Capítulo 13

Cuando Simon volvió por fin a la fortaleza, Dominic se había cambiado la ropa de batalla y estaba sentado cómodamente en las dependencias privadas del señor, lejos del salón principal. Lo que una vez fuera un lecho de enfermo se había transformado esa misma mañana en un lujoso sillón hecho especialmente para el barón, pues había decidido que en aquella estancia tendría la intimidad que el resto del castillo no le proporcionaba.

Lo que Simon había averiguado siguiendo la pista de Meg requería esa intimidad. La cara pálida y demacrada de su esposa, su mirada perdida, y un silencio que no rompió en ningún momento durante su regreso al castillo, lo perturbaba de una manera que le resultaba difícil describir, y mucho menos comprender.

Además de la discreción que Dominic buscaba, las dependencias principales de la fortaleza le ofrecían el calor necesario para aliviar el frío que parecía haberse establecido en su interior. El fuego ardía vivamente en una gran chimenea, obligando a ceder terreno a la humedad y los restos del invierno, y las largas y estrechas ventanas protegían el lugar de la lluvia de la tarde, convirtiéndolo en la habitación más bella del castillo.

- Parece que hubieras salido del foso -dijo Dominic cuando Simon entró dejando a su paso regueros de agua.

- Así me siento.

- Caliéntate. Enseguida hablamos.

Mientras su hermano se dirigía hacia el fuego despojándose de su capa y guantes empapados, el barón se volvió hacia el sirviente que esperaba en la puerta, dispuesto a servir a su señor.

- Trae pan, queso y una jarra de cerveza -le ordenó Dominic-. También algo caliente… -Miró a su hermano y le preguntó-: ¿Qué tal una sopa?

- De acuerdo -contestó Simon.

- Y averigua dónde se ha metido Gwyn -siguió ordenando al sirviente-. Envié a buscarla hace rato.

- Sí, milord.

Sentado en el sillón con la espalda erguida, Dominic alargó una mano para desligar entre sus dedos una pila de joyas que reposaban en una mesa cercana, mientras esperaba a que los pasos del sirviente se alejasen lo suficiente para poder hablar sin temor a ser oído.

Un sonido puro y melodioso invadió el aire, procedente de las pulseras y cadenas de las que colgaban diminutos cascabeles de oro que una vez adornaron las muñecas, tobillos, caderas y cintura de la concubina favorita de un importante sultán. Después de que Dominic conquistara una ciudadela en Tierra Santa, la mujer fue devuelta intacta al sultán. Sin embargo, no ocurrió lo mismo con sus joyas.

- ¿Cómo está tu halcón hembra? -preguntó Simon acordándose del regalo del rey al oír el sonido de los cascabeles. No tenía ganas de sacar el tema de Meg.

- Progresa con una rapidez asombrosa -contestó distraídamente Dominic-. Le quité la caperuza después de venir del bosque y no mostró miedo alguno; ni siquiera batió sus alas. Acudió a mi silbido como si hubiera nacido para ello y se posó sobre mi brazo. Mañana por la tarde la sacaré un rato de las halconeras y pronto la dejaré posarse sobre mi muñeca por toda la fortaleza. No creo que tarde mucho en llevarla a cazar.

- Excelente -opinó Simon, aliviado de que algo fuera bien.

- Sí… -El barón cerró los ojos un momento, como si quisiera escuchar mejor el armonioso sonido de las joyas-. Da la impresión de que ya haya sido adiestrada -dijo tras una pausa.

- ¿Tú crees?

- Puede ser. Aunque es extraño teniendo en cuenta que fue capturada con una red. No la cogieron del nido y sabe lo que es la libertad, por lo que domarla es mucho más complicado. Pero el encargado de los halcones me ha asegurado que eso no importa, porque fue Meg quien se hizo cargo de ella a su llegada.

Simon emitió un sonido neutro.

- ¿Qué descubriste al seguir su rastro? -preguntó Dominic sin apenas cambiar la inflexión de su voz. Sin embargo, la sutil diferencia en su tono fue suficiente para recordarle a Simon lo mucho que le interesaba a su hermano la respuesta.

