Capítulo 19

Dominic se despertó a mitad de la noche junto al suave y cálido cuerpo de Meg, sintiendo que un terrible dolor de cabeza amenazaba con atravesarle el cráneo. Cuando abrió los ojos, incluso el tenue resplandor del fuego que se filtraba a través de los cortinajes que colgaban del dosel de la cama, le producía un terrible dolor. Sofocando un gemido, se apretó las sienes con las manos y se preguntó qué le habría pasado.

Al instante, Meg se despertó y cogió la cesta de medicinas que había tenido a mano durante las muchas horas que su esposo había permanecido dormido. Sin perder un solo segundo, echó corteza en polvo en una jarra de agua que Simon había cogido directamente del pozo, y que había llevado él mismo a la habitación de su hermano.

- Toma -dijo, ofreciéndole la bebida a Dominic-. Bebe esto. Te aliviará el dolor de cabeza.

Él lo hizo sin vacilar, y, aunque la poción era amarga, no apartó la jarra hasta apurar el último sorbo.

Sin ser consciente de ello, Meg dejó escapar un suspiro de alivio.

- ¿Pensabas que no iba a querer tomarme la medicina? -le preguntó Dominic con expresión severa.

- Temía que pensaras lo mismo que Simon al principio. -Al ver que él levantaba una ceja en señal de interrogación, le explicó-: Tu hermano creía que yo te había envenenado.

¡Envenenado!

Dominic se incorporó de golpe, hizo un gesto de dolor, y murmuró algo en turco. Meg se apresuró a arrodillarse a su lado y puso las manos sobre el amplio pecho masculino, intentando que volviera a tumbarse.

- No te levantes aún -le aconsejó-. Debes sentirte como si te hubieran clavado un hacha en la cabeza.

- ¡Sí! -gimió-. ¡Santo Dios, es exactamente así!

- Shhh… -murmuró ella-. Si cierras los ojos te sentirás mejor. Ahora, hasta el leve resplandor del hogar debe parecerte una luz cegadora.

Al inclinarse para frotar las sienes de Dominic, los pequeños cascabeles que Meg llevaba enredados en su trenza casi deshecha tintinearon.

- Así que sigues llevando las joyas que te regalé. -Las tinieblas que lo habían envuelto comenzaban a disiparse.

- Hasta que tú me las quites -asintió Meg.

- Pero faltaste a la palabra que me diste de otra manera y te fuiste.

Las delicadas manos femeninas se detuvieron. Se alegraba de que Dominic no pudiera verla con claridad. Incluso aturdido por los efectos residuales del veneno, habría percibido su temor. Recordaba claramente sus palabras: «Yo sólo muestro clemencia una vez a la misma persona, Meg. Jamás vuelvas a enfrentarte a mí»

Pero lo había hecho.

- La esposa de Harry… -comenzó ella, volviendo a frotar las sienes de Dominic.

- Me acuerdo -la interrumpió-. Un parto largo y complicado. ¿Cómo está?

- No lo sé. Simon no deja que nadie entre ni salga de esta habitación, excepto él mismo. Ahora está fuera, en el pasillo, durmiendo.

- ¿Te necesita todavía esa mujer? -se interesó.

Meg se preguntaba qué estaría pensando Dominic. Su voz no le delataba, ni tampoco su cuerpo. Volvía a tener pleno control de sí mismo.

- No lo creo. Gwyn volvió ayer, justo antes del atardecer. Me habría avisado si le pasara algo a Adela.

- ¿Y al diablo con las órdenes de Simon? -preguntó él en tono neutro-. ¿O con las mías?

Llena de angustia, Meg intentó buscar en su mente algún modo de explicarle a Dominic que ella era responsable de los habitantes de Blackthorne de una manera que iba más allá de las obligaciones normales de la esposa del señor.

- Saber que hay gente herida cuando yo podría aliviarles… -dijo con voz entrecortada-. Que están enfermos, cuando yo podría sanarles… Que se mueren, cuando yo podría haberles ayudado a vivir…

Meg dejó caer las manos mientras observaba el rostro de su esposo, en busca de alguna pista acerca de lo que pensaba en ese momento.

No halló ninguna. Su expresión era como su voz: implacable y disciplinada, carente de emociones, casi inhumana.

- Sea cual sea el castigo que me impongas por romper mi juramento -susurró la joven- no sería peor que saber que alguien murió cuando yo podría haberle salvado.

Con un rápido movimiento, Dominic atrapó las manos de su esposa entre las suyas.

- Rompiste el juramento que me hiciste.

- Sí -reconoció Meg, cerrando los ojos.

- Y lo harías de nuevo si tu gente lo necesitase. -No era una pregunta sino una afirmación.

