Capítulo 16
A medida que pasaban los días, la promesa de Meg de no desafiar a Dominic se hacía más difícil de cumplir.
- Pero mi jardín… -protestó cuando vio que su esposo se dirigía a la puerta-. Debo…
- Gwyn se está ocupando de él -la interrumpió, parándose un instante en el umbral-. Estaré de vuelta antes del mediodía.
Sin más, salió y cerró la puerta, dejándola en medio de la oscuridad.
- ¿Cuándo me dejarás libre? -gritó al oír el sonido de sus pasos alejándose.
- Cuando no pueda haber duda de que no estás embarazada. Regresaré pronto, pequeño halcón. Mientras tanto recuerda la promesa que me hiciste.
Con un sonido de frustración, Meg golpeó la puerta con su puño haciendo tintinear las joyas de sus muñecas.
- Recuerda tu promesa -repitió con indignación-. ¿Cómo puedo olvidarla? ¡Apenas he tenido otra cosa en qué pensar en los últimos tres días!
El barón le Sabre, dueño y señor de la fortaleza de Blackthorne, era el único contacto que Meg tenía con el exterior. Siguiendo sus órdenes, nadie se acercaba a sus aposentos para hablar con ella a través de la puerta o llevarle comida o bebida.
Él entraba sin avisar, la obsequiaba con una flor fresca o un canto pulido del río para añadir a su colección, y se quedaba un rato para charlar sobre el rápido progreso de su halcón peregrino, la situación de los campos, la restauración de la armería o la situación de los jardines.
A la hora de las comidas, hacía que Meg se sentara sobre su regazo y le daba de comer con una paciencia que nunca variaba aunque ella se burlase de la reclusión, y, cuando llegaba la noche, la llevaba hasta la gran cama con dosel y la abrazaba hasta que se quedaba dormida.
Pero era el momento del baño el que la joven más temía. El solo hecho de acordarse de Dominic recostado contra la puerta, observándola con sus brillantes ojos plateados mientras ella se lavaba, la hacía estremecer. Sin embargo, a pesar de toda la intimidad que habían compartido, de todos los bellos momentos vividos, su esposo seguía manteniendo un férreo autocontrol, tocándola únicamente para alimentarla y darle calor en el frío de la noche.
Por primera vez en su vida, Meg deseó poder dominar el arte de la seducción. Entonces podría lograr que Dominic ardiera de pasión, la haría suya por fin y descubriría que todas sus sospechas sobre Duncan eran infundadas.
Si pudiera seducirlo…
Era plenamente consciente de que su forzada reclusión debía acabar, pues acrecentaba el odio de los habitantes de Blackthorne hacia su nuevo señor. Cuando Harry había hablado con ella la mañana después de la boda, lo había hecho en nombre de todos los vasallos.
No permitiremos que vuestro esposo os haga daño. Podría sucederle un accidente mortal cuando salga a cazar.
El temor la invadía al recordar las palabras de Harry. Si algo así llegara a pasar sería una catástrofe para el castillo… y para ella. La venganza de Simon contra las gentes de la fortaleza sería rápida y despiadada. Y en cuanto a ella… No podía soportar siquiera la idea de que algo malo pudiera ocurrirle a Dominic.
Las joyas tintineaban en sus tobillos mientras recorría sus dependencias de un lado a otro, inquieta por el futuro. Finalmente la distrajo el sonido de voces masculinas provenientes del patio de armas y el estruendo producido por el entrechocar de espadas contra escudos.
La joven se aproximó a la ventana y abrió los postigos lo justo para no ser vista desde abajo. La abertura no era lo suficientemente grande como para permitir la entrada de la luz del sol, pero sí para observar lo que ocurría en el patio de armas.
Los soldados entrenaban bajo la atenta mirada del barón poniendo a punto sus habilidades guerreras con tanta violencia que, a pesar de ir protegidos con cota de malla y yelmo, solía haber heridos.
Eadith servía cerveza y animaba a sus favoritos, al igual que Marie. Incluso desde el difícil ángulo desde el que miraba, Meg percibía claramente el sensual balanceo de las caderas de la antigua amante de Dominic al acercarse a éste.
