Capítulo 15
Meg recorrió el castillo con el recipiente que contenía la preciosa poción, bien tapado y sujeto con ambas manos, hasta que llegó a sus aposentos. En circunstancias normales habría dejado madurar el antídoto en algún lugar oscuro del herbario, pero temía perderlo de vista.
Con una mezcla de irritación y diversión, Dominic observó cómo Meg abría un panel oculto en la mampara de madera que dividía sus aposentos en un dormitorio y una pequeña sala. La joven guardó el recipiente en el hueco secreto, cerró el panel y dejó escapar un largo suspiro de alivio.
- ¿Le dirás a alguien dónde está la botella? -preguntó con ansiedad, girándose hacia el silencioso hombre que había seguido cada uno de sus pasos desde el herbario.
Dominic se encogió de hombros y cerró la puerta tras él.
- ¿Tanto importa?
- Si le ocurre algo a esa poción, no podré volver a preparar más hasta dentro de dos semanas. Y para entonces, puede que sea demasiado tarde.
- ¿Por qué? ¿Para qué es?
Meg pensó con rapidez, preguntándose cuánto podía contarle a Dominic sin romper la promesa de silencio que le había hecho a Gwyn. Tras una breve vacilación, habló midiendo sus palabras con cuidado, ya que no le gustaba mentir.
- Algunas de las medicinas que preparo podrían llegar a matar si no se administran de forma correcta. Eso… -la joven señaló hacia el lugar donde había ocultado la botella-…es un antídoto para la poción más fuerte que conozco para el dolor. Después de que lord John muriera, hice un nuevo lote de esa medicina, así que es prudente preparar también el antídoto.
- ¿Para quién?
- No te entiendo.
- Lord John está muerto. ¿Para quién preparaste una medicina tan peligrosa?
Aquella pregunta tan directa hizo que Meg se estremeciera. De nuevo, volvió a escoger sus palabras con extremo cuidado, desvelando sólo parte de la verdad.
- He observado que los entrenamientos de tus soldados son muy violentos. Tarde o temprano, uno de tus hombres herirá a otro. Ahora ya estoy preparada para ayudarles.
Durante un largo minuto, Dominic estudió los bellos ojos verdes que lo contemplaban con una ansiedad apenas disimulada. Sospechaba que le estaba ocultando algo, pero no había modo alguno de averiguar de qué se trataba.
- No se lo diré a nadie, a excepción de Simon -dijo él finalmente.
- Por favor, asegúrate de que no se lo diga a nadie más.
El normando asintió antes de dirigirle una inquietante sonrisa.
- Ya me debes dos favores, esposa.
Las mejillas de Meg se sonrojaron ante la mezcla de sensualidad y el triunfo que destilaba la sonrisa masculina.
- Sí. -Nerviosa, se volvió para ocuparse del fuego.
Dominic observó la gracilidad de los movimientos de la joven al inclinarse sobre el hogar para remover las brasas y sintió cómo su cuerpo se tensaba de deseo al punto del dolor. Cuanto más tiempo pasaba con su esposa, más impaciente estaba por hacerla suya.
- Eadith apenas se gana su sustento -señaló con voz dura. Era evidente por la destreza de Meg, que era ella misma quien se ocupaba del fuego en sus aposentos.
- ¿A qué te refieres?
- Tu doncella parece dedicar poco tiempo a cumplir con sus tareas.
- Es más fácil hacer algunas cosas por mí misma que tener que avisar a uno de los sirvientes. En cualquier caso, Eadith no hubiera sido nunca mi doncella si vivieran su padre o su esposo. Así que evito herir su orgullo siempre que me es posible.
- Sé lo que le pasó a su familia, pero ¿qué ocurrió con sus tierras? -se interesó él.
- Lo mismo que a toda Inglaterra: el rey William o sus hijos las tomaron y las dividieron entre los normandos.
