7. LOS INFIERNOS NATURALES
Así pues, cuando la policía se nos echó encima en la avenue Marceau, éramos una decena de juerguistas agolpados encendiendo cigarrillos alrededor de un coche en cuyo capó negro satinado se dibujaban unas líneas blancas paralelas. Estábamos más cerca de los Tramposos de Marcel Carné que de los Kids yonquis de Larry Clark. Cuando la sirena empezó a berrear, nos dispersamos en todas direcciones. Los funcionarios no consiguieron pescar más que a dos delincuentes, como mi abuelo con sus camarones, palpando las anfractuosidades; en este caso, la boca de la estación de metro de Alma-Marceau, que a esas horas ya tenía la reja bajada. Cuando mi amigo, llamémosle el Poeta, se vio arrestado, lo oí protestar:
—¡La vida es una pesadilla!
El rostro estupefacto del Policía ante el Poeta es una imagen que me hará sonreír hasta el fin de mis días. Dos agentes uniformados nos izaron hasta el capó motivo del litigio; recuerdo que me gustó aquel ejercicio de levitación nocturna. Parecía que se entablara un diálogo entre la Poesía y el Orden Público.
El Policía: ¿Pero cómo se os ocurre hacer eso encima de un coche?
El Poeta: ¡La vida es una PESADILLA!
Yo: ¡Desciendo de un hombre crucificado en las alambradas de Champaña!
El Policía: Vamos, lleváoslos al Sarij 8.
Yo: ¿Qué es el Sarij 8?
Otro Policía: El servicio de acogida, rastreo e investigación judicial del distrito VIII.
El Poeta: «A medida que el ser humano avanza en la vida, la novela que, en su juventud, lo dessslumbraba, la fabulosssa leyenda que, de niño, lo ssseducía, se marchitan y ossscurecen por sí mismas…»
Yo (pelota y vacilón a la vez): No es suyo, no crea. ¿Ha leído Los paraísos artificiales, mi capitán? ¿Sabía usted que los paraísos artificiales nos ayudan a huir de los infiernos naturales?
El Policía (por la radio del coche): ¡Jefe, tenemos un flagrante!
Otro Policía: ¡Estáis majaras haciendo eso en medio de la calle! ¡Meteos en el lavabo, como todo el mundo! ¡Menuda provocación!
Yo (limpiando los polvos del capó del coche con mi bufanda): Nosotros no somos todo el mundo, mi comandante. Nosotros somos ES-CRI-TOOO-RES. ¿QUEDA CLARO?
El Policía (agarrándome violentamente el brazo): ¡Jefe, el detenido ha intentado borrar la prueba del delito!
Yo: ¡Eh, oiga, con cuidado, señor agente, no servirá de nada que me parta el brazo! Me gustaba más cuando me sostenía…
El Poeta (con continuos movimientos de cabeza que pretendían significar la dignidad humana y el orgullo del artista incomprendido): La libertad es imposssible…
El Policía: ¿Éste no cierra nunca el pico o qué?
El Poeta (convencido de convencer, articulando demasiado, sílaba a sílaba, con el dedo levantado como un indigente hablando solo en el metro): El Poder necesssita a los artissstas para que le canten las verdadesss.
El Policía: ¿Qué pretendes, jugar a ver quién es más tonto?
El Poeta: Desssde luego que no, ganaría usted ssseguro.
El Jefe: Vaya, vaya, esto tiene toda la pinta de noche en el calabozo… ¡Venga, vamos, encerradlos!
Yo: Pero… ¡mi hermano tiene la Legión de Honor!
Nos hicieron levitar hasta el vehículo bicolor que berreaba.
No sé por qué, pero pensé enseguida en la película El gendarme de Saint-Tropez (1964), cuando Louis de Funes y Michel Galabru corren tras un grupo de nudistas en la playa para pintarlos de azul. La veíamos en familia cada verano, en Guéthary, en el salón que olía a chimenea, a cera de parqué y a Johnny Walker con hielo. Otra referencia sería Los Pies Niquelados en pleno suspense, de Pellos (1963), pero no consigo decidir quién sería Ribouldingue y quién Filochard.
Ya había estado una vez en un furgón policial, durante el Salón del Libro de París, en marzo de 2004. Había intentado acercarme al presidente Chirac para ofrecerle una camiseta con la efigie de Gao Xingjian. El país invitado de aquella edición era China, pero el premio Nobel de Literatura 2000, el disidente exiliado en Francia y naturalizado francés, había sido curiosamente «olvidado» por las autoridades. También en aquella ocasión me había visto izado del suelo por unos brazos musculosos; y también entonces me había producido una sensación bastante placentera. Tengo que decir que aquella vez tuve suerte: uno de mis portadores recibió un mensaje tranquilizador a través del walkie-talkie:
—No le peguéis, es famoso.
Ese día bendije mi notoriedad. Me soltaron al cabo de una hora, y al día siguiente mi detención preventiva era portada en Le Monde. Una hora de arresto en una furgoneta enrejada por tener pinta de intrépido defensor de los derechos humanos constituía una muy buena relación dolor físico/retribución mediática. Esta vez me encerrarían durante un período algo más prolongado y por una causa mucho menos humanitaria.