Capítulo 22

Meg se inclinó demasiado peligrosamente hacia el lado derecho del cuello del semental, cuando la rama más baja de un gran roble amenazó con tirarla de la silla de montar. Detrás de ella, Dominic se dobló a la izquierda, pero no pudo evitar que la rama raspara su cota de malla.

A su espalda se escuchaban los gritos de sus perseguidores, que parecían haber quedado muy atrás en la frenética escalada de la colina. Pero el profundo y gutural aullido de un perro, demasiado parecido al de un lobo, hizo que el vello de la nuca de Meg se erizara.

- Están siguiendo nuestro rastro -dijo la joven a duras penas, tratando de mirar por encima del hombro.

- Mantén la mirada al frente o perderás el equilibrio -le ordenó Dominic.

Ella obedeció y apretó su rostro una vez más contra el musculoso cuello del semental, aferrándose a él con ambos brazos hasta que le dolieron los músculos. Incluso así, si no fuera por el fuerte brazo de Dominic rodeando su cintura, se habría caído. No estaba acostumbrada a montar campo a través en un caballo del tamaño y la fuerza de Cruzado.

El frenético latido del corazón de Meg y su agitada respiración se mezclaban en sus oídos con las atronadoras pisadas de los cascos del semental. El viento hacía que sus ojos estuvieran llenos de lágrimas, y la melena negra del animal azotaba su rostro mientras cabalgaban a toda velocidad hacia la cima de la colina.

El bosque se cernió de pronto a su alrededor, ocultándoles de los rebeldes. A unos dos kilómetros, en lo profundo de la colina, se erguía una arboleda de enormes robles. En cuanto la avistaron, Cruzado se paró en seco y se negó a seguir avanzando.

- ¡Maldita sea! -rugió Dominic, espoleando al semental-. ¿Qué es lo que te ocurre?

- ¡Baja del caballo! -gritó Meg, deslizándose hasta el suelo-. ¡Deprisa!

Dominic desmontó preparado para la batalla, con la mano en la espada y el cuerpo preparado y listo para luchar.

- Tápale los ojos a Cruzado y sígueme. -La joven se quitó rápidamente el velo de su tocado y se lo ofreció-. Si se niega a seguirnos, déjale aquí. ¡Están a punto de alcanzarnos!

Dominic siguió las indicaciones de su esposa y después tiró fuerte de las riendas. Pero el animal, resoplando, se resistió tratando de ir a cualquier parte que no fuera hacia delante. El normando, a pesar de la urgencia de la situación, susurró palabras tranquilizadoras al oído del animal y sostuvo firmemente las riendas.

- ¡Apresúrate! -le instó Meg-. ¡He visto un perro!

Finalmente, Cruzado se rindió. Resopló y siguió a su dueño como había hecho en tantas ocasiones por muy adversas que fueran. Dominic caminó rápido guiando al semental entre robles centenarios que crecían tan juntos que resultaba difícil avanzar entre ellos.

De repente, apareció ante ellos un enorme círculo formado por imponentes y gruesas piedras que se erguían orgullosamente hacia el cielo, dejando espacios casi uniformes entre ellas de más de un metro. La antigüedad de la formación era delatada por la capa de musgo y liquen que cubría las piedras.

Unos cien metros más allá se levantaba un segundo círculo formado también por piedras. Pero éstas no tenían la altura de las primeras y estaban tan juntas que no crecían árboles entre ellas. Los silenciosos centinelas de roca parecían resguardar el espacio de unos cincuenta metros de diámetro que rodeaban y la construcción de tierra y rocas cubierta de maleza que se elevaba en el centro.

Al mirar a su alrededor, Dominic entendió qué era lo que había hecho que Cruzado temiera entrar en la arboleda. El montículo que se levantaba dentro de los círculos concéntricos de rocas, no debía ser perturbado de forma irresponsable.

Pertenecía a los glendruid.

El normando avanzó con cautela y curiosidad mientras guiaba a su corcel hacia un lugar tranquilo y protegido. Las flores silvestres habían invadido el lugar y parecía que los árboles tenían más hojas, como si allí el sol llegara antes y se quedara más tiempo.

Desde más allá del primer anillo de rocas llegó el aullido desesperado de un perro que había sido privado de su presa. Curiosamente, no se le unieron más ladridos que evidenciaran la presencia de más sabuesos.

