Capítulo 1

Primavera en el reino de Henry I

Norte de Inglaterra

El eco producido por un cuerno de guerra atravesó el día, anunciando la llegada del próximo señor del castillo de Blackthorne.

Como atraída por el sonido, una oscura silueta empezó a condensarse en medio de la niebla… un caballero vestido con cota de malla sobre un enorme semental. El animal y el jinete parecían un solo ser, indivisible, salvaje, en el que la masculinidad, potente, feroz, rugía a través su sangre como una tormenta.

- Dicen que es un salvaje, milady -murmuró la viuda Eadith.

- Lo mismo se dice de todos los normandos -respondió Meg a su doncella, con fingida calma-. Pero él no tiene por qué ser así.

Eadith emitió un sonido que podría haber sido una risa ahogada.

- Sí, milady. La prueba está en que vuestro prometido cabalga hacia nosotros con armadura y a lomos de un caballo de batalla. Soplan vientos de guerra.

- No habrá ninguna guerra -afirmó Meg, tajante-. Ésa es la razón por la que me casaré… Para acabar con el derramamiento de sangre.

- No os engañéis. Es más probable que tenga lugar una guerra antes que una boda -vaticinó la sirvienta con evidente satisfacción-. ¡Malditos normandos! ¡Ojalá murieran todos!

- Silencio -ordenó Meg en voz baja-. No quiero oír hablar de ninguna guerra.

Eadith apretó los labios, pero no habló más sobre el tema.

De pie ante una ventana alta del castillo, oculta a la vista por un postigo parcialmente cerrado, Meg buscó a lo lejos la comitiva que debería haber acompañado al guerrero que pronto se convertiría en su esposo.

Nada se movió tras el caballo de batalla excepto la plateada neblina que serpenteaba por encima de los campos, a pesar de que el sonido del cuerno se dejó oír de nuevo en el bosque que se extendía más allá de las tierras cultivadas de la fortaleza.

Sin mostrar ningún temor, el corcel y el caballero se hacían cada vez más visibles al aproximarse hacia el castillo. No había rezagados que se apresuraran tras el amenazador guerrero, ni apareció ningún escudero que guiara caballos de batalla o animales de carga con armas y artefactos de guerra.

En contra de lo habitual en aquellos casos, Dominic le Sabre se aproximaba al castillo sajón acompañado únicamente por el agudo sonido del cuerno de guerra.

- Es el diablo hecho hombre… -murmuró Eadith, santiguándose-. Si estuviera en vuestro lugar no me casaría con él.

- Pero no estás en mi lugar.

- ¡Que Dios os proteja! -insistió la doncella-. Tengo miedo, milady. ¡Y vos deberíais tenerlo también!

- Soy la última descendiente de una antigua y orgullosa estirpe celta -declaró Meg con voz ronca-. ¿Cómo podría un bastardo normando atemorizar a una glendruid?

A pesar de sus orgullosas palabras, la joven sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal. Cuanto más se aproximaba Dominic le Sabre, más temía que su doncella estuviera en lo cierto.

- ¡Espero que Dios esté a vuestro lado cuando lo necesitéis, milady, porque vuestro prometido es el mismo diablo! -exclamó Eadith mientras se santiguaba de nuevo.

Con aparente serenidad, Meg siguió observando la inclemente marcha del fiero caballero. Aquél era el hombre que gracias a sus hazañas en Tierra Santa, la reclamaría como esposa y haría suyos los vastos dominios del señorío de Blackthorne que la joven heredaría tras la inminente muerte de su padre.

Al estar situadas al norte de Inglaterra, las propiedades de lord John de Cumbriland siempre habían sido un reclamo para los señores escoceses, quienes habían solicitado una y otra vez la mano de su hija.

Pero tanto William II, como su sucesor, Henry I, se habían negado a aprobar un matrimonio para lady Margaret de Blackthorne.

Hasta ahora.

El oscuro guerrero se aproximó aún más sobre su semental de guerra, desvelándole a Meg que su futuro esposo era un hombre poco común. Y no sólo por el hecho de cabalgar solo.

Desconcertada, observó al normando que se había convertido en uno de los grandes barones ingleses. No cabalgaba bajo ningún estandarte ni lucía ningún emblema sobre su escudo con forma de lágrima, a pesar de que, cuando lord John muriese, controlaría más tierras que ningún otro barón a excepción de los más allegados al rey.

Su yelmo estaba forjado en un extraño metal ennegrecido, del mismo color que el caballo de batalla que montaba. Y el largo manto que cubría su cuerpo y el de su corcel, era oscuro, suntuoso y se movía pesadamente, en armonía con los ágiles movimientos del semental.