- Nada -contestó sin rodeos-. El galgo perdió el rastro.

El sonido de los pequeños cascabeles dorados se silenció cuando el barón miró fijamente a Simon.

- ¿Perdió el rastro? -se extrañó-. ¡Leaper tiene el olfato más agudo que cualquier otro perro de caza que jamás haya adiestrado!

- Cierto.

- ¿Qué viste allí?

- A un enorme ciervo que vive cerca del nacimiento del riachuelo que desemboca en el río de Blackthorne, un águila y cinco cuervos que discutían por una presa, y huellas de un zorro que había cazado una liebre.

- ¿Algún rastro de caballos? -rugió Dominic.

- En absoluto.

- ¿Y de bueyes, carros o huellas de botas? -insistió.

- Nada.

- ¿Dónde perdiste el rastro?

- Exactamente donde Meg dijo que lo haría: en las rocas que rodean el montículo sagrado.

- ¿Y no había rastro de nadie más?

- No -dijo escuetamente Simon-. Es imposible que Duncan de Maxwell o cualquier otro hombre estuviera allí con tu esposa esta mañana.

Dominic gruñó.

- Puede que sólo estuviera haciendo lo que dijo: recoger plantas -señaló Simon.

- Tal vez, pero podía haberlas recogido más cerca de la fortaleza.

- ¿Has averiguado si esas plantas tienen una finalidad específica?

- Le enseñé una hoja al jardinero y dijo que nunca había visto nada semejante -comentó el barón.

Dominic necesitaba tiempo para pensar. Había demostrado ser un magnífico estratega en Tierra Santa, pero en la batalla que estaba librando con su esposa estaba fracasando estrepitosamente. Y él necesitaba ganar. Era crucial para su futuro.

- Puede que haya juzgado mal a mi esposa -reflexionó en voz alta-. Sí, la he tratado mal.

- ¿Cómo? Cualquier otro esposo le habría dado una buena paliza por irse sola al bosque sin avisar a nadie.

- ¿Cómo sabes que no lo he hecho? -inquirió Dominic con voz tranquila.

- Tras liberarte de la prisión, juraste que nunca permitirías el castigo con azotes ni latigazos cuando tuvieras tus propios dominios. Te conozco bien, hermano; eres un hombre de palabra.

Escuchar a Simon hizo que el barón recordara el horror de su cautiverio; pero rápidamente lo relegó al más oscuro rincón de su mente, aunque no podía evitar que resurgiera cuando dormía.

- ¿Te he dado las gracias por aquello?

- Nos hemos salvado la vida tantas veces el uno al otro, que es imposible llevar la cuenta -señaló Simon secamente.

- No fue mi vida lo que salvaste, sino mi alma.

De nuevo sonaron los pequeños cascabeles, agitados por el puño de Dominic.

- Tengo una nueva misión para ti -dijo tras una pausa-: la de guardián.

Simon se volvió rápidamente apartando la mirada del fuego.

- ¿Es que Sven ha descubierto más amenazas contra ti?

- No me protegerás a mí, sino a Meg.

- ¿Cómo puedes pedirme eso? -le preguntó indignado.

- ¿En quién más puedo confiar para que no seduzca a mi esposa ni se deje seducir? -adujo Dominic.

- Ahora entiendo por qué los sultanes utilizan eunucos.

- No te pediría ese sacrificio.

- ¡Dios! -exclamó Simon pasándose una mano por el pelo-. Te debo mucho, Dominic, ¡pero no mi hombría!

La risa del barón se mezcló con el leve tintineo de las joyas que deslizaba entre sus dedos.

- Tu trabajo será vigilar que nadie visite los aposentos de Meg, excepto yo -le explico.

- ¿Y su doncella?

- También permanecerá alejada. -Hizo una pausa-. Seré yo quien ayude a mi esposa a vestirse y a desnudarse.