Dominic dirigió entonces a Meg una dura mirada.

- ¿Duncan caza con un solo perro?

- Sólo cuando busca cazadores furtivos. Además, no podemos estar seguros de que sea Duncan.

- Deja de defender a ese bastardo -le ordenó bruscamente-. ¿Quién podría ser si no?

La joven guardó un prudente silencio. No había nada que pudiera decir para negar la lógica de las palabras de Dominic, pero algo en su interior se negaba a creer que Duncan, el hombre que la había protegido tantas veces de la ira de lord John, pretendiera hacerle daño.

- Debería haber dejado que Simon destripara a ese maldito escocés en la iglesia -maldijo Dominic mirando el claro soleado y su viejo montículo. No había ningún lugar en el que un hombre solo pudiera tener las espaldas cubiertas mientras se defendía frontalmente-. Continuemos avanzando.

- Ahora sólo el castillo es seguro, y no hay forma de volver allí excepto el camino que hemos seguido.

Meg no añadió que los rebeldes ahora ocupaban el terreno entre el círculo sagrado y la fortaleza de Blackthorne.

- En ese caso, estamos completamente atrapados -dijo Dominic jurando entre dientes-. Necesitaríamos a muchos hombres para defender este sitio.

- No. Ningún rebelde podrá atravesar el primer círculo de rocas.

- Duncan es lo suficientemente inteligente para vendarle los ojos a su caballo y seguir nuestras huellas hasta aquí.

- Lo dudo. Ni siquiera yo estaba segura de que eso fuera a funcionar.

Dominic le lanzó a Meg una mirada inquisitiva.

- Entonces, ¿por qué lo propusiste?

- Sabía que no dejarías a tu caballo hasta que fuera demasiado tarde. Los reevers te hubieran matado como a un ciervo acorralado antes de que hubieras cruzado el anillo exterior.

- Todavía podrían hacerlo -gruñó él.

- No lo creo. Ningún hombre ha atravesado esas rocas en cientos de años. Una fuerza extraña parece repelerlos y les impide entrar. Ni siquiera mi padre lo logró.

- ¿Lo intentó?

- Una vez.

- ¿Por qué?

Meg se encogió de hombros.

- Pensaba que el secreto para tener un hijo estaba entre las rocas y no en su corazón.

- ¿O en el corazón de su esposa? -sugirió Dominic.

De repente, Cruzado levantó la cabeza, y tiró de las riendas bruscamente.

- Tranquilo. -El normando habló en voz baja, al tiempo que acariciaba el cuello del animal-. No hay nada que temer en este lugar.

- Huele el agua -dijo Meg, señalando hacia un conjunto de piedras y maleza en la base del montículo.

- ¿Una fuente sagrada? -preguntó él en tono neutro.

- No creo que ocurriera nada si tu caballo sacia su sed. ¿Era eso lo que querías saber?

En silencio, Dominic quitó la venda a Cruzado. El animal miró a su alrededor con curiosidad, pero no mostró miedo alguno cuando su dueño le llevó hacia el pequeño manantial y esperó a que bebiera el agua cristalina.

Era fácil seguir el progreso de sus perseguidores alrededor del anillo exterior de piedras. Débiles gritos y el triste aullido de un sabueso se oían desde distintos puntos alrededor del círculo, mientras los rebeldes intentaban encontrar la manera de acceder al lugar sagrado.

Sin embargo, las rocas sólo dejaban pasar al viento.

- ¿Qué hay en el centro del montículo? -inquirió Dominic de pronto.

- Una sala sin techo.

- ¿Hay sitio en su interior para un caballo?

Meg vaciló.

- Olvida lo que he dicho -se apresuró a decir él, notándola reacia-. Ataré a Cruzado aquí.

- Estará bien, te lo aseguro.

- Ve a la sala del montículo -le indicó-. Si Duncan logra atravesar los anillos de rocas, la sala será más fácil de defender que este espacio abierto.

- ¿Y tú?

- Iré en cuanto me ocupe de Cruzado. ¿O acaso necesitaré hechizos o encantamientos especiales para entrar? -se burló.

- Si éste fuera un lugar maligno, ¿crees que mi cruz lo toleraría? -replicó Meg con voz tensa.

- No importa. -Dominic se encogió de hombros-. Haría tratos con el mismo diablo para protegernos de Duncan y sus hombres.

- ¡No! -exclamó ella horrorizada-. ¡Nunca digas eso!