Ambos tan orgullosos como Lucifer. E igualmente poderosos, pensó Meg, obligándose a sí misma a no mostrar ningún miedo.

- Es el hombre más alto y fuerte que he visto -comentó Eadith.

Meg se limitó a permanecer en silencio.

- ¿No os parece aterrador, milady? -preguntó la doncella.

El feroz caballero realmente parecía imponente, pero no había razón para que todos los sirvientes del castillo se enteraran del miedo que sintió su señora al ver por primera vez a su futuro esposo.

- No, no me parece aterrador -aseguró Meg-. Es sólo un hombre vestido con armadura cabalgando sobre un caballo. Una imagen bastante común, ¿no crees?

- Y pensar… -reflexionó Eadith con voz amarga-…que ese bastardo es ahora uno de los caballeros favoritos del rey… Aunque Dominic le Sabre todavía no posee ninguna tierra, todos hablan de él como si se tratara de un gran señor.

- No olvides que se le ha concedido el título de barón -adujo su señora-. Sea como fuere, salvó la vida del hijo de uno de los nobles más poderosos de Inglaterra en Tierra Santa. Incluso se dice que sin él la Cruzada del hermano del monarca no habría tenido éxito. Era obligación del rey recompensarlo.

- Con tierra sajona -replicó la doncella.

- El rey tiene derecho a hacerlo.

- Actuáis como si no os importara.

- Sólo me importa que acaben las matanzas.

¿Descubriste lo que es la compasión en Tierra Santa, Dominic le Sabre? ¿Habrá paz al fin para estas tierras bajo tu gobierno?

¿O sólo te interesa la ambición y la guerra?

Eadith estudió de soslayo los delicados rasgos de su señora; pero ningún signo delataba sus pensamientos, cualesquiera que fueran. Frunciendo el ceño, la doncella fijó la vista de nuevo en el caballero normando que había tomado el castillo con una promesa de matrimonio en lugar de con una batalla.

- Dicen que luchó en las Cruzadas con la frialdad del hielo y la ferocidad de un bárbaro del norte -apuntó la sirvienta, rompiendo el silencio.

- No tendrá que luchar contra mí. No presentaré batalla.

- Pero sois una glendruid -susurró la sirvienta en voz muy baja para que su señora no pudiera escucharla.

Sin embargo, Meg sí lo hizo.

- ¿Creéis que lo sabe? -preguntó Eadith después de unos minutos.

- ¿A qué te refieres?

- A que nunca obtendrá herederos de vos.

Los claros ojos verdes de Meg se clavaron en la viuda sajona que su padre había insistido en que tomara como doncella personal.

- ¿Te dedicas a escuchar y a difundir rumores entre los vasallos y campesinos? -inquirió la joven secamente.

- ¿Los tendrá? -insistió la doncella-. ¿Tendrá hijos varones de vos?

- No entiendo tu pregunta. -Meg se obligó a sonreír-. ¿Cómo puedo saber con antelación el sexo de los hijos que aún no he tenido?

- Se dice que sois una bruja -señaló Eadith sin rodeos.

- El hecho de que sea glendruid no significa que sea una bruja.

- Eso no es lo que dice la gente.

- En estas tierras, la gente dice muchas cosas que son fruto únicamente de su imaginación -replicó Meg-. Deberías saberlo. Hace ya un año que vives en Blackthorne.

La doncella miró de reojo a su señora.

- La gente también dice la verdad en ocasiones.

- ¿Y lo hace en este caso? ¿Me has visto hacer alguna vez algo fuera de lo común?

- Sois excepcionalmente hábil adiestrando halcones y sanando con pociones a base de hierbas -señaló Eadith.

- Te repito que no practico la brujería. Y a partir de ahora, te ruego que dejes de hablar de ello. Algunos podrían creer en la veracidad de tus palabras.

- Estoy segura de que son ciertas -insistió la doncella encogiéndose de hombros-. El pueblo temía a vuestra madre y no se equivocó al hacerlo.

Meg se contuvo y reprimió un duro comentario. La sirvienta parecía obsesionada con las historias que rodeaban la muerte de lady Anna.

- Mi madre está muerta -afirmó la joven.

- Eso no es lo que dice la viuda del pastor. Se rumorea que vio el fantasma de lady Anna a la luz de la luna dirigiéndose hacia el montículo pagano.

- Esa pobre mujer bebe demasiado -adujo Meg-. ¿No fue ella quien juró que había hadas bailando en el cuenco de la leche y que eran fantasmas los que se bebían la cerveza que debía en pago por un cochinillo?

Eadith empezó a hablar, pero su señora, con un gesto, le exigió silencio. Meg deseaba concentrarse sólo en el guerrero que era el dueño de su destino.

