Capítulo 17

- ¿Qué quieres decir con que no puedo entrar? -gritó Meg-. ¡Es mi esposo!

- Sí -le espetó Simon con violencia-. Un esposo que no deseas. Has estado en su contra desde que os casasteis.

- ¡Eso no es cierto!

Las joyas de los tobillos de Meg repiquetearon con controlada fiereza cuando intentó pasar rodeando a Simon. Pero él se movió con rapidez, bloqueándole la entrada a los aposentos de Dominic. En silencio, la joven se giró hacia el otro lado y avanzó como una flecha hasta que una mano cubierta con guantelete de malla se cerró dolorosamente alrededor de su muñeca, haciendo que se aferrara al asa de la cesta que llevaba.

- No pongas a prueba mi paciencia, bruja -le advirtió el normando con aspereza-. Sé lo que has hecho con esas extrañas plantas que recogiste en ese maldito lugar.

Meg lo miró asombrada.

- ¿De qué estás hablando?

- De veneno, bruja. ¡Has envenenado a mi hermano!

- ¡No! ¡Nunca haría eso! ¿Me oyes? ¡Nunca!

- Reserva tus mentiras para tu amante, Duncan de Maxwell -rugió Simon.

Meg se mordió el labio reprimiendo un grito de dolor. La fuerza con la que el normando aferraba su muñeca amenazaba con hacerle caer de rodillas y ni siquiera podía respirar normalmente, pues después de acabar de atender a Adela, había vuelto corriendo al castillo empujada por un miedo que nunca había sentido estando despierta.

- He ido a tus aposentos y he comprobado el escondite secreto -continuó Simon implacable-. La poción que guardaste allí ya no está.

- Me la llevé conmigo -se apresuró a explicarle Meg-. Sabía que Adela estaría débil y temía que la matrona le hubiera dado demasiada medicina para aliviar el dolor, ralentizando así el parto. La poción que preparé hubiera contrarrestado ese efecto.

Simon miró los anhelantes ojos de Meg y deseó aplastarla con sus propias manos. Sólo la certeza de que Dominic, si es que sobrevivía, nunca le perdonaría que hubiera matado a su esposa, refrenaba su furia.

- Mientes muy bien -la acusó entre dientes.

- Te equivocas. Miento muy mal -replicó Meg-. Pregúntale a quien quieras. Y ahora déjame entrar. Si Dominic está enfermo, yo puedo ayudarle.

- No. No te acercarás a él mientras yo viva.

La joven reprimió el deseo de gritar; sabía que así no conseguiría nada, excepto liberar la rabia que Simon contenía a duras penas. Intentando tranquilizarse, respiró hondo varias veces hasta estar convencida de que podría hablar de forma calmada a pesar de la salvaje urgencia que dominaba cada vez con más fuerza su mente.

- Por favor -susurró, sintiendo que su corazón iba a estallar de angustia-. Te lo suplico, déjame pasar. Harry me ha dicho que llegasteis al castillo a todo galope.

- ¿Y qué más te ha contado? -inquirió él con brusquedad.

- Que Dominic era incapaz de hablar y que Thomas y tú tuvisteis que traerle a sus aposentos -continuó Meg-. No sabe nada más, pero según un sirviente corre el rumor de que le golpeaste demasiado fuerte en el combate.

- Ten cuidado con lo que dices, maldita bruja.

Maldita.

Bruja.

Al escuchar sus duras palabras, Meg se dio cuenta de que el normando no le dejaría ver a Dominic por mucho que se lo suplicara.

- ¿Y por qué debería medir mis palabras? -gritó desesperada-. ¿Acaso no quieres que le ayude para que muera y así poder quedarte con su herencia?

La acusación fue tan inesperada que Simon no pudo reaccionar, y la joven aprovechó la ligera debilidad del normando para seguir atormentándolo.

- Escúchame, Simon -explotó, liberándose de su mano-. ¡Demoleré Blackthorne Keep piedra por piedra con mis propias manos y envenenaré el pozo de agua antes de permitir que te beneficies por la repentina muerte de tu hermano!