La risa que salió de los labios del normando tenía un toque de ternura.

- Eres una bruja muy extraña.

- No soy ninguna bruja -explotó Meg, remarcando cada palabra-. Soy una glendruid. No es lo mismo.

- No es fácil entender la diferencia.

- Yo no tengo la culpa de eso -replicó ella con acritud.

- Ve dentro, Meg. Me reuniré contigo allí.

La joven caminó alrededor del montículo hasta que llegó a una abertura de la que no podía decirse si era natural o hecha por el hombre. Se adentró decidida en el estrecho pasadizo revestido de rocas, y llegó a una sala circular sin techar.

La hierba y las flores crecían profusamente formando una espesa alfombra bajo sus pies. Y en el lado oeste, las hojas del año anterior se habían apilado alrededor de cuatro extrañas piedras blancas. Podría haberse tratado de soportes para un refugio o de pequeños obeliscos alrededor de un altar desaparecido, o simplemente ser puntos de referencia que capturaran la luz indicando el cambio de estación.

Nadie lo sabía.

Puede que los glendruid conocieran el propósito del montículo, la sala, y los obeliscos, pero ese conocimiento no había sobrevivido al tiempo en el que un hermano se volvió contra otro, causando la pérdida del broche sagrado y de la paz.

- Pareces triste -dijo Dominic de pronto a la espalda de Meg-. ¿Es por este lugar o es que te hubiera gustado que Duncan te llevara con él?

- ¿Eso es lo que crees?

La tentación de provocar a su esposa casi pudo más que el sentido común del normando. Con un juramento entre dientes, intentó refrenar su lengua, pero lo que había ocurrido con los reevers había hecho que le hirviera la sangre.

- Sólo sé que estoy cansado de escuchar rumores sobre la supuesta relación que mantienes con Duncan de Maxwell -le espetó con una voz tan fría como el hielo.

- Yo también -replicó Meg en un tono tan amargo como el de su esposo.

Haciendo un esfuerzo evidente por controlar su temperamento, Dominic consiguió mantener la calma.

- Quédate aquí -le ordenó-. Yo haré guardia fuera.

En silencio, la joven observó cómo su esposo salía de la estancia con paso airado. Con un gesto de pesar, sacudió la cabeza y decidió buscar un lugar para descansar. Tardó sólo unos segundos en encontrar una postura cómoda entre la hierba y las flores silvestres. Se quitó la capa, le dio la vuelta para proteger la minuciosamente elaborada tela de brocado, y se la colocó a modo de almohada. Su trenza casi se había deshecho en la frenética huida, así que deshizo el lazo que la sujetaba y dejó que el cabello le cayera suelto por la espalda.

Desde lo alto de la cima del montículo, donde Dominic se había subido para vigilar, el pelo de Meg parecía fuego sobre la hierba.

La belleza de su esposa lo atraía irremisiblemente, distrayéndolo de su tarea de vigilar a los rebeldes. Incluso el leve sonido de las joyas que llevaba en las muñecas parecía encajar a la perfección con el día y el trino de los pájaros.

Susurrando una maldición, Dominic cerró los ojos e intentó escuchar algún sonido que le indicara que sus perseguidores estaban cerca. Sin embargo, no oyó más que el zumbido de los insectos y el suspiro de la brisa a través de las suaves hojas de primavera.

Giró la cabeza para mirar a Cruzado confiando en el instinto protector del semental, pero el caballo mordisqueaba tranquilo algunos brotes de hierba y sólo de vez en cuando levantaba la cabeza aspirando el olor de la brisa con los orificios del hocico bien abiertos y las orejas levantadas, en busca de cualquier atisbo de peligro. Aparentemente no percibió olor alguno de personas, animales o perros, así que volvió a olfatear el follaje, más por aburrimiento que por hambre.

Poco a poco la laxitud fue invadiendo el cuerpo de Dominic, alejándolo de las tensiones vividas e incitándole a unirse a Meg. Durante algunos minutos, resistió el impulso de bajar, pero, finalmente, descendió del montículo y ató a Cruzado junto a la entrada al pasadizo, donde nadie pudiera pasar sin llamar la atención del semental.

Se adentró en la sala sagrada y, por un instante, la belleza de su esposa dormida le dejó sin aliento. Sin dejar de mirarla, extendió en el suelo su oscura capa y se quitó con cuidado el casco y la cota de malla, poniéndolos a un lado.

