Capítulo 8

La celebración que estaba teniendo lugar a lo largo de toda la muralla ante los vasallos de la fortaleza de Blackthorne, era algo a lo que sin duda no estaban acostumbrados. Esencias familiares y exóticas se mezclaban y llenaban el aire. Fuerte cerveza y aguamiel aguardaban en barriles recién abiertos. Había pescado de todas clases, carne de ave fresca y ahumada, cerdos enteros asados, palomas sobre una base de verdura fresca, y panes tanto tradicionales como condimentados con especias de Oriente.

Era una celebración digna de nobles y se ofrecía en honor de los habitantes de la fortaleza de Blackthorne.

Según se aproximaban a las rebosantes mesas montadas en el patio, cada vasallo recibía un bol con una moneda de plata y un trozo de limón escarchado, que eran recibidos con asombro y júbilo. Nadie acertaba a decir qué le agradaba más, si el dinero o el dulce. La mayor parte de los siervos nunca habían sostenido algo así en la palma de sus manos.

Con gesto impenetrable, Duncan observaba cómo los recién casados paseaban entre la gente de la fortaleza recibiendo sus buenos de seos. Meg tenía una pregunta o un cumplido para todos, y los vasallos le mostraban la alegría por su reciente unión. Sin embargo, con Dominic la gente era más reservada y respetuosa.

La esperanza que le quedaba al escocés de que los vasallos se negaran a servir al normando, se desvaneció cuando se percató de que el barón estaba siendo aceptado por el pueblo gracias al respeto que sentían por Meg. Aun odiando al invasor, no pudo evitar admirar su inteligencia.

- ¿Despidiéndote de tus ambiciones? -preguntó una voz con aire burlón.

Duncan no tuvo que volverse para ver de quién se trataba. Simon le había mantenido al alcance de su mano, o, más bien, de su puñal, desde el inicio de la ceremonia nupcial.

- Tu hermano es muy astuto -admitió Duncan, tranquilo-. Hizo lo que tenía que hacer para ganarse a la gente de Blackthorne.

- ¿Perdonar la vida a lord John?

Duncan movió la cabeza.

- No.

- ¿La fiesta?

Con una ligera sonrisa, el escocés movió la cabeza de nuevo.

- Eso no hubiera sido suficiente.

- ¿El dinero?

- No.

- Entonces, ¿qué?

- De algún modo, tu hermano convenció a Meg de que él era el único que podía conseguir la paz para su pueblo. ¿Acudió ayer a vuestros aposentos para traicionarnos y contaros los planes de lord John?

Simon miró a Duncan con extrañeza.

- No. No la vimos hasta el momento de la boda. Y la única traición que ha tenido lugar ha sido la tuya y la de lord John.

- Soy un lord escocés -afirmó Duncan fríamente-. Y no ha habido traición puesto que sólo le debo lealtad a un rey. ¡Y Henry no es ese rey!

- ¿No estás al menos agradecido por el hecho de que te hayan perdonado la vida?

- El barón me la ha perdonado por sus propios intereses.

Simon se encogió de hombros.

- Cierto. Ha querido tener un gesto de generosidad con su esposa. Espero que no llegue a lamentarlo.

El escocés había visto hombres como Simon y Dominic en Tierra Santa, caballeros que contaban tan sólo con su inteligencia y sus músculos para enfrentarse a la vida.

Duncan sabía reconocerlos porque él mismo era uno de ellos.

La próxima vez utilizaré mi ingenio, en lugar de los músculos, pensó el escocés con sarcasmo.

- ¿Podría ver a lord John? -preguntó Duncan.

- Dominic no impediría a un hijo ver a su padre moribundo.

El escocés le dirigió una dura mirada con los ojos entrecerrados.

- ¿Sueles escuchar los rumores que corren por el castillo?

- A menudo -le aseguró Simon con ironía-. Así me llevo menos sorpresas desagradables. Y deberías agradecer que mi hermano también los escuche.

- ¿Por qué? -le espetó Duncan de manera cortante-. Me ha hecho perder el señorío de Blackthorne.

- Dominic estaba preparado para lo que ocurrió en la iglesia incluso antes de que llegáramos.

Los ojos del escocés se abrieron con un asombro que no se molestó en ocultar.

- ¿Cómo podía saber lo que planeábamos?