- Calla, bruja -la amenazó-. Si fueras un hombre ya habrías muerto por acusarme así.

La voz de Simon le recordó a Meg la de Dominic cuando estaba furioso. En cualquier otro momento se habría doblegado y acobardado ante la ira de aquel hombre; pero su esposo se estaba muriendo y no importaba nada más. Debía salvarlo. Ya no podía imaginar un mundo sin él. No podía.

Con dedos nerviosos se desabrochó parcialmente la túnica y le mostró la cruz de oro que había pertenecido a su madre y que ahora descansaba sobre la fina piel de su escote.

- ¿Acaso una bruja llevaría esta cruz? -le espetó-. Respóndeme, ¿la llevaría?

- No -reconoció él después de un prolongado silencio, mientras volvía a poner en su sitio la túnica de la joven con mano respetuosa.

Meg esperó, pero el normando no mostró ninguna intención de apartarse.

- Déjame pasar, por favor -suplicó-. Ahora soy su única posibilidad de salvación.

Simon se mantuvo en silencio sin dejar de observar con curiosidad a la mujer de extraordinarios ojos verdes que se enfrentaba a él sin miedo. Desde su llegada a Blackthorne, los vasallos comentaban a cualquiera que les quisiera oír el toque mágico que tenía Meg con los enfermos y heridos. La llamaban la hechicera glendruid, pero entre sus pechos reposaba un colgante con forma de cruz.

Y ahora Dominic yacía prácticamente muerto.

Simon nunca había temido por la vida de su hermano. Ni siquiera cuando Dominic cambió su vida por la de doce caballeros y fue hecho prisionero por un sultán cuya crueldad era legendaria.

Pero ahora sentía que el miedo a perderlo congelaba sus venas.

- Si no consigues salvarlo -le advirtió con voz áspera-, te mataré con mis propias manos en el mismo instante en que Dominic exhale su último aliento. -Hizo una pausa-. Lo juro.

- Que así sea. -Meg asintió, sellando su destino.

Al escucharla, Simon no pudo ocultar la sorpresa que se dibujó en su rostro. Esperaba muchas cosas de la bruja con la que se había casado su hermano, pero no que aceptara sin inmutarse el peligro que aquella situación implicaba para ella.

Desde luego no le faltaba coraje.

Con ese pensamiento en mente, se apartó y, antes de que pudiera volver la vista, Meg ya había entrado en la caldeada estancia y se estaba inclinando sobre la cama.

- Casi no respira -susurró Meg. Angustiada, tocó con suavidad la piel de su esposo y se le hizo un nudo en la garganta-. Dios mío… está helado.

Reclinándose un poco más sobre Dominic, inhaló el aire que él acababa de exhalar y entonces sintió que la calma invadía su cuerpo. Forzó una exhalación desde lo más profundo de sus pulmones y respiró hondo de nuevo.

Simon se mantuvo inmóvil apoyado sobre la puerta cerrada y escuchando el sonido que producían las joyas de Meg, vibrando y murmurando entre ellas como si se estuvieran lamentando por su señor moribundo.

Poco a poco, la joven se fue enderezando mientras apartaba los mechones que se habían escapado de su trenza durante la carrera hacia el castillo.

- ¿Milady? -la llamó Eadith desde detrás de la puerta-. Aquí tenéis el agua y la túnica que me pedisteis.

- Sal a por las cosas y no la dejes entrar -murmuró Meg-. Si los reevers se llegaran a enterar de que Dominic está enfermo…

Simon ya se había dado la vuelta antes de que la joven terminara la frase. Entreabrió apenas la puerta para coger lo que Eadith llevaba, y después cerró la gruesa madera de un golpe apagando las persistentes preguntas de la indiscreta doncella.

- Coloca el cuenco y la túnica al lado de la chimenea -le ordenó Meg-. Y date la vuelta mientras me cambio.