Después levantó con extremo cuidado a la joven, colocándola sobre la capa, y se tumbó junto a ella estrechándola entre sus brazos.

Por un corto instante se permitió disfrutar de la libertad que le daba el haberse quitado las vestiduras de guerra, de la calidez del frágil cuerpo de su esposa, de la paz que se respiraba en aquel lugar…

Y por primera vez desde que cambió su libertad por la de sus hombres en Tierra Santa, Dominic le Sabre durmió sin que las pesadillas asaltasen su sueño.

Cuando Meg despertó se sintió desorientada por un instante, pero no tuvo miedo. La luz del sol y el dulce trino de los pájaros le indicaron que estaba a salvo antes de abrir los ojos. Sin embargo, lo que en realidad le dio seguridad fue sentir el calor de los brazos de Dominic rodeándola, y el continuo y relajado latir de su corazón bajo su mejilla.

Recordando de pronto la frenética galopada por el bosque, levantó la cabeza lo suficiente para poder ver al final del pasadizo y observó que Cruzado se encontraba fuera con la cabeza agachada, durmiendo sobre tres patas.

La inclinación de los rayos del sol había cambiado poco, por lo que dedujo que apenas había dormido. Aun así, se sentía renovada, llena de la paz que inundaba aquel lugar sagrado al que sólo unos pocos tenían acceso.

Volvió a mirar a Dominic y advirtió que se había quitado la cota de malla para tumbarse con ella. Él también debía de haber sentido la extraña paz que flotaba en el ambiente.

Darse cuenta de ello hizo que un escalofrío recorriese la espalda de Meg. Gwyn no había conocido a nadie en un millar de años que fuera capaz de dejar de lado sus cargas el tiempo suficiente, como para ser capaz de entrar en el segundo anillo de piedra, y menos de dormir relajadamente en el montículo sagrado.

Sin embargo, aquello era justo lo que su esposo había hecho.

La prueba de ello estaba justo a su lado: el musculoso cuerpo de su esposo estaba relajado por completo y dormía tan plácidamente como un bebé. Dominic le Sabre, un guerrero tan poderoso que incluso era temido por el propio rey de Inglaterra, había hecho un desconcertante pacto con la paz.

Ámame, pequeña, sana esta tierra con nuestros hijos.

La joven oyó de una forma tan clara aquella frase, que en un principio pensó que su esposo le había hablado. Pero pronto se dio cuenta de que aquéllas eran las palabras que Dominic había pronunciado cuando consiguió despertar del sueño inducido por el veneno.

Ámame, pequeña.

En un silencio lleno de posibilidades, Meg se sentó a su lado y paseó la mirada por las pobladas pestañas masculinas y el mechón que le caía libremente sobre el rostro y que en tantas ocasiones quedaba oculto bajo el casco. Sonriendo, recordó lo mucho que a él le gustaba que ella hundiese sus dedos en su pelo y lo acariciase, y deseó hacerlo en el resto de su cuerpo.

Con mucha suavidad, recorrió con la mano la camisa de cuero que Dominic solía llevar bajo la cota de malla y, casi sin ser consciente de ello, se encontró desatando los cordones para poder explorar la cálida piel que la pesada prenda ocultaba.

Con un pequeño suspiro de placer, observó los músculos que formaban el amplio pecho de su esposo y enredó sus dedos lenta y cuidadosamente en el negro vello que bajaba por su poderoso torso, hasta convertirse en una fina línea que desaparecía bajo el pantalón.

De repente, un leve cambio en la respiración masculina le indicó que Dominic se estaba despertando. Reticente, la joven dejó de acariciarle y comenzó a apartarse, pero, con una rapidez que la dejó sorprendida, la mano de su esposo, endurecida por la guerra, agarró su frágil muñeca y la sujetó contra su pecho.

- No. No te alejes de mi -le pidió con voz ronca.

Los labios de Meg se curvaron en una dulce sonrisa llena de promesas y alzó la mirada para enfrentarse a la penetrante mirada de su esposo.

- ¿O acaso prefieres acariciar a tu gato? -preguntó él en tono burlón.

- No. Yo… no cambiaría este instante por nada.

La respiración de Dominic se aceleró cuando Meg comenzó a acariciarle de nuevo con una expresión que indicaba que estaba disfrutando tanto como él.

