Capítulo 4

Un frío viento sopló a través del patio interior alzando faldas y capas, y arrastrando el humo de los fuegos de la cocina hacia el cielo gris. Aunque a Meg normalmente le gustaba sentir la fresca brisa primaveral, perfumada con los primeros brotes de las plantas que empezaban a crecer, en ese momento estaba demasiado irritada para centrarse en nada que no fuera el nervioso guardabosque que permanecía de pie ante ella.

- ¿Qué quieres decir con que no habrá carne de venado? -preguntó la joven, con un tono inusualmente duro.

El guardabosque apartó la mirada y se retorció las manos, nervioso.

- La valla está tan deteriorada en algunos lugares que hasta una liebre podría saltarla. Los venados… han huido.

- ¿Desde cuándo está la reserva de ciervos en semejante estado?

Sin dejar de mirarse los pies, el sirviente farfulló algo.

- No te oigo -le advirtió ella-. Y me gustaría que me miraras cuando me hables.

Meg rara vez usaba un tono así con los vasallos del castillo; pero también era cierto que ellos rara vez le mentían.

- Yo… los vientos… bueno… -masculló el guardabosque.

Unos pálidos ojos azules suplicaron a Meg, despertando la compasión en ella muy a su pesar.

- ¿Quién te dijo que me mintieras? -preguntó entonces la joven con suavidad.

Las manos del siervo, curtidas por las cuerdas de los arcos, las trampas y los cuchillos, suplicaron la misericordia de Meg cuando confesó.

- El señor -susurró finalmente.

- Está demasiado débil para abandonar su lecho. ¿Acaso has estado en sus aposentos para recibir la orden de que me mintieras?

El guardabosque sacudió la cabeza con tanta fuerza que su grasiento pelo se agitó.

- No milady. Fue Sir Duncan quien me lo ordenó.

Meg se quedó inmóvil.

- ¿Qué te dijo Duncan?

- Nada de venados para el normando.

- Entiendo.

De hecho, lo entendía demasiado bien.

Por un momento se quedó paralizada. Se había alegrado al ver regresar a Duncan de las Cruzadas, pues su primo Rufus, un sajón rebelde que se había quedado al mando de los reevers, no estaba interesado en mantener la paz con Henry. Lo cierto es que a ella tampoco le agradaba la idea de ser ofrecida a un desconocido caballero normando para mantener la paz en las tierras fronterizas del norte, pero aborrecía la idea de que se produjeran más derramamientos de sangre.

Las constantes presiones y ofensivas contra el rey inglés, además de las batallas que se libraban entre sajones ambiciosos mientras los líderes como Duncan se encontraban lejos participando en una Cruzada sagrada, habían agotado a los vasallos de la fortaleza, junto con sus campos y sus esperanzas de un futuro mejor.

Los siervos atribuían su mala fortuna a la venganza de una bruja glendruid por haber sido entregada al hombre equivocado. Meg atribuía el deplorable estado de los campos al desinterés de su padre, un hombre obsesionado por frenar el avance de los ingleses casando a su hija con Duncan de Maxwell, un caballero sin tierras, conocido como el Martillo Escocés por su fiereza.

Duncan… no sucumbas a los reclamos de mi padre. Si lo haces nos invadirán las plagas, el hambre y la muerte.

- ¿Milady?

La voz del guardabosque sonaba insegura. Nunca había visto a la hija del señor tan cansada y ojerosa.

- Puedes irte -dijo Meg finalmente-. Gracias por decirme la verdad, aunque casi llega demasiado tarde. Prepáralo todo para cazar a un ciervo. Lo necesitamos para el banquete de bodas.

El siervo hizo una pequeña reverencia, pero no se retiró.

- ¿Hay algo más? -le preguntó la joven.

- Duncan de Maxwell -se limitó a responder el guardabosque.

- Él no es el señor del castillo de Blackthorne y jamás lo será. Soy yo la que da las órdenes y seguiré haciéndolo.

