Capítulo 7
El olor a incienso y a perfume impregnaba el sacro silencio del edificio de madera. Los bancos resplandecían por la cera de abeja recién aplicada y una miríada de lenguas de luz se elevaba de las incontables velas. Lujosos broches, collares, diademas, ceñidores y anillos destellaban como distantes estrellas por toda la iglesia.
Jefes de clanes escoceses, nobles sajones, aristócratas normandos y caballeros de toda índole se mezclaban con recelo, lanzándose miradas de desconfianza.
Los gélidos ojos grises de Dominic catalogaron a los allí reunidos. Tal como había esperado, había espadas en abundancia, visibles bajo los mantos. Algunas empuñaduras lucían gemas engarzadas, denotando así el propósito ceremonial, y no militar, del arma. Sin embargo, también había espadas de acero como la suya, cuyo destino era matar.
A pesar de que la iglesia estaba atestada, nadie se situó cerca de Dominic; ni siquiera la mujer de cabello y ojos negros cuyo vaporoso vestido escarlata y costosas joyas habían sido el centro de numerosas miradas.
Del barón normando irradiaba una actitud implacable y peligrosa, y sólo su hermano tuvo el valor suficiente para acercarse a él, conocedor de su tolerancia y paciencia.
- Todo está preparado, excepto la novia -murmuró Simon a la espalda de Dominic de forma que nadie pudiera escucharles.
El barón hizo un gesto de asentimiento.
- ¿Ha puesto alguna objeción el sacerdote?
- Protestó cuando coloqué a nuestros hombres en el coro. Pero yo le convencí de que no podía sentar a simples soldados con la nobleza.
El breve resumen de lo que, con toda seguridad, había supuesto una disputa acalorada, hizo que Dominic sonriera.
- Los hombres de Duncan están armados hasta los dientes -siguió Simon.
- Lo he visto.
- ¿No vas a hacer nada al respecto?
- Los reevers son tan sólo un puñado de rebeldes harapientos.
- No es bueno subestimarlos -replicó Simon.
- Cuando Duncan aparezca, ponte a su espalda y no te separes de él -gruñó Dominic.
- ¿Y qué pasa con lord John? -objetó su hermano mirando hacia el primer banco, donde se encontraba el señor de Blackthorne envuelto en ostentosas ropas-. Un hombre con tanto odio es imprevisible.
- Desearía matarme, pero no tiene la fuerza suficiente -señaló Dominic secamente-. Duncan sí la tiene. Y no hay que olvidar que estuvo prometido a lady Margaret.
Los oscuros ojos de Simon se empequeñecieron cuando lanzó una maldición que hubiera ruborizado al sacerdote de haberla escuchado.
- Si sigues maldiciendo así, tendrás que cumplir una penitencia -se burló el barón con una leve sonrisa-. Pero estoy de acuerdo contigo en lo que respecta a un hombre como lord John, capaz de casar a sus propios hijos entre sí.
- Quizás ella no sea su hija.
- Si es así, ¿por qué no la ha expulsado del castillo y ha nombrado heredero a Duncan? -adujo Dominic-. Ningún hombre desea que sus tierras pasen a manos del esposo de una mujer que en realidad no es su hija…
Las palabras del normando se vieron interrumpidas por el gran revuelo que se formó cuando apareció la novia en la puerta de la iglesia. Bajo la tenue luz de las velas, Meg parecía envuelta en una neblina plateada tan etérea como la luz de la luna. Justo entonces, apareció la silueta de un hombre de gran corpulencia tras la frágil figura femenina, bloqueando la escasa luz que ofrecía el cielo plagado de nubes.
- Cumple mis órdenes -susurró Dominic.
Sin perder tiempo, Simon atravesó el gentío que llenaba la iglesia.
Ya que la heredera de Blackthorne no tenía ningún pariente directo varón que pudiera llevarla al altar y entregar a Dominic el zapato que simbolizaba que la novia pasaba de la posesión del padre a la del esposo, fue Duncan de Maxwell quien acompañó a lady Margaret en lugar de lord John.
Ver a aquel hombre, un simple señor feudal escocés, caminando con su prometida aferrada a su brazo, produjo en Dominic un violento sentimiento de rabia que nació en lo más profundo de sus entrañas. Semejante furia le sorprendió incluso a sí mismo porque nunca había sido un hombre posesivo. Sin embargo, algo en su interior le decía que él era el único hombre con derecho a estar cerca de Meg, el único que podría respirar el aroma ligeramente almizclado de su piel, el único que se apoderaría de su alma.
Pero cuando vio los ojos de su prometida, se olvidó de la presencia de Duncan, del sacerdote que estaba esperando en el altar, de las espadas enterradas en sus vainas a la espera de una sola palabra, y comprendió en ese mismo instante por qué los vasallos de Blackthorne Keep miraban a su señora con expresiones llenas de esperanza que transformaban por completo sus ajados rostros.
Jamás había visto una mujer tan hermosa. Caminaba orgullosa con el llameante cabello ardiendo sobre la plata del vestido y con unos ojos de un maravilloso color verde que parecían reflejar la esperanza de sus vasallos.
