Capítulo 12
- Se ha ido -anunció Simon con voz grave.
El barón alzó la vista de la sucia y estropeada lanza que acababa de encontrar en la armería.
- ¿Quién? -preguntó Dominic con tono ausente.
- Lady Margaret.
- ¡Maldita sea! -bramó antes de mirar al abatido senescal cuyo día, hasta entonces, no podía haber sido peor, debido a los hirientes comentarios de su nuevo señor sobre el deplorable estado de la fortaleza en general y de la armería en particular-. Asegúrate de que los sirvientes barren y friegan todos los suelos del castillo y de que después los cubran con hierbas aromáticas y juncos frescos, hasta que todo el lugar esté tan limpio como los aposentos de lady Margaret. ¿Lo has comprendido?
- Sí, milord.
- ¡Entonces, ponte en marcha!
El hombre obedeció, y el rápido sonido de sus pasos alejándose con presteza resonó en la sala de armas.
- ¿Cuándo ha ocurrido? -inquirió el barón, clavando una gélida mirada gris en su hermano.
- No lo sé.
- ¿Dónde está su doncella?
- Hablando con tus caballeros.
Dominic entrecerró los ojos mientras tocaba con aire ausente la oxidada lanza.
- ¿Quién es la última persona que ha visto a Meg?
- Harry, el guardián de la torre que lleva al jardín. La dejó salir justo antes del amanecer.
El hecho de descubrir que su esposa tampoco había dormido bien fue un pequeño consuelo para Dominic, que se había pasado la noche dando vueltas acuciado por el deseo insatisfecho.
- ¿Quién la acompañaba? -quiso saber el barón.
- Nadie.
La pequeña sensación de consuelo se desvaneció.
- ¿Estaba sola? -se extrañó.
- Sí -respondió Simon con voz grave.
- ¿Qué tiene que decir Sven a su favor?
- «Tendréis que disculparme, milord, pero un hombre tiene que dormir de vez en cuando». -La imitación exacta de Simon de la voz de Sven, arrancó una leve sonrisa a Dominic-. Creyó que, precisamente esta mañana, ella se quedaría en la cama hasta tarde. -Hizo una pausa-. Y Harry, supuso que iría a ocuparse de sus jardines como habitualmente hace.
El barón gruñó.
- Envía a alguien allí para que la traiga de vuelta. Con todos esos rebeldes sajones sueltos, es peligroso que una mujer esté sola en el exterior.
Simon lanzó a su hermano una mirada de incredulidad.
- ¿Crees no lo he hecho ya? ¡Te digo que se ha ido!
- ¿Has preguntado a los siervos? Quizá alguien la necesitara para curar alguna herida.
- No. Ninguno de los vasallos ha sabido de ella desde que desapareció en la niebla esta mañana. Ni tampoco la han visto en la aldea.
Dominic tiró la lanza a un rincón de la armería con una fuerza que arrastró pedazos de metal oxidado a su paso.
- Saca a los perros y dile a Harry que abra los portones -ordenó cortante.
Antes de que el barón acabara de pronunciar su orden, los excitados ladridos y aullidos de los galgos dieron fe de que Simon se había anticipado a los deseos de su hermano. El responsable del cuidado de los perros ya los había sacado y los animales estaban esperando fuera, impacientes por salir de caza.
- Cruzado está ensillado y listo para ti -le informó Simon antes de que el barón pudiera preguntar.
- Prepara tu corcel. Vendrás conmigo.
- ¿Y qué hay del castillo? ¿Quién se quedará al mando?
- Thomas lo custodiará por nosotros. Haz que se ocupe de los vasallos que estén en los campos y que se encargue de izar el puente levadizo en cuanto partamos. Todo esto podría tratarse de una trampa para tomar el castillo.
- No creerás que tu propia esposa…
- Creo… -le interrumpió el barón con fiereza-…que mi esposa puede haber sido raptada con el fin de exigir un rescate que arruinaría Blackthorne durante años.
