Capítulo 14
Dominic y Simon atravesaron el gran salón de camino hacia una de las escaleras que les permitía acceder a tres de las cuatro torres de la fortaleza. El agradable sonido de las joyas que el barón llevaba en la mano izquierda se perdió en el ruido que producían los sirvientes, limpiando y puliendo el suelo de madera del castillo.
Una vez limpio, más sirvientes se apresuraban con cubos de agua, lejía y cepillos ásperos, mientras otros amontonaban el junco sucio en un rincón para quemarlo.
En medio de todo aquel ajetreo, el senescal iba con prisa de un grupo de sirvientes a otro animándoles para que trabajaran mejor y más deprisa para satisfacer al barón de Blackthorne Keep.
- Al menos el senescal sabe quién es el nuevo señor -murmuró Dominic entre dientes.
- Todos lo saben. Pero para algunos es más difícil aceptarlo.
- Será mejor para ellos que lo asimilen cuanto antes -replicó el barón, empezando a subir las escaleras-. Si hay algo que no soporto es la falta de limpieza.
- Tus caballeros lo saben bien, hermano. Y dudo que tu mujer tarde en aprenderlo.
- No es necesario que lo haga. Meg se baña todos los días. La limpieza de sus habitaciones me hace pensar que era lord John, y no ella, el culpable del deplorable estado del castillo.
Las pisadas de las botas de cuero resonaban rítmicamente mientras los hermanos subían la escalera que iba hacia la derecha. Si ellos hubieran intentado tomar la fortaleza por asalto hubiera sido una desventaja el hecho de que todos sus caballeros fueran diestros; resultaba mucho más fácil defender las escaleras que atacarlas, porque el muro de piedra impedía lanzar estocadas a los atacantes. Los defensores, en cambio, no tenían ese obstáculo. El filo de sus espadas sólo encontraría al enemigo y no al muro de la torre.
Dominic subió los últimos tres escalones de una zancada y recorrió el pasillo que conducía a las dependencias de su esposa, ignorando las dos puertas que se abrieron a su paso. De una de ellas salió Eadith; de la otra, Marie.
No tenía ganas de ver a ninguna de las dos. Eadith le había disgustado desde el primer momento que la vio y, de hecho, ni siquiera cuidaba su higiene personal. Y tampoco le apetecía la compañía de Marie.
Irritado, el barón se dio cuenta de que una de las cosas que le gustaban de Meg era que no parecía interesada en descubrir lo que contenían los cofres que trajo con él a la fortaleza.
En realidad, lo único que quería era cuidar de sus malditas plantas. Todavía le resultaba difícil creer que saliera sola de la fortaleza, arriesgando su propia seguridad, únicamente para recolectar unas extrañas hojas. Pero al parecer no había ninguna otra explicación para lo ocurrido.
Dominic se preguntaba si unas horas de silencio habrían predispuesto a la joven para hablar con él. Quizá las joyas que pretendía regalarle pudieran devolverle la alegría que parecían haber perdido sus ojos después de que la encontrara en el bosque.
Cuando por fin llegó a la puerta de su esposa, se la encontró cerrada.
- Abre, Meg -le ordenó, golpeando la gruesa madera con impaciencia-. Soy Dominic.
Al no obtener ninguna respuesta llamó con más fuerza.
- Meg, abre de una vez. -La fuerza de su puño hizo temblar la madera-. ¡Si no lo haces echaré abajo esta maldita puerta!
De pronto, la puerta se abrió de par en par.
- Meg, tú y yo vamos a tener que establecer unas mínimas reglas de cortesía. Espero que…
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire cuando se dio cuenta de que la gruesa madera había cedido bajo sus golpes.
Sintiendo que la ira amenazaba con invadirle, entró en la habitación, sólo para encontrarla vacía.
- Maldita sea -rugió, tirando las joyas sobre la cama-. Ha escapado de nuevo.
Con rapidez, Dominic y Simon inspeccionaron todas las dependencias en las que podría hallarse Meg, incluyendo los aposentos privados de las doncellas.
Fue en vano.
Sin perder un segundo, se dirigieron al portón principal del castillo que llevaba hasta el patio. El hombre que se encargaba de la guardia estaba, sin ninguna duda, tan aburrido como aparentaba.