Dominic escuchó con atención, sin embargo, no descubrió ningún rastro en la voz de su esposa del odio que había percibido en Eadith cuando hablaba de los normandos; un odio que más de uno de los sirvientes del castillo compartía. Ni tampoco escuchó la negativa a aceptar que él era el nuevo señor de Blackthorne que había sido evidente en la voz de Duncan. La joven se había limitado a relatar los hechos tal y como habían tenido lugar y ni siquiera alzó la mirada del abollado recipiente de latón donde se guardaba la madera para el fuego.
- ¿No odias tú a los normandos como lo hacen los habitantes del castillo? -inquirió con curiosidad.
- Algunos de ellos son atroces, sanguinarios y crueles -afirmó Meg sin rodeos mientras escogía una rama de roble.
- También se podría decir lo mismo de los escoceses o de los hombres que luchan en Tierra Santa.
- La crueldad no conoce ninguna frontera -reflexionó ella, al tiempo que observaba pensativa cómo unas diminutas llamas lamían la madera que acababa de colocar en la chimenea.
Después de un largo silencio, Dominic se acercó a la cama y cogió las largas cadenas de oro de las que colgaban diminutos cascabeles.
Atraída por el dulce sonido, Meg se volvió hacia él.
- ¿Qué es eso?
- Un regalo para ti.
La joven se puso en pie y se acercó al normando, cautivada por el melodioso tintineo.
- ¿De verdad? -preguntó sorprendida.
- ¿Las llevarás por voluntad propia o tendré que exigírtelo a cambio de uno de los favores que me debes?
- Oh, no. Son preciosas. Por supuesto que me las pondré.
- Pero no llevas el broche que te regalé -insistió Dominic.
- Las glendruid sólo podemos llevar plata antes de casarnos.
El barón miró de forma significativa el vestido de Meg, que carecía de cualquier adorno.
- Ahora estás casada.
Sin decir palabra, la joven desabrochó lentamente los lazos delanteros de su vestido, para poder mostrarle que el broche estaba sujeto en el borde del corpiño de su ropa interior, justo entre sus senos.
- Siento envidia de mi regalo -comentó Dominic sin apartar la vista del escote de Meg.
Desconcertada, la joven miró a aquel extraño que se había convertido en su esposo por orden del rey.
- ¿Envidia, milord?
- Sí. Me gusta el sitio que has elegido para ponértelo.
El rubor se extendió por las mejillas de Meg, mientras, con cierta torpeza, volvía a abrocharse el vestido bajo la atenta mirada de Dominic. Nerviosa, se aclaró la garganta y señaló las largas y delicadas cadenas que él sostenía en la mano, tratando de ignorar la inquietante sonrisa masculina.
- ¿Cómo debo ponérmelas? -preguntó, curiosa.
- Te lo mostraré. -Con una agilidad impropia de un hombre de su tamaño, se sentó sobre sus talones frente a ella-. Apoya tu pie sobre mi muslo -le indicó.
Vacilante, la joven obedeció y soltó un gemido de asombro cuando unos largos y cálidos dedos se cerraron con delicadeza alrededor de su tobillo. Antes de que pudiera apartar el pie, la mano de Dominic lo sujetó con firmeza, estabilizándola y refrenándola a un tiempo.
- Tranquila -le dijo en voz baja-. No hay nada que temer.
- Es bastante perturbador -comentó Meg, agitada.
- ¿Que te toquen?
- No. Darme cuenta de que un hombre al que conozco sólo desde hace unos días tiene derecho a tocarme como desee y cuando le plazca.
- Perturbador… -repitió Dominic, pensativo-. ¿Te doy miedo? ¿Es por eso por lo que huiste al bosque?
- Sé que sentiré dolor cuando me hagas tuya, pero ya te he dicho que fui al bosque por otra razón.
- Entonces, ¿sólo fuiste allí por la poción?
- Sí.