Simon entrecerró sus negros ojos.
- Ésa será la historia que tú harás circular por el castillo -concluyó Dominic-. No quiero que a nadie se le ocurra pensar que lo que yo sospecho está ocurriendo realmente.
- ¿Y qué sospechas?
- ¡Que Duncan de Maxwell y Meg han huido juntos!
El silencio resonó con todo lo que Dominic no había dicho: traición, infidelidad y la muerte de sus sueños.
- ¿Deseas que alguien más nos acompañe? -preguntó Simon después de un momento.
- No. Ni mi escudero, ni el tuyo. Ni siquiera el responsable de los perros. Lo que ocurra hoy sólo lo sabremos tú y yo, nadie más.
- Realmente no creerás que…
- Sabes tan bien como yo que Meg es la clave para conseguir la paz en estas tierras. Y ese maldito escocés también lo sabe.
Simon miró en las profundidades de los ojos de su hermano y sintió que un mal presentimiento recorría su espalda.
Que Dios la ayude si está con Duncan cuando la encontremos, pensó con preocupación. Que Dios nos ayude a todos.
Unos minutos más tarde, Dominic bajaba las escaleras que conducían al patio del castillo vestido para la guerra. Uno de sus apretados puños sostenía una ballesta; el otro sujetaba el camisón que Meg había llevado y que había dejado sobre la cama en su urgencia por irse.
Los perros saltaban y aullaban expresando su impaciencia por que los dejaran libres y aguardando a que se les indicara qué olor rastrearían ese día.
El escudero del barón sostenía la brida de Cruzado mientras calmaba al intranquilo semental. Simon esperaba cerca, montado sobre su caballo de batalla. Si había tenido alguna duda sobre la furia letal que sentía su hermano, se desvaneció cuando Dominic saltó sobre su montura desdeñando el estribo. Aquel movimiento era una maniobra que cualquier caballero bien preparado podía realizar en plena batalla, pero pocos la usaban cuando había cerca un escudero dispuesto a ofrecer su mano para ayudar a su señor.
Cuando percibió el humor de su jinete, el oscuro semental se alzó sobre sus dos patas traseras con las orejas erguidas, pero Dominic lo dominó sin esfuerzo.
- Harry nos espera -le informó Simon.
El barón asintió con brevedad y atravesó velozmente el patio interior. El enorme y musculoso corcel resopló conducido por el férreo puño de normando, mientras sus grandes cascos marcaban un ritmo de ahogada urgencia al dirigirse hacia la torre de entrada a los jardines.
Allí los aguardaba Harry, quien, al verlos, inclinó la cabeza rápidamente en señal de respeto.
- ¿Cuándo viste por última vez a tu señora? -preguntó Dominic sin rodeos.
- Antes del amanecer.
- ¿Te habló?
- Sí. Creí que se dirigía a sus jardines de hierbas aromáticas.
- ¿Creíste? -bramó el barón con dureza.
- Sí. Pero en el punto en que el camino se bifurca, tomó el sendero que va hacia la derecha.
- Los jardines están a la izquierda -apuntó Simon en voz baja.
- ¿Por qué pensaste que se dirigía a los jardines?
Harry parecía incómodo.
- Contesta -ordenó Simon de manera cortante-. Tu señora puede estar en peligro.
- Lady Margaret… suele ir allí cuando está preocupada.
La mirada que Dominic dirigió al guardián probablemente no ayudó a que el buen hombre se sintiera más relajado.
- ¿Preocupada? -repitió el barón con peligrosa suavidad-. ¿Qué quieres decir?
Harry se removió incómodo bajo la fría mirada de su señor, pero antes de que pudiera decidir lo que iba a decir, una anciana con el pelo completamente blanco se acercó a ellos.
- Lord John se mostraba violento con ella cuando bebía -dijo Gwyn sin preámbulos, dirigiéndose al barón-. Meg aprendió a quitarse de su camino.