Sin molestarse en comprobar si Simon la estaba mirando o si efectivamente se había vuelto de espaldas, la joven se quitó la túnica que llevaba y la tiró al fuego al tiempo que susurraba un viejo cántico. Echó una mezcla de hierbas y jabón en el cuenco y se aseó deprisa pero con eficacia, sin dejar de entonar un milenario cántico. Cuando por fin el agua se llevó el dolor de Adela que se había quedado impregnado en su piel, se puso la nueva túnica ritual y se giró.

Simon estaba de espaldas.

- He terminado. Ahora cuéntame qué ha pasado -le instó Meg-. Piénsalo detenidamente pero date prisa, porque la vida de Dominic pende de un hilo. Si le doy la medicación incorrecta morirá seguro; incluso es posible que fallezca aunque le dé la apropiada. ¿Cuándo te diste cuenta de que no se sentía bien?

El normando se giró para enfrentarla y, al verla, tragó aire sorprendido, no por sus palabras, sino por las lágrimas plateadas que caían silenciosamente por sus mejillas.

- Al salir de la cabaña de Harry -empezó Simon-, Dominic comentó que la luz le parecía tan brillante como la de Jerusalén, pero el cielo estaba completamente nublado.

Meg escuchaba atentamente con los labios tensos.

- Entonces fue cuando empezó a tambalearse y a hablar como si estuviera borracho -continuó el normando.

La joven desechó la idea con un movimiento brusco de la mano. No le cabía la menor duda de que su esposo nunca perdería el control a causa de la cerveza.

- Tropezó varias veces y, si no le hubiera sujetado a tiempo, habría caído al suelo. -Hizo una pausa, recordando-. Había algo extraño en sus ojos…

- ¿Qué quieres decir -le interrumpió la joven bruscamente.

- Tenía las pupilas tan dilatadas que sus ojos parecían tan negros como los míos.

- ¿Comió o bebió algo mientras estuviste con él?

- ¿Comida? No. Últimamente sólo come contigo. Pero sí tomamos una jarra de cerveza. -Los labios del normando dibujaron una mueca al recordar el sabor-. Era bastante fuerte.

- ¿Bebisteis de la misma jarra?

- No.

- ¿Qué pasó después?

- Dominic dijo que se iba a sus aposentos para quitarse el mal sabor de boca y fue entonces cuando descubrió que habías escapado.

- ¿Y dices que tu cerveza también tenía un sabor agrio?

- Sí.

- ¿Pero no sentiste en ningún momento mareos, ni languidez? ¡Ni siquiera te molestaba la luz en los ojos?

- Me siento bastante cansado por haber entrenado con tanta dureza, pero… -pareció extrañado-…las costillas no me duelen tanto como yo esperaba.

Meg cerró los ojos ante el temor que se estaba apoderando de su corazón. La botella que había desaparecido contenía suficiente medicación como para matar a un gran número de hombres. Estaba claro que Simon no había bebido la dosis necesaria para que le afectara, pero Dominic sí lo había hecho.

- Entérate de si alguno de los soldados tiene los mismos síntomas de tu hermano. Rápido -le apremió Meg-. Me temo que la cerveza estaba envenenada.

El normando se quedó paralizado durante un segundo; después se dirigió con rapidez a la puerta y la entreabrió lo justo para poder sacar la cabeza. El escolta de Dominic no se había movido de su sitio y Jameson, el escudero, estaba sentado en el suelo al final del pasillo con la cabeza entre las manos y el miedo reflejado en su joven cara.

Mientras Simon daba órdenes entrecortadas, la joven sacó el antídoto de su cesta junto con un pequeño cuenco. Destapó la botella y echó una pequeña cantidad en el cuenco, añadiéndole un poco de agua. Cuando empezó a tapar el recipiente, titubeó, pensando que su esposo requería más medicina pues era un hombre extremadamente alto y fuerte. Añadió algunas gotas más de la poción ámbar, y después de eso algunas más, antes de dejar el cuenco sobre la mesa y concentrarse en el hombre que yacía inmóvil en la cama.