- No lo sabía. Pero era consciente de que el lugar más insospechado para llevar a cabo una emboscada sería en la misma iglesia. Así que preguntó a los sacerdotes de quién eran vasallos sus hermanos, si sus hermanas estaban casadas con sajones o normandos, y si lord John había pagado por su educación en la Iglesia. Pronto descubrimos que los sacerdotes debían mucho más a los sajones y a los escoceses que al rey Henry.

Duncan se giró y miró abiertamente a Simon.

- Entonces -continuó el normando, divirtiéndose-, escuchamos hablar del hijo bastardo de lord John, un excelente guerrero conocido como el Martillo Escocés, que se había prometido con la propia hija de John hasta que el rey presionó a la Iglesia para que rechazara la boda. -Hizo una pausa y lo atravesó con la mirada-. Sospecho que ese fue el momento en el que Dominic decidió mataros. La posibilidad de que un hombre planeara casar a sus dos hijos entre sí, causaba repulsión en mi hermano. Una vez conocidos los hechos, el rey Henry no pondría ninguna objeción a las ejecuciones.

Un suave silbido surgió de los dientes de Duncan cuando comprendió lo cerca que aún estaba de la muerte.

- Meg no es mi hermana.

Al escuchar aquella afirmación, Simon se sorprendió y también se sintió aliviado. Admiraba la audacia y el valor del escocés. En otras circunstancias, incluso podrían haber llegado a ser amigos.

- Me alegra oírlo -se limitó a decir.

- Procura que tu hermano también lo oiga.

Simon miró detenidamente a Duncan y sus labios esbozaron una leve sonrisa.

- Comienzas a entender. -El normando le dedicó un gesto de asentimiento con la cabeza-. Dominic es un enemigo duro e implacable, que cree que la guerra es producto de la ineptitud y ambición humanas. Como verás es mucho más útil estar en paz.

- No, no lo creo.

- Yo tampoco -admitió Simon.

Los dos hombres se miraron y se echaron a reír.

Dominic se giró al escuchar reír a su hermano, y al verlo junto al escocés, sacudió la cabeza.

- ¿Qué ocurre? -preguntó Meg.

- Mi hermano y Duncan se están riendo juntos como si fueran amigos -le explicó el barón-. Parecen haber olvidado lo que ocurrió en la iglesia.

- Tal vez ése sea el motivo de su risa. Están vivos, es primavera y un gran banquete les espera dentro del castillo. ¿Qué más le pueden pedir a la vida en este momento?

Los ojos de Dominic se centraron en Meg mientras asentía, conforme pensaba en lo que ella acababa de decir.

- Esas son palabras muy sabias para proceder de una mujer.

Ella le dirigió una gélida mirada y respondió secamente:

- Más sabia que muchos hombres, te lo aseguro.

Los labios de Dominic se distendieron en una ligera sonrisa.

- Lo recordaré.

Los recién casados continuaron su paseo entre la multitud, haciendo lentos progresos. Parecía que cada granjero, campesino o siervo debía asegurarse personalmente del bienestar de Meg.

Entretanto, Eadith intentaba acceder a su señora de forma infructuosa.

- ¿Qué sucede, Eadith? -preguntó finalmente Meg, al ver la impaciencia de su doncella-. Acércate.

Al escuchar las palabras de la joven, los vasallos se separaron para permitir que la sirvienta avanzara. La luz del día no era tan favorable con su ropa como lo era con la de Meg. La pobreza de la viuda se mostraba claramente en su manto, gastado de tanto uso.

- Lord John desea veros en sus aposentos para brindar por la boda -le comunicó la doncella.

Meg cerró los ojos un instante, sintiendo miedo ante lo que se avecinaba.

Al ser consciente de la inquietud de su esposa, Dominic le pasó el brazo por debajo del liviano manto plateado para rodear su estrecha cintura. Fue un error; pues sentir la calidez y suavidad del cuerpo femenino bajo el delicado tejido hizo que se pusiera duro al instante.

- Dile a lord John que nos reuniremos con él en breve -ordenó Dominic a la doncella.

Asombrada, Eadith miró al barón. Su severa expresión le indicó con claridad que a partir de ese momento debía acostumbrarse a recibir órdenes de él. Asintió con rapidez y se abrió paso entre la multitud. El color teja de su vestido y el brillo de su largo cabello rubio contrastaba vivamente con la piedra húmeda de la torre, a medida que subía los escalones hacia el edificio principal.