- Por el inmundo aspecto del castillo me arriesgaría a decir que había pocos días en que permaneciera sobrio. -Justo en ese instante, Dominic se dio cuenta de que los ojos de la mujer, a pesar de estar apagados por la edad, eran del mismo color que los de su esposa.
- Así es.
- Yo no soy como lord John.
- Lo sé -convino la anciana-. Si así fuera, el animal que montáis tendría señales de vuestra crueldad en el hocico y los costados.
- Eres muy observadora.
- Vos también lo sois, Dominic le Sabre, barón de Blackthorne. Utilizad esa perspicacia cuando encontréis a Meg para daros cuenta de que sólo está recogiendo hierbas como tiene por costumbre.
- ¿Sin su doncella?
- Puede que Eadith esté cansada -señaló Gwyn.
- ¿Suele lady Margaret salir de la fortaleza sin compañía? -inquirió el barón con voz áspera.
- No. Nunca -respondió la mujer de forma tajante-. Siempre va acompañada por Eadith, por un soldado o por mí.
Dominic miró a Harry, pero el guardián negó con la cabeza.
- Iba sola -afirmó pesaroso.
- Lleva los perros a la bifurcación del sendero -ordenó Dominic al cuidador.
El hombre cruzó el puente rápidamente seguido por el alborotado tumulto de los galgos. Cuando el barón se movió para seguirlos, Gwyn habló con rapidez:
- No temáis. Ningún animal dañaría a Meg.
La fría y dura mirada de Dominic atravesó a la anciana.
- Puede que no, pero lady Margaret no puede salir de estos muros cuando le apetezca -declaró en un tono que no admitía réplicas-. Es mi esposa, y eso la convierte en una presa apetecible para los reevers.
- No es ella la que está en peligro -anunció Gwyn en voz baja.
- ¿Qué quieres decir?
La anciana contempló a Dominic en silencio por un largo espacio de tiempo.
- Una amenaza se cierne sobre todos nosotros -dijo por fin-. Meg debe de haberlo sentido al igual que yo. Se acercan tiempos difíciles y peligrosos, milord, los presagios…
Las palabras de Gwyn se detuvieron abruptamente cuando Cruzado se alzó sobre sus patas traseras y mordió con fiereza el bocado. A pesar de la fría ira que lo recorría, el barón dominó al semental sin utilizar la violencia.
- Si vas a hablar de algo relacionado con los glendruid, será mejor que guardes silencio -le advirtió Dominic, mordaz-. Siempre habrá dificultades y peligros; lo que realmente importa es afrontarlos de una manera adecuada cuando se presenten.
Sin decir más, el normando hizo girar a su caballo y se alejó al galope seguido por Simon, rompiendo el silencio de la mañana con el brusco sonido de los cascos de los caballos sobre el puente.
El sol hacía brillar las armas y las cotas de malla cuando los normandos llegaron a la bifurcación del camino, donde los galgos, disciplinados y acostumbrados a recibir órdenes, les esperaban con la misma impaciencia que ellos mismos tenían.
- Dale esto a Leaper -ordenó Dominic, tendiéndole el camisón de Meg al cuidador.
El sirviente tomó al instante la prenda y se la acercó a un galgo hembra de color grisáceo. El animal olisqueó una y otra vez y, tras unos momentos, levantó la cabeza gimiendo ávidamente.
- Ya puede seguir el rastro, milord.
- Déjala libre sólo a ella y mantén a los demás atados. No quiero que hagan más ruido del necesario.
El cuidador quitó la correa del collar de Leaper y, a su señal, saltó hacia adelante para buscar con ahínco el rastro del olor impregnado en el camisón. A pesar de que su tarea resultaba difícil por la humedad del suelo, el galgo pronto empezó a correr tras la pista de Meg.
Dominic y Simon cabalgaron tras él, dejando a su espalda al resto de los galgos aullando decepcionados.