Simon intentó no reírse, pero la diversión era evidente en su atractivo rostro.

- Meg merece un castigo especial por ponerse a sí misma en peligro -reflexionó Dominic en voz alta-. La trataré igual que a un halcón sin amaestrar. Comerá de mi mano y beberá de mi boca; cuando duerma, será junto a mí, y cuando despierte, será mi respiración lo primero que oiga y mi calor el que la cobije.

Intrigado, su hermano arqueó una ceja.

- Afirma que no la conozco y está en lo cierto -continuó el barón-. El error es mío. Al principio parecía dispuesta a que este matrimonio funcionara, sin embargo, por alguna razón, ahora se ha echado atrás.

Simon se preguntaba en silencio qué habría ocurrido cuando dejó a su hermano y a Meg solos en el bosque, pero no dijo nada. Conocía a Dominic demasiado bien como para entrometerse una vez había empezado a planear cómo conquistar una fortaleza… o una mujer.

- Para cuando sepa si está o no embarazada -sentenció-, la conoceré mejor de lo que nadie la ha conocido nunca.

- ¿Le has comunicado que es una prisionera en su propio hogar? -inquirió Simon con tono neutro.

- Sí.

- ¿Qué ha dicho?

Los ojos del barón se entrecerraron hasta convertirse en dos estrechas ranuras.

- Nada. No me ha vuelto a hablar desde que me informó de que moriría sin descendencia.

- ¡Dios santo! -exclamó su hermano, asombrado.

Antes de que Dominic pusiese seguir relatando lo ocurrido, volvió el sirviente acompañado de Gwyn. Cuando Simon empezó a comer después de que el criado sirviera la cena y se retirara, el barón invitó a la anciana a que se acercase al hogar.

- ¿Has cenado ya? -se interesó educadamente.

- Sí, milord. Gracias.

Dominic hizo una pausa para preguntarse cuál sería la mejor manera de abordar el tema de su esposa glendruid, de maleficios y esperanzas, de superstición y verdad; y de las conexiones secretas que los unen. Finalmente, decidió abordar el tema de forma directa.

- Háblame de las glendruid -le ordenó sin más.

- Son sólo mujeres.

A la espalda del barón se oyó la risa contenida de Simon mezclada con una maldición.

- Yo ya había reparado en ese detalle en particular -señaló Dominic con calma aparente.

Los ojos claros de Gwyn se iluminaron con un leve brillo de humor.

- ¿Acaso desea saber algo más, milord?

- Sí -contestó rápidamente-. Quiero saber en qué se diferencian las glendruid del resto de las mujeres.

- El color de sus ojos es de un verde muy intenso.

Dominic gruñó.

- Continúa.

- Tienen una conexión especial con las plantas y los animales.

El barón esperó.

Gwyn también.

- Dios -estalló Dominic, exasperado-. ¡Habla de una vez!

- Sería más fácil si me dijerais qué es lo que queréis saber -se limitó a decir Gwyn, serena-. Pero si no es así, estaré encantada de empezar a relataros el nacimiento de lady Margaret y avanzar hasta el día de hoy. Mis viejos huesos disfrutan del calor de la chimenea.

El barón se apoyó en el respaldo del sillón y estudió a la anciana. Ella lo miró fijamente con la misma arrogancia, pero con menos agresividad.

- Sé que las mujeres glendruid son obstinadas -dijo Dominic al cabo de unos segundos.

- Así es.

- Temerarias.

Gwyn inclinó la cabeza como si estuviera reflexionando.

- No somos cobardes -reconoció pasados unos momentos. Hizo una pausa y luego añadió-: Hay una diferencia, milord.

- Sí -convino Dominic, sorprendido por la inteligencia de la anciana-. La definición exacta sería decir que tienen coraje.

Pensativo, alargó la mano y tocó de forma ausente un pequeño cascabel mientras consideraba su siguiente línea de ataque. El suave tintineo llamó la atención de Gwyn, que giró la cabeza hacia la exótica joya.

