Capítulo 27
Cuando finalmente los reevers permitieron que Meg desmontara, se sentía dolorida y agarrotada a causa del brutal viaje. Exhausta, lanzó una mirada de soslayo a su alrededor y lo que vio hizo que su preocupación aumentara aún más.
Los rebeldes habían construido un torreón con un tosco patio en medio del bosque, y más de veinte hombres merodeaban a su alrededor. Sólo uno de ellos vestía la cara indumentaria propia de un caballero y era obvio que sus ropas de batalla habían visto días mejores. El resto no eran más que bandidos, cazadores furtivos y proscritos.
Varios guardianes se sentaban de brazos cruzados a largo de la irregular empalizada que rodeaba el patio. Pero nadie, a excepción del caballero, había estado entre los compañeros de Duncan. Sucios y harapientos, lo único a lo que parecía que prestaban atención era a sus puñales y espadas, que brillaban a la luz de una hoguera que utilizaban tanto para calentarse como para cocinar.
Cuando Meg se dirigió con pasos vacilantes hacia un roble y se dejó caer en su base, los hombres la observaron con evidente lujuria o indiferencia animal. Sin embargo, ni los rebeldes, ni su propio cuerpo magullado, le preocupaban tanto como el sueño que le había sobrevenido aun estando medio despierta durante el extenuante viaje… un bebé recién nacido que se reía con un brillo de alegría en sus extraordinarios ojos verdes.
- ¿Has sangrado ya?
- No.
Y tampoco lo haría durante los meses siguientes si lo que había soñado era cierto.
Dominic, ¿conocerás algún día a este bebé? Y si lo haces, ¿creerás que es tuyo?
De pronto, una mano sacudió a Meg con rudeza interrumpiendo sus pensamientos.
- Levántate, bruja, y sirve la cena a tus señores -le ordenó Eadith.
- ¡Eadith! ¿Qué haces aquí? ¿Te han raptado a ti también?
La otra mujer sonrió con amargura.
- No tengo ni una moneda de plata a mi nombre. ¿Por qué iba a raptarme nadie? -ironizó-. No, me uní a los reevers por propia voluntad.
- Debí imaginármelo. Tu codicia…
- Cuida tu lengua, bruja -le advirtió Eadith, al tiempo que abofeteaba a Meg con fuerza-. He esperado mucho tiempo para esto. Mueve tu precioso trasero y sírvenos la cena, o te entregaré a Edmond el Cruel para que te instruya en tu nueva profesión.
Cuando volvió a golpear a Meg, el hombre que iba vestido con cota de malla y que tenía mejor aspecto que los demás, se acercó y empujó a un lado a Eadith.
- A Rufus no le gustaría esto -dijo con calma el caballero-. Planea ser el primero en usar a la bruja. No quiere ninguna marca en ella porque desea ser él quien se las haga. Se mostró muy claro sobre eso esta mañana. ¿Recuerdas?
La viuda apretó los labios formando una fina línea, pero no siguió golpeando a la que había sido su señora. Eadith sabía muy bien qué planes tenía Rufus para la bruja glendruid. Había sido ella misma la que le había metido muchas de esas ideas en su limitada mente.
- ¿Es así como correspondes a la hospitalidad que te ofreció Blackthorne? -preguntó Meg, ajustándose el manto para protegerse de la húmeda niebla y de los lascivos ojos de los reevers-. ¿Con la traición?
- ¿A qué hospitalidad te refieres? -se burló Eadith desdeñosamente-. Yo era la hija del señor de un castillo tan grande como Blackthorne y fui convertida en tu sirvienta.
- Tu castillo cayó en manos de los normandos.
La ira tensó los rasgos ya tirantes de la viuda, y sus pálidos ojos centellearon como los de un animal al reflejar la luz de la hoguera.
- No fue una batalla justa -arguyó-. Tomaron el castillo por medio de la traición.
- Justa o injustamente, el resultado fue el mismo -replicó Meg-. Tu familia y tu esposo fueron asesinados y a ti se te abandonó a merced de unos vecinos a los que no les iba mejor que a ti. Eras una viuda sin hijos ni hogar cuando lord John te rescató, te dio una posición respetable y prometió encontrarte un esposo.