- Dominic -dijo Meg con voz clara y autoritaria-. Levántate. ¡Tu hermano está en peligro!

No hubo respuesta por parte del enfermo y ni siquiera se alteró su respiración, lenta y superficial.

- ¿Estoy en peligro? -preguntó con calma Simon, que se había acercado hasta quedar a la espalda de la joven.

- No. Pero si algo pudiera arrancarlo de su inconsciencia, sería creer que tú puedes morir. Eres lo único que le importa en el mundo.

El normando, sorprendido de sus palabras, se limitó a observarla mientras ella se inclinaba sobre su hermano y lo sacudía sin conseguir nada.

La mano de Meg se alzó de pronto sin previo aviso, y el sonido de su palma estrellándose contra el rostro de Dominic resonó como un trueno en la habitación. Simon dio un paso para detenerla pero logró controlarse. Por mucho que le disgustara ver cómo golpeaban a su indefenso hermano, no se le ocurría nada mejor para despertarlo.

- Dominic -gritó la joven, abofeteándole de nuevo-. Escúchame. ¡Tienes que despertar! ¡Simon ha sido traicionado! ¡Te necesita!

Por un momento, Meg pensó que su esposo se había movido ligeramente, pero no podía estar segura. Con los ojos llenos de lágrimas, levantó la mano y volvió golpearle.

- ¡Tu hermano está herido! ¡Han sitiado la fortaleza! ¡Despierta ahora o nunca tendrás un hijo!

La mano de Dominic se movió entonces como si quisiera alcanzar una espada, pero, casi al instante, cayó inerte. Conteniendo la respiración, Meg esperó otras señales de respuesta.

No hubo ninguna.

- No sirve de nada -murmuró desolada-. Está demasiado lejos para que mis palabras lo alcancen.

A su espalda se oyó una frase blasfema.

- Rápido -ordenó Meg sin quitar la vista de Dominic-. Incorpórale para que pueda beber.

Simon se colocó al otro lado de la cama y levantó la cabeza, de su hermano. Sin perder tiempo, la joven le llevó el cuenco a la boca y lo inclinó, pero el preciado líquido se derramó por las comisuras de los labios del enfermo. Desesperada, Meg lo intentó de nuevo sin obtener resultados.

- Basta -dijo Simon con aspereza, volviendo a dejar a su hermano sobre la cama-. Así no conseguiremos nada.

La joven no se molestó en responder. Introdujo dos dedos en la boca de Dominic, hizo que la abriera levemente y vertió dentro un poco de la poción, que se derramó de nuevo.

- ¡Ha tragado! -exclamó Simon con entusiasmo.

- Sí, pero se desperdicia demasiada medicina; y sólo dispongo de la que hay en la botella.

- ¿Cuánto tiempo se tarda en hacer más?

- Quince días. Las plantas tienen que crecer. Sólo dejé las hojas suficientes para mantener vivas las raíces.

- Maldición -masculló-. ¿Estás segura?

La iónica respuesta de Meg fueron sus lágrimas, que cayeron de forma lenta y silenciosa por sus mejillas. El saber que con Dominic moría una parte de su propia alma y la única esperanza de paz para Blackthorne le desgarraba sin piedad las entrañas.

Dios mío, no puedes dejarlo morir ahora. No cuando empiezo a amarlo, no cuando puede traer la paz a estas tierras y a mi corazón. Hemos sufrido demasiados años de odio y guerras. Es hora de paz de buenas cosechas, de bebés. ¡Oh Dios! No podré seguir viviendo sin él.

Sin dejarse vencer por el desánimo, goteaba con infinita paciencia más medicina a la boca de Dominic… y volvía a salir.

Maldiciendo, Simon se quitó los guantes, los tiró al suelo, y empezó a pasearse de un lado a otro como un lobo enjaulado.

- Piensa -dijo con impaciencia-. Tiene que haber una forma de que se la trague. Una cuchara, ¿quizás?