- ¿Has visto salir a lady Margaret? -le espetó el barón sin rodeos.
- No, milord -se apresuró a contestar el soldado-. Me ordenasteis que no la dejara salir a no ser que fuera acompañada por vos.
Dominic gruñó.
- ¿Y la doncella personal de la señora? -intervino Simon-. ¿La has visto?
- No. Solamente han salido del castillo las muchachas del servicio, y las examiné cuidadosamente una por una.
- No lo dudo -ironizó Dominic.
Todos los soldados de la fortaleza habían sido duramente reprendidos por haber dejado salir a lady Margaret esa misma mañana, confundiéndola con una sirvienta.
- ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Simon mirando a su hermano-. ¿Vamos a buscar a Eadith?
Dominic hizo una mueca. Por mucho que le disgustara la doncella de Meg, era muy probable que supiera mejor que nadie dónde estaba su señora.
- ¿Por dónde empezamos? -La voz del barón reflejaba su frustración-. ¿Por las almenas o en las dependencias de los soldados?
- Hay tormenta.
- Entonces, olvidémonos de las almenas. No creo que a Eadith le guste la lluvia.
En un silencio en el que se podía palpar el enojo de Dominic, los dos hermanos se dirigieron en busca de la doncella.
Desde que Duncan y los reevers se habían marchado, Eadith había pasado mucho tiempo supervisando las almenas y coqueteando con los soldados que estaban de guardia. Sin embargo, cuando llovía o hacía mal tiempo, merodeaba alrededor del pozo, supuestamente supervisando que los sirvientes sacaran el agua necesaria para el castillo. Aunque, en realidad, lo que hacía era pasearse delante de las dependencias de los soldados, que se hallaban muy cerca del pozo.
A medida que los hermanos se acercaban a su destino, pudieron escuchar con más claridad el ruido producido por los caballeros y escuderos de la guarnición, y a los sirvientes que cantaban animadamente al acarrear agua en un gran balde de madera. Entre las voces masculinas, era fácil distinguir las burlonas risas femeninas.
Cuando Dominic y Simon entraron en la guarnición, lo primero que vieron fue a Eadith y a Marie al lado de Thomas. Ambas mujeres parecían estar interesadas en captar la atención de los ávidos ojos del caballero y de sus manos.
- Quizás deberías haberte ahorrado el sustento de Marie y de sus caprichos -comentó Simon en voz baja.
- A partir de ahora, Marie se ganará la vida cosiendo -se limitó a responder su hermano.
- ¿Y Eadith?
- Ella ya ha decidido su camino.
Thomas se percató de la presencia de su señor antes de que lo hicieran las mujeres. Con rapidez, inclinó la cabeza en señal de respeto, siendo consciente de que había sido sorprendido cometiendo una falta cuando debería haber estado entrenando.
- Thomas, el arsenal se encuentra muy oxidado. Cuando no estés enseñando a los hombres a montar o a usar la espada con una sola mano, te encargarás de supervisar que las armas se limpien minuciosamente -le ordenó Dominic sin preámbulos.
- Sí, milord -contestó Thomas, apartando la mano de la cadera de Eadith-. ¿Cuándo empiezo?
- En este instante. Haz una lista de lo que necesites y entrégamela mañana por la mañana.
- Sí, milord.
El caballero se abrochó el manto que los hábiles dedos de Marie habían desatado, les guiñó un ojo a ambas mujeres y se fue.
- Marie -dijo Dominic.
La bella mujer miró al barón con unos ojos tan negros como los de Simon, sin poder ocultar la alegría de haber captado por fin la atención de su señor.
- ¿Sí, milord? ¿Deseáis algo de mí?
- Se te da bastante bien la costura. A partir de hoy te ocuparás del vestuario de mi esposa. Puedes utilizar con total libertad las sedas que traje de Jerusalén y las procedentes de Normandía y Londres. Si necesitas cualquier otra cosa, ven a verme de inmediato.
La joven dejó de sonreír, pero asintió aceptando las órdenes de su señor.