Un respetuoso silencio acompañó a Meg mientras recorría lentamente el pasillo, pero ella sólo era consciente de la bella extranjera cuyo exuberante cuerpo, ataviado con costosas ropas, proclamaba lo mucho que Dominic había pagado para acostarse con ella. Sin embargo, Marie no se percató de la mirada de la novia ya que sus ávidos ojos estaban fijos en el barón.
Meg siguió la mirada de la extranjera y contuvo la respiración. Relajado y satisfecho, Dominic esperaba en la parte delantera de la iglesia, siguiendo el avance de la novia hacia el altar con mirada penetrante. Iba vestido de negro, pero bajo su manto podían apreciarse breves destellos de luz.
Con una ligera sensación de asombro, la joven se percató de que el barón llevaba puesta una cota de malla debajo del manto negro. La tensión que pudo percibir en el brazo de Duncan, donde reposaba su mano, le confirmó que también él era consciente del inusual traje de boda del normando.
¿Se convertirá la boda en una batalla?, pensó Meg, preocupada, al tiempo que llegaba hasta su prometido.
Aquella pregunta la consumió de tal forma que apenas pudo continuar la ceremonia. Como si de un sueño se tratara, se arrodilló, se levantó y volvió a arrodillarse dejando que los cantos gregorianos del coro la inundaran, hasta que el sacerdote le dedicó una mirada severa:
- Repito, lady Margaret -la instó el capellán, impaciente-, tenéis derecho a rechazar esta unión si así lo deseáis, puesto que el matrimonio es un sacramento al que se accede de forma voluntaria. ¿Aceptáis a Dominic le Sabre como vuestro esposo ante los ojos de Dios y de estos hombres?
Meg tragó saliva con dificultad, intentando que las palabras atravesaran su agarrotada garganta.
A su espalda, donde aguardaba Duncan, comenzó a organizarse un gran revuelo que pronto se extendió a toda la multitud. Los susurros de la gente resonaban en la iglesia como si fueran espadas saliendo de sus vainas. La joven giró la cabeza para mirar al poderoso caballero normando que la observaba como si tan sólo con desearlo pudiera hacer que saliera de sus labios un sí. Pero no pudo lograrlo. Nada pudo.
Dominic sabía tan bien como Meg que aquél era el único momento en la vida de una mujer en el que sus deseos podían hacer o deshacer los planes de los hombres.
De repente, la joven recuperó la voz.
- Sí -dijo con voz ronca-. Acepto a este hombre como mi esposo ante los ojos de Dios y de estos hombres.
El grito de sorpresa de Duncan se cortó de forma extraña mientras lord John, furioso, intentaba levantarse; pero antes de que pudiera hablar con coherencia, uno de los hombres de Simon apareció a su lado con un puñal, conminándole a guardar silencio.
Tampoco Duncan objetó nada, pues, al igual que John, había sentido el frío borde del acero a través de una hendidura en su cota de malla, justo entre las piernas, amenazando la parte más vulnerable de su cuerpo. Morir honrosamente en una batalla era una cosa; ser castrado, algo muy distinto.
- No os mováis a no ser que deseéis que Marie se lleve una decepción esta noche -le amenazó Simon-. Asentid si me estáis entendiendo.
Duncan movió la cabeza en señal de asentimiento.
- Dadle el zapato de lady Margaret a mi hermano como exige la tradición -le ordenó-. ¡Despacio!
Con cuidado, Duncan entregó a Dominic un delicado zapato bordado con hilo de plata. Después, se quedó quieto de nuevo, escuchando los extraños ruidos que provenían de la gente reunida a su espalda. Sospechaba que sus hombres tenían las mismas dificultades que él y por la misma razón: un cuchillo entre las piernas.
Justo entonces, aparecieron unos treinta soldados normandos en el coro con ballestas cargadas y preparadas para ser disparadas.
Al ver cómo la rabia y el miedo se extendían por la estancia, Meg supo que Dominic había previsto la posibilidad de una emboscada en la iglesia y se había preparado para ello. Aterrada ante la matanza que creía inevitable y temblando de miedo por sus vasallos, miró al barón normando con ojos angustiados.
La gélida mirada de Dominic atravesó a los asistentes a la ceremonia. Todo el mundo permaneció inmóvil. Pero la rigidez de la mayoría de los sajones y escoceses era antinatural, como si temieran que el mínimo movimiento fuera a ser el último. Y lo habría sido, ya que estaban bajo la amenaza del acero normando.
- Buen trabajo, Simon -aprobó el barón.
- Ha sido un placer.
- No tengo la menor duda. -Hizo una pausa antes de dirigir su fría mirada a Meg-. Puesto que mi broche no te agradó, ahora te ofrezco otro tipo de obsequio: no ejecutaré a nadie por participar en este acto de traición. ¿Aceptas este regalo?
Incapaz de articular palabra, Meg asintió.
- No confundas mi piedad con debilidad -añadió el barón con voz dura-. Quien ponga a prueba mi paciencia de nuevo, morirá.