- Manda traer una. -Pero no había verdadera esperanza en su voz. Dominic necesitaba tomar más medicina con urgencia y no creía que la cuchara les ayudara. Entonces, de pronto, recordó la forma en la que él le daba de beber.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Meg. El antídoto era muy fuerte. Sólo tenerlo en la boca entrañaba un riesgo terrible, y si lo tragaba, probablemente moriría.

Pero si no hacía algo, y rápido, Dominic no vería otro amanecer.

- Espera Simon, quédate conmigo. -Alarmado, el normando se giró hacia ella-. Ayúdame a levantar a tu hermano.

Con ayuda del normando, Meg pasó un brazo por detrás de los hombros de su esposo, haciendo que la cabeza de Dominic reposara en la parte interior de su brazo.

- Sujétale la cabeza para que quede un poco inclinada -le indicó la joven-. No, no tanto. Como si estuviera mirando el horizonte. ¡Sí! Mantenlo ahí.

Cualquier sospecha que Simon pudiera haber tenido sobre él brebaje que Meg quería administrar a su hermano, se desvaneció cuando ella misma se llevó el cuenco a los labios. No se lo tragó. Simplemente le abrió la boca a su esposo otra vez, posó sus labios sobre los suyos y le dio a beber unas gotas del preciado líquido.

Y por fin, Dominic tragó.

- ¡Sí! -exclamó Simon emocionado-. ¡Lo has conseguido!

Sin perder ni un segundo, la joven repitió la operación una y otra vez hasta que el cuenco quedó vacío.

Cuando Simon observó asombrado el cuidado y la ternura con la que Meg le daba a Dominic la medicina, admitió calladamente que la había juzgado mal. Sus lágrimas y sus acciones no dejaban lugar a dudas de que quería salvarlo sin importarle su propia vida.

De hecho, si no hubiera estado seguro de que el matrimonio no se había consumado, habría jurado que entre su hermano y Meg había algo que iba mucho más allá del afecto. Incluso por un instante, creía haber llegado a ver en los bellos ojos femeninos un brillo de… amor.

- Su respiración parece más lenta que antes -dijo ella de pronto, alarmada.

La esperanza que había estado albergando Simon se quebró al darse cuenta de que Meg tenía razón. La respiración de Dominic sin duda se estaba ralentizando.

- ¡No he llegado tiempo! ¡Dios mío, no he llegado a tiempo! -Llena de angustia, arrojó el cuenco al suelo y sacudió a su esposo por los hombros-. ¡Tienes que respirar! ¡Debes hacerlo!

Completamente desesperada, se inclinó de nuevo sobre él y susurró:

- Toma mi aliento. Tómalo. -Selló la boca de Dominic con la suya e hizo que el oxígeno de sus pulmones pasara al cuerpo de su esposo, tapándole la nariz con su mejilla. Después alzó la cabeza, tomó aire y lo forzó a entrar en la boca de su esposo, repitiendo la misma acción sin parar.

Simon sujetó el cuerpo inerte y contempló asombrado durante largos minutos la firmeza y el tesón con el que Meg luchaba por cada bocanada de aire que Dominic tomaba. A excepción de su hermano, nunca se había topado con tal determinación y ni siquiera había creído que pudiera existir.

De pronto, Simon sintió que Dominic se movía casi al mismo tiempo que lo hizo Meg. Tras ofrecerle un último aliento, ésta se arrodilló en el suelo y posó la mejilla sobre el pecho de su esposo, temblando con un esfuerzo que parecía más mental que físico.

- ¿Respira? -preguntó la joven entre jadeos.

- Sí. Con cierta dificultad, pero cada vez más profundamente.

Meg cogió aire casi sollozando y elevó la cabeza. Dominic estaba menos pálido ahora. Le tocó la mejilla y comprobó que su piel, antes gélida, estaba entrando en calor. Sin embargo, todavía respiraba con una debilidad que resultaba dolorosa.

La joven observaba los pequeños avances con inquietud, sabiendo que el antídoto tenía que haber hecho más efecto. Estaba hecho con nuevas hojas y era mucho más eficaz que el que había preparado el pasado verano.