Meg se puso en pie despacio y se estiró para relajar la espalda. Se había pasado las últimas horas arrodillada buscando entre las rocas amontonadas que bordeaban el montículo sagrado y, por fin, el saquito que rebotaba acompasadamente contra su cadera mientras salía del robledal, y que utilizaba para guardar las hierbas, estaba lleno con lo que había ido a buscar.
Le había llevado mucho más tiempo de lo que esperaba recolectar las nuevas hojas y tallos que servirían para preparar la valiosa poción que podía curar… o matar si se usaba inadecuadamente. También había arrancado otras hierbas útiles y algunos esquejes. Hubiera podido coger más, pero eso habría significado matar a las plantas para robarles sus hojas. Volvería a por más en unos meses.
Ya había dejado atrás el montículo sagrado cuando el sol por fin logró traspasar las nubes, iluminando con una suave luz dorada los robles y las rocas cubiertas por el musgo. La silenciosa promesa de la llegada de la primavera aliviaba la tensión del cuerpo de la joven y la llenaba de paz.
De pronto, se oyó un silbido procedente de la cima de la colina y, unos instantes después, un galgo corrió hacia Meg a gran velocidad ganando terreno rápidamente. Pero cuando el animal estaba sólo a escasos pasos de ella, el sonido de un cuerno de guerra cortó el silencio y consiguió detener el avance del galgo, haciéndole volver por donde había venido.
Con el corazón desbocado, Meg se protegió los ojos con la mano y miró a través del valle envuelto en niebla, descubriendo dos corceles en el lugar del que había surgido el sonido del cuerno de guerra. Uno de los caballos llevaba jinete; el otro no.
En el momento en que la joven vio que era Cruzado, el semental de Dominic, el caballo que no llevaba jinete, la voz de su esposo sonó a su espalda.
- ¿Dónde has estado, milady?
Ella dio un respingo y se dio la vuelta para mirarlo.
- Me has asustado.
- Voy hacer mucho más que eso si no contestas a mi pregunta. ¿Dónde has estado?
- Recolectando hierbas.
Dominic observó las sencillas ropas de Meg: estaban sucias, arrugadas y mostraban rotos en algunos lugares.
- Recolectando hierbas -repitió él con voz átona-. Es extraño. Tus ropas muestran todos los signos de que te has revolcado en el suelo con ellas.
Meg bajó la vista hacia su ajado vestido, se encogió de hombros, y alzó la mirada para enfrentarse a su esposo de nuevo. A pesar de la calma impresa en la voz del normando, la joven sintió la fría furia que procedía de él, buscando una excusa para estallar.
- Por eso llevo estos harapos -adujo tajante-. No tiene sentido arruinar el único vestido elegante que tengo.
Dominic emitió un sonido neutro y miró a su alrededor. A excepción de los narcisos, en aquel lugar apenas había plantas.
- ¿Es aquí donde has recogido lo que venías a buscar? -inquirió atravesándola con sus fríos ojos grises.
- No.
- Entonces, ¿dónde?
Meg no quería hablar sobre el montículo sagrado. Sabía que incluso los vasallos que la estimaban, pensaban en el mejor de los casos que el lugar estaba encantado, y en el peor, maldito.
- ¿Qué importancia puede tener eso? -le preguntó-. Necesitaba algo y he venido a buscarlo. No veo qué mal hay en ello.
Al escucharla, Dominic estuvo a punto de estallar de ira y a duras penas consiguió contenerse.
- ¿Y qué es lo que necesitabas con tanta urgencia que te ha hecho salir sola del castillo sin decírselo a nadie? -dijo con suavidad.
La joven no quería dar explicaciones. Si hablaba sobre el antídoto, tendría que hablar también sobre la medicina perdida, y le había prometido a Gwyn no hacerlo.
Entre ellos se produjo un pesado silencio, roto por el galope cada vez más cercano de los caballos que conducía Simon. El galgo iba a su lado, con su larga y fina lengua colgando por la carrera.