Cuando la sirvienta se alejó, Dominic bajó la vista hacia Meg y, al ver sus ojos llenos de sombras, adivinó el motivo de su inquietud.

- Eres mi esposa y yo protejo lo que es mío. Las maquinaciones de tu padre ya no pueden hacerte daño.

La joven inclinó la cabeza, pesarosa, y los largos mechones de su cabello ocultaron su rostro. Se preguntaba si su esposo seguiría queriendo protegerla cuando supiera que había sido atrapado en un matrimonio del que quizá nunca consiguiera los herederos que deseaba.

- Pero si intentas engañarme como hiciste en las halconeras -añadió el barón con voz súbitamente fría-, deberás atenerte a las consecuencias.

- Me asustaste -se excusó ella, presurosa-. No estaba vestida para recibir a mi futuro esposo. Y además, mi padre había prohibido que nos viéramos hasta el momento de la ceremonia.

Aunque Meg no miraba a Dominic, podía sentir que éste medía sus palabras cuidadosamente. Un escalofrío de miedo recorrió su espalda al ser consciente de que era un hombre muy poderoso, y que si decidiera golpearla, ella no podría hacer nada ni escapar a ningún lugar. Estaba como su madre.

Atrapada.

Después de un momento, la joven puso su mano en el brazo de Dominic y le miró, controlando sus emociones una vez más. Su objetivo primordial se había cumplido: los vasallos de Blackthorne estaban a salvo de la guerra.

Por lo demás, debería enfrentarse a cada dificultad conforme fueran surgiendo y rezaría para que Dominic mostrara compasión a lo largo de sus vidas, como lo había hecho en la iglesia.

Juntos, los recién casados ascendieron por las empinadas escalinatas de piedra que conducían a la entrada principal del castillo. Una vez arriba, se volvieron para recibir los gritos de alegría y buenos deseos de las gentes del lugar. Cuando se encontraron por fin en el oscuro interior de la antesala del gran salón, Meg se volvió vacilante hacia Dominic.

- ¿Asistirás a nuestro banquete de bodas vestido con cota de malla? -preguntó. Su propio vestido resplandecía desprendiendo luz, como si la singular tela hubiera sido confeccionada con neblina y luz de luna.

- Sí.

Antes de que la joven pudiera volver a hablar, el barón apoyó ligeramente el pulgar sobre sus suaves labios. Asombrada, Meg se quedó muy quieta, observándolo con unos ojos que seguían siendo luminosos en la penumbra del castillo.

- No temas, milady -añadió Dominic con voz profunda-. No llevaré cota de malla ni espada en el dormitorio.

Meg dejó escapar el aire en una cálida, ráfaga que acarició el dedo masculino, provocando que una extraña sonrisa cruzara el atractivo rostro del normando.

- Esta noche nada se interpondrá entre nuestros cuerpos -dijo en voz baja arrastrando las palabras.

A la joven le había sorprendido tanto la transformación que aquella sensual sonrisa había causado en las firmes y marcadas facciones de Dominic, que le costó unos segundos captar el significado de sus palabras. Cuando lo comprendió, el calor encendió su rostro. El barón observó el rubor en las delicadas mejillas femeninas y se rió con suavidad.

- Formaremos un buen matrimonio -afirmó satisfecho-. Creía que el hecho de casarme no sería más que un deber y que no disfrutaría demasiado. Pero ahora veo que estaba equivocado. Hacerte mía va a ser un placer.

- Un placer, ¿para quién?

- Para los dos.

- Supongo que de ese placer esperas… herederos.

- Por supuesto -respondió-. No hay otro motivo para casarse.

- ¿Y la fortaleza de Blackthorne? -apuntó Meg con una fría sonrisa-. ¿Acaso no merece el sacrificio del matrimonio?

- Sin herederos, la tierra no es más que una carga -aseguró el normando con voz tajante.

Antes de que la joven pudiera responderle, Simon y Duncan se reunieron con ellos. Cuando el escocés vio a Meg, se detuvo en seco. Por su parte, Simon retrocedió a un gesto de su hermano.

Duncan hizo ademán de hablar a la recién casada, pero el barón se le adelantó.

- Si tu intención es reprender a mi esposa -le advirtió Dominic con frialdad-, antes quiero que sepas que estás vivo únicamente por su indulgencia.