- No tendrás mucho trabajo -le comentó Eadith a Marie cuando la normanda se dio la vuelta para marcharse-. A lady Margaret sólo le importan sus jardines y sus flores.
- Marie. -Dominic no había alzado la voz, pero fue suficiente para que la joven se detuviera-. Si sirves bien a mi esposa, te recompensaré con tus propias sedas.
- Preferiría otro tipo de recompensa -musitó sonriente.
El barón sacudió la cabeza.
- Vete.
- Cuando os canséis de vuestra esposa, milord, venid a verme -dijo en una voz lo suficientemente alta para que todos la oyeran, al tiempo que le dirigía una mirada cargada de recuerdos.
- Vete -repitió Dominic. Pero no había dureza en su voz.
La joven obedeció y el barón observó su marcha con una torva sonrisa. Las caderas femeninas se balanceaban en una silenciosa, pero inconfundible invitación, y la fina lana de su túnica se adaptaba a sus curvas a la perfección, revelando la turgencia del sensual cuerpo que cubría.
- ¿Sabes dónde está tu señora? -inquirió Dominic, volviéndose hacia Eadith.
- No, barón. -Hizo una pausa y luego se atrevió a bromear-. ¿La habéis vuelto a perder en tan poco tiempo?
Simon se asombró de la imprudencia de la mujer. Su hermano trataba con justicia a sus vasallos, pero eso no significaba que se le pudiera tomar a la ligera.
- ¿Tienes familia? -le preguntó Dominic en tono neutro.
- ¿En el castillo de Blackthorne?
- Sí.
Eadith negó con la cabeza.
- ¿Sientes vocación por la Iglesia? -siguió preguntando el barón.
- No -respondió sorprendida.
- Entonces, supongo que debo seguir manteniéndote como un simple acto de caridad cristiana. Pero, a partir de hoy, quedas relegada a supervisar el lavadero y la cocina.
Atónita, la doncella lo miró fijamente.
- ¿Es eso lo que lady Margaret desea?
- ¿Cómo podría saberlo? -se burló Dominic-. No dejo de perderla, como tú has señalado. De cualquier forma, no importa la opinión de mi esposa. En todo lo concerniente al castillo, yo soy el único que manda.
El rostro de Eadith adquirió una palidez mortal y sus ojos se llenaron de lágrimas.
- Por favor, milord, perdonadme. Reconozco que me he excedido. Los últimos días han sido difíciles -añadió deprisa-. La muerte de lord John, la boda, el destierro de Sir Duncan, la llegada de los normandos…
La doncella dejó de hablar en el momento en que se dio cuenta de lo que estaba revelando.
- Debe ser difícil para ti servirme -señaló el barón-, teniendo en cuenta que tu padre murió en la guerra entre sajones y normandos.
- Sí, milord -susurró, al tiempo que jugueteaba con el prendedor de oro que le había regalado Dominic-. Y también murieron mis hermanos y mi esposo.
- Aquello ya pasó -afirmó tajante-. Si quieres seguir luchando, tendrás que irte a otro lugar.
Desesperada, Eadith se arrodilló y le cogió una mano.
- No, os lo ruego. Dejad que esté aquí hasta… -Se interrumpió.
- ¿Hasta? -la instó.
- No conozco otro hogar. No quiero otro hogar. Por favor, milord, dejad que me quede. Haré cualquier cosa que me pidáis.
El primer impulso del normando fue apartar la mano, sin embargo, no lo hizo, pues había aprendido que seguir sus impulsos no era la mejor forma de conseguir lo que quería.
- ¿Cualquier cosa? -repitió él suavemente.
- Sí -respondió sin mirarlo.
- Entonces, levántate y dime dónde suele pasar el tiempo mi esposa.
Eadith permaneció de rodillas, apretando la mano de Dominic contra sus pechos.
- El jardín, las halconeras, el…
- Dentro del castillo -la interrumpió, liberando su mano sin apenas ocultar su aversión.
- El herbario, la capilla y el baño. -Hizo una pausa y luego añadió-: Sobre todo el baño. Duncan y ella solían pasar mucho tiempo allí. El jabón de milady es muy agradable.
Al ver la expresión de ira de su señor, Eadith intentó suavizar sus palabras.