Los pequeños cascabeles sonaron levemente cuando Dominic rodeó el tobillo de Meg con una de las cadenas y abrochó el cierre. Después, comprobó que estuviera bien cerrado y deslizó la palma por la suave piel de su pierna. La joven tomó aire de forma audible y la sutil sacudida de su cuerpo hizo que las joyas emitieran un melodioso susurro.
- ¿Por qué crees que sentirás dolor cuando te posea? -preguntó Dominic, acariciándola lentamente-. ¿Te hizo daño algún hombre al acostarte con él?
Meg volvió a tomar aire bruscamente.
- Te di mi palabra de que eres el único que me ha tocado y la mantengo. Pero Eadith siempre dice que no hay ningún placer en estar con un hombre.
La mano de Dominic se detuvo por un momento, y luego retomó las lentas y delicadas caricias.
- Sin embargo, tu doncella no pierde oportunidad de ofrecer su cuerpo a mis soldados -señaló mordaz.
- Es por obligación, no por placer. Está buscando un esposo, al igual que tú buscas un heredero.
Dominic era un estratega demasiado bueno como para negar la verdad. Así que la esquivó distrayendo y desconcertando a su oponente.
- ¿Te gusta que te acaricie? -dijo en voz baja, apretando la pantorrilla de Meg con sensual cuidado.
La joven se quedó sin respiración.
- Yo… Creo que sí. Es extraño.
- ¿Qué es extraño?
- Tu mano es muy grande y fuerte. Haces que me sienta frágil en comparación contigo.
- ¿Eso te asusta?
- Debería.
- ¿Por qué? ¿Crees que soy cruel, después de todo? -insistió él.
- Creo que me alegro de que no golpees a los halcones.
Dominic rió, pero no detuvo las lentas caricias con las que su palma recorría la pantorrilla de Meg, demorándose en la parte interior de su rodilla, haciendo que dulces escalofríos recorrieran el cuerpo de la joven.
- Estabas muy furioso cuando entraste en el herbario -continuó ella, intentando no distraerse.
- Sí.
- Y eres muy fuerte.
- Sí. -Dominic inclinó la cabeza y ocultó su sonrisa-. Pero tú te enfrentaste a mí de todos modos, pequeño halcón.
El normando deslizó una última vez las yemas de los dedos por la parte interior de su rodilla y pudo sentir la reacción de Meg en el sutil y casi reticente temblor de su cuerpo. Con cuidado, cogió el pie que descansaba sobre su muslo y lo apoyó en el suelo.
- Ahora el otro -le indicó Dominic. Cuando la joven se movió, los diminutos cascabeles repiquetearon bajo su túnica. Ella aguardó tensa a que él continuara las sensuales caricias mientras rodeaba su tobillo con la segunda cadena y abrochaba el cierre. Pero, por muy perturbador que fuera sentir sus ásperas y cálidas manos sobre su piel, Meg descubrió que le gustaban las inquietantes sensaciones que provocaban sus caricias. Le hacían desear olvidar que bajo la cuidadosa seducción de su esposo, ardía la fría ambición de un guerrero con un claro objetivo.
Cuando acabó su tarea, Dominic se irguió sorprendiéndola de nuevo con su agilidad. Estaba tan cerca de ella que sus pechos lo rozaban cada vez que tomaba aire.
- Ahora las muñecas. -Su grave voz tuvo casi el mismo efecto en la joven que su tacto.
Meg obedeció y, tímidamente, extendió ambas manos.
En un silencio que se veía intensificado, de algún modo, por el susurrante sonido de las joyas, el normando abrochó las pulseras alrededor de las finas muñecas de Meg. Cuando acabó, alzó las delicadas manos de la joven y, lentamente, besó el centro de cada palma, saboreándolas luego con un único roce de su lengua.
