15. CARENCIA AFECTIVA

Habito en mi infancia, me instalo dentro, me acomodo en mi sofá mental.

Los únicos nombres propios de mi infancia que recuerdo son los de las niñas a las que amaba y que nunca lo supieron: Marie-Aline Dehaussy, las hermanas Mirailh, Clarence Jacquard, Cécile Favreau, Claire Guionnet, Michèle Luthala, Béatrice Kahn, Agathe Olivier, Axelle Batonnier… Creo que la mayor parte de ellas salieron con mi hermano, pero se me mezclan las épocas y los lugares… Mi tía Delphine me asegura que la primera niña a la que besé en la boca es Marie-Aline, en una caseta de madera de la playa grande de Guéthary. Mi madre conservó durante mucho tiempo una fotografía de nosotros dos cogidos del brazo; sonreímos con aire orgulloso, los bañadores mojados y el cabello salpicado de arena. A ella, igual que a mí, se le dibuja un hoyuelo en la mejilla cuando sonríe. Teníamos ocho o nueve años. El primer beso en los labios era un gran acontecimiento para mí, pero ¿y para ella? No tengo ni idea. Mi hermano y mi tía se referían a ella amablemente como mi «novia» para hacerme ruborizar. ¿He sido alguna vez más feliz que en ese día olvidado?

Me acuerdo mejor de la primera niña a la que besé con la boca abierta, metiendo la lengua. Fue mucho más adelante, a los trece años, en una fiesta de media tarde en la rue de Buci. La chica no era nada del otro mundo, pero un amigo mío que llevaba una camisa vaquera Wrangler me había avisado de que estaba dispuesta a bailar una lenta y la había empujado hacia mí mientras yo me agachaba a abrocharme los cordones de las Kickers hasta que se me pasara el sonrojo. Rubia, de nombre Vera, era norteamericana y tenía la misma edad que yo. Cuando me sonrió, comprendí por qué no le repugnaban las prótesis metálicas que me rodeaban los dientes: llevaba el mismo parachoques de chatarra que yo. Le puse las manos en los hombros, pero ella me las bajó hasta las caderas; era ella quien controlaba la situación. Los postigos estaban cerrados, Vera olía a sudor, y a mí también me cantaban los sobacos bajo mi camiseta Fruit of the Loom. Cuatro bombillas de colores (una roja, una verde, una azul y una amarilla) parpadeaban más o menos al ritmo de If you leave me now, de Chicago (primer morreo, de pie) y de I’m not in love de 10CC (segundo morreo, sentados en el sofá). Estas canciones todavía me hacen llorar cada vez que las oigo. Cuando suenan en la radio, si alguien comete la osadía de hablar o cambiar de emisora, o hace el gesto de bajar el volumen, soy capaz de cometer un asesinato. Más tarde me enteré de que el chico que me había presentado a Vera le había ordenado que saliese conmigo porque, si no, me volvería marica; yo solía quedarme en un rincón bebiendo zumo de manzana y grosella, con los ojos clavados en un trozo de pastel Savane seco sobre un plato de papel, ocultando a duras penas mi sonrisa ortodóncica. A los trece años, era el único de la clase que nunca había besado con lengua. Vera se había morreado conmigo para divertir a sus amigos; mi primer french kiss fue el resultado de una apuesta humillante. Cuando me enteré, me sentí como una mierda, pero de todos modos estaba orgulloso de haber franqueado una etapa: menear la lengua en unos aparatos dentales ajenos. Fardé durante al menos una semana en el patio del instituto Montaigne. En la escuela Bossuet no había niñas; luego, de repente, a partir de sexto, me encontré en la clase mixta de un colegio público. Hasta aquella fiesta de la rue de Buci, era virgen de boca. En el Montaigne descubrí lo que sería toda mi adolescencia: una letanía de amores mudos, una mezcla de dolor exacerbado, deseo disperso, insatisfacción velada, timidez absoluta, una sucesión de decepciones silenciosas, una colección de flechazos no correspondidos, de malentendidos, de sonrojos intempestivos y vanos. En síntesis, mi juventud consistiría en contemplar el techo de mi cuarto al son de If you leave me now y I’m not in Love.

En otra ocasión, anuncié en tono victorioso a mi hermano que había magreado los pechos de Claire, una chica guapa de mi clase. Fueron mis primeras caricias sobre unos senos apenas eclosionados; a través de la camiseta Fiorucci, por encima del sujetador, había palpado aquella suave firmeza circular, aquella ternura tensa, dura en el centro, aquella dulzura redondeada alrededor de la punta erecta… Entonces, Charles me dijo que era un idiota, que él también le había magreado los pechos a Claire, pero por debajo de la camiseta y después de haberle quitado el sujetador… ¡Dios santo, la había acariciado piel contra piel! Una vez más, iba muy rezagado. En la adolescencia, mi hermano estaba mucho más loco que yo. A los dieciséis años follaba con chicas en el tejado de nuestro edificio. Una vez había desvirgado a una chavala en nuestro cuarto; me acuerdo de las sábanas ensangrentadas por la mañana que inquietaron a mi madre y multiplicaron mi admiración. Yo era el hijo tímido, él el zumbado. En cierto momento, decidió volver al redil, dominar al enfermo que lleva dentro… y yo me apresuré a tomar el relevo.

Tampoco he olvidado a Clarence Jacquard, la vecina de enfrente en la rue Coëtlogon. La amaba, pero no se lo dije nunca. Me ruborizaba demasiado para poderle hablar. Me ponía como un tomate cuando la veía en la otra punta del Montaigne, incluso aunque no estuviera presente, si alguien me hablaba de ella. Todos mis compañeros se mofaban de mí. Por las noches, encerrado en el baño, me entrenaba a pronunciar su nombre sin sonrojarme, y no conseguía pegar ojo. Pero nada más llegar al instituto, nada había cambiado: bastaba con que pensara en ella, o que alguien imaginara que podía estar pensando en ella, o que yo creyera que alguien podía estar imaginando que quizá pensaba en ella, y me ponía como un pimiento. Desde mi habitación la observaba mientras cenaba sola con su madre en el edificio de enfrente. Era morena, con flequillo y una nariz larga. No sé por qué estaba tan prendado de aquella vecina. Tenía la misma nariz que su madre; a veces, un simple detalle basta para desencadenar un sentimiento maravilloso. Clarence Jacquard no sabe nada de mi pasión. Para mí, ella lo era todo; para ella, yo no era nada. Nunca me atreví a abordarla, e ignoro qué ha sido de ella. Escribo aquí su nombre real creyéndome adulto, pero si un día, en algún salón del libro, se me acerca una cuarentona para protestar por haberla citado en mi última obra, estoy casi seguro de que me volveré a ruborizar, aunque se haya vuelto superfea, lo que resultaría aún más embarazoso.

De aquellos rechazos tan numerosos, de todas aquellas mejillas vueltas, de aquellos celos infantiles y aquellas frustraciones adolescentes, data mi adicción a los labios femeninos. Cuando uno ha sufrido tantas decepciones, cuando ha esperado tanto sin atreverse, ¿cómo puede no pasarse el resto de la vida considerando cada beso como una victoria? No conseguiré deshacerme jamás de la idea de que cualquier mujer que me quiera es la más bella del mundo.

Uno puede olvidar su pasado, pero eso no significa que lo supere.