Los labios de Eadith formaron una mueca.
- Aunque primero, intentó dejarme embarazada.
Meg tomó aire bruscamente.
- ¿No lo sabías? Lord John intentó engendrar un hijo con todas las mujeres del castillo antes de dar su permiso para su matrimonio.
Aunque Meg empezó a hablar, Eadith no le dio la oportunidad de hacerlo.
- Siempre decía que se casaría con la que consiguiera darle un heredero. Pero eso nunca ocurrió, porque, después de que su maldita esposa lo abandonara, se volvió impotente.
Un grito desde la linde del rudimentario campamento distrajo a Eadith. Rufus regresaba con provisiones de Carlysle Manor y todos, excepto el caballero y un harapiento cazador furtivo, se aglomeraron a su alrededor.
- ¿Has traído cerveza? -gritó uno de los rebeldes.
- Sí -contestó Rufus mientras desmontaba.
Con una sonrisa de satisfacción, se acercó al fuego y se quitó el yelmo revelando la gruesa mata de cabello pelirrojo que era el origen de su apodo.
- ¿Hay comida? -preguntó Eadith bruscamente.
- Carne, pan y queso.
- ¿Por qué no has traído a alguna mujer? -masculló otro reever.
- Nos prometieron que pronto nos enviarían a una de las cocineras.
- ¿Y por qué no más? -farfulló otro rebelde-. Una mujer no es suficiente para todos.
Meg actuó como si no hubiera oído nada. Bajo el manto, sus manos protegieron instintivamente su vientre, sintiendo que un frío que nada tenía que ver con la humedad de la niebla se instalaba en su interior.
- ¿Alguna noticia del bastardo normando? -inquirió Eadith.
La única respuesta del jefe de los reevers consistió en un encogimiento de hombros, pero sus ojos se iluminaron cuando vio a Meg de pie, al otro lado de la hoguera.
- Ven aquí -le ordenó.
Con aparente calma, la joven rodeó el fuego y se detuvo junto a Rufus. La lasciva expresión de los ojos masculinos mientras la estudiaba, hizo que a Meg se le encogiera el estómago y que la bilis ascendiera hasta su garganta.
Intuyendo lo que se avecinaba, el rostro de Eadith mostró una extraña mezcla de ira y resignación. Todos conocían lo mucho que deseaba Rufus a la señora del castillo de Blackthorne, y ésa había sido una de las razones que la viuda había esgrimido para alejarlo de Duncan.
- Al menos, aguarda hasta mañana al anochecer -le pidió Eadith con impaciencia-. Deshonrarla será mucho más satisfactorio cuando el bastardo de su esposo esté aquí para verlo.
Meg se sintió invadida por las náuseas al escuchar aquellas terribles palabras y, a pesar del calor que irradiaba la fogata, el frío que sentía en su piel se intensificó y pareció llegar hasta su alma.
- ¿Qué locura es ésa? -preguntó Meg con dolorosa calma.
- No es ninguna locura -replicó la viuda-. Es una venganza contra el bastardo normando y la bruja glendruid que se ha convertido en su ramera.
- ¿Venganza, por qué?
No había curiosidad ni emoción en la voz de Meg, tan sólo una extraña calma que pareció aislarla de lo que la rodeaba.
- Deberías haber dejado morir al normando cuando lo envenené -exclamó Eadith con violencia-. Entonces, yo habría podido convencer a Duncan de que tomara el castillo y todo habría ido bien. Pero salvaste a ese bastardo y yo tendré mi venganza a pesar de tus interferencias.
- ¿Dónde está Duncan?
De nuevo, su voz sonó carente de emoción.
Eadith se encogió de hombros.
- Se fue al norte con sus caballeros y me alegro por ello. Los clanes de la frontera acabarán con la vida de ese traidor antes de que pueda disfrutar de los frutos de su traición.
- Él no es uno de vosotros.
- No -siseó la viuda-. No hay traidores entre nosotros. Excepto tú, bruja, y no estarás aquí por mucho tiempo.
La extraña calma de la cautiva y su vacía mirada, provocó que los reevers se miraran entre sí con creciente inseguridad y que un nervioso murmullo empezara a extenderse entre ellos.