El sonido que emitió Meg fue una combinación de sorpresa y descubrimiento sensual. Dominic anhelaba besar su boca, pero la rígida erección que evidenciaba su deseo, amenazaba con poner en peligro el cuidadoso plan que debía mantener si quería ganar la primera batalla en la seducción de aquella hermosa hechicera pagana.
Debo mantener el control, se recordó a sí mismo con dureza. Tomarla ahora no me asegurará la victoria final.
Una fría determinación recorrió el poderoso cuerpo masculino, manteniendo a raya su deseo.
Soltando las manos de Meg, Dominic la hizo girar hasta que quedó de espaldas a él, y, con exquisito cuidado, le retiró la diadema y el velo que ella se había vuelto a poner después de lo ocurrido en el herbario. En la penumbra de la estancia, su pelo brillaba gloriosamente bajo la luz del fuego. La tentación de hundir los dedos en la suave seda de su cabello fue tan grande que casi sucumbió a ella, pero, conteniéndose una vez más, se limitó a entrelazar una de las cadenas en la gruesa trenza.
Cuando terminó, sólo le quedaba una cadena en las manos. Inclinándose, la envolvió alrededor de la estrecha cintura de la joven, y dejó que los extremos colgaran hasta casi alcanzar el suelo.
Por unos instantes, el normando quedó cautivado por la imagen de Meg envuelta en las exquisitas joyas y la dulce música que producían los pequeños cascabeles.
Después, hizo que girara despacio hasta que pudo mirarla a los ojos y acunar su rostro entre sus fuertes manos.
- ¿Tienes hambre, esposa?
- Sí -dijo en voz baja-. No he comido nada desde el alba.
Soltándola con una extraña sonrisa, Dominic fue hacia la puerta, la abrió y examinó la bandeja que había en el suelo con la cena fría que había pedido a Simon.
- Pan, queso, carne de ave, cerveza… -Recogió la bandeja y entró en el cuarto, cerrando la puerta con el pie-. Higos, pasas, nueces, almendras garrapiñadas -continuó-, y mucha verdura cruda.
Meg sonrió.
- Ha debido ser cosa de Marta, la cocinera. Sabe que me encantan las verduras frescas en primavera.
El normando miró la montaña de verduras y levantó una ceja con escepticismo.
- ¿Es un ritual pagano?
- No -respondió ella, riendo y alcanzando una zanahoria-. Incluso Gwyn se burla de mí por ello.
Dominic se hizo a un lado bloqueando la mano de Meg con su cuerpo antes de que pudiese coger más comida.
- Paciencia, pequeña. Hay algo que debo hacer antes de que te alimentes.
Desconcertada, Meg observó cómo Dominic ponía la bandeja en la mesa que había junto a la silla y después empezaba a apagar cada vela y lámpara de aceite que alumbraba la habitación.
- ¿Por qué…? -exclamó alarmada.
- Los criaderos de halcones se mantienen a oscuras. ¿O preferirías que te tapara los ojos?
- No puedes hablar en serio.
- Debes elegir entre habitar esta estancia a oscuras o cubrir tus ojos con seda, pequeño halcón.
El tono de Dominic, duro como el frío acero, le indicó a Meg que la paciencia de su esposo había llegado a su límite. Las palabras que había dicho en la iglesia sonaron de forma inquietante en su mente: «No confundas mi piedad con debilidad. Quien ponga a prueba mi paciencia de nuevo, morirá.»
Ella lo había desafiado delante de los vasallos y seguir haciéndolo podría resultar peligroso.
- Oscuridad… -musitó Meg.
Dominic asintió y cerró los postigos. La joven se angustió, pues siempre los mantenía abiertos de par en par, excepto cuando había tormenta. Le encantaba que el sol iluminara sus aposentos, y verlos ahora sólo iluminados por el pequeño fuego del hogar, la hizo sentir… enjaulada.