El hombre dirigió una mirada a los entrecerrados ojos verdes que lo observaban y decidió que era mejor dejar que los señores discutieran entre ellos. Él se iría a cazar, como le habían ordenado.

- Sí, milady.

El guardabosque atravesó con rapidez el patio interior hacia la torre de entrada, seguido por la mirada de Meg; pero la pequeña satisfacción de ver cumplidas sus órdenes duró poco.

Esta lucha debe acabar, se dijo a sí misma en silencio. Si esto sigue así, no quedará nadie para enterrar a los muertos, ni nada que comer para sobrevivir. Un año más de malas cosechas y será el fin del castillo de Blackthorne.

Una cálida y resbaladiza caricia en sus tobillos la distrajo. Cuando miró hacia abajo, Black Tom le devolvió la mirada con felina intensidad.

- Todavía no puedo atenderte. Primero, debo hablar con Duncan.

El gato se frotó contra ella una vez más y se alejó en dirección al granero. Meg le deseó suerte. Dudaba que hubiera suficiente grano en su interior para atraer a un ratón, alejándolo de la escasa comida de los rastrojos de los prados.

Abatida, se dirigió al castillo procurando mantener el cabello en su sitio a pesar del viento.

- La Iglesia estará de acuerdo con vuestro matrimonio -aseveró lord John con voz ronca-. Lo único que tienes que hacer es apoderarte del oro y matar al normando.

Una fiera sonrisa transformó el rostro de Duncan, revelando la ascendencia vikinga que fluía por su sangre escocesa.

- Así lo haré -afirmó.

Los pálidos labios del señor de Blackthorne esbozaron una sonrisa que era más fría que las propias piedras del castillo. Su hijo bastardo se parecía mucho a él en aspectos que iban más allá de unos ojos color avellana y el tono castaño de su pelo; ambos eran fieros guerreros que no tenían clemencia con sus enemigos ni la pedían de ellos.

- Ordena a los reevers que se dispersen entre los invitados a la boda en la capilla… -Las palabras de lord John se transformaron en un ataque de tos que sacudió su frágil cuerpo.

Duncan se aproximó a la cama y deslizó el brazo alrededor de su padre, ayudándolo a incorporarse mientras cesaba la tos. Después acercó una copa de cerveza a los secos labios del enfermo hasta que éste bebió la mayor parte de su contenido.

- Deberías descansar -sugirió Duncan.

- No. Escúchame. ¡Tanto si vivo como si muero, debes permitir que la boda siga adelante hasta que lleguen más normandos! ¡Debes hacerlo!

La tos se llevó consigo las palabras y la fuerza para decirlas. Cuando el anciano se calmó finalmente, Duncan le dio a beber más cerveza, pero en aquella ocasión añadió dos gotas de la medicina que Meg había preparado para aliviar el sufrimiento del enfermo.

- Tranquilízate -le pidió el escocés-. Te escucho. ¿Qué has planeado? -Acariciaba la frente de su padre con sorprendente delicadeza, y le retiraba el pelo que se había ido tornando gris desde el invierno anterior a medida que la enfermedad minaba sus fuerzas.

- Trae a Meg -le ordenó John a duras penas-. Tengo que decirle lo que hemos planeado.

- Enviaré a alguien para que la avise.

- No será necesario -anunció Meg desde la puerta-. Ya estoy aquí.

Había cambiado sus ropas de campesina por una camisola de suave tela rosa y un vestido color verde selva adornado con una tira de tela suntuosamente bordada. A diferencia de los vestidos que lucían el resto de las mujeres, los de Meg eran muy entallados, pues no tenía paciencia para fruncir la tela. Su cadera estaba rodeada por un fajín que se ataba por delante, evitando que los pliegues de la tela se interpusieran en su camino cuando trabajaba en el herbario, y las mangas eran largas y estrechas, con exquisitos bordados en los dobladillos.