- Te he hecho una pregunta, milady -siseó Dominic entrecortadamente.
- Plantas para mi herbario -contestó Meg al fin, apartando la mirada.
- No sabes mentir.
- No miento. -Había una nota de desesperación en su voz.
- Muéstramelas.
- No. Si se las toca demasiado se…
Las palabras de la joven se interrumpieron con un jadeo de sobresalto cuando Dominic, con un rápido movimiento, le arrebató el saquito que contenía las plantas, lo abrió, le dio la vuelta y lo agitó bruscamente para volcar el contenido. Todas las plantas y hojas que había recogido Meg con tanto cuidado, cayeron al suelo como si se tratara de lluvia verde.
- ¡No! -gritó la joven, desesperada.
Cogió el saquito de manos de su esposo, se arrodilló y empezó buscar las hojas como si se tratara de minúsculas monedas de oro.
Dominic la observó con el ceño fruncido. Había dudado de las palabras de Meg, pero ahora, al ver su angustia, ya no dudaba de su sinceridad. Fuera lo que fuera lo que había en esa pequeña bolsa, era muy importante para ella.
- Simon.
- ¿Milord?
- Rastrea el lugar del que ha venido.
- No sería prudente -les interrumpió Meg sin levantar la vista.
- Si hay algún peligro que Simon no pueda ver, Leaper lo olfateará.
- No en el montículo sagrado. Ningún animal se acerca allí.
- ¿Por qué no? -quiso saber Dominic.
- No puedo responder a esa pregunta -repuso la joven sin interrumpir su tarea de introducir las plantas caídas en el saquito-. Simplemente sé que es cierto. Los animales perciben ciertas cosas con más claridad que los hombres.
- El montículo sagrado… -repitió el barón, esperando una explicación.
La joven murmuró algo y siguió recogiendo hojas.
Un instante después tenía un guantelete de malla bajo su barbilla, obligándola a levantar la mirada y a enfrentarse a los sombríos ojos de su esposo.
- ¿No temes ese lugar? -preguntó Dominic.
- ¿Por qué debería? No tengo el mismo instinto que los animales.
Simon emitió un sonido que pretendía enmascarar una risa sorda.
Sin dejar de observar la ira que se reflejaba en los ojos de Meg, el barón le hizo un gesto a su hermano incitándole a que se apresurara a cumplir sus órdenes y siguiera el camino que ella había tomado.
- No, no lo tienes -convino Dominic-. Pero eres una bruja glendruid. ¿Qué pretendes hacer con lo que has recogido?
- Soy glendruid, pero no soy una bruja.
- Aun así, te atreves a ir a un lugar que los habitantes de la fortaleza consideran maldito.
- Si el montículo estuviese maldito, la cruz que llevo ardería -le rebatió Meg-. Pero permanece fría e inerte en mi cuello.
El barón recorrió a su esposa con una fría mirada mientras el ruido del caballo de Simon se desvanecía en un silencio únicamente perturbado por los cantos de los pájaros y el sonido del viento. Cuando finalmente soltó la barbilla de la joven, observó con pesar que el guantelete había dejado unas pequeñas marcas rojas que destacaban en la pálida piel de su rostro.
Meg le afectaba de una manera que nunca antes hubiera creído posible y, sólo pensar que pudiera haber acudido a una cita con Duncan, le corroía el alma.
Ayer conseguí excitarla, se dijo a sí mismo. Haré que olvide a su amante. Ahora es mía. Mía para siempre.
El normando miró con gesto severo las diversas plantas esparcidas por el suelo, al tiempo que la joven se afanaba en recogerlas rápidamente. El no era experto en plantas, pero se encargaría de que alguien en el castillo le diera su opinión sobre ellas.
Esperando la objeción de su esposa, Dominic recogió algunas hojas y las introdujo descuidadamente en una pequeña bolsa de viaje, atada a la silla de montar de Cruzado.