Cuando el normando se acercó al fuego como si fuera a extinguir incluso esa pequeña fuente de luz, no pudo sofocar un pequeño sonido de protesta. Él se volvió, la miró intensamente y añadió un poco más de leña a la hoguera, lo que hizo que ella dejara escapar un largo suspiro de alivio, casi inaudible.
Dominic lo oyó y ocultó una sonrisa satisfecha mientras se sentaba junto a la chimenea, sabiendo que había ganado la primera batalla: Meg había aceptado su cautividad. Ahora negociarían los términos.
- Siéntate -le ordenó, haciendo gestos hacia su regazo.
Vacilante, la joven dio un paso adelante, quedándose sorprendida cuando las joyas de sus tobillos se agitaron y emitieron un exquisito sonido.
- Oh. -Se quedó quieta un segundo, escuchando, y después avanzó de nuevo-. Es un sonido muy hermoso.
- ¿Como el susurro de la brisa sobre las flores? -preguntó Dominic.
- Sí -respondió, sonriendo a pesar de su nerviosismo-. O mariposas riendo.
- Me alegro de que te guste mi regalo.
- Me encanta, milord… eh… Dominic. Fue muy amable de tu parte.
- También me alegro de parecerte amable -dijo con una sonrisa enigmática.
Despacio, Meg llegó hasta su esposo y se sentó con cautela en sus rodillas. Él la sujetó y la colocó en su regazo de manera que quedó reclinada sobre su brazo izquierdo. Entonces ella alzó la vista y se perdió en la llama plateada de la mirada masculina. Incluso a la tenue luz del fuego, sus ojos brillaban intensamente.
Como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, Dominic miró la bandeja de comida y cogió un muslo de ave. Meg, creyendo que iba a ofrecérselo, intentó cogerlo, pero él lo sostuvo fuera de su alcance.
- No. -Su tono no admitía réplicas-. Yo te alimentaré, pequeño halcón.
Sorprendida, la joven frunció ligeramente el ceño. El barón sonrió, arrancó un pequeño trozo de carne del muslo con los dientes, y lo sostuvo ante ella con los dedos. Sin embargo, cuando Meg acercó su mano para cogerlo, él retiró la comida una vez más.
- No -la reprendió Dominic suavemente-. Los halcones no tienen dedos.
Al escuchar sus palabras, la joven abrió la boca con sorpresa, lo que él aprovechó para deslizar hábilmente la carne entre sus labios.
- No es tan difícil, ¿verdad? -murmuró con voz hipnótica.
Masticando despacio, ella negó con la cabeza, lo que hizo que las joyas de su trenza emitieran un dulce sonido.
- ¿Más? -preguntó Dominic.
Meg asintió.
- Algunos halcones, los especiales…, los mágicos…, hablan -comentó el normando con una sonrisa sombría, mientras arrancaba otro trozo de carne del muslo.
- ¿Sobre qué?
- Comida, agua, la muerte, lo salvaje del vuelo…
- La libertad… -susurró la joven.
- Sí -convino él, ofreciéndole el pedazo-. Sospecho que los halcones salvajes hablan sobre todo de ese tema.
Meg observaba cada movimiento que hacía Dominic, al tiempo que comía de su mano. Había una extraña intimidad en todo aquel acto. Un lazo tan tenue como un sencillo hilo de seda parecía unirles con cada pedazo de comida que ella aceptaba y, como un hilo de seda unido a otro, luego a otro y a otro más, la hebra resultante se reforzaba hasta hacerse irrompible.
A medida que los minutos pasaban en el silencio definido, más que roto, por el suave tintineo de las joyas que la adornaban, Meg comprendió por fin la razón por la que los bebés están tan unidos a sus madres a través de la leche materna, y por qué los halcones, las criaturas más libres del universo, se alimentan sólo de la mano de su señor, se colocan sólo en su muñeca, y acuden sólo a su llamada especial.
- ¿No te gusta la comida? -preguntó Dominic, interrumpiendo los pensamientos de la joven.
