27. LA TRAVESÍA DE PARÍS

A las dos de la tarde, me explican que el fiscal ha ordenado mi traslado al Hôtel-Dieu para que mee dentro de un vaso. Gran decepción: el inspector que me ha tomado declaración esta mañana me ha asegurado que me liberarían tras pasar una noche en la sombra; pues de eso, nada. Cuatro policías me colocan las esposas a la espalda para conducirme hasta un furgón que cruzará París. Escondo la cabeza bajo la chaqueta por si acaso nos ha seguido algún paparazzi. Me lo tomo bastante bien: la excursión al hospital para que me hagan análisis de orina me parece una bocanada de aire fresco. Al fin me sacan de ese repugnante agujero en el que me he asfixiado la noche entera… Me desengaño al llegar al Hôtel-Dieu. El médico de guardia está almorzando. Charlo con otros detenidos: un yonqui con el mono, el rostro grisáceo y empapado en sudor, que se rasca frenéticamente los brazos; un camello que no para de clamar su inocencia; un estafador que, en cuanto le quitan las esposas, le choca los cinco a este último (por lo visto se conocen, ya han coincidido otras veces en la cárcel). Al fin, el médico se digna volver y un policía me alcanza un vaso de plástico blanco.

—Vamos, tienes que orinar aquí dentro.

Me señala la puerta de los lavabos. El problema es que no tengo ganas de mear, pues llevo haciéndolo toda la mañana. Desde el momento en el que he comprendido que la única distracción posible era ir al baño, lo he aprovechado al máximo. Los guardias están obligados a abrir la celda y acompañarte al final del pasillo, lo que te permite desentumecer las piernas. En estos momentos soy incapaz de proporcionar una gota a la gendarmería. Salgo del baño con el vaso vacío en la mano. Ante mí, una quincena de policías uniformados se muestran consternados: uno de los escritores franceses más traducidos en todo el mundo, detenido por estar de fiesta, no consigue mear en su vasito. Ninguno de nosotros se enorgullece de haber llegado a este punto. Pido agua, me bebo tres vasos y me siento de nuevo junto a mis nuevos colegas traficantes de droga. El que acaba de explicar a los agentes que ni de lejos es un camello me dirige la palabra:

—¿Qué haces tú aquí? Me suenas de algo… Sales en la tele, ¿no?

Me sorprende comprobar que las cuerdas vocales todavía me funcionan:

—Consumo de estupefacientes en la calle.

—¿Chocolate?

—Coca.

—¡Ja, ja, ja! ¡Estás zumbado, tío! ¿Y dónde la has cortado, en la mano o encima de una papelera?

—Sobre el capó de un coche.

El tipo se parte de risa.

—Eres mi ídolo, respeto máximo, en serio. —Bajando la voz—. Si necesitas más, tengo buen material. Toma, mi número.

—Ummm… Yo…

—Créeme, viene de la red del XVIII. Es escama de pescado, venezolana. De la vegetal.

—Ah, ¿o sea que hasta los camellos se han pasado a los productos biológicos?

—Pues sí, tío, ¡garantizado y sin transgénicos!