No hubo protesta alguna.
Fue cuando se arrodilló junto a Meg para ayudarla con los pocos tallos y pequeñas raíces que quedaban, cuando ella apartó las manos masculinas con urgencia.
- El material del que están hechos los guantes es demasiado duro -le explicó-. Si estas plantas se estropean antes de preparar la poción que necesito, venir hasta aquí no habrá servido de nada.
- ¿Es por eso por lo que no te acompañaron Eadith o algún soldado? -le preguntó con falsa suavidad-. ¿Porque son demasiado torpes?
Meg no respondió.
- Contéstame, esposa. Dime de una vez por qué viniste sola al bosque.
Las manos de la joven se paralizaron.
- Yo…
El barón esperó con la creciente certeza de que lo próximo que oiría sería una mentira; pero lo único que le respondió fue el silencio.
- ¿A que distancia queda por este camino el torreón de Carlysle?- preguntó utilizando un tono neutro.
Meg soltó un suspiro de alivio al ver que Dominic cambiaba de tema.
- Está a más de un duro día de marcha.
- ¿Se tardaría menos por el sendero que atraviesa el montículo sagrado?
- Si, aunque no lo utiliza nadie -le explicó sin dejar su tarea, contenta de poder responder al fin a sus preguntas-. El sendero es arduo en algunos tramos y la gente prefiere los caminos; de hecho se utilizaban con frecuencia para llegar a las diferentes propiedades de Blackthorne hasta que lord John enfermó el año pasado.
- ¿Están los caminos en mal estado? ¿Por eso utilizaste el sendero?
- No. Duncan ha tenido hombres trabajando en los caminos desde que volvió de Tierra Santa.
Los ojos del normando se convirtieron en dos estrechas ranuras. Si Meg le hubiera podido ver, habría dado un paso atrás olvidando los pocos y preciados pedacitos de hojas que quedaban.
- ¿Prefieren entonces los vasallos dar un rodeo antes que venir por aquí? -inquirió Dominic.
- Sí. Evitan el montículo sagrado.
- Qué conveniente.
La agresividad de su tono alertó a Meg, cuyas manos empezaron a moverse torpemente.
- ¿Conveniente? -repitió, extrañada.
- Para tus encuentros íntimos -aclaró él con voz ruda.
La joven alzó la vista y se enfrentó sin miedo a la gélida mirada de Dominic.
- Así que es eso -murmuró-. Crees que vengo aquí para reunirme con algún hombre.
- No con algún hombre -puntualizó Dominic con dureza-, sino con Duncan de Maxwell. Mírate: las mejillas rojas, los ojos brillantes, la ropa sucia…
- ¡Si estoy así es porque me ha costado mucho encontrar las plantas que buscaba!
- Puede ser. O quizá se deba a la pasión de tu amante.
- ¡Eso no es cierto!
- ¿Acaso quiere Duncan endosarme un bastardo como hizo tu madre con lord John? -prosiguió Dominic implacable.
Meg levantó orgullosamente la cabeza.
- Te doy mi palabra de que eres el primer hombre que me ha tocado.
- Todo apunta a que mientes.
- Entonces, hazme tuya -le instó-. Ahora. Aquí mismo, Dominic le Sabre. Así no habrá dudas de que nadie me ha poseído jamás.
A la joven no le tranquilizó la frialdad de la irónica sonrisa de su esposo.
- Buena jugada, milady -reconoció con falsa suavidad.
- ¡No estoy jugando!
- Yo tampoco. Si hago lo que me pides, descubro que mientes y te quedas embarazada, nunca sabré quién es el padre ¿verdad?
Ella estaba demasiado desconcertada para responder.
- No, Meg. No te haré mía hasta que sepa con toda seguridad que no estás embarazada. Y después me cuidaré de tenerte muy cerca.
Meg sintió sus palabras como una bofetada.