Con unos ojos fríos como el hielo, la joven observó que su esposo se inclinaba galante para escuchar algo que le decía Marie, para después echar la cabeza hacia atrás y reírse a carcajadas. Al ver aquello, Meg sintió que un cuchillo atravesaba sus entrañas. Lo único que la retraía de abrir los postigos de par en par y arrojar el contenido del orinal a la cabeza de Marie, era la certeza de que Dominic no se había acostado con ella últimamente, ya que había pasado la mayor parte del tiempo con su esposa y atendiendo las necesidades de la fortaleza.
Si ella era la prisionera de Dominic, él era también el prisionero de Meg. Aquel pensamiento caldeaba el corazón de la joven de una extraña manera.
Las ardientes caricias de Dominic sobre su sensible piel, contemplarlo cuando dormía, sentir la fiera mirada posesiva recorriendo sus femeninas curvas cuando se desnudaba para su baño… No había duda de que la seducción de su esposo estaba surtiendo efecto y que sus frágiles defensas se resquebrajan cada vez que él le sonreía o la acariciaba con suavidad. Ser consciente de ello la aterraba… Amar al normando sin ser correspondida sería su perdición.
Cuando Dominic se alejó de Marie para atender una pregunta de Simon, Meg suspiró aliviada e hizo a un lado los pensamientos que la perturbaban. Pero su alivio duró poco, pues los dos hermanos fueron ataviados para la batalla rápidamente por sus respectivos escuderos y se dirigieron al centro del patio.
Al verlos, los demás caballeros se retiraron para disfrutar del combate que se avecinaba, ya que tanto Dominic como Simon eran dos feroces y temibles guerreros. Ambos eran más altos que la media, más anchos de hombros, más fuertes y más rápidos.
A una señal casi imperceptible, los dos hermanos empuñaron sus pesadas espadas con engañosa facilidad y el inquietante silbido del acero cortó el aire, haciendo que Meg contuviese la respiración. Los terribles golpes que intercambiaron habrían derribado rápidamente a hombres de menor envergadura y, poco a poco, a medida que el combate se desarrollaba, se hizo evidente que aunque Simon era ligeramente más rápido, Dominic era más fuerte.
La joven ahogaba sus gritos una y otra vez cuando parecía evidente que su esposo iba a recibir una herida mortal en las costillas o la cabeza, o cada vez que levantaba su escudo en el último momento, amortiguando el golpe. Los dos hermanos se agachaban, se movían en círculos, giraban, fintaban y se atacaban una y otra vez; pero después de observarlos durante largos minutos, Meg entendió al fin que tras los demoledores golpes no había intención de causar un daño realmente serio.
- Milady -la llamó de pronto alguien desde el pasillo, interrumpiendo sus pensamientos-. ¿Estáis ahí? Soy Marta.
- El barón ha prohibido a todo el mundo hablar conmigo durante un tiempo -le advirtió la joven, preocupada-. Vete antes de que te vean y te castiguen.
- Se trata de la esposa de Harry, milady. Lleva casi dos días intentando dar a luz y tememos que no sobreviva.
- ¿Donde está Gwyn?
- Se fue al poblado de Dale para comprar medicinas.
La angustia se apoderó de Meg.
- Iré a ver a Adela. Vete antes de que te descubran.
- Sí, milady. -Tras un silencio, añadió pesarosa-: No debería haber venido. Si intentáis salir del castillo os verán los soldados de vuestro esposo.
- Hay otro camino. ¡Ahora vete!
- Que Dios os lo pague, milady.
La joven se apresuró a buscar una túnica ritual en un arcón extrañamente labrado, sacó la poción de su escondite secreto y se dirigió a la puerta. La cerró con cuidado a su espalda y, al tiempo que sus pies volaban por el pasillo, la advertencia de Dominic resonó en su mente:
Yo sólo muestro clemencia una vez a la misma persona, Meg. Jamás vuelvas a enfrentarte a mí; podría ser peligroso.
Sin embargo, ahora debía hacerlo. No le quedaba otra opción, ya que la esposa de Harry seguramente moriría sin su ayuda y el bebé con ella.
Ignorando las curiosas miradas de los sirvientes, que conocían bien las órdenes de su barón, la joven bajó corriendo las escaleras de caracol hasta llegar al herbario, en medio del melodioso alboroto de las joyas que llevaba en los tobillos. Una vez allí, buscó en los estantes y metió en una cesta paquetes de hierbas, la poción contra el dolor, su antídoto y la túnica.