Aunque Dominic no levantó la voz, sus palabras llegaron claramente a todos los rincones de la iglesia, que fue invadida por un murmullo de alivio al comprender los hombres de Duncan que no serían conducidos fuera para ser colgados por su fracasada sublevación.
Meg quiso agradecer al barón su inesperada compasión, pero su alivio al haberse evitado una masacre fue tan grande, que empezó a sentir que la iglesia giraba a su alrededor y que la luz de las velas se desvanecía.
Con una leve exclamación de consternación, la joven se aferró al brazo de Dominic para recobrar el equilibrio.
El barón escuchó el suave gemido de Meg, observó cómo palidecía, y la levantó en sus brazos antes de que cayera. El liviano tejido del vestido plateado ondeó brevemente antes de ajustarse a la perfección a cada pliegue de la bélica capa de Dominic, como si hubiese sido cortado específicamente para ello.
El constante latir del corazón de la joven y la calidez de su cuerpo, le indicaron que había sido la sensación de alivio, y no algo peor, lo que le había arrebatado temporalmente sus fuerzas. Con determinación, levantó su mirada y la posó en el sacerdote.
El sudor que perlaba la frente del capellán, dejó en evidencia su complicidad en lo sucedido.
- Terminad -le ordenó Dominic, imperturbable.
- No puedo.
- Lady Margaret ha hecho su parte. Haced vos la vuestra o moriréis.
Obedeciendo las órdenes del normando, el sacerdote elevó su temblorosa voz con palabras ininteligibles y terminó la ceremonia con rapidez.
Meg escuchó las palabras como si provinieran de muy lejos. Nada le parecía real, salvo la certidumbre de que había traicionado a Duncan y a lord John, y que con ello había logrado salvar a los vasallos de Blackthorne de la destrucción.
Lentamente la fuerza del hombre que la sujetaba aumentó, ofreciéndole a Meg algo sólido a lo que aferrarse en un mundo que todavía parecía intangible. Aturdida, alzó los ojos hacia el rostro de Dominic tratando de vislumbrar el destino que la esperaba junto a aquel poderoso señor normando.
La luz de las velas no suavizó las facciones de su esposo. Al contrario. Resaltó sus altos pómulos y la firmeza de su mandíbula.
De pronto, la iglesia giró de nuevo en torno a Meg, pero, esta vez, no fue su nerviosismo lo que lo provocó. La ceremonia había terminado y Dominic caminaba a grandes pasos por el pasillo llevando a su esposa en brazos, que parecía no pesar más que la niebla a la que se asemejaba su vestido.
Al llegar a la puerta principal de la iglesia, el barón se detuvo para juzgar la reacción de los habitantes de la fortaleza de Blackthorne. No sabía si ellos, al igual que el sacerdote, habrían deseado que fuera Duncan de Maxwell su nuevo señor.
Una sensación de incertidumbre pareció extenderse entre los vasallos cuando vieron que su señora era retenida en la iglesia por el amenazador guerrero normando, como si éste hubiera saqueado la ciudad y la hubiera tomado a modo de recompensa. Observando la rigidez de las facciones de su esposo, Meg entendía muy bien el sentimiento de duda de su pueblo. A ella misma le resultaba difícil creer que Dominic hubiera evitado la muerte que Duncan y lord John merecían por su traición.
Sin embargo, el barón había mostrado compasión, y había sabido utilizar la confusión provocada por la aceptación del enlace por parte de la joven, usando ese valioso instante no para asesinar, sino para forzar la paz.
Oculta en la penumbra del pórtico de la iglesia, Meg rozó la mejilla de Dominic justo encima de la fría malla metálica, para confirmar que estaba hecho de carne y no de acero, y que ella misma estaba viva para sentir su calor.
Al sentir la calidez de los dedos de la joven, el normando bajó la vista para enfrentarse a los ojos más verdes que había visto jamás.
- Gracias por no matarlos -susurró la joven.
- No lo hice por bondad -contestó Dominic con franqueza-. Por mucho que disfrutara colgando a los hombres que querían obligarme a hacer la guerra y a ti a cometer incesto, no tengo ningún deseo de ser el señor de una fortaleza en ruinas.
Estremeciéndose, Meg retiró su mano.
- Lord John no es mi padre.
- Entonces, ¿por qué no te desheredó? -le preguntó al tiempo que avanzaba llevando a Meg hacia la tenue y plateada luz del día, provocando que un murmullo de inquietud se elevara entre la multitud congregada en el patio.
- Por los vasallos de Blackthorne -se limitó a responder la joven.
- ¿Qué?
- Observa.
Meg tocó a Dominic de nuevo, y, aquella vez, el pueblo de la fortaleza de Blackthorne pudo ver las yemas de los dedos de su señora reposando sobre la mejilla del normando, en lo que parecía una tierna caricia.
Si ella era su cautiva, estaba deseosa de serlo, lo que significaba la prosperidad para ellos.
Entonces, al escuchar lo que los vasallos gritaban, Dominic comprendió por qué lord John no había repudiado a la joven a pesar de no ser su hija.
El pueblo aclamaba el nombre de Meg.