El escocés dirigió una larga mirada al barón, respiró profundamente para tranquilizarse, y dijo:

- Meg no tenía nada que ver con nuestros planes.

- Sólo era un peón al que podíais mover a vuestro antojo -afirmó la joven antes de que Dominic pudiera intervenir.

Los dos hombres la miraron sorprendidos, pues el tono mordaz que utilizaba no era en absoluto habitual en ella.

- Mi padre, ¿o acaso es mi tío? ¿O quizá no hay ninguna relación de sangre entre nosotros? -continuó la joven-, ha pasado mucho tiempo pensando en cómo poder sacar provecho de mí. ¿Por qué no iba Duncan a hacer lo mismo?

El escocés se movió inquieto. Lo que Meg había dicho era la verdad, pero no resultaba agradable oírlo de la boca de la propia joven.

- Meggie -protestó Duncan con voz ronca-, tú sabes que yo nunca te habría hecho daño.

- ¿Es por eso por lo que planeaste llevar a cabo tus planes en la iglesia, estando ella presente? -preguntó Dominic en tono irónico.

- Mis hombres tenían órdenes de no herirla -replicó el escocés-. Si uno de ellos hubiera osado siquiera empujarla, yo mismo lo hubiera matado.

- ¿Y mis hombres? ¿Qué órdenes recibieron de ti? -rugió el barón con violencia-. ¿Cómo ibas a evitar que ellos se abrieran camino llevándose por delante a una mujer traidora para atrapar a mi asesino?

Duncan palideció visiblemente.

- Meggie -protestó de nuevo-, eso no habría sucedido. ¡Yo te habría protegido!

- ¿Por qué? La muerte hubiera sido una bendición. -Costó un momento que las amargas palabras de la joven atravesaran la coraza de ira de los dos hombres. Cuando sucedió, ambos la miraron fijamente.

- ¿Qué estás diciendo? -susurró Duncan, conmocionado.

- Tu padre ha intentado utilizarme para declarar la guerra a los normandos desde que yo tenía ocho años -respondió Meg-. Si hoy lord John lo hubiera conseguido, yo no habría soportado saber que era la causa del sufrimiento de mis vasallos y hubiera recibido de buen grado el golpe letal que pusiera fin a mi vida.

- No puedes hablar en serio -murmuró el escocés.

- Nunca he hablado más en serio.

Dominic no tenía ninguna duda de la veracidad de las palabras de su esposa. Había sentido la esperanza de las gentes del castillo de Blackthorne centrada en ella. Vivir con aquella carga sobre los hombros, y luego decepcionarles, la habría destrozado.

Duncan, desconcertado por las palabras de Meg, se pasó una mano por el pelo sin saber qué decir. Cuando la joven percibió su angustia, suspiró y puso una mano sobre su brazo.

- Sé que no pretendías hacerme ningún daño -le reconfortó.

- Gracias por creer eso -dijo el escocés en voz baja y contenida-. Yo… -Sacudió la cabeza, y apoyó la mano sobre la de ella-. No quería perderte. Nunca pretendí ponerte en peligro.

- No te culpo. -Meg sonrió levemente-. Eres un hombre, y sólo haces lo que los hombres siempre han hecho.

- ¿Y qué es lo que los hombres siempre han hecho? -inquirió Dominic con frialdad, apartando bruscamente la mano femenina del musculoso brazo de Duncan.

- Ambicionar tierras e hijos varones -contestó ella.

El barón se encogió de hombros.

- Siempre ha sido así.

- Sí.

Curiosamente, el hecho de que su esposa le diera la razón no complació a Dominic. No le gustaba que lo compararan con lord John, un hombre que había ultrajado a la Iglesia y que había traicionado al rey.

- Algunas cosas son indignas incluso para hombres ambiciosos -afirmó Dominic.

- ¿De verdad? -replicó Meg-. Nombra tan sólo una de ellas.

- No centres tu ira en mí, esposa. No he hecho nada para merecerla, excepto conceder mi clemencia a los hombres que me habrían asesinado.

La joven bajó los ojos, protegiéndose de la gélida mirada gris del normando.

- Te ruego que me disculpes. Me temo que los acontecimientos del día me han alterado. Yo nunca te compararía con simples mortales.

- Tus disculpas son más afiladas que tus insultos.

Duncan se rió disfrutando del malestar de Dominic, mientras que Meg curvaba los labios en una sonrisa que apenas pudo reprimir.