Después, en lugar de volver sobre sus pasos, Meg encendió una pequeña vela y se dirigió hacia la parte más profunda del herbario. Dejó atrás un estante tras otro de hierbas, cortezas, tallos, semillas y flores que se secaban en una oscuridad que la única llama de la vela parecía aumentar en lugar de reducir.
Tras la última estantería, completamente oculta y bloqueada por una pesada rueda de madera, había una apertura apenas lo bastante grande para que un hombre se escabullera por ella de rodillas. Era la salida secreta del castillo, la última vía de escape para el señor y su familia si el lugar era invadido por los enemigos.
Meg apoyó el hombro en la rueda, la empujó hacia un lado, y se puso de rodillas. Una tenue luz brillaba en el extremo más alejado del túnel, así que la joven apagó la vela, la metió en la cesta y empezó a avanzar a gatas, empujando la cesta por delante de ella. Había seguido ese mismo camino en muchas otras ocasiones, cuando su madre todavía estaba viva y usaba el túnel para escapar de la furia de lord John.
El suelo estaba cubierto por esteras de juncos que crujían y apenas la protegían en los tramos más rocosos y, en el lugar donde el túnel pasaba bajo el foso, los muros y el suelo estaban fríos y húmedos debido a las filtraciones. Meg avanzó tan rápido como pudo, pues nunca le había gustado aquella angosta estrechez, aunque ya no le asustaba tanto como lo había hecho de niña.
A pesar de su urgencia, aguardó al final del túnel como le habían enseñado que debía hacer, respirando el aire puro del exterior y escuchando con atención por si había alguien cerca. Nada llegó hasta sus oídos, a excepción de un silencio interrumpido sólo por el sonido del viento jugueteando con las incipientes hojas del matorral que custodiaba la salida.
Nerviosa, se abrió paso entre la maraña de arbustos y echó un vistazo al prado. En el rincón más alejado, pudo ver ovejas y corderos pastando. No había pastores ni perros a la vista, y las ovejas apenas alzaron la cabeza cuando Meg surgió del matorral.
La joven apresuró sus pasos. El sendero que llevaba hasta la cabaña de Harry, situada sobre una pequeña colina, se extendía serpenteante entre muros de piedra que llegaban a la altura de la cintura y cuyas paredes rocosas eran un mosaico de líquenes y musgos de varios tonos de verde, negro y de un brillante color rojizo.
En circunstancias normales, Meg se habría recreado en la nacarada luz y las elegantes siluetas de los robles emergiendo desnudos de las abruptas colinas verdes, en el intenso olor de las flores y el susurro de la brilla sobre ellas; pero, ese día, apenas notó los signos del triunfo de la primavera sobre el invierno. Sólo tenía ojos para evitar cualquier obstáculo que hubiera en el camino y que pudiera hacerla tropezar y caerse, volcando las valiosas medicinas que llevaba en su cesta.
La cabaña de Harry era de piedra y madera, ya que su padre había sido uno de los caballeros favoritos de lord John. A los catorce años, Harry ya era escudero y estaba en camino de convertirse en caballero, sin embargo, quedó lisiado en la misma batalla en la que murió su padre y se convirtió en un soldado más de Blackthorne y en propietario de un pequeño trozo de tierra.
La matrona del lugar debía de haber estado observando por la ventana, porque salió corriendo cuando Meg todavía avanzaba por el sendero.
- Gracias, milady -exclamó, cogiendo la mano de su señora y besándola aliviada-. La pobre mujer está al límite de sus fuerzas.
- ¿Hay suficiente agua?
- Sí -respondió la matrona.
Su tono enérgico indicaba que recordaba bien los partos anteriores que había atendido y en los que se había pedido ayuda a la señora del castillo. Puede que la matrona no comprendiera los rituales glendruid, pero ya no los cuestionaba.
Meg tuvo que agachar la cabeza para entrar en la cabaña, que daba fe del difícil embarazo de Adela: semanas de desperdicios entre los que se encontraban trozos de comida en mal estado, estaban apilados por todas partes a la espera de ser limpiados. Después del aire puro del exterior, aquel olor era como una bofetada.
