25. EL NIÑO REVELADOR

A sus nueve años, mi hija está pasando por las mismas etapas de adhesión musical que yo: en este momento, está loca por Hannah Montana y High School Musical. La he ayudado a colgar en su cuarto los pósters de Miley Cyrus y Zac Efron distribuidos por Disney Channel. I just wanna be with you es nuestra canción preferida: la suya por la melodía, la mía por la letra.

El ser humano es un explorador; posiblemente, a partir de cierta edad, deja de mirar adelante y da media vuelta. Si se ha reproducido, dispone de una guía para revisar su pasado.

Chloë actúa sobre mí como la Máquina del Tiempo de Herbert George Wells: mirar a mi hija me transporta a la infancia. Todo lo que ella vive, yo lo revivo; sus descubrimientos son mis redescubrimientos. Cada vez que la llevo al Jardin d’Acclimatation, vuelvo al paraíso perdido, reencuentro mi rastro entre el Río Encantado y el Laberinto de los Espejos (me parece que las demás atracciones no existían en mi época). Su forma de perder el anorak, el tamagotchi, los jerséis diseminados por todos lados, me recuerda cómo extraviaba yo mis cosas: chaquetones, cazadoras vaqueras, canicas lanzadas como las piedrecitas de Pulgarcito en el Jardin du Luxembourg. El espectáculo de títeres no ha cambiado, ¡sigue siendo igual de malo que en mis tiempos! Los juegos de Chloë son mis DeLorean (el coche de Regreso al futuro). Sus cuadernos para pintar, sus calcomanías, sus misteriosas libretas por las que basta pasar un lápiz para ver aparecer un dibujo… A mí también me parecía milagroso, como los números que había que unir con un Bic para dibujar algo o a alguien. Escribir este libro me proporciona la misma sensación: «Une todos los puntos en el orden indicado y verás aparecer… ¡tu infancia-misterio!». Cuando la veo feliz porque le ha tocado el haba en la torta de Reyes, u orgullosa de que le haya salido un número de magia del que todos hemos adivinado el truco, o exageradamente contenta por abrir cada mañana las ventanillas de cartón de un calendario de adviento, o asqueada de tener piojos en la cabeza, o entusiasmada al pasar por delante de la torre Eiffel iluminada con luces intermitentes, sé que yo también he pasado por ahí, aunque mi memoria no lo recuerde con precisión (la torre Eiffel no tenía luces intermitentes en los años setenta, cosa que, en mi recuerdo, la hacía mucho más impresionante, como un brontosaurio de chatarra). El mundo ya no es el mismo, y sin embargo las etapas no cambian. Por ejemplo, a pesar de internet, el portátil, los DVD y las trescientas cadenas de televisión, la espera de la Navidad sigue sin verse ahogada por la avalancha consumista. Sigue habiendo un misterio, un encuentro inalterable con lo maravilloso, mezcla de nacimiento de Cristo y visita de Papá Noel por la chimenea. A pesar de todo, veo una gran diferencia entre mi hija y yo: ella creyó en Papá Noel, mientras que yo no recuerdo haberme tragado nunca esa patraña. Me sorprendió verla llorar tanto el día que descubrió, a los seis años, que sus padres le habían mentido. Se sentía estafada, decepcionada, asqueada:

—¡Me hicisteis lo mismo con el ratoncito Pérez! Pero ¿qué os ha cogido, para estar mintiendo todo el rato?

Me sentí mal por haber engañado a Chloë. ¿En quién puedes confiar, si tus propios padres te cuentan pamplinas? Una pregunta interesante, a la que volveremos más tarde en el desarrollo de este rompecabezas.

Gracias a los genes de su madre, mi hija es mil veces más guapa que yo a su edad. Qué tiene de mí: la barbilla, la delgadez, los dientes hacia delante (va a tener que llevar aparatos, como su padre; si yo fuera ella, me denunciaría). Chloë no ríe cuando le hacen cosquillas en la planta de los pies o en las axilas. Sólo funciona el truco del «bicho que sube y sube». Mi mano comienza su recorrido en el ombligo y avanza hacia el cuello sobre la punta de los dedos. Cuando se acerca, mi hijita intenta resistirse, se contrae, se retuerce en todas direcciones, aunque no demasiado enérgicamente, dado que espera aquello que teme, desea la tortura que no quiere, y el bichito formado por mis dos dedos continúa trepando hacia su largo cuello de cisne, y pronto llegará a la barbilla… En este momento, es imposible no derretirse: su risa en cascada es mi medicina, debería grabarla para poderla escuchar una vez tras otra durante las noches de depresión. Si hubiera que definir la alegría de vivir, la felicidad de existir, sería esa explosión de risa, una apoteosis, mi recompensa bendecida, un bálsamo caído del cielo.