- Si me excusas -dijo el escocés dirigiéndose al barón-, te dejaré para que sigas conociendo a tu nueva esposa.

- No -exclamó Dominic al instante.

Sorprendido, Duncan se dio la vuelta.

- Entrarás al gran salón con nosotros -exigió el barón-. Quiero que todos los presentes vean que me aceptas como señor de Blackthorne sin que haya ningún arma amenazándote.

Meg soltó un gemido de sorpresa y se quedó mirando a Duncan, que se mostró visiblemente incómodo.

- Pon tu mano sobre su brazo -le ordenó Dominic a Meg-, y nunca vuelvas a tocarlo después de esta noche.

La contenida violencia en la voz de su esposo hizo que la joven se girara rápidamente para mirarlo. La amenaza que vio en sus ojos la atemorizó. En silencio, apoyó las puntas de los dedos en el brazo de Duncan.

No se pronunció ni una sola palabra hasta que los tres entraron en el gran salón, donde el fuego ardía alegremente en varias chimeneas, los tapices resplandecían con suntuosos colores en los muros, y los platos y las copas de plata brillaban desde cualquier lugar de las largas mesas.

Los sajones y los normandos habían sido mezclados con mucho cuidado a lo largo de las mesas inferiores; sin embargo, estaban siendo vigilados por soldados que permanecían de pie junto a los muros, sosteniendo ballestas listas para ser disparadas.

La imagen que ofrecían ejercía un efecto bastante desalentador en la celebración.

Lord John había estado esperando a Meg y a Dominic. Con un débil, aunque todavía imperioso gesto, les invitó a unirse a él en la tarima sobre la cual se alzaba una lujosa mesa presidiendo la estancia. Tres platos forjados en oro brillaban en el suntuoso mantel, y, a una señal del señor de Blackthorne, un sirviente se adelantó para servir vino en las copas incrustadas de joyas.

- Un brindis por los novios -exclamó John.

A pesar de su evidente debilidad, cuando el anciano habló, alzó la voz para que se le escuchara en todo el salón. Las conversaciones cesaron al tiempo que los caballeros y sus damas centraban su atención en lo que estaba ocurriendo en la tarima.

- Aquí tenéis al gran barón normando que será vuestro señor -dijo lord John con una voz cargada de desprecio-. El hombre que confió en el rey Henry y fue traicionado por él.

De las mesas surgieron gritos ahogados e inquietos murmullos.

Dominic sonrió con fiereza.

- Conocéis muy bien la traición, habiéndola puesto en práctica toda vuestra vida. Decidme, os lo ruego, ¿cómo me ha traicionado el rey?

- Es muy sencillo, barón. Vuestro rey no os estimaba lo suficiente para ofreceros una esposa normanda.

El barón lanzó una mirada de soslayo a Meg y observó que los labios de su esposa estaban pálidos y tensos. En un gesto tranquilizador, puso una mano bajo la barbilla femenina y le hizo volver la cara hacia él.

- No, mi rey me estimaba aún más -afirmó Dominic-. Me ofreció la doncella más hermosa de todo su reino.

- ¡Te envió al infierno!

- Estáis enfermo, anciano. Haced vuestro brindis y dejad que continuemos con los festejos.

Lord John se rió, y el sonido de la demencia que se percibía bajo aquella risa hizo que el corazón de Meg se encogiera.

- Lo haré -accedió John-. Beberemos a la salud del rey que te odió tanto como para ofrecerte una esposa glendruid.

- No es una gran carga -replicó Dominic con sequedad.

- Hablas así porque ignoras lo que te espera. Casarte con una glendruid es lo peor que le podría pasar a cualquier hombre. Tú, al igual que yo, morirás sin herederos.

La sarcástica sonrisa del normando se borró de su rostro.

- ¿De qué estáis hablando? ¿Acaso vuestra hija es estéril?

- No. No es estéril, pero pertenece al clan de los glendruid -afirmó el anciano-. Si la tomas sin darle placer, nunca tendrás hijos.

Dominic se encogió de hombros.

- Eso no es más que una estúpida superstición.

- ¡Pero en el caso de las glendruid, es verdad!

Contra su voluntad, el barón prestó atención a la combinación de locura, desesperación y triunfo que reflejaban los ojos de lord John mientras hablaba.

- No se tiene memoria de que haya nacido un varón de una glendruid -continuó el anciano.