- Está durmiendo, pero su sueño es ligero -comentó la matrona en voz baja.
El camastro de la joven madre estaba situado junto a una pared y el colchón sobre el que reposaba era la única cosa que olía a limpio en aquella casa, ya que Meg le había enviado saquitos de hierbas a través de Harry cada quince días.
Adela se había casado a los trece años y había tenido su primer bebé antes de cumplir catorce. Después de nueve años de matrimonio, había dado a luz a seis hijos que seguían vivos y a tres que habían fallecido, lo que la hacía parecer mucho mayor que su señora a pesar de llevarle tan sólo tres años.
Meg se acercó al hogar, llenó un cuenco de agua caliente y se lo llevó fuera. Allí le añadió tres tipos de hierbas y algunos trocitos del jabón que ella misma fabricaba. Se quitó el vestido de largas y acampanadas mangas, y sumergió las manos en el cuenco mientas entonaba una suave letanía en el silencio de su mente, aprendida muchos años atrás:
«Deshazte de tus vestiduras y deja atrás los pecados y las penas. Cubre tu cuerpo con la túnica del ritual de sanación glendruid y posa tus manos llenas de luz sobre la enfermedad. Aleja cuando puedas la muerte y haz que retorne la vida. Dios nos protege y nos ayuda a soportar el dolor del nacimiento.
Así sea.»
Meg acarició con cariño la cruz de oro que colgaba de su cuello, recordando el momento en que su madre la había guardado en el interior de una caja tallada, a la espera de que su hija finalmente se casara.
Ojalá estuvieras aquí conmigo, madre. Tus manos eran capaces de hacer desaparecer cualquier dolor.
Sin embargo, no había nadie que hiciera desaparecer el tuyo.
Tras sacudirse la última de las gotas de agua perfumada de sus dedos, Meg se puso la túnica ritual. Estaba recién hecha, pues cada túnica se usaba una sola vez en un nacimiento o para el cuidado de un enfermo, y luego se quemaba siguiendo las tradiciones glendruid.
- ¿Dónde están los niños? -preguntó en voz baja.
- Los dos más pequeños han ido a casa de la hermana de Adela y los demás están en los campos -respondió la matrona.
- ¿Nadie se ha quedado con ella?
La buena mujer se encogió de hombros.
- Las niñas son demasiado pequeñas, y a los chicos se les necesita para arar y sembrar tanto las tierras de su padre como las de vuestro esposo. No hay suficientes manos. Tan pronto como hayan acabado con los campos, alguien rastrillará todo esto y traerá juncos frescos.
- Debe hacerse ahora.
La matrona apretó los labios pero no discutió. Simplemente, salió al patio para buscar un rastrillo.
Cuando Meg se arrodilló por fin junto al camastro, Adela abrió los ojos.
- Milady… -susurró, consternada-. Les dije que no fueran a buscaros. El barón estará muy molesto con vos.
- Eso no es nada comparado con tu necesidad. Dime, ¿cómo estás?
Cuando Adela empezó a hablar con voz titubeante, Meg se inclinó, deslizó las manos por debajo de la colcha y empezó a acariciar el hinchado vientre con extrema suavidad.
- Has luchado bien, hermano -admitió Simon, apoyándose en el muro de piedra del castillo y respirando con dificultad.
- No tan bien como tú -replicó Dominic-. Me has dado un buen golpe en la cabeza.
- No te quejes. Me has destrozado las costillas -replicó Simon.
Con una carcajada, el barón se quitó el yelmo y se lo tendió a su escudero, que se acercó con rapidez para cogerlo. Desde el otro lado del patio, Thomas llamó a Eadith para que repartiera otro barril de cerveza y, a una señal de Dominic, los caballeros formaron parejas una vez más para seguir su entrenamiento.
Instantes después, el patio de armas volvió a resonar con el choque de las espadas contra los escudos y los gritos de los hombres que conseguían asestar golpes certeros o esquivarlos.
Dominic se recolocó la cota de malla con un ágil movimiento de sus musculosos hombros, mientras alzaba la vista hacia la planta superior del castillo. Todos los postigos estaban abiertos a excepción de dos. En los aposentos de Meg, la gruesa madera seguía impidiendo la entrada de los cálidos rayos del sol.