- Ese sonido se asemeja al susurro del viento entre las flores -comentó con voz suave.

Dominic la miró de nuevo.

- De nuevo me sorprendes, anciana.

- Es difícil sorprender a un hombre que centra su atención en una sola cosa.

- ¿Te estás refiriendo a mí? -inquirió el barón con sequedad.

Gwyn asintió.

- ¿En qué centro mi atención? -quiso saber.

- En tener herederos.

- ¿No es eso lo que quiere cualquier hombre?

- No -se apresuró a contestar la anciana-. Los demás hombres quieren muchas otras cosas. Algunos las esperan una a una; otros las quieren todas a la vez.

- Y se quedan sin nada.

Ahora fue Gwyn la sorprendida.

- Sí -afirmó-. Así es. Pero vos no sois como los demás. Estáis obsesionado con una sola cosa: un hijo.

Los ojos del barón se contrajeron hasta convertirse en esquirlas de hielo.

- De nada me sirve esa obsesión -señaló con un falso tono suave-, ya que estoy casado con una mujer estéril.

- ¡Eso no es cierto!

No había resquicio de duda en la voz de la anciana.

- Entonces, ¿por qué Meg está convencida de que moriré sin descendencia? -estalló Dominic al tiempo que se ponía en pie.

Gwyn abrió mucho los ojos al ver al imponente guerrero que se erguía ante ella, y ser consciente por primera vez de lo profunda que era la ira que ocultaba.

- ¿Fue eso lo que os dijo? -preguntó Gwyn detenidamente.

- Sí.

- Necesito saber las palabras exactas que pronunció, milord. Debo estar segura.

Por un momento, el normando pensó en negarse. Sin embargo, había algo en los ojos de la anciana que le impulsó a hacer lo que le pedía.

- Dijo: «No hay amor en ti, Dominic le Sabre. Y sin él, jamás conseguirás lo que quieres.»

El sonido que emitió Gwyn podría haber sido un suspiro o un gesto contenido de dolor. Fuera lo que fuera, fue absorbido por el suave rumor del fuego del hogar. Con gesto cansado, se frotó los ojos sin que su rostro manifestara ninguna emoción y después miró de nuevo a Dominic.

- Meg no es estéril, barón. Pero ninguna mujer glendruid podrá tener un hijo varón si no hay amor entre sus padres.

- ¿Cómo puede ser eso, anciana?

- No lo sé -admitió con pesar-. Lo único que puedo deciros es que ocurre desde que se perdió el lobo de los glendruid, un broche que siempre debía llevar nuestro líder.

- ¿Cuánto hace de eso?

- Tantos años que ni siquiera yo puedo acordarme, milord.

- ¿Pretendes que crea que en todo ese tiempo, ningún hombre ha engañado a su esposa y le ha hecho creer que la amaba? -La voz de Dominic estaba cargada de sarcasmo.

Gwyn se encogió de hombros.

- Las mentiras que les contasen no importan. Muchas mujeres glendruid han querido tener hijos para traer paz a su mundo y ninguna lo ha conseguido.

El barón entrecerró los ojos. Las palabras de Gwyn no lo complacieron, así como no le gustaba descubrir las trampas y fortificaciones de una ciudad que debía conquistar.

- Es cierto lo que dijo lord John -murmuró Dominic-. Las glendruid son frías como el hielo.

La anciana esbozó una extraña sonrisa.

- ¿Creéis a John o a lo que vos mismo habéis experimentado?

El cuerpo de Dominic se tensó al recordar cómo había vibrado Meg entre sus brazos la noche de su boda.

- Entonces, ¿por qué las brujas no aman? ¿Son incapaces de hacerlo? -quiso saber.

- Algunas sí. Pero no Meg. En ella habita un gran amor. Preguntadle a cualquiera del castillo.

- Pero si las glendruid pueden amar, ¿por qué después de tantos años no han tenido hijos varones? -insistió el barón-. ¿Acaso se casaron con animales indignos de ellas?

- ¿Animales? No. Simplemente se casaron con hombres, señor. Sólo hombres.