- Disculpadme si he dicho algo que os haya podido ofender, milord -se apresuró a decir-. Estoy segura de que todo era bastante inocente.
- Ve a la capilla -ordenó Dominic entre dientes a Simon-. Y llévate a Eadith contigo.
Sin decir más, el barón se dio la vuelta y abandonó el lugar. Las escaleras que llevaban hasta el herbario eran angostas y apenas estaban iluminadas, ya que se encontraban en la parte trasera de la fortaleza, donde la edificación se fundía con la cima de la rocosa colina.
Dominic cogió una antorcha y la acercó a la vela que siempre se mantenía encendida en la entrada de las zonas inferiores del castillo. Cuando la antorcha se prendió y ardió, el sombrío resplandor naranja reveló una descuidada construcción.
El aire era frío, húmedo, y estaba cargado con el olor propio de un herbario. Dominic avanzó rápidamente por el estrecho corredor, intentando controlar su rabia al pensar en Meg y Duncan en el baño. Se dijo a sí mismo que no importaba lo que ella hubiera hecho antes de convertirse en su esposa. Pero no era cierto. Le importaba. Y mucho.
Sabía que no era justo ya que Meg había estado prometida con Duncan. El rey había rechazado ese matrimonio y todos los demás que lord John había propuesto. Era natural que la joven buscara placer en alguien por el que sintiera afecto. Pero aun así, la imagen de su esposa en brazos del escocés hacía que una rabia asesina hirviera en la sangre del normando.
Intentando controlar su furia, se obligó a sí mismo a observar el estado de las estancias que había a ambos lados del pasillo, comprobando que estaban perfectamente limpias. Era evidente que su esposa se había ocupado de que así fuera.
Ojalá la obediencia también fuera otra de sus cualidades, pensó Dominic.
Cuando por fin llegó al herbario, tuvo que inclinar la cabeza para evitar golpearse con el marco de la puerta. Tan pronto se irguió, la voz de Meg llegó hasta él. Estaba de espaldas, inclinada sobre una larga mesa de piedra que parecía ser parte de la construcción, machacando algo con un mortero.
- Seas quien seas -dijo la joven sin darse la vuelta- deja la antorcha fuera. Contamina el aire del herbario. ¿Cuántas veces debo decirlo para que se me haga caso?
- ¿Tantas como las que yo tenga que repetirte que te quedes en tus aposentos? -replicó Dominic, mordaz.
Meg se volvió rápidamente. A la agitada luz de la antorcha sus ojos se veían asustados y su piel parecía haber adquirido un brillo dorado semejante a las joyas que Dominic había tirado disgustado sobre su cama.
- ¿Qué haces en mi herbario? -le preguntó asombrada.
- No es tu herbario, milady. Es mío, al igual que el resto del castillo -señaló cortante-. Harías bien en recordarlo.
Sin decir nada, Meg se giró para continuar trabajando con el mortero. Lanzó una rápida mirada al reloj de agua y aceleró el ritmo de sus golpes.
- Te estoy hablando -insistió Dominic, intentando controlar la ira.
- Te escucho.
- ¿Y también me escuchaste cuando te dije que debías permanecer en tus aposentos a no ser que salieras conmigo?
Silencio.
- Respóndeme -exigió con violencia.
- Sí, te escuché.
- Entonces, ¿por qué estás aquí?
- El herbario forma parte de mis aposentos -replicó Meg.
- No pongas a prueba mi paciencia -le advirtió, apretando los labios con fuerza.
- ¿Cómo podría hacerlo, si no la tienes? -musitó la joven.
Oír aquello hizo que el autocontrol de Dominic saltara en pedazos. Atravesó la estancia con tres largas zancadas y cogió a Meg por el brazo.
- Basta de tonterías -rugió cortante-. Prometiste ante Dios obedecerme y por Dios que lo harás. Vuelve a tu habitación, milady.
- Concédeme unos minutos -le rogó-. Tengo que trabajar con estas hojas un poco más.
El barón no discutió. Simplemente se volvió para irse, arrastrando a la joven con él.