Sólo Eadith permaneció impasible ante los fríos ojos verdes de Meg. La venganza que había buscado desde la derrota de su familia a manos de los normandos estaba finalmente a su alcance, y eso la hacía feliz.
- Deja que te diga lo que te espera, traidora -le espetó la viuda con deleite-. Mañana al anochecer el bastardo de tu esposo pagará por ti tres veces tu peso en oro y gemas.
Un pequeño movimiento del cuerpo de Meg provocó que las joyas que todavía llevaba emitieran su exquisita música, pero el sonido cesó casi antes de empezar.
- Una vez que el rescate esté en nuestro poder -continuó Eadith-, serás entregada a los reevers y dejaremos que tu esposo sea testigo de todo lo que te hagan. Cuando hayamos acabado de divertirnos con vosotros dos, lo mataremos.
Meg guardó silencio.
- ¿Eres demasiado estúpida para ser consciente del precio que vas a pagar por haberte puesto del lado de los normandos? -gritó Eadith, furiosa-. Pronto sabrás lo que yo sufrí. ¡Te quedarás sin hogar! ¡Serás una viuda deshonrada y sin hijos!
Al ladear Meg la cabeza, los diminutos cascabeles dorados repiquetearon. Fue el único sonido que se oyó durante varios segundos.
- Dominic le Sabre no vendrá a rescatarme -afirmó finalmente Meg con voz ausente, sin vida.
- Vendrá. Debe hacerlo. O tú morirás.
- Entonces, moriré. Mandad llamar a un sacerdote para que me confiese.
La seguridad en la voz de Meg penetró por fin en la sensación de triunfo de Eadith, que se quedó mirándola asombrada.
- ¿Qué estás diciendo? -inquirió Rufus, acercándose tanto a ella que la joven tuvo que echar la cabeza hacia atrás para poder ver su rostro-. Por supuesto que ese bastardo acudirá en tu rescate. Sin ti, perderá el castillo de Blackthorne.
- ¿Y quién lo tomará? -preguntó Meg rotunda-. Duncan no lo hará. Y vosotros no disponéis de los hombres suficientes para hacerlo.
- Podemos -replicó Rufus-. Y lo haremos.
- Es una pena que yo esté muerta para entonces -se lamentó Meg con ironía, retrocediendo para poder examinar el campamento-. Disfrutaría viendo a este grupo de proscritos y desarrapados atacar el castillo de Blackthorne. Una vez que mi esposo deje de reír, os destripará y os dejará como carroña para los buitres.
- No habrá nadie a excepción de Thomas para organizar las defensas del castillo -la interrumpió Eadith-. Está capacitado, pero no es rival para nosotros.
- Simon luchará con la misma fiereza y astucia que Dominic.
- Simon no estará allí -intervino Rufus-. Le hicimos saber al barón que sólo podría acompañarle un caballero con el rescate.
Meg asintió.
- Comprendo. Supongo que esperáis que ese caballero sea Simon, el hermano de mi esposo.
- Sí -asintió Rufus, sonriendo con satisfacción.
- Tu plan es matarlos a los dos.
- No había otra opción después de que ese maldito bastardo normando sobreviviera y empezara a idolatrarte… y tú a él -le espetó Rufus-. En esas circunstancias pronto habría un heredero y nosotros no tendríamos ninguna posibilidad de hacernos con el castillo de Blackthorne.
- Así que intentasteis matar a mi esposo durante la cacería -dedujo Meg-. Pero escapamos.
- Escapasteis de Rufus -puntualizó Eadith-, pero no de mi trampa.
- Ah… Fuiste tú quien hizo enfermar a Marie para que yo me quedara.
- Fue un placer ver cómo la puta vomitaba. Y fue un placer aún mayor ver la cara del bastardo normando cuando finalmente regresó y le dije que te habías escapado para reunirte con Duncan de Maxwell.
- Eso no ha sido muy inteligente por tu parte -afirmó Meg en tono neutro.
Eadith sonrió.
- Tienes demasiadas ansias de venganza -continuó Meg.
- ¿Qué quieres decir?
- Dominic nunca pagaría un rescate por una mujer que se ha escapado con otro hombre.
Eadith se encogió de hombros.
- Al contrario. Eso hará que su deseo por perseguirte y castigarte sea aún mayor.