- ¿Qué deseáis de mí? -quiso saber Meg.

Sus intensos ojos verdes fueron del poderoso cuerpo de Duncan a la marchita sombra que era ya su padre. Fue entonces cuando vio la pequeña botella que contenía la medicina y miró rápidamente hacia su amigo de la infancia.

- Sólo dos gotas -le aseguró Duncan, sabiendo cuál era su inquietud.

- Ya ha tomado esa cantidad antes de misa -señaló preocupada.

Los tres sabían que la poción era muy fuerte. Seis gotas sumían a un enfermo en un tranquilo sueño. Sin embargo, tres veces esa cantidad podía matar a un hombre normal. Por ello, a una persona tan débil como su padre había que suministrarle la medicina con extremo cuidado.

- No importa que la muerte me llegue antes -afirmó John con aspereza-. Escúchame, glendruid. Mañana, en la ceremonia que se celebrará antes del banquete…

- ¿Qué banquete? -preguntó Meg con ironía-. Duncan prohibió al guardabosque…

- ¡Silencio! -exclamó John, aunque muy débilmente-. Cuando el sacerdote te pregunte si estás de acuerdo con el matrimonio, dirás que no.

- Pero…

- Tu negativa creará desconcierto entre los normandos -continuó el anciano, haciendo caso omiso de la protesta de la joven. Su voz era un fiel reflejo del deterioro de su cuerpo y sus ojos ardían con una determinación que rozaba la locura-. Duncan y sus reevers acabarán con esos bastardos y tú te casarás con él cuando la sangre aún esté fresca en el altar.

- No puedes estar hablando en serio -susurró Meg.

Aturdida, miró a Duncan y se dio cuenta de que no encontraría apoyo en él. Los ojos del escocés sólo mostraban la dura resolución de llevar a cabo aquel temerario plan.

- Duncan es mi hermanastro -repuso la joven con urgencia-. Por eso rechazó la Iglesia nuestra unión hace seis años.

Durante un largo momento, sólo reinó el silencio, apenas perturbado por la rápida y débil respiración de un hombre que se aferraba a la vida.

Entonces Duncan miró al anciano.

- Díselo -le pidió lord John.

Reticente, el escocés volvió a girarse para enfrentarse a los intensos ojos verdes.

- Tan sólo somos primos, pequeña. Y eso, en el mejor de los casos.

- ¿Cómo puedes decir eso? -replicó ella-. Eres el hijo de mi padre. Cualquiera que no esté ciego lo sabe.

- Sí, soy su hijo. Pero tú no eres su hija.

Meg dio un paso hacia atrás antes de poder controlar el impacto que le causó la noticia. Pero, reponiéndose al instante, se irguió y adoptó una pose orgullosa.

- ¿Qué quieres decir? -preguntó tensa.

John habló antes de que Duncan pudiera explicarse.

- Tu madre estaba embarazada cuando nos casamos -anunció sin rodeos-. Puede que seas la hija bastarda de mi hermanastro o la hija de un mozo de cuadra. Ya da igual, esa bruja murió hace tiempo.

- No te creo -protestó Meg a duras penas-. Puede que engañes a la Iglesia y a Duncan, pero no a mí.

El anciano intentó incorporarse con dificultad, pero tuvo que conformarse con colocarse de lado para enfrentarse a la mujer cuyo nacimiento había supuesto la mayor afrenta que había sufrido.

- Mírame, bruja glendruid -ordenó bruscamente-. Es hora de que conozcas la verdad. Tú no llevas mi sangre; Duncan, sí. Y a pesar de las intromisiones de los reyes ingleses y la maldición de los glendruid, mi hijo heredará mis tierras.

En ese instante, Meg supo en lo más hondo de su ser que lord John no mentía. Por un momento se vio incapaz de respirar y luchó contra el hielo que se condensaba bajo su piel al punto de hacerla estremecerse.