- ¿Tienes frío? -dijo la joven, preocupada.

- No.

La voz masculina estaba enronquecida por el deseo, y los ojos plateados delataban una burlona y lánguida sensualidad que Meg no había visto antes en su esposo.

- Pero te he sentido temblar bajo mis dedos -insistió ella.

En silencio, Dominic deslizó el dorso de sus dedos por la mejilla de la joven hasta llegar a su cuello, en lo que fue una ardiente caricia que hizo que ella se estremeciese y emitiera un tembloroso gemido.

- ¿Tienes frío? -le preguntó él a su vez, con una expresión que indicaba que conocía la respuesta.

- No, yo… -De pronto, entendió lo que Dominic le quería decir y, dejando a un lado su timidez, volvió a recorrer la fina línea de vello que iba desde su ombligo al pantalón-. ¿Han sido…? ¿Han sido mis caricias las que te han hecho temblar?

- Sí. Hazlo de nuevo, Meg. Hazme temblar.

- ¿Es… es esto… normal? -inquirió con voz trémula.

- No lo sé, pequeña. Nunca antes había temblado con el tacto de una mujer.

La joven acarició de nuevo el pecho de Dominic por debajo de la camisa, dudando primero, y luego con más confianza. Sentir el rápido latir del corazón masculino bajo su mano y saber que era ella la que lo provocaba, logró que se sintiera poderosa.

- Eres tan… -comprobó el musculoso cuerpo de su esposo con sus uñas-…fuerte. Y sin embargo, has sido tan suave conmigo…

Un sonido leve, rudo, salió de la garganta de Dominic en una extraña mezcla de risa y respuesta sensual.

- ¡Oh! Y también ronroneas como mi gato -le provocó Meg.

Dominic se echó a reír justo antes de quedarse sin respiración. Los esbeltos dedos de la joven habían encontrado un pezón y lo sometían a enloquecedoras caricias. Pero cuando el pezón se endureció, ella apartó la mano, sobresaltada.

- Otra vez -le pidió él con voz ronca.

- ¿Te gusta?

- Lo único que podría gustarme más es sentir tu lengua sobre mí.

El intenso recuerdo de cómo Dominic había tomado su pecho en su boca, la obligó a cerrar los ojos al tiempo que una ardiente marea de deseo la recorría.

Con rapidez, Dominic se quitó la camisa de cuero dejando al descubierto su poderoso pecho y cogió una de las manos de la joven, poniéndola de nuevo sobre él e instándola a que siguiera explorando.

- Eres tan… bello -susurró Meg con los ojos aún cerrados.

- No. -Dominic recorrió los suaves labios femeninos con la punta de los dedos-. No es cierto. Mi cuerpo está lleno de cicatrices.

Meg parpadeó, abrió los ojos y, por primera vez, vio la horrible cicatriz que recorría el pecho y uno de los hombros de Dominic. Sintiéndose angustiada de pronto, se le entrecortó el aliento y se llevó la mano a la boca ocultando el ahogado gemido que emitió su garganta.

En silencio, maldiciéndose a sí mismo por su estupidez al desnudarse a plena luz, el normando buscó la camisa que acababa de arrojar a un lado; pero la mano de Meg se precipitó a impedir que se la pusiera de nuevo.

- Dejémoslo así. Es mejor verme en la oscuridad que a plena luz -afirmó rotundo.

- No -dijo ella con voz temblorosa-. Eres un placer para mis ojos.

- Apenas puedes mirarme. Deja que me vista.

- Es el dolor.

- ¿Qué quieres decir?

- Tu dolor clama desde esa cicatriz -le explicó Meg-. No lo esperaba. No volverá a cogerme por sorpresa. Déjame verte, por favor.

Déjame sanarte.

Dominic abrió su puño lentamente, soltando la gruesa prenda. Meg la puso a un lado y observó con detenimiento a su esposo. Tras un tenso y silencioso instante, empezó a trazar con las puntas de sus dedos las líneas de su musculoso cuerpo con lentas y tiernas caricias.

- Sé que eres muy fuerte -susurró Meg después de unos segundos, mirándolo con un brillo en los ojos que tenía mucho de sensual y muy poco de inocente-. Incluso me asombraste cuando me levantaste de mi caballo sin esfuerzo y me pusiste sobre el tuyo. Pero ahora puedo sentir esa enorme fuerza desnuda bajo mis dedos.