- Entonces, eras tú quien no dejaba de extender los rumores que decían que Duncan y yo éramos amantes.
Aunque no había ningún tono interrogativo en la voz de Meg, Eadith respondió, saboreando cada palabra.
- Sí. Disfruté mucho con los celos de ese maldito normando. Hiciste que cayera bajo tu hechizo, bruja. Y ahora lo pagarás.
La suave e inquietante risa de Meg fue más efectiva que cualquier maldición. Los reevers se movieron con nerviosismo y miraron hacia la creciente oscuridad como si esperaran que surgieran fantasmas del húmedo suelo.
- Ah, mi pobre doncella -se burló Meg-. Será divertido ver cómo se frustran tus expectativas.
El frío desdén en la voz de la que había sido su señora, fue como un látigo golpeando a Eadith.
- ¿De qué estás hablando? -exigió saber.
- ¿Dominic le Sabre, cayendo bajo mi hechizo? -Meg soltó una carcajada que apenas era humana, provocando que un escalofrío recorriera la espalda de los reevers-. Eadith, eres una completa estúpida.
Se dio la vuelta dando la espalda a la que había sido su sirvienta, y se enfrentó a los hombres que la miraban sobrecogidos. Cuando habló, su voz se escuchó claramente a pesar de su inquietante calma.
- Escuchadme, reevers, lo único que desea Dominic le Sabre es el señorío de Blackthorne, no a mí. Si me cubrió de joyas y pareció depender de cada una de mis sonrisas, fue porque planeó mi seducción paso a paso con el fin de que yo le diera un hijo. No en vano es el mejor estratega de toda Inglaterra.
Eadith empezó a hablar, pero guardó silencio ante un abrupto gesto de Rufus.
- ¿Por qué pagaría mi esposo un rescate digno de un rey por una mujer que cree que le es infiel y que, incluso si es fértil, no le dará un heredero varón? -siguió Meg razonablemente-. Dominic me mantuvo a su lado porque sabía que los vasallos se habrían sublevado de no hacerlo.
- Mayor razón para que pague el rescate -intervino Eadith.
Una vez más, Meg se rió, y una vez más, los reever bajaron la mirada, deseando estar lejos de aquella mujer que se enfrentaba a ellos aceptando con escalofriante calma su derrota… y su propia muerte.
- Eres muy codiciosa -dijo Meg volviéndose de nuevo hacia Eadith-, sin embargo, no has tenido en cuenta la codicia de los demás.
- Habla claro -le exigió la viuda.
- Tres veces mi peso en joyas y oro supone la ruina del castillo de Blackthorne.
- ¡Sí!
- ¿Quién paga a los caballeros para que protejan a los vasallos de gente como vosotros? -preguntó Meg con falsa suavidad-. ¿Quién paga los impuestos que volverán a llenar las arcas del castillo para comprar caballeros? ¿Qué vidas se convertirán en un infierno si su señor se empobrece?
Un murmullo se extendió entre los rebeldes al comprender lo que la joven estaba tratando de decirles.
- Sí -asintió ella-. Los vasallos son los que pagan. Yo curo sus heridas y sienten afecto por mí, pero no dudarán ni un segundo si tienen que escoger entre sus hijos o yo.
- No la escuchéis -intervino Eadith rápidamente-. Caeréis bajo su hechizo como…
Rufus dio un golpe a la viuda para que callara con despreocupada brutalidad, y Meg continuó hablando, sabiendo que seguramente recibiría el mismo trato en cualquier momento.
- Mientras estáis aquí y pensáis en el oro que nunca recibiréis, yo os aseguro que mi esposo está solicitando ahora mismo al arzobispo que anule nuestro matrimonio por mi infidelidad. Pretendíais que pagara un rescate y, en realidad, le habéis concedido su mayor deseo: librarse de mí y de la carga que supongo.
Frunciendo el ceño, Rufus se pasó una mano nerviosa por el pelo.
- Una abadía debería ser suficiente incentivo para la anulación -siguió ella de forma implacable-. Pero para asegurarse, Dominic probablemente también le ofrecerá una magnífica iglesia de piedra.
- ¿De qué…?
Meg continuó hablando sin dar a Rufus la oportunidad de plantear su pregunta.