Siempre había sabido que su padre apenas podía soportar verla y ahora sabía el porqué.

- Tu hijo sólo heredará muerte -afirmó Meg con voz suave y nítida.

- ¡No escucharé tus maldiciones! -siseó John.

- ¿Maldiciones? No -adujo la joven con dureza-. Es sólo sentido común.

Meg se volvió entonces hacia Duncan, que la observaba con pesar.

- Lo siento, pequeña -se disculpó el escocés-. No quería que lo descubrieras así.

- Mi legitimidad o mi falta de ella no importa nada ahora mismo. Escúchame, tu padre está demasiado cerca de la muerte para preocuparse por lo que le ocurrirá a los vivos.

- Meggie…

Meg apoyó las manos sobre las caderas y lo interrumpió bruscamente.

- No trates de engatusarme, Duncan de Maxwell. ¡Estoy convencida de que debemos de estar unidos por la sangre, porque soy inmune a tu encanto escocés!

Una torva sonrisa sobrevoló el rostro de Duncan.

- Por eso me gustas tanto, Meggie. Seré un buen esposo para ti.

- ¡Maldita sea! -exclamó la joven entre dientes, sorprendiendo a los dos hombres-. Tu padre tiene la excusa de su grave enfermedad para explicar su falta de sentido común. Pero ¿cuál es tu excusa, Duncan? ¿Acaso la ambición nubla tu mente tanto como la proximidad de la muerte nubla la suya?

El escocés abrió la boca para responder, pero Meg continuó hablando con voz que sonaba furiosa y suplicante al mismo tiempo.

- El rey Henry no aceptará el asesinato de su barón y arrasará Blackthorne -añadió Meg-. La nobleza normanda…

- Cuando no están luchando entre ellos o conspirando contra el rey, centran sus esfuerzos en los celtas en el sur -la interrumpió Duncan, cortante-. Y recuerda que cada vez que han intentado tomar estas tierras han fracasado.

- Tampoco tenían razones para lograrlo; las tierras del sur son más fáciles de conquistar.

- Exacto. Ellos no…

- Sí. Lo harán -le rebatió-. ¡Tú les darás los motivos que necesitan!

- No más de los que tenían antes. Y entonces no fueron suficientes.

- Dime, Duncan -le espetó Meg en tono mordaz-, si un bandido te cortara el brazo derecho, ¿notarías su pérdida y buscarías venganza?

- Sí, pero yo no soy el rey inglés.

- Es bueno que seas consciente de ello. Es algo que hay que tener en cuenta cuando se planea la muerte de uno de los barones más poderosos del rey.

- Meggie.

- Los nobles normandos se pelean entre ellos porque no tienen nada mejor que hacer -continuó la joven sin detenerse-. Da muerte a Dominic le Sabre y les proporcionarás a esos bárbaros el mejor juego de todos: la guerra.

Duncan se encogió de hombros.

- Ganaremos ese juego.

- ¡No ganarás! Si yo lo sé, ¿por qué tú no?

- Tú eres la mujer más dulce que conozco y no entiendes de guerras. -Duncan sonrió-. Es otra de tus virtudes, Meggie.

- Ahórrate los cumplidos -le respondió tajante-. Yo no soy tan fácil de engañar. Ni tampoco lo es el rey de Inglaterra. ¡Cuando lleguen noticias a Londres de la matanza, el rey y sus barones se unirán y desatarán tal horror en estas tierras que todavía se hablará sobre ello dentro de mil años! Sólo dispones de doce caballeros…

- Dieciséis.

- … y unos pocos rebeldes que sirven para poco más que masacrar mujeres y niños.

- ¡Basta! -exigió Duncan.

- ¡No! ¡No pararé hasta que comprendas que no puedes vencerles!

Las manos de Duncan se cerraron sobre los hombros de Meg manteniéndola inmóvil, mientras sus palabras la golpeaban.

