejano, arcaico y desaparecido, de una región extrañamente familiar… La Grande Cascade, con sus rocas artificiales, me hacía soñar en una gruta misteriosa, en una caverna mágica escondida tras la cortina de agua… El Pré Catelan y su constante procesión de berlinas frente al porche se confunden en mi memoria con la llegada al camino central de Villa Navarre en Pau… El Jardin d’Acclimatation era nuestro paraíso, nuestra Disneylandia en miniatura, con sus tiovivos llenos de luces multicolores, los gritos de los monos, su olor a estiércol y a gofres… El Chalet des Îles, una casa de madera importada de Suiza en medio de un lago, era un planeta alrededor del cual orbitaban como satélites las barcas blancas, que abrían tras de sí una estela entre los cisnes y los nenúfares… El hipódromo de Longchamp, con su gentío endomingado, los coches que hacían sonar la bocina, su molino de viento estropeado, sus vendedores de pronósticos, los caballos que se encaminaban al pesaje, un mar de sombreros y paraguas… El Tir aux Pigeons y sus enormes parasoles, sus manteles blancos, sus caminos de grava que crujía bajo mis sandalias como biscotes aplastados… ¿He vivido realmente todo esto, o estoy haciendo una reconstrucción histórica de mí mismo? En mis tres primeras novelas, decidí bautizarme con el nombre de Marronnier, «castaño», como referencia al apellido de mi madre, Chasteigner, pero también como homenaje al follaje del Bois de Boulogne, a su verdor que dibujaba sombras chinas, a los reflejos verdes de los castaños de Indias en flor de la avenue de Madrid. El Polo de Paris, en el que mi padre se inscribió en 1969… Uno iba al Polo para poder hablar mal del Tir, y al Tir para poder despreciar al Racing, y al Racing cuando no conseguía entrar en ninguno de los otros dos, es decir —muy a menudo—, cuando era judío. Los maîtres llevaban chaqueta blanca. Era antes de que excavaran la piscina, y mi hermano me enseñaba a hacer barro en la gran extensión de arena, o emprendíamos batallas de castañas contra los que mi madre llamaba «mocosos hijos de papá», con el ruido amortiguado de las pelotas de tenis y los resbalones de las zapatillas Spring Court de tela sobre la tierra batida de color ocre como música de fondo… Me viene una imagen a la cabeza: un jugador de polo argentino caído del caballo, el partido interrumpido, y una ambulancia que rueda sobre el césped; unos enfermeros que bajan del vehículo, levantan al tipo con la camilla, la ambulancia (una Citroën DS Break de color blanco) que se vuelve a marchar… El jugador herido llevaba unas enormes botas de color marrón… Blanco y marrón, como los colores del club, que recuerda a un cottage de Long Island. Observo la ambulancia con los prismáticos de mi padre, pero puestos del revés, de modo que el vehículo parece todavía más pequeño y más lejano, igual que mis recuerdos. Comíamos melón dispuesto sobre cubitos de hielo y fresas cubiertas de crema de leche espesa (la moda de la nata montada es posterior), y sentíamos cierto embarazo cada vez que granny maldecía en inglés contra la lentitud del servicio. Al salir del Polo, me volvía para admirar a través del parabrisas trasero del Bentley el Trianon de Bagatelle, o aquel castillo de 1720 que fue durante mucho tiempo una casa okupa, flanqueado por una extraña torre almenada como la de Vaugoubert, una visión medieval alejándose bajo la lluvia gris… Ahora, en Bagatelle, suenan los teléfonos móviles, rugen las motos de cross, los adolescentes gritan mientras juegan al fútbol sobre los parterres, familias enteras asan salchichas en barbacoas y los loros escupen Womanizer de Britney Spears a todo volumen. Hoy en día, presentarse con un coche inglés antiguo se considera ostentoso; cuarenta años atrás, el Bois de Boulogne era rigurosamente idéntico al descrito por Proust a principios de siglo. Desde entonces, he vuelto a él a menudo en ocasión de fiestas nocturnas, partidos de tenis, tardes en la piscina, felaciones transexuales… El Bois ya no tiene el encanto de los años sesenta: no había travestís en la parte de atrás del automóvil gris y muy alto de mi padre, sino un estribo, madera de caoba, Joan Baez y olor a cuero viejo. Y, en el asiento de atrás, al lado de su hermano mayor, un niño demasiado protegido, como un pez rojo en su pecera.