- Sí -volvió a decir ella-. Lo siento, Dominic. Es algo que no puedo cambiar.

- ¿Estás preparada para recibir el castigo que yo crea conveniente?

Ella respiró profundamente antes de hablar.

- Sí. Pero por favor, no vuelvas a encerrarme. No podría soportarlo.

- Los vasallos tampoco lo aceptarían, ¿verdad?

Meg titubeó y después hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

- Verdaderamente eres una espada de doble filo, esposa.

- No pretendo serlo. Soy tan sólo… lo que soy.

- Alguien que hace lo que debe hacer.

- Sí.

Después de unos segundos, Dominic preguntó:

- ¿Cómo escapaste del castillo?

La joven no contestó ni abrió los ojos. No quería enfrentarse a la gélida ira de su esposo a pesar de que ahora sabía lo mucho que había sufrido y lo que impulsaba sus acciones.

El silencio fue tan denso y duró tanto tiempo, que finalmente Meg se atrevió a levantar la vista. Él la observaba con una mirada tan fría y analítica que le produjo escalofríos.

- Eres una mujer valiente -reconoció Dominic con voz dura-. Claro que, si hay algo que no te agrada, tan sólo tienes que hacérselo saber a tus vasallos.

- ¡Eso no es cierto! -exclamó desconcertada-. Odiaba estar encerrada sin ver la luz del sol, pero en ningún momento protesté por ello. Ni tampoco me negué cuando el rey decretó mi matrimonio. Ni siquiera me quejé ante nadie de las palizas que me daba lord John.

- Pero los vasallos lo sabían.

Ella dudó antes de contestar.

- Soy su sanadora. Estamos… unidos de alguna manera.

Se produjo otro momento de silencio mientras el normando meditaba sobre la extraña mezcla de vulnerabilidad e intransigencia que era su esposa.

- Es evidente que hay un pasadizo que conduce fuera de la fortaleza -dijo por último Dominic-. Me lo enseñarás en cuanto pueda salir de esta cama.

Meg no quería desvelar su ruta secreta, pero era consciente de que su esposo tenía derecho a conocerla.

- Sí -accedió al fin.

Los labios del normando dibujaron una extraña sonrisa.

- ¿Ha sido tan difícil, pequeña?

- ¿El qué?

- Admitir que ahora eres mía y que estás bajo mi protección.

- Haces que parezca egoísta.

- No. Nunca he conocido a nadie que lo sea menos. Pero no reconoces ninguna autoridad en ciertos temas.

La triste sonrisa de Meg sorprendió a Dominic.

- ¿De verdad crees eso? -le preguntó con pesar-. Siempre debo estar atenta a las necesidades de todo el mundo, sin importar la hora ni el lugar. Pero nunca, ni una sola vez, me ha preguntado nadie cuáles eran mis propios deseos.

- ¿Y qué es lo que deseas?

- No estar atada a antiguas maldiciones, milord. Tan sólo eso.

Apartando lentamente sus manos de debajo de las de su esposo, Meg echó a un lado los pesados cortinajes que colgaban del dosel y salió de la cama para vigilar el fuego de la chimenea.

- Duerme, Dominic. Lo necesitas.

- Dormiría mejor contigo a mi lado.

Despacio, Meg depositó una rama de roble en el fuego y, casi al instante, las llamas recorrieron toda la madera, preparándola para que ardiese. Durante unos segundos, la joven se sintió como aquella rama, sacrificada por las necesidades de los demás. Después sacudió la cabeza para alejar aquellos pensamientos y volvió a la cama.

Dominic la esperaba. Sin decir una sola palabra, abrió las sábanas en una silenciosa invitación y ella se deslizó rápidamente a su lado una vez hubo cerrado las cortinas del lecho.

- Debes abrigarte -susurró Meg.

- Tú me darás calor.

Los fuertes brazos de su esposo la atrajeron hacia sí hasta que la joven apoyó la cabeza en su hombro y quedó íntimamente unida a él. Normalmente el calor que desprendía Dominic era muy intenso, pero aquella noche los últimos restos de veneno hacían que su cuerpo casi temblase de frío.

La joven cubrió los cuerpos de ambos con las mantas lo mejor que pudo e intentó transmitir su propio calor a su esposo.

Sentir la preocupación de Meg hizo que una suave oleada de placer invadiera a Dominic. Sonriendo, le dio un tierno beso en la frente, acarició con suavidad su mejilla y se dejó llevar por el sueño.

La joven cerró los ojos, relajó su cuerpo y por fin se permitió descansar.

- ¡No! -gritó Meg con desesperación al tiempo que se incorporaba.

Dominic, reaccionando de inmediato, se irguió blandiendo un puñal y, con una rápida mirada, comprobó que ningún intruso amenazaba su seguridad.