Dominic le Sabre parecía tan seguro de su propia destreza que su comitiva le seguía a gran distancia, surgiendo justo en ese momento de la neblina, demasiado lejos para ser de alguna ayuda si se hubiera visto atrapado en una emboscada.

No era una locura pensar que pudiera ser objeto de un ataque a traición. Cuando se le comunicó a lord John que debía entregar a su heredera a un bastardo normando, su furia había sido tal, que el corazón del sajón casi había estallado dentro de su propio cuerpo; un cuerpo que muchos años atrás fue conocido por su tamaño y fuerza.

Pero, incluso en aquellos lejanos tiempos de su juventud, John de Cumbriland no hubiera podido oponer resistencia al barón normando que observaba el castillo como si ya fuera su dueño.

Tiene coraje, se dijo a sí misma Meg. Pero ni siquiera ese fiero orgullo podrá conseguir otra cosa que hijas del cuerpo de una esposa glendruid.

Con mirada serena, la joven evaluó al guerrero cubierto de cota de malla sobre cuero negro, cuyos rasgos quedaban velados bajo el yelmo de acero, y que montado sobre su corcel parecía tan peligroso y feroz como los sueños del mismo Satán.

Y en cuanto a hijos varones, mi negro señor…

Nunca los tendréis de mí.

Esa es la maldición que pesa desde hace mil años sobre los glendruid. Y viéndoos a vos, me temo que nunca se acabará.

Como si pudiera sentir sobre él la intensa mirada de su prometida, el caballero hizo que su semental parara con brusquedad. El animal se revolvió como si hiciera frente a un ataque y, sosteniéndose sobre sus musculosas patas traseras, coceó el aire con las delanteras. Si les hubiera atacado un soldado a pie, éste habría muerto bajo los poderosos cascos del caballo de batalla.

Dominic le Sabre dominó al encabritado corcel con facilidad y sin apartar ni un segundo la vista de la ventana alta del castillo con los postigos entreabiertos. Aunque no podía ver a nadie a través de la abertura, presentía que lady Margaret de Blackthorne observaba desde allí la llegada de su futuro esposo.

Se preguntó si sería como su padre, que todavía libraba una batalla ya perdida en 1066, cuando William el Conquistador había arrebatado Inglaterra a la nobleza sajona. Dominic tan sólo anhelaba que la joven lo aceptara sin presentar batalla y que le diera los hijos que tanto ansiaba.

Un caballero se adelantó a la comitiva que lo seguía y se acercó a él a medio galope, provocando que el caballo del barón normando se encabritase de nuevo. Con exasperante calma, Dominic redujo sin esfuerzo al corcel al tiempo que el vasallo se detenía bruscamente a unos pocos centímetros de distancia.

El segundo jinete también llevaba armadura y montaba sobre un enorme animal de batalla. No era costumbre ni tampoco una muestra de sentido común el hecho de utilizar caballos de aquel tipo para un viaje normal, pero era difícil determinar si John de Cumbriland, señor del castillo de Blackthorne, había planeado una boda o una guerra.

- Cálmate, Cruzado -dijo Dominic en voz baja, tranquilizando a su montura-. No hay ningún rastro de traición.

- Todavía -repuso el otro caballero con sequedad, adelantándose hasta colocarse a la altura del barón.

Dominic observó cómo los serenos ojos negros de su hermano escrutaban lo que les rodeaba con atención. Simon, conocido como el Leal, era el caballero más notable de su ejército. Sin él, el barón dudaba que pudiera haber logrado las proezas que le habían llevado a conseguir una esposa sajona, cuya riqueza en tierras era lo bastante grande como para despertar la envidia del propio rey inglés.

Aunque no la codicia.

Los reyes normandos habían aprendido, pagando un precio muy alto, que los rebeldes sajones de la zona fronteriza del norte eran demasiado problemáticos como para enfrentarse a ellos abiertamente. Era mucho más inteligente vencerlos en el terreno político mediante matrimonios.

- ¿Has visto algo sospechoso? -preguntó Dominic.

- Sven vino a mi encuentro en el bosque -respondió Simon.

- ¿Y?

- Hizo lo que le ordenaste.

- Un verdadero caballero -comentó Dominic con ironía, pues sus órdenes consistían en que fingiera ser un peregrino de paso en el castillo de Blackthorne, y que utilizara su famoso encanto para conseguir información.

- Una sirvienta se mostró más que dispuesta -repuso su hermano, encogiéndose de hombros-. Sven ha descubierto que Duncan de Maxwell está en el castillo.

El semental del barón volvió a corcovear en respuesta a la oleada de ira que percibió en su jinete.