Entre 1965 y 1970, no hubo ni un solo ruido en mi vida. Neuilly era una especie de Ginebra, una ciudad demasiado limpia, donde el aire era demasiado puro, con el aburrimiento como regla aceptada para sentirse protegido. Neuilly es una ciudad en la que el tiempo no hace sino pasar. Cómo hablar sin obscenidad del sufrimiento sordo de los Altos del Sena… El comisario del VIII tiene razón: mi queja es incomprensible. Vivíamos en el único barrio recomendable, en la parte del Bois. Existen dos Neuilly-sur-Seine: bajando por la avenue Charles-de-Gaulle hacia la Défense, el Neuilly chic queda a mano izquierda y el paleto, a la derecha, en el lado del ayuntamiento. Cerca del Bois de Boulogne, las casas adquieren clase, la burguesía un discreto encanto…, ¿por qué lamentarse de haber nacido ahí? Porque aquel mundo ha desaparecido y aquella vida ha saltado en pedazos, porque ignorábamos nuestra suerte, porque aquel cuento de hadas no podía durar. Si despotrico a posteriori de aquel lujo, acaso sea para no echar de menos lo que ha desaparecido.

Nací en un universo cerrado, en un gueto de comodidad con los jardines delimitados por setos tallados con podadera por jardineros enfundados en monos, en el que desayunábamos rodeados de verjas blancas, sin derecho a hablar ni a poner los codos sobre la mesa. A las cuatro, Anne-Gref, que entraba en el salón con un conjunto de camisa y delantal, servía la merienda: chocolatines (así es como se llaman en bearnés las napolitanas de chocolate), que mojábamos en un vaso de leche hasta que se transformaban en blandas esponjas, u onzas de chocolate negro Poulain que comíamos dentro de un pedazo de barra de pan de Viena, a veces dejándonos un diente. Todavía no se había importado la Nutella de Italia, pero a veces engullíamos tostadas con mantequilla espolvoreadas con Benco Instant. Era un poco la atmósfera de los parques cerrados y los indolentes partidos de tenis de El jardín de los Finzi-Contini de Vittorio de Sica (1971), una película que describe el ascenso del fascismo y la manera en que una familia se va a ver destruida por la guerra. A nosotros, la conmoción que nos tocó vivir, veinte años más tarde, fue el mayo de 1968, con aquellas concentraciones de contestatarios que mis padres se vanagloriaban de haber ido a ver al Odéon en el Bentley gris, sin saber que el impulso de aquella liberación los sumergiría y los llevaría a la separación.

Existe algo más difícil que el aburguesamiento: el desclasamiento, palabra que prefiero a «decadencia», demasiado pretenciosa. ¿Cómo se las arregla uno para desembarazarse de una educación refinada, de sus propios ridículos, sus prejuicios, sus complejos, de su culpabilidad, su torpeza, su raya al lado, sus jerséis de cuello alto rasposo, sus bléiseres de botones dorados, sus pantalones de franela gris que irritan las piernas con su pliegue central, su suficiencia, su forma de hablar esnob y sus mentiras? Perdiendo la memoria. El Estado francés intenta hacer lo posible para que los ciudadanos puedan ascender socialmente, pero no prevé nada para ayudarlos a descender. La amnesia es la única evasión de los pudientes frente a la ruina. Mi padre trabajó mucho y muy generosamente para que sus hijos no sufrieran las consecuencias de la bancarrota de los Établissements de Cure du Béarn a finales de los setenta, pero no consiguió evitar que adivináramos la desgracia de nuestra familia, la más rica de Pau en aquel entonces. La muerte de mis abuelos y las disputas por indivisión de la herencia que la sucedieron impregnaron toda mi infancia y pudrieron mi adolescencia. Me acuerdo de una pregunta innoble atribuida a mi bisabuela materna cuando le presentaron a mi padre en el castillo de Vaugoubert: «Pero ¿ha nacido?». El día de las presentaciones, la condesa de Chasteigner lo había sometido a su famosa «prueba del foie-gras»: la criada traía un plato con algunas rodajas, y el examinando tenía que probarlo directamente con el tenedor, sin untarlo primero en el pan, so pena de ser catalogado irreversiblemente como plebeyo. Prevenido a tiempo por mi madre, Jean-Michel Beigbeder había pasado la prueba con nota…

Apenas quince años más tarde, estábamos liquidados. Los Beigbeder pasaron de una forma de vida a otra, del ámbito de la pequeña nobleza rural, arraigada en una eternidad ilusoria como los árboles del jardín de Villa Navarre, al de los neoburgueses modernos, desarraigados, urbanos, efímeros y apremiados por saberse frágiles. Al abandonar Neuilly por el distrito XVI de París, nos sumergimos en una urgencia sin memoria, en la rapidez de las personas a quienes no queda tiempo que perder, o más bien nos inventamos una nueva burguesía que ya no se permitía el lujo de interesarse por el tiempo perdido.

Es difícil reponerse de una infancia infeliz, pero puede resultar imposible reponerse de una infancia protegida.