10. EN FAMILIA
He soñado con ser un electrón libre, pero uno no puede desvincularse eternamente de sus raíces. Reencontrar a aquel niño en la playa de Guéthary es aceptar que se viene de algún lugar, de un jardín, de un parque encantado, de un prado que huele a hierba recién cortada y a viento salado, de una cocina con sabor a compota de manzana y pan duro.
Me horrorizan los ajustes de cuentas familiares, las autobiografías demasiado exhibicionistas, los psicoanálisis disfrazados de libro y los trapos sucios lavados en público. Al comenzar sus Memorias interiores, Mauriac nos da una lección de pudor. Dirigiéndose con ternura a su familia, se sacrifica: «No hablaré de mí para no condenarme a hablar de vosotros». ¿Por qué no tengo yo también la fuerza de permanecer callado? ¿Es posible un poco de dignidad cuando uno intenta saber quién es y de dónde viene? Presiento que voy a tener que embarcar en estas páginas a numerosas personas cercanas, vivas o muertas (de hecho, ya he comenzado). Seres amados que no han pedido verse de pronto atrapados en este libro como víctimas de una redada. Supongo que cualquier vida tiene tantas versiones como narradores: cada cual posee su verdad. Precisemos de entrada que estas páginas sólo expondrán la mía. De todos modos, a los cuarenta y dos años ya no viene a cuento quejarse de la propia familia. A estas alturas, ya no tengo elección: he de recordar para envejecer. Detective de mí mismo, reconstituyo mi pasado a partir de los escasos indicios de los que dispongo. Intento no hacer trampas, pero el tiempo me ha desorganizado la memoria como se barajan las cartas antes de una partida de Cluedo. Mi vida es un enigma policíaco en el que el bálsamo del recuerdo embellece, deformándola, cada prueba del delito.
En principio, toda familia tiene una historia, pero la mía no duró mucho tiempo; mi familia es un conjunto de personas que no se conocen muy bien entre ellas. ¿Para qué sirve una familia? Para separarse. La familia es el lugar de la no-palabra. Mi padre hace veinte años que no se habla con su hermano. Mi familia materna ya no conoce a mi familia paterna. Normalmente, ves a los de tu tribu a menudo cuando eres pequeño, durante las vacaciones. Después, tus padres se separan, cada vez ves menos a tu padre, y de pronto, ¡abracadabra!, una mitad de la familia desaparece. Te haces mayor, las vacaciones se espacian cada vez más, y la familia materna también se aleja, hasta que ya sólo coincidís en bodas, bautizos y funerales (para los divorcios, nadie manda invitaciones). Cuando alguien organiza la merienda de cumpleaños de un sobrino o una cena de Navidad, siempre se encuentran excusas para no ir: qué angustia, qué miedo ser escrutado, observado, criticado, confrontado con uno mismo, reconocido por lo que se es, juzgado en su justa medida. La familia te refresca los recuerdos que has borrado y te recrimina la ingratitud de tu amnesia. La familia es una sucesión de obligaciones, una jauría de personas que te han conocido demasiado temprano, antes de que estuvieras terminado, y los más viejos, sobre todo, son los que están en mejor posición para saber que todavía no lo estás. Durante largo tiempo creí que podría prescindir de ella. Era como el bote de Fitzgerald en la última frase de El gran Gatsby, «remando contra la corriente, incesantemente arrastrado hacia el pasado». He terminado reviviendo exactamente todo lo que quería evitar. Mis dos matrimonios se hundieron en medio de la indiferencia. Quiero a mi hija más que a nada en el mundo, pero sólo la veo un fin de semana de cada dos. Hijo de divorciados, yo también me divorcié, precisamente por alergia a la «vida de familia». ¿Por qué esta expresión se me aparece como una amenaza, o como un oxímoron? Enseguida le viene a uno a la cabeza un pobre hombre agotado intentando colocar una sillita de bebé en un coche oval. Evidentemente, lleva meses sin hacer el amor. Una vida de familia es una retahíla de comidas deprimentes en las que todo el mundo repite las mismas anécdotas humillantes y los mismos automatismos hipócritas, en las que se toma por un vínculo lo que no es más que una lotería del nacimiento y ritos de la vida en comunidad. Una familia es un grupo de personas que no logran comunicarse, que se interrumpen ruidosamente, se exasperan unas a otras, comparan los diplomas de sus hijos y la decoración de sus casas, y se reparten la herencia de sus padres mientras los cadáveres están aún calientes. No comprendo a la gente que considera la familia un refugio cuando está claro que reaviva los pánicos más profundos. Para mí, la vida empezaba cuando uno abandonaba su familia. Era entonces y sólo entonces cuando uno se había decidido a nacer. Veía la vida dividida en dos partes: la primera era una esclavitud, y la segunda se dedicaba a intentar olvidar la primera. Interesarse por la propia infancia era propio de viejos chochos o de cobardes. A fuerza de creer que era posible desembarazarse del pasado, creí realmente que lo había conseguido. Hasta hoy.