Los ojos de Dominic se entornaron ante la palpitante erección que habían provocado las palabras de su esposa.

- Eres magnífico, milord. Todo tú. No sólo tu cuerpo -musitó al tiempo que recorría con extrema delicadeza la horrible cicatriz.

Aquel gesto consiguió arrancar un ronco y profundo sonido de la garganta del normando, pues no había temor en la voz o el tacto de su esposa. Ser consciente de que sus cicatrices no le importaban lo aturdió. Sabía, con una seguridad que lo asombraba, que las palabras de Meg eran sinceras; que a sus ojos era un hombre atractivo y que lo deseaba intensamente.

- Esta cicatriz es parte de tu fuerza -susurró Meg, trazando la gruesa marca que la guerra había dejado en su pecho-, el recuerdo de una honorable batalla.

Un fuerte temblor recorrió a Dominic, anhelando poseer no sólo el cuerpo de aquella mujer que lo había cautivado con su ternura y suavidad, sino también su alma.

- Me vences con tus palabras -admitió con voz ronca.

- Sólo quiero llevarme tu dolor.

Cuando Meg se inclinó para besarlo y su cabello cayó sobre él como frías llamas, el normando enredó sus dedos en la sedosa melena y la atrajo hacia sí para saquear su boca, larga, profundamente.

Temiendo por su autocontrol, el normando la soltó y observó satisfecho que ella estaba sonrojada de placer y que sus manos temblaban sobre su pecho.

- Sabes a lluvia, a luz del sol, a primavera…

- En cambio, tú tienes sobre mí el efecto del vino -consiguió decir ella-. Haces que mis sentidos se nublen, que no pueda pensar, que…

- Entonces deberías tumbarte.

Dominic recogió el cabello de Meg con una mano y, con la otra, la atrajo hacia sí mientras se giraba, de modo que ella quedó tendida bajo él completamente indefensa. La contempló por un instante observando con atención sus ojos lánguidos, el pelo como fuego sobre el oscuro manto, y no pudo evitar apoderarse una vez más de su boca, consumiéndola con los movimientos profundos y candentes de su lengua hasta que ella se aferró a él como si no quisiera soltarlo nunca.

- ¿Estás ya menos mareada? -preguntó el normando contra sus labios.

Meg abrió la boca pero no consiguió articular palabra, atrapada como estaba bajo el sensual hechizo de la seducción de su esposo. Intentando expresarle cómo se sentía, acarició su ancha espalda y fue entonces cuando sus dedos descubrieron las señales de una compleja red de cicatrices, largas y gruesas, provocadas por la crueldad de un látigo que había sido utilizado con saña una y otra vez.

- No son exactamente las cicatrices de una honorable batalla ¿verdad? -La voz de Dominic parecía venir de muy lejos, de un lugar oscuro y frío.

- No puede haber mayor honor que hacer lo que tú hiciste por tus hombres -replicó la joven con voz firme.

La respiración masculina se agitó.

- ¿Quién te lo contó?

- Simon. -Meg miró fijamente los sombríos ojos de su esposo-. Y también me dijo que el sultán tuvo la muerte que merecía.

- Así fue.

- Bien -aprobó la joven, con un largo y profundo suspiro.

Los ojos de Dominic se abrieron con sorpresa.

- Posees un lado asombrosamente salvaje para ser una sanadora.

- Me duele pensar que alguien te hiciera tanto daño sólo por placer.

- ¿Alguna vez llegaré a conocerte? -le preguntó, observando con detenimiento los delicados rasgos de la enigmática y sensual mujer que era su esposa.

Antes de que Meg pudiera contestar, Dominic inclinó la cabeza y posó sus labios sobre los de ella para disfrutar de nuevo de las texturas de su boca, de su sabor, de sus gemidos ahogados. Cerrando los ojos, la joven se entregó al beso y al guerrero lleno de cicatrices al que amaba como nunca soñó hacerlo. Sus fuertes brazos rodeándola la hacían sentir segura, llena de una ardiente pasión que era fuego y ternura a la vez.

Sin darle tiempo a pensar, los largos y fuertes dedos masculinos deshicieron los lazos del vestido de la joven y liberaron sus brazos de la prenda, bajándola hasta la cintura. Casi de inmediato, hizo lo mismo con su camisola, y entonces Meg sintió el sol sobre sus pechos desnudos por primera vez en su vida. La calidez que la acariciaba la hizo moverse sinuosamente, intentando acercarse más a la fuente de su placer.