De pronto, el sonido de la puerta abriéndose hizo que ambos se sobresaltaran.

- Milord -anunció el escudero de Dominic desde el umbral-. Algunos de los caballeros están un poco aturdidos, pero ninguno se queja. Lo único que dicen es que la cerveza estaba más fuerte de lo normal.

El normando dirigió una mirada inquisitiva a su cuñada.

- Si estuvieran en peligro ya habrían manifestado síntomas -se limitó a decir Meg sin dejar de mirar a Dominic.

- Vuelve a tu puesto -le ordenó Simon a Jameson-. Si necesitamos algo más, te llamaremos.

- ¿Milord? -titubeó el escudero, preocupado.

- Dominic está mucho mejor -le aseguró Simon, mostrando una falsa sonrisa-. Anuncia a los vasallos que su señor estará completamente recuperado mañana.

- Gracias, milord. -El alivio de Jameson fue evidente. Empezó a darse la vuelta para marcharse, pero en el último momento vaciló-. Casi lo olvido. Sir Thomas desea saber si debe ordenar bajar el puente levadizo al amanecer.

- No. -El tono de Simon no admitía réplicas-. Nadie debe entrar ni salir.

- ¡Sí, milord! -El escudero se retiró con más premura que formalidad, bajo la atenta mirada de su señor.

Cuando el normando volvió su atención a Meg, pudo leer el miedo en la lividez de su rostro. Tenía la mano posada con suavidad sobre el corazón de Dominic, pero no era la respiración de éste lo que realmente la asustaba.

- No es suficiente -gimió la joven-. Morirá antes de que se despierte. Debo correr el riesgo y dárselo todo.

- ¿Qué quieres decir? ¡No hagas ninguna locura!

Haciendo caso omiso de sus palabras, Meg se levantó deprisa y, al tratar de alcanzar la pequeña botella con el antídoto, golpeó con los pies el cuenco que había arrojado antes al suelo. Cogió el frío metal, lo llenó de agua hasta la mitad y vertió el brillante líquido ámbar de la botella hasta que no quedó ni una gota.

Al volver al lado del enfermo, Simon se hizo a un lado para dejarle más espacio. Con sumo cuidado, la joven deslizó la yema del dedo por la boca de Dominic, que esta vez se abrió con más facilidad. Meg llevó el cuenco que contenía el potente brebaje a sus propios labios, y después se inclinó sobre su esposo, dándole de beber de la misma forma que antes.

Tras el primer trago abrasador, el barón admitió la bebida con avidez, debido a que estaba combatiendo el veneno con cada latido que aceleraba el antídoto a través de su cuerpo.

Cuando Meg le dio a beber el último trago, se entretuvo con las últimas gotas. Dominic le había enseñado a disfrutar de la intimidad de aquel acto, así que ejerció una suave presión con la lengua sobre la suya en lo que fue una suave caricia, le dio la última gota del brebaje y luego se incorporó.

Alzó sus ojos llenos de esperanza hacia Simon y, al darse cuenta de que la observaba con una mezcla de compasión y sorpresa, enrojeció. Aturdida, se dirigió en silencio al aguamanil, se enjuagó la boca meticulosamente y después hizo lo mismo con el cuenco.

A pesar de que Meg había tenido cuidado, se había filtrado en su propio cuerpo suficiente cantidad del potente brebaje como para que le resultase imposible mantenerse quieta. Caminaba de un lado a otro de la habitación con una rapidez que hacía repicar las joyas doradas y, cuando aquello ya no fue suficiente para calmarse, cogió la pesada botella y la hizo rodar entre las palmas de sus manos.

Después de unos minutos, Simon miró a Meg interrogándola con la mirada.

- ¿Y ahora qué? -dijo sin poder seguir guardando silencio durante más tiempo.

- Sólo podemos esperar -respondió la joven entre jadeos.

- ¿Hasta que…?

- Hasta que gane una de las dos medicinas.