Meg tampoco intentó discutir. El miedo que la había atenazado en sus sueños estalló en su mente e hizo que lo viera todo negro. Desesperada, tiró de su brazo y se retorció en un intento por liberarse.
- Por todos los diablos… -masculló Dominic.
La joven soltó el mortero que sostenía y arañó a su esposo en la mano, intentando obligarle a soltarla. Los firmes dedos no cedieron ni un ápice, así que intentó abrirlos uno a uno.
Todo fue en vano. Él era mucho más fuerte que ella.
- Estate quieta antes de que te hagas daño -le advirtió Dominic con sequedad.
- ¡Suéltame!
- No hasta que te encuentres en tus aposentos.
- No -protestó Meg con voz quebrada-. ¡Debo acabar lo que he empezado!
El barón la soltó sólo para volverla a coger con la velocidad del rayo. En el espacio de un segundo, Meg se encontró en el aire agitando los pies, atrapada por el poderoso brazo del normando. Pensando sólo en las irremplazables hojas que debían prepararse inmediatamente o se echarían a perder, se debatió en silencio ante la fuerza superior.
La antorcha descendía y trazaba arcos mientras Dominic trataba de que Meg permaneciera quieta. Las peligrosas llamas se acercaban peligrosamente a los ojos, el pelo y la mejilla de la joven, pero ella parecía no darse cuenta de ello. Su diadema, junto al velo, cayó al suelo, provocando que sus cabellos se esparcieran desordenadamente.
- Maldita sea -siseó Dominic-. ¡Te vas a quemar viva, pequeña estúpida!
Meg pareció no oírlo y siguió luchando hasta que las llamas casi rozaron su desprotegida muñeca cuando intentó alcanzar el rostro de su esposo. Tras soltar un violento juramento, el normando tiró la antorcha y la apagó pisándola con sus propios pies.
Una vez dispuso de las dos manos, Dominic acabó rápido con los forcejeos. Antes de que Meg supiera lo que había sucedido, el duro cuerpo masculino la aprisionaba contra el muro, permitiéndole apenas respirar.
El normando estudió el angustiado rostro de su esposa y se preguntó qué la habría llevado a atacarlo así. Había esperado que la joven discutiera o suplicara, o quizá que atravesara el castillo arrastrando los pies enfurruñada cuando él insistiera en que le obedeciera. Pero no había imaginado que se revolviera contra él como un gato salvaje acorralado.
Lentamente, los forcejeos de Meg cedieron. Entre ahogados suspiros, alzó la vista y observó a su esposo con ojos fieros mientras trataba de llenar sus pulmones de aire.
- ¿Has acabado? -preguntó Dominic con un irónico tono educado.
La joven asintió.
- Bien, iremos a tus aposentos y…
Dominic se quedó callado al sentir la tensa reacción del cuerpo de Meg.
- Si te suelto, volverás a resistirte, ¿no es cierto? -Su voz estaba teñida de incredulidad.
Ella no dijo nada. No tenía que hacerlo. La fiera rigidez de su cuerpo lo decía todo.
Asombrado, Dominic contempló a su esposa a la luz de las velas agradablemente aromatizadas del herbario. Era evidente que Meg no tenía ninguna oportunidad ante él. Pero también era tan evidente que continuaría luchando hasta agotar sus fuerzas.
Se produjo un largo silencio lleno de ira mientras el barón estudiaba las sombras que atravesaban los ojos verdes de la joven. Y de pronto, recordó la causa inicial del problema.
- ¿Estás trabajando con las hojas que has recogido esta mañana? -preguntó con curiosidad.
- Sí -susurró Meg, suplicante-. Te lo ruego, déjame acabar. Es más importante de lo que crees. Debo prepararlas antes de que pierdan sus propiedades.
- ¿Por qué?
- No lo sé -reconoció-. Pero si no lo hago ocurrirá algo horrible en el castillo.
Dominic inclinó la cabeza, pensativo, y, de repente, escuchó el débil y lento goteo del agua en algún lugar próximo. Sorprendido, giró la cabeza y vio un extraño artilugio formado por un cuenco de plata suspendido sobre otro de ébano, en el que el agua goteaba de uno a otro con mesurada velocidad.