Nos reímos. El heroinómano con el mono esboza una sonrisa. ¡Qué espléndida confraternización de toxicómanos en detención preventiva! Realmente, el talego es un auténtico club de contactos… Finalmente, se me despierta la vejiga. Vuelvo al baño escoltado por una cohorte de policías digna de un jefe de Estado. Salgo con un vaso caliente y amarillo en la mano. A continuación, el médico de guardia me examina brevemente. Retengo esta frase mítica: «Tiene usted la tensión anormalmente elevada, pero es normal, teniendo en cuenta lo que acaba de pasar». Vuelvo a atravesar París en furgón policial, esposado, balanceándome, con las muñecas doloridas. Intento bromear con mis guardaespaldas: «¡Dejadme aquí, he visto un bonito capó de Bentley!». Algunos me piden un autógrafo, otros me cuentan que detuvieron a Elkabbach en un carril bus y que no era ni la mitad de simpático que yo (¡amenazó con llamar al Elíseo!). Son las cinco de la tarde cuando los funcionarios vuelven a cerrar la puerta de mi celda en la comisaría del distrito VIII. Buena noticia: ¡me reencuentro con el Poeta! Al fin se le ha pasado la borrachera. El aliento le apesta a vodka de hace una noche sin lavado de dientes, lo que podríamos calificar de olor «vodkainado». No recuerda nada ni del arresto, ni de nuestra penosa huida, ni de la noche de pesadilla encerrado bajo tierra. Me cuenta que la policía ha registrado su piso con perros yonquis. No han encontrado nada, pero los pobres animales, presa del síndrome de abstinencia, no paraban de olfatear la mesa en el lugar donde suele espolvorear el material. Tras la memoria del agua, la memoria del mobiliario. Detuvieron al Poeta con tres gramos encima que no tuvo los reflejos de tirar durante nuestra persecución. Tiene miedo de que lo acusen de tráfico, en cuyo caso podrían caerle varios años de cárcel… Sin embargo, parece menos preocupado que yo. A decir verdad, da la impresión de que todo le resbala. Su pesimismo le sirve de armadura: siempre espera lo peor, y así nunca se ve sorprendido. Yo, en cambio, me pongo furioso. No nos merecemos semejante trato. Pronto hará veinticuatro horas que no duermo. Tengo el cabello grasiento, los sobacos me apestan, me doy asco a mí mismo. Por divertirse con una sustancia ilícita, dos escritores franceses han sido detenidos y transferidos a celdas privadas de luz natural, dos jaulas en miniatura iluminadas por un neón cegador en las que es imposible distinguir el día de la noche, en las que no se puede descansar por culpa de los gritos, los insultos y la falta de espacio, aislados del mundo, con derecho a una sola llamada que ni siquiera pueden realizar ellos mismos: al final, es una mujer policía quien llama a la madre de mi hija para informarla de que estoy detenido en el Sarij 8 y que, por lo tanto, no podré tener a Chloë hoy miércoles. Leí un reportaje sobre las condiciones de detención de los estudiantes contestatarios de Teherán: son las mismas que en el distrito VIII de París. La única diferencia es que a ellos los azotan cada día con cables eléctricos. Cuando se lo cuento, el Poeta se burla:

—Ya ves, ¡los hay afortunados!

Su humor decadente me tranquiliza. Al fin, sonrío.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Flageladnos, por favor!

—¡Todos somos estudiantes iraníes!

—¡Todos-somos-enfermeras-búlgaras!

—¡Enviadnos a Cecilia!

—¡No! ¡A Carla!

—¡Queremos a Cecilia!

—¡Queremos a Carla! ¡Car-la! ¡Car-la!

Aparece el comisario:

—¡Vaya, parece que nos lo pasamos bien por aquí!

—Comisario, estoy dispuesto a confesar cualquier crimen, como en Outreau: sí, he violado a niños, sí, soy el japonés que se ha comido a una holandesa, sí, sí, sí, todo lo que usted quiera. Si firmo el papel, ¿me puedo ir?

El comisario está acostumbrado a estas cosas. Ve perfectamente que, más allá de las bromas, se me ha cruzado un cable.

—Tomáoslo con calma. Cuando el fiscal reciba vuestros análisis de orina, os dejará salir. Vuestro expediente está limpio.

—¿Veinticuatro horas encerrados por un poco de fiesta? ¡La sociedad francesa se está volviendo loca!

—Es la consigna ahora mismo. Como no conseguimos detener el tráfico de droga, la tomamos con los consumidores. Igual que con la prostitución, la cuestión es ir a por los clientes: si no hay clientes, no hay problema.

—Están como una chota…

—Y lo mismo con la pedofilia: como no podemos impedir que unos desequilibrados violen a niños, detenemos a las personas que se bajan películas pedófilas en internet.

—¡Pero estará de acuerdo conmigo en que es profundamente injusto! Un tipo que se la casca mirando un vídeo, otro que esnifa una raya, un tercero que se folla a una puta albanesa…, es monstruoso, si usted quiere, ¡pero admita que es MENOS GRAVE que el tipo que ha grabado el vídeo, el que ha importado una tonelada de coca y el proxeneta que zurra a su prostituta!

—Qué queréis: si no hay demanda, no hay oferta.

—¡Habla usted como un economista! Detener a los depravados es el inicio de la dictadura. Usted ni siquiera se da cuenta, pero está avalando el retorno a un orden moral completamente fascista.

—Sois daños colaterales del sistema francés de salud… Se quiere proteger la salud de los ciudadanos porque cuesta muy cara a la comunidad. Supongo que sabéis que con la coca, pasados los cuarenta tacos, podéis tener un infarto en cualquier momento.

—Muchas gracias. ¡Desde primera hora de la mañana, la policía francesa me lleva en volandas!