- Oh, sí.
- ¿Por qué has dejado de comer, entonces?
- Pensaba en los halcones y sus amos.
- Los halcones no tienen amo.
- Pero cazan a la orden de su señor.
- Cazan cuando lo desean -la rebatió el barón, introduciendo un pequeño trozo de pan entre los labios femeninos-. Sus amos simplemente les brindan la oportunidad de hacerlo.
- ¿Todos los hombres lo ven así?
El normando se encogió de hombros.
- No me importa lo que piensen los demás. Si hay estúpidos que prefieren creer que son ellos quienes dominan a los halcones en lugar de los halcones a ellos, ¿quién soy yo para juzgarlos?
Meg consideró las palabras de Dominic mientras masticaba despacio. Tan pronto como tragó, él retiró las pequeñas migas de su labio inferior con una dulce caricia.
- Pero los halcones son cautivos y los hombres no -adujo Meg.
- ¿Has liberado un halcón alguna vez?
- Sí, en una ocasión.
- ¿Por qué? -quiso saber Dominic.
- Nunca aceptó su cautiverio -contestó.
- Pero todos los demás sí.
Meg asintió.
- Y al hacerlo -continuó el normando-, conocieron una libertad diferente.
Los ojos verdes formularon una pregunta silenciosa.
- Aceptaron que les cuidasen durante el invierno -continuó su esposo-, que se les alimentase cuando no había caza en los campos y bosques, que se les diese la oportunidad de vivir más y mejor. ¿Quién puede juzgar qué libertad es superior?
Cuando Meg quiso hablar, Dominic deslizó un pequeño trozo de fruta entre sus labios, impidiéndoselo.
- Todo depende de cómo acepten los halcones su nueva vida -afirmó.
La joven no podía alegar nada, pues cada vez que lo intentaba, él le daba un poco de queso o cualquier otra cosa, acompañado de una perturbadora sonrisa.
- ¿Cerveza? -le ofreció.
Ella asintió con prudencia en lugar de intentar hablar, esperando que él sostuviese la jarra contra sus labios como si fuera una niña. Pero una vez más, el normando la sorprendió.
Dominic bebió de la jarra, se inclinó sobre Meg como si fuera a besarla y le dio de beber de sus propios labios. Asombrada, ella tragó la cerveza que recorría su garganta mientras él se demoraba mordiendo sensualmente el carnoso labio inferior de la joven.
La intimidad de aquel gesto hizo que Meg temblara y que su vientre se contrajera de placer.
Sin darle tiempo a protestar, el normando cogió de nuevo la jarra y le dio de beber de la misma forma.
- Ya es suficiente -susurró ella. La aturdía sentir el aliento de su esposo, probar su sabor, sentir la exquisita tortura que sus dientes infligían a sus labios.
- ¿Estás segura?
- Estoy bastante mareada.
La risa de Dominic sonó como su voz: suave, aterciopelada, increíblemente viril.
- No es la cerveza la que te produce ese efecto -murmuró contra sus labios-, sino el modo de beberla.
- Quizá simplemente sea hambre -le rebatió Meg, a pesar de ser consciente de que la cerveza nunca antes le había hecho sentir así con tanta rapidez.
Dominic rió para sí, y volvió a introducir otro trozo de fruta entre sus labios. Poco a poco, los latidos del corazón de la joven se estabilizaron a medida que se acostumbraba al contacto masculino.
- No has probado nada -comentó Meg.
- Yo no soy un pequeño halcón.
- Hasta las águilas comen -protestó ella con una sonrisa, mirándolo con un extraño brillo en los ojos.
El normando rió en voz alta y retiró con una suave caricia una pequeña miga de pan de la comisura de sus labios.
Pronto, la joven quedó saciada, pero, incluso cuando no podía más, no quería parar. El hombre que la sujetaba con tanta suavidad, que la trataba con tanta ternura, debía poseer en su interior algo más que ambición y frialdad.