- Ni siquiera ha abierto la ventana para ver nuestra lucha -comentó Simon, siguiendo la dirección de la mirada de su hermano-. ¿Durante cuánto tiempo vas a mantenerla encerrada?
Dominic le dirigió una enigmática sonrisa.
- No lo he decidido. La verdad es que disfruto manteniendo a mi esposa recluida. Darle de comer de mi propia mano ha resultado ser algo muy agradable. Y comer de la suya lo es aún más.
- Marie tiene razón -señaló Simon, revelando una clara preocupación en su voz-. Has caído bajo el embrujo de esa hechicera. Todavía no la has poseído y, sin embargo, no buscas a ninguna otra mujer.
- No quiero a ninguna otra. Estoy demasiado ocupado haciendo que se acostumbre a mí.
La masculina satisfacción impresa en la voz de su hermano hizo que Simon alzara las manos en un gesto de impotencia.
- No espero que lo comprendas -dijo Dominic-. Así que te diré algo que sí podrás comprender.
- Sí. ¡Hazlo!, porque te juro que no entiendo nada -rugió Simon.
- Mientras ella esté en sus habitaciones, no tengo que preocuparme por el hecho de que ese bastardo escocés pueda acercarse a ella y, además, consigo que se acostumbre poco a poco a mi presencia.
- Puede que te guste tenerla encerrada, pero los vasallos empiezan a inquietarse -le advirtió su hermano con tono cortante-. No paran de hablar sobre Duncan de Maxwell y el rescate de su señora.
- ¡Malditos sean! -exclamó el barón, irritado-. La he tratado con una delicadeza de la que antes no me hubiera creído capaz. Jamás le haría daño.
- Entonces deja que vean con sus propios ojos que está bien. Y hazlo pronto.
Dominic lanzó una furibunda mirada a su hermano, pero Simon se la devolvió con la confianza de un hombre que sabía que su opinión era respetada aunque no fuera bien recibida.
- ¿Está merodeando Duncan por los bosques? -preguntó el barón después de un momento, sospechando que era eso lo que había detrás del franco consejo de su hermano.
- Alguien lo está haciendo. Los perros encontraron un ciervo muerto en el otro extremo de la reserva. No habían dejado nada, a excepción de la cabeza, y las pezuñas.
- Los cazadores furtivos son bastante comunes en estos bosques.
- ¿Cabalgando sobre corceles de guerra? -preguntó Simon mordaz-. También…
Dominic levantó de pronto una mano exigiendo silencio al ver a Eadith acercándose con dos jarras de cerveza. Cuando Simon fue a coger una, la doncella se alejó de él de un salto.
- No, milord. Primero debe beber el barón -arguyó con descaro-. Ha bebido muy poco desde la comida con su esposa.
Sonriendo a su señor, Eadith le ofreció una de las jarras.
- Gracias -dijo Dominic, devolviéndole su gentileza a pesar de la inexplicable aversión que sentía por aquella mujer.
El barón bebió, hizo una mueca, y apuró la jarra rápidamente, al igual que Simon.
- Nunca he probado otra cerveza peor -masculló Dominic mientas le devolvía la jarra a Eadith-. Incluso la hiel sabría mejor.
- El barril debe de haberse estropeado -repuso Simon antes de escupir.
- ¿Traigo más? -se ofreció Eadith con presteza.
- No para mí -rechazó el barón.
Simon sacudió la cabeza. Él también había tenido suficiente de la amarga cerveza de Blackthorne.
La doncella cogió las jarras y atravesó de nuevo el patio corriendo, mientras otros hombres la llamaban para que les diera de beber. Luchar soportando el terrible peso de la espada y la armadura les despertaba mucha sed.
- Hay señales… -continuó Simon como si nada los hubiera interrumpido-…de que Duncan y los reevers están levantando un torreón a menos de un día de aquí. Incluso se rumorea que están construyendo empalizadas y un patio.
En silencio, el barón miró hacia las nubes que flotaban por encima de las oscuras piedras del castillo.
- ¿Dominic? -preguntó Simon.
- No hay nada que pueda hacer con respecto a Duncan mientras no llegue el resto de mi ejército de Normandía -explicó el barón sin rodeos-. Hasta entonces sólo puedo centrarme en proteger Blackthorne. Si salimos ahí fuera olvidándonos de la seguridad del castillo por un puñado de ciervos muertos o haciéndonos eco de rumores sobre la construcción de un torreón, perderemos las tierras y la vida.
