35. FIN DE LA AMNESIA
Estaba encerrado en una mentira. Al comprender que mi amnesia procedía de un simple no-dicho, todo se me apareció en la pared de mi ratonera, como si se levantara el día, como si se descorriera una cortina sobre una infancia al fin liberada. Todo, lo veía todo: cuando iba en triciclo por la entrada cuadrada de Neuilly, y el dúplex del distrito XVI, en el que me enteré de la muerte de De Gaulle y probé mis primeras cerezas, y las batallas con mi hermano por quién tenía la huevera azul y la cuchara puntiaguda, y la caja grande de rotuladores multicolores Caran d’Ache para dibujar árboles sobre el papel pintado de mi cuarto, y cuando escuchábamos el disco de El principito recitado por Gérard Philipe y yo creía que se trataba del príncipe que había dado su nombre a la calle en la que vivíamos, y la primera hamburguesería McDonald’s en la esquina de la rue Monsieur-le-Prince y el boulevard Saint-Michel, que se transformó en un O’Kitch cuando McDonald’s perdió la licencia, y el ruido de los cochecitos Matchbox en el pasillo, que tanto irritaba a los vecinos de abajo, y el Club Mickey con Mathieu Cocteau en la gran playa de Guéthary, donde monsieur Rimbourd nos hacía cantar «somos los patos, los simpáticos patos, los patos gozosos que no tienen frío en los ojos», y el oso Colargol «que rima en fa, en sol», y la piscina del hotel Lutetia, a la que el profesor de gimnasia de la Bossuet nos llevaba a nadar cada semana (ahora es una tienda de moda), y Oum, el delfín blanco en su reino acuático, y las partidas de Mille Bornes cuando llovía en Patrakenea, y el viento que hacía golpear las contraventanas contra la pared blanca, y mi pequeño dispensador de pastillas Pez de plástico azul, con la cabeza de Popeye que se levantaba para expulsar un caramelito insulso en plena tormenta bajo las sábanas, y mi castor de peluche del parque de Yosemite, que se chamuscó con la bombilla de la lámpara de mi mesita de noche, y el día que mi padre se puso furioso porque Charles y yo subimos a casa a abrir las cajas de magia que nos había regalado olvidando indicarle por la ventana que habíamos llegado bien, y Get down de Gilbert O’Sullivan en versión single en Château Elyas, en casa de Henri de La Celle, y la época en la que los sofás y las lámparas parecían burbujas, y los caramelos Caranougat, y el día en que vi a Sartre comiendo solo en el Balzar, y el anuncio de las fajas «18 horas» de Playtex («Pero ¿dónde habré dejado la faja? ¡Ah, si la llevo puesta!»), y Daktari, con Clarence, el león bizco, y el anuncio de relojes «¿Te cambias? ¡Cambia de Kelton!», y los botes de leche condensada Nestlé en la nevera de la casa de montaña de Verbier, y el vecino gordo y pedófilo del último piso del edificio de la rue de la Planche que me invitó a su buhardilla a chupar caramelos Fruidulés Kréma… ¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué he dicho?
Fue una mala idea, aquello de las buhardillas de la rue de la Planche. Me gustaba el basurero al que arrojaba terrones de azúcar y nueces para escuchar cómo caían, pero aquellos cuartuchos minúsculos de la azotea nos traían mala suerte. Se accedía a ellos a través de la escalera de servicio, en el séptimo piso, por debajo del tejado. Eran nuestras salas de juego, nuestros desvanes secretos de hombrecitos incompletos. Allí, Charles se quemó el brazo con alcohol inflamado durante un experimento científico con un amigo (que les permitió concluir que, efectivamente, el alcohol de quemar quema). Y yo me topé con aquel tipo orondo que se tocaba la pilila mientras elogiaba mi sedosa cabellera. Nunca cedí a los avances de aquel viejo libidinoso. Menos mal que no me gustaba… Quizá hoy sería Marc Dutroux.