- Explícate de una vez -la instó impaciente.

- ¿Para qué? Habéis elegido no entenderlo. ¿Podríais entregar vos vuestra alma a una mujer que sólo quiere utilizaros para obtener tierras, riquezas e hijos?

- ¿Qué estás diciendo?

- ¿Podríais -continuó la anciana, implacable- permitiros amar a alguna mujer? ¿Podríais compartir vuestra alma con ella?

Dominic la miró incrédulo.

- Por supuesto que no. ¡Jamás cederé el control sobre mi destino a nadie, sea hombre o mujer!

Los ojos de Gwyn se llenaron de lágrimas, pero no cayeron. Había vivido lo suficiente para saber que en ocasiones como aquélla las lágrimas no servían de nada.

- Entonces no tendréis hijos, y yo estaré condenada a contemplar otra generación rezando para liberarnos de la maldición.

- No creo en tus palabras -objetó irritado.

- Creed en esto: las mujeres glendruid pueden ver más allá del atractivo de un hombre; pueden contemplar su alma, saber lo que habita en ellas. -Hizo una pausa-. Saberlo todo de alguien y amarle a pesar de todo resulta muy difícil. A veces pienso que es imposible, y Meg, milord, es sólo una mujer.

La mirada de Dominic se convirtió en hielo, reflejando el frío que se condensaba en sus entrañas así como la oscura ira que le invadía. De repente, golpeó la mesa con el puño, haciendo que las cadenas de oro saltaran y emitieran un breve sonido.

Luego sobrevino un silencio que nadie interrumpió.

Simon miró a la mujer y después a su hermano, que parecía estar reflexionando sobre lo que había escuchado. Aquello hizo que la tensión lo abandonara poco a poco. Si Dominic se concentraba en algún objetivo, no había fortaleza, ciudad o mujer que no pudiera conseguir por medio de la fuerza, la astucia… o la traición.

Tras unos largos minutos de silencio el barón observó una vez más en la anciana. Su mirada era como el acero, dura e inflexible, al igual que su voz.

- Gracias, Gwyn. Me has aclarado muchas cosas.

Era el final de la conversación y la anciana lo sabía; sacudió la cabeza con pesar y salió de la habitación sin ruido, como el humo.

Dominic se volvió entonces hacia su hermano y le preguntó directamente:

- ¿Qué opinas?

- Que ella cree firmemente en lo que nos ha contado.

- Sí -convino el barón, tenso-. He vivido lo suficiente para saber que ese tipo de creencias puede incluso empujar a los hombres a la guerra.

- ¿O invocar maldiciones?

Dominic golpeó la mesa otra vez haciendo que las joyas dejaran escapar de nuevo su melodioso sonido.

- ¿Qué vas a hacer? -preguntó Simon después de un rato-. ¿Pedirás la anulación del matrimonio porque ella no es fértil?

- No -juró Dominic-. Nunca.

La fuerza de su inmediata respuesta sorprendió a ambos.

- Podríamos mantener la fortaleza bajo control aunque los vasallos se rebelaran -señaló Simon-. Y si los habitantes de Blackthorne se negaran a cultivar la tierra para ti, nuestro padre podría enviar campesinos desde Normandía; estarían encantados de ir a un lugar en el que podrían tener su propio terreno y animales.

- Lo sé.

El barón no dijo nada más. La solución que ofrecía Simon era factible, pero Dominic la rechazó de inmediato, sin pensar. No hubiera podido explicar el porqué. Lo único que sabía era que todos sus instintos se rebelaban ante la idea de separarse de Meg.

Frunciendo el ceño, Dominic observó los delicados cascabeles dorados que emitían agradables sonidos musicales con cualquier movimiento.

Como escuchar el susurro de la brisa sobre las flores…

Si las brujas glendruid pudieran amar…

- Sí -rugió Dominic-. ¡Eso es!

- ¿Qué?

- La solución, hermano, es muy simple. Tengo que hacer que Meg me ame.