Su hermano deseaba rebatir sus argumentos, pero no lo hizo. En lo referente a estrategias, no había nadie que superase a Dominic.
- Es duro aceptarlo -reconoció Simon después de un momento.
- Sí -convino el barón rotundamente, empezando a atravesar el patio.
- ¿Dónde vas?
- Con mi pequeño halcón. Ella hará que sea más llevadero.
El estimulante que Meg le había dado a Adela era muy potente; quizá demasiado, pero no había otra alternativa. Si no acababa todo pronto, ni la madre ni el bebé sobrevivirían a la noche que se acercaba.
- Lo lamento -se disculpó Meg con pesar-. No puedo darte nada para el dolor, a excepción de un simple bálsamo.
- No… no importa -jadeó Adela-. Fuerza… eso es… todo lo que pido.
A pesar de las irregulares inspiraciones y los contenidos gemidos de Adela, Meg escuchó el distante sonido de caballos galopando y hombres gritando. Pero, justo en ese instante, las contracciones se sucedieron rápidamente requiriendo toda su atención, por lo que olvidó todo lo que sucedía a su alrededor y se concentró en ayudar a la agotada mujer a dar a luz.
- ¡Muy bien! -El entusiasmo hizo que elevara la voz-. ¡La cabeza del bebé ya está fuera! Sólo un poco más, Adela. Sólo un poco más de esfuerzo y entonces podrás descansar.
A su espalda, la puerta se abrió bruscamente dejando paso a Dominic, que tuvo que inclinarse para entrar, seguido de las estridentes protestas de la matrona. El afilado acero de su espada desenvainada lanzó destellos plateados, y sus fríos ojos grises recorrieron la única estancia de la cabaña con rapidez y precisión. Pero fueron sus oídos los que encontraron primero a Meg en la penumbra. El apagado tintineo de sus joyas la delató. Estaba arrodillada junto a un camastro, vestida tan sólo con una extraña túnica.
La furia invadió a Dominic como lava ardiente al comprobar que los rumores habían estado en lo cierto: Meg había escapado de su lujoso cautiverio para ir en busca de Duncan de Maxwell, un hombre que no tenía títulos ni tierras.
Maldita seas, lamentarás el día que…
El primer llanto trémulo de un bebé interrumpió el mudo juramento del normando y lo dejó paralizado. La ira fue sustituida por un alivio que pareció robarle fuerzas y que incrementó el amargor de la cerveza que todavía permanecía en su boca. Sintiéndose súbitamente mareado, enfundó la espada con un torpe movimiento que habría sorprendido a Simon de haberlo visto.
- Le has dado a Harry otro maravilloso hijo varón -le dijo Meg a Adela cuando acabó de limpiar la boca y la nariz del bebé-. Póntelo sobre el pecho, aunque, probablemente, todavía no pueda tomar alimento. Está tan agotado como tú.
- Gracias -logró decir la mujer entre jadeos-. Ahora marchaos… antes de que vuestro señor… os descubra.
- Su señor ya la ha descubierto -anunció Dominic.
El asustado gemido de Meg mientras se ponía en pie, se perdió bajo el grito de Simon llamando a su hermano desde el patio.
- ¿Dominic? -gritó de nuevo-. ¿Va todo bien?
- ¡Está aquí! -respondió el barón por encima del hombro.
Antes de que pudiera añadir algo más, Simon irrumpió en la cabaña con la espada desenfundada.
- Tranquilo -le dijo su hermano con calma-. Todo va bien. No huyó con Duncan.
- Entonces, ¿por qué rompió la promesa que te hizo? ¿Por qué…? -Cualesquiera que fueran sus preguntas, quedaron respondidas por el tembloroso llanto del bebé-. Dios Santo -exclamó, enfundando la espada con un ágil movimiento-. Es un recién nacido.
La matrona empujó a Simon a un lado mostrándose absolutamente indiferente a su fuerza y al hecho de que fuera armado.
- No -le espetó enfadada-. Es un milagro. La pobre Adela llevaba de parto dos días y ya no le quedaban fuerzas. Pero sólo cuando le dije que el bebé moriría antes de la cena, ¡y ella con él!, me permitió avisar a milady.