- ¿Y lady Margaret? -inquirió Dominic con frialdad, intuyendo la respuesta.

- Ella también se encuentra en el castillo.

- ¿Se les ha visto juntos alguna vez?

- No.

Dominic gruñó.

- Eso puede significar tan sólo que son astutos. ¿Qué se sabe de esos rebeldes sajones a los que llaman reevers? ¿Merodean por aquí?

- No. Se encuentran más al norte, en Carlysle, uno de los feudos de lord John. O mejor dicho, uno de tus feudos.

- Todavía no. No hasta que me case con lady Margarte y el padre muera.

- Faltan dos días para la boda y dudo que lord John sobreviva al festín que se celebrará después.

Dominic se giró dando la espalda a su hermano para estudiar la fortaleza de Blackthorne, que se alzaba orgullosamente sobre la colina desde la cual dominaba el paisaje. Lord John había gastado toda su fortuna construyendo aquel castillo de cuatro plantas con gruesos muros de piedra y romas torres flanqueándolos.

No se habían escatimado gastos para tratar de convertir el lugar en una fortaleza prácticamente inexpugnable y, sin embargo, no se había conseguido. Rodeando el castillo, a una distancia de unos treinta metros, se podía ver un muro de piedra sin acabar. Una vez finalizado, el muro habría tenido dos veces la altura de un hombre a caballo. Pero la piedra cedía paso a empalizadas de madera, de cuya fragilidad no tardó en percatarse la experta mirada de Dominic.

El barón tuvo que reconocer que al menos lord John había tenido el sentido común de cavar un foso amplio y profundo para ralentizar un posible ataque enemigo. Pero aun así, la fortaleza era demasiado vulnerable: unos cuantos cubos de fuego griego contra las empalizadas conseguirían en poco tiempo abrir una brecha en el muro exterior. Y si así fuera, el castillo en sí no duraría más tiempo del que sus habitantes fueran capaces de soportar sin beber. Debía comprobar si había un pozo en el interior de los muros, y de no ser así, construirlo.

Dominic miró de nuevo hacia la imponente estructura de piedra erigida sobre una colina que luchaba por adquirir los brillantes tonos verdes propios de la primavera. Una torre de entrada se alzaba en el muro exterior a medio acabar y el puente que cruzaba el foso todavía no se había bajado.

- ¿Por qué no bajan el puente de una vez? -preguntó Simon furioso-. ¿Acaso creen que vamos a sitiar el castillo?

- Paciencia, hermano -sugirió Dominic en tono burlón-. Lord John merece nuestra compasión más que nuestra ira.

- Antes preferiría cruzar mi espada con él.

- Puede que tengas oportunidad de hacerlo.

- ¿Me lo permitirías? -inquirió Simon.

La risa de su hermano y señor fue tan dura como el metal de su yelmo.

- Lord John de Cumbriland no es más que un pobre hombre -declaró Dominic al fin-. Ni él ni sus antepasados fueron capaces de contener la marea normanda; y ahora se muere a causa de una enfermedad que lo está consumiendo, dejando a su única hija como heredera de todos sus bienes. Casi podría pensarse que está maldito.

- Se rumorea que lo está.

- ¿Qué?

Antes de que Simon pudiera responder, un lento chirrido de cadenas y engranajes anunció la bajada del puente levadizo.

- Nuestro huraño sajón ha decidido ceder ante nosotros -dijo Dominic con fiera satisfacción-. Ordena al resto de los soldados que avancen rápido.

- ¿Sobre sus caballos de guerra?

- Sí. Un poco de intimidación ahora podría ahorrarnos derramamientos de sangre más adelante.

El frío análisis táctico de la situación no sorprendió a Simon. A pesar de su valor y destreza en el combate, Dominic no sentía en absoluto la sed de sangre que dominaba a algunos guerreros. Al contrario. Siempre se mostraba frío e imperturbable en la lucha. Era el secreto de sus victorias, algo bastante perturbador para sus enemigos, que nunca se habían encontrado con semejante disciplina.

En el preciso instante en que su hermano hacía girar a su caballo hacia el bosque, Dominic le llamó.

- ¿Qué es eso de que John no sobrevivirá al banquete de boda? -inquirió.

- Al parecer está mucho más enfermo de lo que pensábamos -le explicó Simon.

Se hizo un silencio, seguido por el sonido de un puño envuelto en cota de malla golpeando un muslo revestido por el mismo material.

- Entonces apresúrate, hermano -ordenó Dominic-. No quiero que ningún funeral interfiera en mi matrimonio.

- Me pregunto si lady Margaret estará tan ansiosa por casarse como tú.

- Ansiosa o reticente… no importa. Mi heredero nacerá igualmente en pocos meses.