- En realidad no te importa si he estado antes con un hombre o no -susurró consternada-; lo único que quieres de mí es que te dé un hijo.
- Por fin lo has entendido.
- Que sea una mentirosa, que te engañe, que robe o sea una criminal… nada de eso te importa. Cualquier mujer serviría, siempre que esté ligada a la fortaleza de Blackthorne.
Los ojos del barón la atravesaron con su gélida mirada.
- Tu pasado ya no importa. Pero ahora eres mi esposa y exijo tu lealtad. Si me deshonras, sufrirás un castigo que ni siquiera puedes imaginar.
El pequeño hilo de esperanza que Meg había abrigado en su interior se rompió dolorosamente bajo la fría realidad que le presentaba Dominic le Sabre. No se trataba del diablo normando del que hablaba Eadith, ni del alma generosa que ella había soñado. No quería de ella risa ni ternura, ni tampoco le interesaban sus ilusiones, ni sus anhelos de forjar un porvenir mejor para sus vasallos y para ellos mismos.
Dominic le Sabre era simplemente un hombre, como lo fue John de Cumbriland. Y cuando viera frustrados sus planes dinásticos, quizá llegara a ser como él, debido a las sombras y la desesperación que poblaban su alma.
Un callado grito de protesta por lo que pudo haber sido recorrió violentamente el cuerpo de Meg, pero no permitió que ningún sonido saliera de sus labios.
El barón volvió a pronunciar bruscamente el nombre de su esposa; sin embargo, la única respuesta que obtuvo fue la mirada desolada de unos ojos tristes que sabían que nunca contemplarían un hijo.
- ¿Por qué frunces el ceño así? -inquirió irritado-. ¿Tanto te cuesta dejar a tu amante?
Meg no pronunció palabra. No tenía ánimo para hablar y menos aún para que se burlara de sus sentimientos un hombre que carecía de ellos.
- Hagamos un pacto -propuso él con voz glacial-. Cuando me des dos hijos, te mandaré a Londres. Allí podrás tener los amantes que quieras.
Las lágrimas que la joven apenas lograba contener hacían que sus ojos pareciesen aún más grandes.
- Ni siquiera imaginas lo que quiero -le recriminó-. Toda la vida he sabido que mi obligación era casarme con el hombre que me fuese impuesto, pero, aun así, yo pensé que podría convertirme en una buena esposa para el hombre adecuado. Y ahora…
Su voz se desvaneció en un dolorido silencio.
- ¿Y ahora qué? -dijo Dominic-. Habla.
- Ahora sé que nunca será así -musitó Meg-. La primavera ha llegado, pero no para mí.
- Olvídate de una vez de Duncan -le ordenó Dominic con tono severo.
- ¿Duncan? Pero…
- Estás casada conmigo -la interrumpió sin piedad-. Yo soy el único esposo que vas a tener.
- Y yo seré tu única esposa hasta que la muerte nos separe. ¿Acaso me matarás para poder casarte de nuevo y tener hijos? ¿Es ése el peligro que me hizo despertar fría y temblorosa?
- ¿De qué estás hablando?
Meg se encogió de hombros. El rubor había desaparecido de sus mejillas y temblaba visiblemente.
- ¿Oyes eso? -susurró con miedo.
- ¿El qué?
- Esa risa.
Dominic escuchó con atención.
- No oigo nada.
- Es lord John.
- ¿Cómo?
- Se está riendo. Sabe que su maldición será más poderosa de lo que lo fue él en vida. -Los sombríos ojos verdes se clavaron en Dominic-: Morirás sin herederos.
Al escuchar aquellas terribles palabras, el barón agarró con fuerza a Meg por los hombros.
- ¡Tú me darás hijos!
- No -dijo la joven con voz trémula, ignorando las frías lágrimas plateadas que recorrían su rostro desolado-. No hay amor en ti, Dominic le Sabre. Y sin él, jamás conseguirás lo que quieres.