Dominic miró a Meg con los ojos entrecerrados.
- ¿Es eso cierto? ¿Ha estado tanto tiempo de parto?
Adela gimió suavemente.
- Sí -respondió Meg, volviéndose a arrodillar junto al lecho-. Ahora márchate, por favor, y llévate a tu hermano contigo. Adela todavía no ha terminado su trabajo y esto es cosa de mujeres.
Bajo la hostil mirada de la matrona, los hermanos salieron deprisa de la cabaña.
- Maldita sea -masculló Dominic, tapándose los ojos cuando la luz exterior lo cegó-. No había visto un sol así desde que regresamos de Jerusalén.
Simon dirigió a su hermano una mirada de asombro.
- Debes de haber bebido demasiada cerveza. El cielo está cubierto de nubes.
Cuando el barón cerró los ojos con fuerza para protegerse de la dolorosa luz, una sensación de mareo y de extraña languidez lo invadió, despojándolo de sus fuerzas. Con la inquietante sensación de observar todo desde la distancia, se dio cuenta de que apenas podía respirar. Incluso dar un paso le resultaba difícil.
- ¿Dominic? -exclamó Simon incrédulo, al ver que su hermano se tambaleaba y apenas podía mantenerse erguido-. ¿Es que estás borracho?
- No -consiguió responder el barón con voz pastosa.
En un intento de disipar la enloquecedora lentitud de sus pensamientos y de su lengua, sacudió la cabeza con violencia. Pero en lugar de ayudarle, aquel movimiento aumentó la sensación de mareo.
- Simon, yo…
Cayó hacia delante y sólo la rápida reacción de su hermano evitó que se desplomase.
- ¿Es tu cabeza? -dijo Simon con urgencia-. ¿Realmente te golpeé con tanta fuerza?
Dominic negó con la cabeza, sintiéndose aún más mareado y viéndose obligado a apoyarse pesadamente en su hermano para no caer desplomado.
- ¿Puedes andar? -preguntó Simon angustiado.
- Sí…
- Entonces, hazlo -le ordenó-. Vamos.
Con un gran esfuerzo, Dominic se obligó a sí mismo a avanzar hacia los caballos que aguardaban a unos treinta metros del patio de la cabaña, apoyado sobre su hermano. Montar sobre Cruzado fue una tarea casi imposible, aunque, finalmente, lo logró con la ayuda de la fuerza de Simon.
Una vez sobre la silla, se tambaleó y no pudo evitar que el pie izquierdo se deslizara del estribo. Estaba perdiendo rápidamente el conocimiento y era imposible que pudiera recorrer a caballo la corta distancia que les separaba del castillo, así que Simon tomó una rápida decisión y saltó sobre Cruzado, colocándose detrás de su hermano.
El animal bajó las orejas al sentir el doble peso, pero no protestó. Todos los caballos de batalla estaban entrenados para aceptar el peso de dos, e incluso de tres jinetes si era necesario, pues los supervivientes cargaban con sus compañeros heridos en plena batalla. De hecho, Dominic había puesto a salvo a su hermano en cierta ocasión cargándolo sobre el lomo de Cruzado.
- Aguanta -le instó Simon.
- Espera… -farfulló-. Meg…
Arrastraba tanto las palabras que a su hermano le costó un momento comprenderlas. Cuando lo hizo, apretó los labios en un mudo gruñido.
- Me ocuparé de la bruja más tarde -afirmó Simon.
- Aquí… no está… segura.
Ignorando las palabras del barón, su hermano silbó para que su bien entrenado caballo los siguiera y, sin perder un solo segundo, se dirigió al galope hacia el castillo sujetando a Dominic con su poderoso brazo.
- Meg -repitió el barón con urgencia.
- ¡Maldita bruja! -gruñó Simon-. Ahora ya sabes por qué era tan importante para ella ir a aquel maldito lugar a recoger hojas.
- ¿Meg…? -gimió.
- Sí, hermano. Meg. De alguna forma, esa condenada bruja te ha envenenado.
Sin decir más, Simon espoleó a Cruzado haciendo que el semental acelerara aún más el paso.
Para cuando llegaron al castillo, Dominic estaba inconsciente.