Entonces, el Poeta empieza a recitar un texto:

—«Un gobierno fundado en el principio de la benevolencia para con el pueblo, tal como el de un padre para con sus hijos, es decir, un gobierno paternal en el que entonces los súbditos, como niños menores de edad incapaces de diferenciar lo que les es verdaderamente útil o dañino, están obligados a comportarse de un modo meramente pasivo a fin de esperar únicamente del juicio del jefe del Estado la manera en que deben ser felices, y sólo de su bondad el que él lo quiera igualmente: un gobierno así es el mayor despotismo que se pueda imaginar.»

—¿De quién es?

—Kant, «Sobre la expresión corriente: esto puede ser justo en teoría…», 1793.

—Oscar Wilde dijo lo mismo, pero en más breve: «Es imposible volver buenas a las personas por decreto parlamentario».

Enseguida otro policía nos trae otra bandeja de estofado con zanahorias recalentado en el microondas. Aquí, el menú es el mismo todos los días. Esto significa que es hora de cenar. Probablemente, fuera ha anochecido. Me niego a tocar ese engrudo, me declaro en huelga de hambre. Todavía estoy convencido de que cenaré en el Lipp. Todavía no me he topado con Jean-Claude Marin.

No puedo escribir aquí todo lo que de bueno pienso de Jotacé. Jean-Claude Marin, Jotacé, es fiscal de París. Hay que andarse con mucho cuidado cuando se escribe sobre él; quizá por eso nadie habla nunca de Jean-Claude Marin. Aquella mañana, la del 29 de enero de 2008, Jean-Claude Marin llegó a su despacho, colgó el abrigo en una percha, se sentó y cogió mi expediente. Jean-Claude Marin ha pedido que se le transfieran todos los asuntos que conciernan a personas famosas. Físicamente, Jean-Claude Marin se parece a Alban Ceray (el actor porno), pero su vida es menos divertida. Jean-Claude Marin fue nombrado fiscal de París por Jacques Chirac. Desde entonces, Jean-Claude Marin solicita informaciones adicionales o investigaciones preliminares, recurre sentencias, archiva expedientes, en fin, la vida cotidiana de un fiscal no es lo que se dice trepidante. Sin embargo, es bueno saber que Jean-Claude Marin puede destruir la vida de cualquier habitante de la capital de Francia. Jean-Claude Marin puede enviar en el acto un escuadrón de policías a mi casa o a la editorial Grasset cuando le apetezca. En las fotografías, Jean-Claude Marin lleva una corbata triste y una camisa rayada para que nadie sepa que es extremadamente poderoso (es el atuendo de camuflaje de JCM). Por ejemplo, el 29 de enero de 2008, Jean-Claude Marin recibe mis análisis de orina, que confirman lo que todo el mundo ya sabe (¡madre mía, he consumido droga con un amigo, Francia está en peligro!), y decide dejarme pudrir en la cárcel una noche más. Los policías razonan con Jean-Claude Marin. Le dicen a Jean-Claude Marin que no soy más que un consumidor, que he reconocido los hechos y que no hay ninguna necesidad de prolongar la detención preventiva. Pero Jean-Claude Marin opina que mi novela 13,99 euros hace apología del consumo de cocaína, lo que demuestra que no la ha leído: a causa de su adicción, Octave, el protagonista, pierde a su mujer y el trabajo, luego sufre una sobredosis y hace una cura de desintoxicación antes de terminar en la cárcel como cómplice de asesinato. El hecho también demuestra que Jean-Claude Marin no distingue entre ficción y realidad, entre un personaje de novela y su autor. No es culpa suya: Jotacé no es un literato, es un jurista. Así pues, en aquella tarde atroz, Jean-Claude Marin quiere dar una buena lección de claustrofobia a un «famoso» que no ha pegado ojo en toda la noche. La primera noche castigó a Frédéric, ahora hay que castigar a Octave. Jean-Claude Marin se cree que es mi padre. ¡Atrás, extraño! Se te tolera por los pelos en este libro, intruso, pero no perteneces a mi familia. Te informo de que eres prisionero de este relato, Jean-Claude Marin, a perpetuidad. Yo también tengo un poder: te condeno a detención no preventiva en mi capítulo 27. Ahá, ¿has querido jugar a ser Jean-Claude? Ahora me toca a mí hacerte publicidad: para las generaciones venideras, las palabras «Jean», «Claude» y «Marin» no serán un nombre y un apellido olvidados, sino el símbolo de la Biopolítica Ciega y de la Prohibición Paternalista. Permíteme, querido Jeanclaude, es la mínima deferencia que puedo tener contigo, inmortalizarte por los siglos de los siglos, ya que Ronsard no dedicó ninguna oda a tus ancestros. ¿Gracias a quién? ¡Gracias a Freddy, el conde de Montecristo de la disco Baron!