- Entiende bien esto -rugió-. Si te casas con ese bastardo normando, tendré que ver cómo mis derechos de nacimiento…

- ¡No! -gritó Meg-. La paz está por encima de cualquier derecho de nacimiento.

- … pasan a manos de otro hombre -continuó Duncan implacable- y con ello, también la hechicera glendruid de ojos verdes a la que los vasallos del castillo de Blackthorne aman más que a cualquier otra cosa, a excepción de Dios. Ésa, tanto como el rey de Inglaterra, es la razón por la que mi padre no te ha desheredado. Los vasallos habrían abandonado sus arados y se habrían ido de estas tierras como si se tratara de un lugar maldito.

Pálida y temblorosa, Meg intentó liberarse de la fuerza de las poderosas manos del escocés, pero él apenas notó su forcejeo.

- Entérate bien, lady Margaret, tendré tierras y una mujer noble para concebir mis hijos. Y no me importará matar a diez o a diez mil caballeros normandos para lograrlo.

Conmocionada, la joven se liberó del férreo agarre masculino. Desgarrada entre la comprensión de la necesidad de su amigo de la infancia por tener un lugar en una sociedad que no reservaba ninguno para los bastardos, y su seguridad de que su plan sería la ruina de las tierras y de los vasallos a los que amaba, Meg estudió a Duncan a través de las lágrimas que amenazaban con desbordar sus ojos verdes.

- Me estás pidiendo que lleve a la guerra al castillo de Blackthorne -susurró ella.

- Te estoy pidiendo que no te cases con el invasor de nuestras tierras. ¿Es tan grande el favor que te pido?

La única respuesta de la joven fueron sus lágrimas.

- No pidas favores a una bruja glendruid -estalló John con fiereza-. Yo te lo ordeno, Margaret. Yo soy el señor de este castillo y tú me perteneces tanto como cualquier cerdo que vague por mis bosques. ¡Me obedecerás o lamentarás el día de tu nacimiento tan a menudo y tan profundamente como yo lo hago!

- No te preocupes, Meggie -le dijo Duncan con suavidad, tirando de su larga trenza-. Me ocuparé personalmente de que no sufras ningún daño en la iglesia.

Meg cerró los ojos y se esforzó por no gritar expresando la furia que sentía ante las ambiciones de los hombres que la rodeaban. Que se ofreciera su vida y su cuerpo en nombre de la paz era un deber duro, aunque esperado. Pero que se la usara para empezar una guerra era algo que no podría soportar.

- No puedo hacer lo que me pedís -respondió.

- Lo harás -siseó el anciano-. Puedes ser la esposa de mi hijo o la puta de sus reevers, a mí eso me da igual.

- Lord John -empezó a decir Duncan con pesar.

- ¡Silencio! ¡Sería mucho mejor para ti casarte con cualquier campesina que hacerlo con una glendruid! Ante tu insistencia, acepté proponer a la bruja que se uniera a nosotros; pero se ha negado. Vete ahora y dile a tus rebeldes que se subleven y maten a…

- ¡No!-exclamó Meg-. Padre…

Yo no soy tu padre.

La joven respiraba con dificultad al tiempo que buscaba un modo de escapar de la trampa que Duncan y lord John le habían tendido. Angustiada, entrelazó sus dedos y los apretó con tanta fuerza que sus manos quedaron insensibles.

No se le ocurrió nada.

- Yo… -empezó a decir, pero su voz se quebró desvaneciéndose en el silencio.

Los dos hombres la observaban con ojos que no podía negar su parentesco, aunque eran sutilmente diferentes. Los de John, brillaban con un odio tan antiguo como la traición de su madre. En los de Duncan, se podía leer el anhelo de poseer lo que consideraba suyo por derecho.

- ¿Meggie?-la instó Duncan suavemente.

Ella inclinó la cabeza.

- Haré lo que deba hacer -susurró Meg.