- Antes de que mi carne se enfríe en mi tumba, Dominic estará casado con una hermosa y bella normanda que le dará suficientes hijos como para mantener controlado todo el señorío de Blackthorne. Habéis cometido el mayor error de vuestras vidas, reevers. El castillo de Blackthorne es normando ahora, y sois vosotros y vuestra estúpida codicia los que lo habéis hecho posible.
- Es muy astuto por parte de mi esposa desmoralizarlos -señaló Dominic cuando Sven hizo una pausa al relatar su historia-. ¿Te reconoció?
- No lo creo. No hizo ningún intento de hablar conmigo en privado.
Sven vaciló y echó una ojeada al gran salón. Nadie, excepto Simon y la anciana Gwyn, estaba lo bastante cerca para poder oírles.
- Sospecho que, al menos, dos de los reevers espían para Duncan -añadió Sven.
- Eso no me sorprende -comentó Dominic-. Debió intuir que tramaban algo.
- Uno de los espías se alejó a hurtadillas del campamento mucho antes de que yo lo hiciera -continuó Sven.
- Entonces, pronto veremos a Duncan -repuso Dominic-. ¿Qué más dijo Meg?
El soldado miró a su señor y deseó encontrarse en cualquier otro lugar que no fuera el castillo de Blackthorne. El barón llevaba armadura y yelmo, y mantenía la empuñadura de su peligrosa espada a pocos centímetros de su mano en todo momento.
Con una apagada maldición, Sven se pasó los dedos por su pelo, ensuciado astutamente, y habló de nuevo.
- Vuestra esposa volvió a pedir la asistencia de un sacerdote diciendo que si moría sin haber sido confesada, su espíritu les rondaría atormentándolos, igual que lady Anna rondaba el castillo.
- Atemorizarlos es lo mejor que puede hacer ahora. -Dominic sonrió con fiereza-. Mi pequeño halcón es muy astuto.
Indeciso, Sven miró hacia Gwyn.
- ¿Es lady Margaret una buena mentirosa? -le preguntó sin rodeos.
- No. -La rotunda negativa cayó como una losa en medio del silencio-. Meg es incapaz de mentir.
- Lo imaginaba -masculló Sven.
Mientras Dominic paseaba su mirada de uno a otro, su sonrisa se fue desvaneciendo, dejando tras ella una expresión salvaje.
- ¿Qué quieres decir? -preguntó con rudeza.
- Lady Margaret creía en cada palabra que pronunció -respondió Sven en voz baja-. Por eso los reevers la creyeron.
- ¿Quién no la creería? -intervino Gwyn, mirando con intensidad a Dominic-. Sería una locura arruinarse por rescatar a una esposa que no puede daros un hijo varón.
- ¡Basta! -ordenó el barón.
Gwyn continuó hablando como si no le hubiera oído, con palabras tan serenas e implacables como una lluvia helada.
- Mañana al anochecer, los reevers deshonrarán a Meg -añadió la anciana-. Aunque sobreviva a lo que ellos le hagan, podréis pedir la anulación en base a esa deshonra y pronto el castillo tendrá una nueva señora. Y vos, barón… tendréis por fin los hijos que deseáis más que cualquier otra cosa en la tierra.
- Simon.
Aunque Dominic no dijo nada más, su hermano respondió la silenciosa pregunta.
- Eres famoso por ser un gran estratega -afirmó Simon, escogiendo cada palabra con sumo cuidado-. Sólo un mal estratega perdería una guerra intentando ganar una batalla que no le aportaría nada.
- Explícate.
Simon vaciló. Nunca había oído ese tono letal en la voz de su hermano.
- Viniste aquí a por tierras y herederos -continuó Simon después de un momento-. Ésa es tu guerra. La mitad está ganada. Las tierras son tuyas.
Dominic lo atravesó con la mirada, instándole a que siguiera.
- Si luchas esta batalla según las condiciones de los reevers, no tendrás nada que ganar y sí mucho que perder. Los vasallos de Blackthorne no te exigirán que los sacrifiques en una batalla inútil. Meg sabe eso tan bien como tú, y ahora también lo saben los rebeldes.
Simon apartó la mirada de su hermano. Al igual que su voz, la expresión del barón era una terrible combinación de ira y angustia.