Una rápida mirada hacia Duncan y Meg bastó al normando para saber que ellos creían en lo que John estaba diciendo, al igual que los caballeros del castillo que permanecían sentados en silencio, observando con extremo interés y preguntándose qué haría el esposo de lady Margaret cuando se diera cuenta de cómo había sido engañado, aceptando un matrimonio que era menos ventajoso de lo que en principio había parecido.

- Las uniones con las glendruid sólo suelen dar lugar a hijas, y aun así, eso sucede en muy raras ocasiones -añadió John.

- Si eso es cierto, ¿por qué os mostrabais tan ansioso por casar a vuestro hijo con lady Margaret? -inquirió el barón.

- Era la única forma de entregar la fortaleza de Blackthorne a Duncan. Y… -La voz del anciano se apagó.

Dominic esperó, mientras John dirigía a Meg y a su hijo bastardo una intensa mirada.

- Existe afecto entre ellos -concluyó finalmente-. Siempre lo ha habido.

La idea no complació al normando.

- ¿Y? -preguntó con voz tensa.

- Era posible que tuvieran un varón -le explicó el anciano-. Y aunque no fuera así, siempre hay sirvientas dispuestas a engendrar los bastardos del señor. ¡De una forma u otra, mi sangre habría heredado mis tierras!

Dominic entrecerró los ojos hasta que se convirtieron en dos esquirlas de hielo cuando escuchó su propio sueño de los labios de un hombre que le odiaba.

- Ten por seguro que si esa bruja siente pasión, no será por ti. Y que si alguna vez llegara a quedarse embarazada, tendrá una hija que no será tuya.

Repentinamente, todos los presentes en la estancia dirigieron la mirada a Meg.

- Sí, es cierto -confirmó lord John con amargura-. Margaret no es mi hija.

Se volvió y señaló con mano temblorosa a la anciana glendruid de cabellos plateados que lo observaba desde el lateral de la mesa.

- Dile al bastardo normando lo que le espera -bramó-. Díselo.

Gwyn subió a la tarima con una agilidad impropia de una mujer de su edad y se enfrentó a Dominic estoicamente, a pesar de la feroz expresión del normando.

- Mi señora, lady Anna, estaba embarazada de otro hombre cuando se casó -confirmó Gwyn.

- ¡Díselo! -gritó John-. ¡Dile lo que pasará si fuerza a la bruja glendruid para tener un hijo suyo!

Gwyn permaneció callada.

- Habla de una vez -intervino el barón con violencia contenida.

- Si en vuestras ansias por tener herederos violáis a Meg, vuestras cosechas y rebaños no darán frutos y vuestros vasallos enfermarán -pronosticó al fin la anciana.

Dominic arqueó una ceja en señal de incredulidad.

- Si le dais placer en el lecho conyugal, tendréis una niña.

- Continúa -la instó el normando cuando el silencio se prolongó.

- Y sólo si existe amor entre vosotros, podréis tener hijos varones.

Un murmullo se extendió entre la gente allí reunida, a modo de letanía.

El lobo de los glendruid. EI lobo de los glendruid. El lobo de los glendruid.

- ¡Al infierno todas las brujas glendruid! -exclamó lord John de repente-. ¡Son tan frías como el metal! ¡No saben amar!

Con la fuerza que le daba la demencia, el anciano se puso en pie y sostuvo su copa ante el rostro de Dominic.

- Así que haré un brindis en tu honor, enemigo mío -anunció con violenta satisfacción-. Te deseo una vida sin hijos varones; una vida en la que no podrás golpear a tu fría esposa exigiéndole obediencia por temor a que tus cosechas y rebaños paguen por ello; una vida en la que no podrás dejar a un lado a tu esposa estéril por miedo a que tus vasallos abandonen las tierras; una vida en la que vivirás cada minuto sabiendo que tu linaje morirá contigo. -Hizo una pausa-. Por todo ello, yo te entrego a lady Margaret, la última bruja glendruid.

John bebió con rapidez, le dio la vuelta a su copa y la dejó bocabajo sobre la mesa de un golpe. Al instante, empezó a jadear, se tambaleó, y cayó hacia delante provocando que un plato de oro saliera volando.

Cuando Dominic llegó hasta él, John de Cumbriland, señor del castillo de Blackthorne, estaba muerto.

Una sonrisa macabra adornaba su rostro macilento.