La primera vez que mordisqueó unas galletas Chamonix a la naranja, reconocí esa misma sensación. He observado que no come nada, que nunca tiene demasiada hambre. Yo era como ella (¡cómo he cambiado!). Sin ser anoréxico, siempre he comido poco; me cuido muy mucho de contarle que a su edad, si me obligaban a terminarme el plato, me guardaba la comida hecha una bola en la mejilla, como una ardilla, para escupirla luego en el «escusadero», como lo llamaba mi abuela. Resulta extraño ver a alguien seguir tus pasos. No estoy tan lejos de ti, puesto que te he precedido aquí, y allí, y allá también, y eso que crees que eres la primera en imaginar o en sentir, yo lo he imaginado y sentido antes que tú, a tu misma edad. ¿Los columpios en los que mi hija tiene que levantar y doblar las piernas para llegar más alto? Yo me raspé las rodillas en el mismo lugar. Y también he conocido los tiovivos que marean, los dedos pegajosos de algodón de azúcar, el odio a la zanahoria rayada, las golosinas de los pequeños quioscos del Jardin du Luxembourg, expuestas en tarros: nubes, ramas de regaliz con sabor a árbol, chicles en forma de tubo, gominolas, collares de pastillas multicolores… Y la sesión de tarde del cine…, he aquí otro recuerdo que vuelve como un bumerán espacio-temporal. En el Aston Martin, la radio de cartuchos emitía I’m looking through you de los Beatles: «I’m looking through you / Where did you go? /I thought I knew you / What did I know?».[3] Tras el divorcio, mi padre nos llevaba a mi hermano y a mí a comer a un nuevo restaurante de moda, el Hippopotamus, antes de ir a ver películas el domingo por la tarde sin fijarnos en los horarios. La «sesión continua» estaba de moda en los Grands Boulevards: uno entraba en la sala en medio de la proyección, pasando el bochorno de obligar a levantarse a toda la fila, e intentaba descifrar lo que ocurría en la pantalla. Generalmente se trataba de una historia de cowboys, en el momento en el que el protagonista acababa de recibir una flecha en el hombro y había que sacársela antes de cauterizar la herida con un tizón ardiente; naturalmente, a modo de anestesia, su compinche le daba un trago de whisky y un trozo de madera para morder. O películas de dinosaurios (La tierra olvidada por el tiempo) o de submarinos ingleses atacados por torpedos alemanes. O Ben-Hur, con Charlton Heston, en el Kinopanorama, en la avenue de la Motte-Picquet (con un intermedio). Como papá no sabía muy bien de qué hablarnos, empezó por llevarnos a ver todas las operetas de Francis López en el Châtelet (me acuerdo de Gipsy, con José Todaro), luego al Cirque Amar (yo creía que era una sola palabra: «Circamar», como «Miramar»), antes de convertirnos a mi hermano y a mí en instruidos cinéfilos. Hubo el período hermanos Marx en el Mac Mahon, el período Jacques Tati en el Champoo, el período Mel Brooks, del que él era fan y nosotros también (Sillas de montar calientes, La última locura, Los productores y El jovencito Frankenstein, que me dio mucho miedo), el período inspector Clouseau y el período de las películas en Sensurround, con las butacas que temblaban (Terremoto, Avalancha, La batalla de Midway…). Cuando se encendían las luces, nos quedábamos sentados en la sala, esperando a que comenzara la película que acabábamos de ver terminar. Generalmente proyectaban un dibujo animado (de Tom y Jerry, de Bugs Bunny o del Correcaminos y el Coyote), seguido de publicidad del aeropuerto de París con la canción I started a joke de los Bee Gees o Without you de Nilsson y anuncios de productos que ya no existen (Wafers de Cadbury, Supercarambar, Topset, Picorette o Fruité, con el sonsonete «On n’a pas le tempérament á boire du raplapla / Fruité c’est plus musclé»)[4] o que están pasados de moda (Chocoletti, Ovomaltine o Canada Dry, donde Eliott Ness tenía que soltar continuamente a Al Capone bajo el eslogan «Tiene el color del alcohol y el sabor del alcohol, pero no es alcohol»…). Unas vendedoras de golosinas pasaban por las filas con una cesta de mimbre colgada al cuello. Mi padre hacía circular un billete de cinco francos con la efigie de Víctor Hugo de mano en mano hasta la señora, que, a cambio, hacía circular un paquete de Mint’ho para él y dos Esquimaux Gervais (vainilla para mí, chocolate para Charles). Papá hacía muy a menudo las mismas bromas: «Es mi opinión, y la comparto», por ejemplo. O nos trataba de «hijos de idiota», lo que nos hacía partir de risa. Luego, las luces se apagaban y podíamos descubrir al fin el inicio de la película cuyo final ya conocíamos. Por ejemplo, después de haber visto la carrera de cuadrigas en la que Ben-Hur lucha a muerte con el innoble Messala, descubríamos que, al principio, los dos personajes eran muy amigos. Constataréis que la construcción de este libro está fuertemente influenciada por la sesión continua: he puesto el final al principio, y espero terminar con un comienzo (¿mi liberación?).

A propósito de las películas escogidas por mi padre, me viene a la cabeza un trauma terrible: un día papá nos llevó a ver Papillon cuando todavía éramos demasiado pequeños para un filme sobre la prisión de Cayenne. Charles y yo lloramos alternativamente tapándonos los ojos con las bufandas. Nos llevábamos las manos a las orejas y canturreábamos para no oír los gritos de los prisioneros. Nos turnábamos para ir al baño y no ver toda aquella sangre, las torturas, los intentos de evasión atrozmente castigados, a Dustin Hoffman dentro de un agujero alimentándose de cochinillas… Nunca he podido volver a ver esta película, ni siquiera treinta años después. Tengo que dejar de pensar en ella o, encerrado en mi celda, terminaré creyéndome Steve McQueen, comiendo cucarachas y lamiendo el vómito que se seca sobre el suelo. Curiosamente (aunque ¿tan sorprendente es?), mi cerebro selecciona muchos recuerdos ligados al encarcelamiento: la visita de Alcatraz, el visionado de Papillon