- Acaba -pidió Dominic, sombrío.
- Por Dios Santo -estalló Simon-. Es evidente que Meg no espera que pagues el rescate por ella.
Con una rapidez que hizo que su capa revoloteara, Dominic dio la espalda a los presentes en el gran salón. No deseaba que vieran lo que debía leerse claramente en sus ojos, los recuerdos y las palabras de Meg convirtiéndose en cuchillos que se clavaban en su alma.
Que sea una mentirosa, que te engañe, que robe o sea una criminal… nada de eso te importa. Cualquier mujer serviría, siempre que esté ligada a la fortaleza de Blackthorne.
Las duras y atractivas facciones del barón se convirtieron en una máscara de dolor.
- ¿Es Dominic cruel contigo?
- ¿Con su esposa glendruid? ¿Su única esperanza de tener herederos legítimos? ¿Acaso te ha parecido mi esposo un hombre estúpido? Soy tal problema para él que incluso me ha regalado joyas con cascabeles para saber dónde estoy en cada momento.
Sus manos enguantadas se convirtieron en puños, recordando.
- Hay tanto dolor en ti… Déjame sanarte.
- Sólo podrías hacerlo de una forma.
- Entonces toma de mí lo que necesites. Cualquier cosa… De cualquier forma…
Un violento temblor escapó al control del normando.
- Mandad llamar al sacerdote, porque voy a morir.
Durante un largo momento, Dominic se esforzó en recobrar el dominio de sí mismo por el que tanto había luchado en el pasado. Había llegado a pensar que no le quedaba nada nuevo que aprender sobre el dolor.
Se había equivocado.
Todos sus instintos masculinos de protección se despertaron enfurecidos, consciente de que casi había destruido a la persona que más le importaba en el mundo. Meg se le había metido bajo la piel con su dulzura, sus sonrisas, su apasionada entrega, y había conseguido traspasar las barreras que él había erigido a su alrededor, llegando hasta su alma. Sencillamente, ya no podía concebir la vida sin ella.
Meg, amor mío, nunca pretendí herirte tanto. Viste mi interior con claridad y, aun así, te entregaste a mí tan generosamente…
Ojalá pudieras ver mi interior ahora…
De pronto, un grave sonido llegó del patio interior, producido por centenares de voces contenidas.
- Todavía siguen esperando, milord -anunció Gwyn a su espalda.
- ¿A qué? -rugió Dominic.
Incluso la anciana glendruid se estremeció ante el sonido de la voz del barón. Tras un momento, respondió:
- A vos. Os necesitan y vos sois su señor.
Sin pronunciar palabra ni mirar hacia atrás, Dominic salió del gran salón en dirección a las puertas principales del castillo. Cuando los vasallos lo vieron aparecer en lo alto de la escalinata con su cota de malla brillando bajo su pesada capa, un respetuoso silencio invadió el patio interior.
Antes de que el barón pudiera hablar, Harry subió las escaleras. En la mano llevaba una pequeña bolsa de piel llena de monedas.
- Adela y yo oímos lo que pasó -le explicó Harry-. Sabemos que piden un rescate atroz.
Cuando el guardián le tendió la bolsa, Dominic se quedó demasiado sorprendido para moverse.
- Tomadlo -le urgió Harry-. No es mucho, lo sé, pero es todo lo que tenemos. Os lo ruego, milord. Cuando Adela sufría, milady la ayudó.
Antes de que el guardián se alejara, William, el maestro cetrero, ya estaba subiendo las escaleras con un cuenco de madera que contenía unas pocas monedas.
- Mi segundo hijo fue arrollado por un semental de batalla cuando tenía cuatro años. Lady Margaret, a pesar de que todavía no había cumplido los nueve, se arrodilló en el fango e hizo que su muerte fuera menos dolorosa.
Tan pronto como William depositó el cuenco a los pies de Dominic, se formó una larga fila de vasallos y, uno tras otro, fueron dejando en la escalinata cualquier pequeño tesoro que hubieran acumulado durante toda una vida de duro trabajo.
- Permaneció junto al lecho de mi padre enfermo.
- Cuando mi hermano estaba enfermo y no teníamos leña para quemar, ella le dio su capa.