Al ver la plenitud de los turgentes y generosos senos, Dominic dejó escapar un áspero gemido y pasó uno de sus poderosos brazos bajo su espalda, obligándola a arquease. Inclinó la cabeza y comenzó a acariciar uno de sus pezones con los labios y la lengua, haciendo que se endureciera con rapidez. Sin piedad, jugó con la dura cima y la torturó con sus dientes provocando que Meg jadeara entrecortadamente y se retorciera contra él con movimientos incitantes.

El sabor y el olor de la joven se hundieron como dulces garras en el cuerpo de Dominic, llevándolo a un grado de excitación que era doloroso y placentero a la vez, y que nunca antes había conocido. Jamás había sentido por una mujer una pasión tan fuerte que le hiciera olvidarse de tierras, hijos y cualquier otra preocupación, impulsándole a desear únicamente hundirse en ella, fundirse en su suavidad como si no existiera el ayer ni el mañana; sólo el momento presente y el profundo placer que le invadía.

La levantó un poco más, liberándola con sorprendente rapidez del vestido y de cualquier rastro de ropa interior, hasta que quedó por completo expuesta a su ardiente mirada. Después la puso de nuevo sobre el manto y, sin dejar de recorrerla con ojos llenos de de deseo, se puso en pie para deshacerse a su vez de las botas y el pantalón.

Meg dejó escapar un gemido entrecortado y sus ojos se abrieron asombrados cuando Dominic se arrodilló junto a ella.

- ¿Te doy miedo? -le preguntó él en voz baja.

- No, sólo estoy… sorprendida -admitió en un susurro, observando con atrevimiento la rígida erección que se erguía orgullosamente ante ella-. Debería haber sabido que todo en ti era… grande.

Al escuchar las palabras de la joven, la pasión se derramó como lava hirviendo por las venas de Dominic y apenas fue capaz de controlar su fuerte instinto de tomarla en aquel mismo instante. Dejando escapar una maldición, se tumbó a su lado mientras de su grueso miembro escapaba una única gota nacarada que evidenciaba su excitación.

- No merezco tanta belleza -musitó él con voz grave y tensa-. Eres digna de un rey… Tus ojos brillan más que las esmeraldas y tu piel es incluso más suave que la seda.

Se inclinó de nuevo y, con su boca y sus dedos, sometió a un dulce tormento los duros pezones de Meg convirtiéndolos en rosados picos de terciopelo.

- Cálidos rubíes… -La mirada masculina reflejaba con claridad el voraz deseo que lo consumía.

Los ojos de Meg se cerraron y todo su cuerpo vibró al sentir que una oleada de placer la invadía dejándola sin aliento, mientras las manos de su esposo recorrían su cintura, sus caderas, sensibilizando su piel con cada roce, envolviéndola en una ardiente bruma de placer.

Sin darle un segundo de tregua, Dominic separó las piernas de la joven con cuidado y acarició la parte interna de sus muslos. Lenta, implacablemente, separó con sus dedos el suave vello que ocultaba su más íntimo secreto y exploró hasta encontrar el punto de placer escondido entre los pliegues de terciopelo, tentándola, seduciéndola en lo que era una devastación total de sus sentidos.

- Tan dulce… Tan suave… -jadeó él.

La respiración de la joven se quebró y su cuerpo tembló visiblemente al ser empujada más allá de cualquier límite que hubiera conocido. Sin que pudiera evitarlo, violentas contracciones se sucedieron en su interior y una cálida humedad bañó los dedos que la atormentaban.

- Sándalo y especias -susurró Dominic cuando el olor de la pasión de Meg llegó hasta él como una caricia salvaje-, el más valioso de todos los perfumes.

Perdida en algún lugar entre la realidad y los sueños, la joven emitió un jadeo entrecortado que era el nombre de su esposo y una pregunta a la vez. Él respondió volviendo a acariciar los suaves y acogedores tejidos de su feminidad, logrando que sus dedos se humedecieran de nuevo.

- Eres perfecta -musitó con voz densa y áspera mientras observaba los íntimos estremecimientos que recorrían el frágil cuerpo de su esposa-. Te siento como fuego bajo mis manos. ¿Arderás conmigo, pequeña?