El normando observó la botella entre las manos femeninas. El poco cuidado con el que Meg la sostenía era muestra evidente de que no quedaba nada de valor en ella.

- ¿Cuándo lo sabremos?

- No podría decirlo -susurró-. Cualquier hombre más débil ya habría muerto dos veces.

- ¿Dos veces?

- Sí -afirmó tajante-. Una vez por el veneno y otra por el antídoto para contrarrestarlo. Se trata de un estimulante muy potente.

- ¿Por eso estás andando de un lado a otro sin parar? -Cuando Meg asintió con la cabeza, Simon se alarmó-. ¿Estás en peligro?

- No lo sé. Pero si Dominic despierta y yo no estoy… -Las palabras de Meg se detuvieron con brusquedad-. Dale agua hasta que no pueda beber ni una gota más. Eso ayudará a eliminar el veneno de su organismo.

Simon se alejó del lecho de su hermano y se acercó rápidamente a la joven.

- ¿No hay nada que puedas tomarte?

- No. No soy tan fuerte como Dominic. Yo perdería en la lucha entre las dos medicinas más potentes que conoce mi pueblo.

Cuando Meg vio que Simon fruncía el ceño manifestando su preocupación, sonrió a pesar de que el brebaje la obligaba a respirar demasiado rápido.

- No te preocupes. El estimulante… pierde fuerza… enseguida. -Las palabras entrecortadas y la agitada respiración de la joven no ayudaron al normando a tranquilizarse.

- Tendrías que haberme pedido que le diera yo la poción a Dominic. ¿O acaso esa forma de dárselo es un secreto glendruid?

Meg se rió de forma extraña y caminó aún más rápido, haciendo que las joyas resonasen con más furia.

- ¿Glendruid? No, fue Dominic quien me enseñó. -Simon la miró asombrado-. Mi esposo desea un hijo por encima de todo y planea mi seducción hasta el más mínimo detalle.

Se produjo un silencio mientras la joven se daba la vuelta para volver a caminar a lo largo y ancho de la habitación. Hablaba de una manera rápida y casi brusca, del mismo modo que andaba.

- Pero no depende de mí el darle o negarle un hijo. Cuando Dominic entienda eso, me odiará como nunca antes un hombre ha odiado a una mujer. -Hizo una pausa mientras el sonido de las joyas erizaba el vello de la nuca de Simon-. Glendruid. Maldición y esperanza unidas. Todas las mujeres de nuestro clan han cargado con la maldición y ninguna con la esperanza.

Antes de que el normando pudiera responder, Meg comenzó a respirar entre jadeos y a dar pasos cada vez más cortos hasta que se paró temblando visiblemente. El estimulante corría por sus venas como si fuera fuego.

Al ver el estado en que se encontraba, Simon se apresuró a ir a su lado y la sostuvo cuando estuvo a punto de caerse entre angustiosos gemidos.

- Perdóname, Meg -le pidió con voz tensa al comprender lo mucho que se había equivocado juzgándola-. Pensaba que querías que Dominic muriese. Y sin embargo, has arriesgado tu vida para darle una oportunidad a él.

La joven no le escuchaba. Su cuerpo empezó a sufrir convulsiones y Simon intentó sujetarla para que no se hiciera daño. Ella forcejeó con fuerza durante un instante, pero enseguida dejó de luchar. El ataque había terminado tan rápido como había empezado. Tembló con violencia una última vez y se desplomó en los brazos de su cuñado.

- ¿Meg? -Simon necesitaba asegurarse de que estuviese bien.

- Lo peor ha pasado -afirmó ella en voz baja.

De pronto se escuchó un débil sonido proveniente de la cama y Meg se liberó del apoyo que le ofrecía Simon, dirigiéndose tambaleante al lado de su esposo.

- ¿Dominic? -dijo con urgencia.

Él abrió los ojos pero no la vio. Parecía atormentado y de sus labios salían sonidos graves e incoherentes.

Al escucharlo, Meg soltó un grito de angustia.

- Dios mío, la poción le ha hecho perder el juicio.