- Curó a mi hijo.
- Mi bebé hubiera muerto si no fuera por ella.
- Milady me reconfortó.
El dinero que Dominic había dado a los vasallos en su banquete de boda cayó como lluvia plateada a sus pies, moneda tras moneda, como muestra silenciosa de la estima que sentían los vasallos por su señora. Las monedas iban acompañadas de palabras susurradas que hablaban de un amor que no tenía precio.
- Me curó la mano.
- Cuando mi esposa la necesitó, lady Margaret estuvo ahí.
- Me salvó la vida.
- Soy ciego. Su voz es mi luz.
Finalmente, la fila se disolvió y sólo quedó un niño que no podía tener más de nueve años. Pegado a él, se acercó cojeando un gran perro marrón. Dominic miró las pequeñas manos del vasallo, cuidadosamente cerradas, y se preguntó qué tendría que ofrecer un niño de tan corta edad y por qué.
Intentando encontrar valor para hablar, el pequeño hundió una mano en el espeso pelaje del perro al tiempo que extendía la otra. En su palma, estaba su mayor tesoro, uno de los dulces turcos que Dominic había dado a sus vasallos junto a las monedas de plata. El dulce sólo había sido mordisqueado por un lado, como si el niño tomara cada día sólo un trocito de aquel raro dulce, para saborearlo el mayor tiempo posible.
- Salvó a mi perro cuando quedó atrapado en un cepo -se apresuró a decir el niño antes de dejar caer el dulce sobre la pila de monedas y salir corriendo. El perro lo siguió como una sombra marrón.
Dominic intentó hablar, pero no pudo. Como gotas cayendo sobre riachuelos hasta transformarlos en poderosos ríos, los obsequios y palabras expresaban lo que significaba la vida de Meg para los vasallos del castillo. Ella representaba la paz y la esperanza en un mundo de guerra y hambre. Era la luz venciendo a la oscuridad, la risa, la curación cuando todo lo demás era dolor.
Meg era todo eso y más para el poderoso guerrero que se había casado con ella buscando tierras e hijos, y había recibido vida y amor.
Pasados unos largos minutos, Dominic se sintió capaz de hablar.
- Nos han robado nuestro corazón.
Un grave sonido surgió de la muchedumbre.
- Si no se nos devuelve vivo e intacto -continuó implacable-, se producirá una matanza tal, que no se olvidará en décadas.
El ruido se transformó en un rugido parecido al de una bestia a la que hubieran despertado.
- Daré caza a los reevers y a sus familias uno por uno, y los mataré allí donde los encuentre, ya sean hombres, mujeres o niños.
El sonido se tornó en un oscuro murmullo, como el de una bestia merodeando suelta.
- Quemaré sus casas, mataré a su ganado y envenenaré sus pozos. Echaré abajo sus cercas, acabaré con su caza y echaré sal a sus campos para que nada pueda volver a crecer jamás. Y entonces, ¡maldeciré las tierras para que sólo las habiten los fantasmas que yo mismo haya creado por no haberles dado la oportunidad de confesarse!
Un feroz grito de asentimiento resonó en el patio interior.
Despacio, la anciana Gwyn avanzó hasta detenerse ante el barón de Blackthorne, viendo por primera vez lo que los vasallos ya habían visto.
De aquellos ojos grises protegidos por el yelmo de batalla, surgían ardientes lágrimas que caían incontenibles por las curtidas mejillas de normando.
- He esperado mil años para ver este día -musitó Gwyn.
Con movimientos rápidos y seguros, la anciana sujetó un pesado broche de plata en la negra capa de Dominic. Cuando retrocedió, la luz del sol alcanzó la antigua insignia, haciendo que la cabeza de plata del lobo ardiera y que sus claros ojos de gemas transparentes centellearan como si tuvieran vida.
Un gran grito surgió de los vasallos cuando saludaron al lobo de los glendruid.
Al amanecer, un grupo de caballeros montados sobre corceles de guerra se alejaron del castillo de Blackthorne, galopando en dirección norte. Sus armas de acero resplandecían y sonaban con cada movimiento que hacían los caballos de batalla. Tras ellos, se izó el puente levadizo y las puertas se cerraron.
El lobo de los glendruid se había ido a la guerra.