Sondeó la entrada a su cuerpo con un largo dedo, y lo introdujo despacio y con cuidado en su apretado y tenso interior. Cuando lo movió ligeramente, ella lo acarició a su vez, envolviéndolo y acogiéndolo en su calidez.

- Me has hechizado, Meg -musitó Dominic, deslizando el dedo aún más profundamente dentro de ella y después sacándolo para atormentarla.

Al escuchar sus palabras susurradas, la joven abrió los ojos y vio que las duras y atractivas facciones del rostro de su esposo estaban marcadas por el control que se imponía a sí mismo. Con una leve y trémula sonrisa, Meg acarició su mejilla y deslizó los dedos lentamente por su torso hasta rozar apenas su carne rígida. Él se agitó bajo su mano como si hubiera recibido un latigazo.

- Hay tanto dolor en ti… -logró decir ella con voz rota-. Déjame sanarte.

- Sólo podrías hacerlo de una forma.

- Entonces toma de mí lo que necesites. Cualquier cosa… De cualquier forma…

Luchando por no perder el delgado hilo de voluntad que le quedaba, Dominic se incorporó sobre ella y se colocó entre sus muslos abiertos. Emitiendo un jadeo de deseo contenido, sujetó sus caderas y rozó la húmeda entrada a su cuerpo con la roma y gruesa punta de su miembro, acariciándola y abriéndose paso despacio a través de su estrechez.

Meg sollozó y cerró los ojos con fuerza suplicando alivio, anhelando algo que no llegaba a comprender. Pero cuando Dominic sintió la frágil barrera de su virginidad se quedó inmóvil. La prueba de su inocencia lo abrumó logrando que su deseo se redoblara y que los frenéticos latidos de su corazón se aceleraran. Una fina pátina de sudor cubrió su cuerpo mientras luchaba por recuperar el autodominio que hasta ese momento había sido el eje de su vida.

De forma instintiva, la joven intentó atraerlo hacia sí, pero él se resistió con una frustrante facilidad que le recordó lo fuerte que era.

- Shhh… quédate quieta -musitó Dominic roncamente contra el cuello de Meg-. No quiero hacerte daño.

- Tú nunca me harías daño.

- No deliberadamente, pero eres virgen, pequeña. -Hablaba entre susurros al tiempo que trazaba un ardiente sendero de besos sobre el cuello de la joven-. Si te tomo sin cuidado podría lastimarte.

- No importa, Dominic. Tómame… Hazme tuya.

- Sólo te dolerá esta vez, Meg. Te lo prometo.

Ella nunca se había sentido tan increíblemente frágil y vulnerable. El pulso latía de forma visible en la base de su garganta y la sangre circulaba como lava ardiente por sus venas.

Desesperada por sentirlo en su interior, se aferró al cuerpo de su esposo y se movió sinuosamente bajo él. Aquella vez Dominic no se apartó, sino que deslizó una mano entre sus sudorosos cuerpos y comenzó a acariciar de nuevo sus suaves y húmedos pliegues.

Respondiendo a un instinto tan antiguo como el tiempo, Meg arqueó sus caderas contra él provocando que el duro y grueso miembro del normando se hundiera un poco más en su prieta calidez.

- ¿Quieres más? -le preguntó él, mientras seguía torturando el tenso centro de su placer.

- Sí. Dominic, yo… -La voz de Meg se quebró.

- Dime, ¿cuánto más?

Sus dedos la sometieron a diferentes presiones, trazaron diminutos círculos, la tentaron y la sedujeron hasta que se arqueó violentamente cediendo a la negra y ardiente pasión que la desgarraba, arrastrándola sin piedad a un abismo desconocido y obligándola a gritar el nombre de su esposo.

Roto su autocontrol, Dominic la llenó empujando a través de los acogedores y magullados tejidos de la entrada a su cuerpo, perdiéndose en ella, abriéndola, embistiéndola una y otra vez, sintiendo cómo lo reclamaba, cómo se contraía alrededor de su rígida carne clamando por él.

Si Meg sintió algún dolor, quedó completamente olvidado por el placer de sentir cada palpitación del grueso miembro masculino en su interior, mientras derramaba bruscamente su simiente en ella.

Y de pronto, en medio de aquel salvaje éxtasis, las palabras que él había pronunciado hacía tiempo resonaron de nuevo en la mente de la joven.

Ámame, pequeña, sana esta tierra con nuestros hijos.