La pequeña esperanza que había mantenido viva en su corazón se avivó, susurrándole que Dominic quizá pudiera ser capaz de amar. Y si eso fuera posible, si él pudiera amarla…
Entonces cualquier cosa podría ocurrir. Cualquier cosa.
Incluso poder darle un hijo.
Cuando él le ofreció otro trozo más de pan, Meg lo rechazó sacudiendo la cabeza, pero rozó las yemas de sus dedos con un beso fugaz. Por un momento, el normando se quedó inmóvil, sus ojos se entrecerraron y su respiración se aceleró ante la inesperada caricia.
- ¿Te apetece algo dulce? -Su voz reflejaba la intensidad de su deseo.
La joven posó la mirada en los diminutos pasteles turcos que había sobre la bandeja, y fue incapaz de decidir qué sabor prefería.
- ¿Cuál es el de limón? -preguntó dudosa.
- Tendremos que averiguarlo.
Con gesto engañosamente indolente, Dominic cogió uno de los dulces y se lo comió.
- Prueba mi sabor, pequeño halcón -susurró.
Una exquisita y deliciosa sensación se apoderó entonces de la joven. Sabía que los labios de Dominic podían ser duros y fríos, pero, en aquel momento, eran maravillosamente cálidos y complacientes.
El normando la observó sabiendo ya cuál era la debilidad de su esposa, al igual que había averiguado los puntos débiles de los hombres que había derrotado y de las ciudades que había tomado.
La debilidad de Meg era su necesidad de sentirse amada.
Ríndete a mí, pequeña, le pidió en silencio. Dame el hijo que deseo.
Respondiendo únicamente a su instinto, la joven posó sus labios sobre la boca entreabierta de Dominic y acarició la punta de su lengua con la suya. Repentinamente asustada, se apartó con rapidez y lo miró con ojos grandes y recelosos.
Él arqueó la ceja con gesto interrogante.
- No era de limón -dijo Meg en voz baja.
- Tendremos que repetirlo de nuevo, ¿no crees?
Dominic escogió otro dulce y le dio un mordisco. Cuando se lo tragó, miró expectante a su esposa. Aquella vez, ella fue hacia él sin vacilar, demorándose en el sabor de la boca masculina antes de retirarse.
- ¿Mejor? -preguntó Dominic.
- Sí…
- ¿Pero no es el que buscabas? -se burló suavemente.
Meg negó con la cabeza.
- Habrá que seguir intentándolo.
Ella asintió con una sonrisa divertida, sospechando que su esposo sabía muy bien cuál de los dulces sabía a limón. No le importaba. Al contrario. Estaba completamente cautivada por el hechizo sensual en el que Dominic la había envuelto, haciéndole desear que sus besos fueran más intensos.
Cuando el normando escogió otro dulce, se lo dio directamente a Meg, que lo aceptó deseosa. El sabor ácido del limón se extendió por la boca de la joven y le hizo emitir un gemido de placer desde lo más profundo de su garganta.
- ¿Es ése el que querías? -susurró él sobre sus labios.
- Sí.
- Compártelo conmigo.
Meg no supo quién de los dos besaba a quien. Sus bocas estaban tan profundamente unidas que no era capaz de apreciar dónde comenzaba una y terminaba la otra.
Cuando Dominic alzó por fin la cabeza, Meg respiraba aceleradamente, aturdida por la violenta y ardiente marea que recorría su cuerpo y que la dejaba sin fuerzas. Despacio, abrió sus anhelantes, lánguidos y sensuales ojos, y se encontró con la mirada de hielo de su esposo.
- Me has desafiado y has hallado clemencia. -La joven se quedó inmóvil, sintiendo sus duras palabras como si fueran golpes-. Yo sólo muestro clemencia una vez a la misma persona, Meg. Jamás vuelvas a enfrentarte a mí; podría ser peligroso.