- ¿Dominic? -llamó rudamente su hermano desde la puerta-. ¿Va todo bien?

- Sí. Sólo ha sido un mal sueño.

Simon murmuró algo acerca de brujas y pesadillas mientras cerraba la puerta y volvía a tumbarse sobre el jergón que había preparado en el pasillo.

Meg temblaba con el corazón desbocado y murmuraba angustiosos e incoherentes sonidos. Haciéndose cargo de la situación, el normando guardó con rapidez el puñal bajo la almohada, hizo a un lado los cortinajes y encendió una vela con los últimos restos de la que se estaba apagando sobre la mesilla.

- ¿Meg? -dijo Dominic en voz baja, acariciando suavemente su mejilla-. ¿Qué te ocurre?

La joven parecía incapaz de responder, perdida como estaba en un mundo de sombras que sólo ella podía ver.

- ¿Meg?

Como si sintiera la creciente inquietud de su esposo, ella abrió los ojos por fin y miró a su alrededor como si estuviera desorientada.

- ¿Dominic? ¿Ocurre algo? ¿Estás enfermo otra vez?

- No, Meg. Se trata de ti. Has gritado -le explicó en voz baja para no asustarla.

- ¡Oh!

Abrazándose a sí misma, la joven observó la vela a unos centímetros de la cama y las brasas casi extinguidas de la chimenea. Ni un solo rayo de luz atravesaba los gruesos postigos cerrados.

- El fuego -comentó ella ausente.

- Lo encenderé.

- ¡No! Cogerás frío.

El normando puso un dedo bajo la barbilla de Meg, obligándola a que lo mirara.

- ¿Qué sucede, pequeña?

Ella movió los labios sin pronunciar palabra y se frotó los brazos intentando entrar en calor.

- Túmbate. -Mientras hablaba, la empujó con cuidado para recostarla en la cama-. Si no, serás tú la que coja frío.

Con una rapidez inusual en un hombre que había estado tan enfermo horas antes, se levantó y avivó el fuego con destreza. Cuando regresó al lecho, atrajo a Meg hacia sí y los cubrió a ambos con las mantas. Ella pasó un brazo sobre su amplio pecho y trató de tranquilizarse respirando hondo.

- ¿Me lo puedes contar ahora? -preguntó Dominic.

Pensaba que la joven no respondería, pero, una vez más, lo sorprendió.

- Sólo fue un sueño -contestó Meg en lo que apenas fue un suspiro.

- ¿Te suele pasar esto a menudo?

- No.

El normando esperó a que se explicara, sin embargo, la joven no añadió más.

- ¿Acaso temes que te castigue por lo que hiciste? -inquirió, instantes más tarde.

- No -susurró ella-. Aunque debería.

- ¿Por qué?

- Eres mucho más fuerte que yo.

La sonrisa que se dibujó en los labios de Dominic estaba teñida de ironía.

- ¿Crees eso en realidad? Entonces, ¿por qué me desobedeces continuamente?

- Yo… -La presión de los firmes dedos masculinos sobre sus labios interrumpió su réplica.

- ¿Por qué te has despertado gritando? -le preguntó sin rodeos.

- A veces… A veces sueño -se apresuró a contestar Meg.

- Mucha gente lo hace.

- No de este modo.

- Todos tenemos pesadillas a veces -dijo él con serenidad.

- ¿Tú también las sufres?

- Sí.

Meg movió la cabeza hasta que pudo observar el duro y atractivo perfil de Dominic, recortado contra la luz del fuego.

- ¿Qué sueñas? -susurró ella.

- Lo desconozco. Sólo sé que me levanto cubierto de un sudor frío.

- ¿No recuerdas nunca ningún sueño?

- Algunos -contestó reticente.

- ¿Pero no aquellos que te desvelan? -insistió.

- No, esos no.

El largo suspiro que emitió Meg recorrió cálidamente la piel de Dominic.

- Yo desearía no recordar los míos -musitó.

- ¿Puedes describirme lo que recuerdas? ¿O es un asunto exclusivo de los glendruid?

- No lo sé. -Se encogió ligeramente de hombros-. Gwyn y yo no hablamos de ello y mi madre nunca mencionó nada.

- Pero tú piensas que está relacionado con las leyendas de tu pueblo.

A pesar de que el tono empleado por Dominic no resultó violento, era evidente que buscaba repuestas que le convencieran.

- Sí -admitió Meg.

- Háblame sobre eso, pequeña. Deja que te conozca. -Sus palabras estaban llenas de ternura, pero en sus pupilas brillaba el fuego de la determinación.

- He tenido poca paz en mi vida -confesó la joven a media voz-. Mi padr… lord John siempre deseó casarme con un caballero escocés o un lord sajón…

Dominic la instó a que siguiera con un gesto.

