22. RETORNO A GUÉTHARY

Puestos a dilatar el tiempo, mejor instalarse cómodamente al borde del mar como en un sofá. Desde el fondo de mi estrecha celda, me transporto a la playa de Cénitz. Aquella tarde que pasé solo con mi abuelo, a los siete años, es el ojo de mi ciclón. Mis padres estaban desbordados; demasiado jóvenes y demasiado ocupados en quererse y desquererse, en llevar a bien o malograr sus vidas. Sólo los abuelos se pueden permitir el lujo de ocuparse de los demás. El acantilado cubierto de hierba descendía hasta el mar. La antena de televisión de Larrun servía de pararrayos para toda la costa. El paisaje campestre se ondulaba bajo un cielo dorado al estilo de Turner. En la arena, yo recogía los fragmentos de botella que las olas habían convertido en guijarros verdes transparentes. Mi tía Delphine los coleccionaba en un jarrón, y mi cosecha iría a enriquecer su tesoro. Con la marea baja, Cénitz es una playa de rocas en la que se posaban y se posan aún las gaviotas y los veraneantes. Las rocas son lisas al borde de la arena; luego, mar adentro, arañan la planta de los pies y su superficie recubierta de algas resbaladizas las convierte en peligrosas pistas de patinaje. Lo mejor entonces es calzarse las alpargatas mojadas. En aquellas piedras talladas se han rasguñado muchas rodillas. La pesca del camarón es una forma de tauromaquia microscópica: los animalillos bailan alrededor del salabre. ¡Cuántos pies lastimados, cuántos coxis rotos por capturar unos cuantos bichos que la familia devorará en un santiamén antes de la cena, como si fueran pistachos marinos! Por no hablar del alquitrán que se cuela entre los dedos de los pies, traído como siempre por alguna marea negra española. En 1972, los españoles todavía no eran modernos y no estaban «almodovarizados» como ahora. En general, se los tenía por mujeres de la limpieza con acento, conserjes bigotudos y sucios contaminadores de nuestros ríos inmaculados. Hija mía, amor mío, te llevaré a Cénitz en cuanto salga de aquí. Será mejor que no piense demasiado en ti, ni en Priscilla, mi amor probablemente muerto de inquietud. Es demasiado doloroso. Pagaría una fortuna por un Xanax 50. Las paredes se cierran sobre mí. Empiezo a temer una condena a prisión en firme, ya que el código penal prevé hasta un año de cárcel por simple consumo de estupefacientes. He rehusado llamar a un abogado porque creía que mi prisión preventiva terminaría con el despuntar del día. Ingenuamente, me he creído protegido, cuando no soy más que un juguete en manos de funcionarios deshumanizados por el principio de la taylorización: el poli que te encierra no es el mismo que te ha detenido, y el juez que te condena no conoce al poli que te ha encerrado, y si gritas que eres inocente dices exactamente lo mismo que todos los demás, y será un cuarto funcionario quien levantará la cabeza amablemente mientras sella tu ficha antropométrica.