- Los sajones, que vieron cómo los normandos les arrebataban sus tierras, vagaban en grupos luchando, robando e intentando recuperar de nuevo sus posesiones.

- ¿Como los reevers? -intervino él.

Meg asintió.

- Lord John -continuó-, era el hijo de un caballero normando y una dama escocesa y sajona. Padre e hijo lucharon por estas tierras, pero abandonaron el cultivo de las cosechas y sus rebaños fueron saqueados. -Hizo una pausa-. Ése fue el motivo que impulsó a lord John a tomar por esposa a una glendruid. Deseaba un tiempo de prosperidad para su feudo que le permitiera reclutar más soldados y seguir luchando.

El normando retiró con una caricia un mechón rojizo de la mejilla femenina.

- Pero nada salió según lo planeado -se lamentó Meg-. Todos fracasaron.

- ¿Todos?

- Mi pueblo y lord John.

- ¿Qué perdieron los glendruid? -quiso saber Dominic.

- La esperanza -afirmó rotunda-. Gwyn creyó que mi madre engendraría un hijo.

- Sin embargo, nació una niña.

- Una decepción. -El pesar era evidente en su voz.

- No para mí. No hubiera escogido a ninguna otra mujer como esposa.

- No parecías estar muy satisfecho conmigo cuando fuiste a buscarme a la cabaña de Harry.

Él fue prudente y no contestó, dejando que el crepitar del fuego llenara el silencio. Pensativo, acarició con suavidad el cabello de Meg mientras recordaba sus apasionadas palabras: «Nunca, ni una sola vez me ha preguntado nadie cuáles eran mis propios deseos.»

- ¿Qué es lo que deseas, Meg? -preguntó Dominic finalmente-. ¿Por qué aceptaste casarte conmigo? ¿Por qué no apostaste por Duncan de Maxwell?

El cuerpo de Meg se tensó visiblemente.

- No deseaba más guerras -afirmó tajante-. Detesto la crueldad, la violencia, las vidas que se apagan antes de ser vividas… Y era consciente de que eso sólo sería posible si Blackthorne Keep fuera gobernado por un gran guerrero respaldado por un ejército. Fue entonces cuando escuché las proezas que había llevado a cabo Dominic le Sabre en Tierra Santa y que todos le consideraban un héroe.

Inspiró rápida y profundamente antes de que Dominic la interrumpiera.

- Sin embargo, ahora me acusan de haber sido amante del que, hasta hace poco, creí que era mi hermano, y las sospechas de envenenar a mi esposo recaen sobre mí.

- Yo no sospecho de ti -replicó él.

Meg continuó hablando como si no hubiera escuchado nada.

- Soy sanadora y deseo erradicar el odio que alimenta las guerras. ¡Quiero paz! ¡Paz!

La respiración de Dominic cesó por un instante. Nunca imaginó que alguien pudiera describir sus propios sueños con tanta precisión.

- Comparto tu deseo. -Despacio, con infinita ternura, hizo que Meg lo mirara-. Luchemos juntos, pequeña. Ayúdame a conseguir la paz en esta tierra.

- ¿Cómo?

- Mezclemos sangre glendruid y normanda. Tengamos hijos.

Al escucharlo, los ojos de Meg se llenaron de ardientes lágrimas no derramadas.

- Eso no depende de mí -susurró-. Eres un gran guerrero, capaz de ser prudente, de contenerte, de velar por el bienestar de tus vasallos… pero no eres capaz de amar.

Dominic no lo negó. El infierno del sultán se había llevado con él gran parte de su alma y cualquier atisbo de emociones. Sentía que su interior estaba muerto y que la única solución era conseguir que Meg sí lo amara.

- Es cierto -admitió-. Yo soy un guerrero incapaz de amar. Pero tú eres una sanadora incapaz de odiar. ¿Ves la salvación de esta trampa?

Meg negó con la cabeza lentamente.

- La anciana Gwyn me dijo que las mujeres glendruid estáis malditas porque sois capaces de ver dentro de las almas de los hombres -insistió Dominic.

- Sí -susurró Meg. Las lágrimas fluían incontenibles por sus mejillas.

- Estoy seguro de que una sanadora glendruid miraría de forma distinta a un hombre que pudiera traer paz a una tierra rota por la guerra, que sería capaz de ver más allá de las imperfecciones de su alma, que podría amarlo. -Hizo una pausa, esperando que sus palabras llegaran a Meg-. Mírame. Sé que puedes ver la paz que puedo traer a Blackthorne Keep. Ámame, pequeña, sana esta tierra con nuestros hijos.

- Pides demasiado -musitó ella, aturdida por su lógica.

- Sólo lo necesario. Es la única manera de que ambos salgamos de esta trampa.