- ¿Todo esto tiene algo que ver con tus costumbres glendruid? -preguntó mirando de nuevo a la mujer que se convertía con cada hora que pasaba en un misterio aún mayor para él.
- Sí.
- La anciana Gwyn habló de que había percibido un peligro esta mañana y dijo que probablemente tú también lo habías sentido.
Meg asintió con ansiedad.
- ¿De qué peligro se trata?
- No lo sé.
Dominic gruñó.
- Parece que sabes poco. ¿O es que no quieres contármelo?
- Tuve un… un sueño -le explicó en voz baja-. Estaba atrapada en medio de una oscuridad que me ahogaba, y luego vi las hojas de esa planta. Entonces supe que tenía que recogerlas para evitar el desastre. Te lo ruego, milord. Permíteme que acabe lo que he empezado. No podré volver a conseguir esas hojas hasta dentro de una quincena como mínimo, quizá dos. Por favor.
Meg miró a su esposo con inquietud, sabiendo que el futuro del castillo de Blackthorne dependía de que él fuera razonable a pesar de que lo hubiera llevado al límite de su control.
Antes de que Dominic dijera una sola palabra, Meg supo la respuesta. El contacto del poderoso cuerpo cambió sutilmente al relajarse sobre el suyo, y su abrazo dejó de trasmitir ira para convertirse en sensual, provocando que la joven fuera consciente de los firmes músculos que la mantenían cautiva.
- ¿Por qué no negociamos? -la tentó con voz ronca-. ¿Qué me ofreces a cambio de que te permita acabar ese brebaje?
- Todo lo que deseas de mí es un hijo varón -adujo Meg, tratando de ocultar la amargura de la derrota en su voz-. Y yo no tengo poder para ofrecértelo.
Los ojos de Dominic se entrecerraron en una mezcla de ira, humor y especulación.
- Entre un hombre y una mujer pueden suceder muchas más cosas aparte de concebir hijos -señaló Dominic.
- ¿De veras? Nunca me has hablado de ellas.
- Es cierto -convino lentamente-. Debería haberlo hecho.
- ¿Milord?
- Mi nombre es Dominic -la corrigió mientras rozaba su boca con la suya-. Déjame escuchar mi nombre en tus labios.
- Dominic…
El barón absorbió la susurrante calidez del aliento de la joven.
- Lo haces muy bien, dulce bruja.
Despacio, de mala gana, Dominic aflojó la presión de su cuerpo, sin liberarla todavía.
- Me debes un favor, y yo decidiré qué harás por mí y cuándo -le advirtió con voz tensa por el deseo-. ¿De acuerdo?
- Sí.
- ¿Ya está? ¿Tan rápido? ¿No estás preocupada por lo que pueda pedirte?
- No -contestó Meg con ansiedad, mirando hacia el reloj de agua-. Sólo estoy preocupada por las hojas. Si no acabo de prepararlas pronto, mi esfuerzo no habrá servido de nada.
- Bésame para sellar nuestro acuerdo.
- ¿Ahora? -preguntó, consternada.
- ¿Por qué no?
Meg le respondió precipitadamente, sin saber de cuánto tiempo disponía.
- Para cuando acabemos de besarnos será demasiado tarde; mi mente estará confusa y mis dedos torpes. Tus… tus besos me trastornan.
Cuando Dominic consiguió descifrar sus atropelladas palabras, sonrió y acarició con el pulgar el labio inferior de Meg, que temblaba visiblemente.
- ¿Y Duncan? -murmuró él.
- ¿Duncan? -Meg parpadeó, perpleja-. ¿Qué diablos tiene Duncan que ver con los besos? Él nunca ha tenido ese efecto sobre mí.
- ¿Y yo?
- Sabes que sí -dijo exasperada-. Acabo de decírtelo. ¡Y si no dejas de pasar tu pulgar por mis labios, te morderé!
- ¿Cómo? ¿Así? -Acercó una de las manos cautivas de Meg a su boca, mordió la base de su dedo pulgar con extremo cuidado y fue recompensado con una repentina y sensual inspiración de la joven.
- Por favor, para -imploró, trémula-. Debo mantener el pulso firme.
El normando intentó ocultar el placer que sintió ante su reacción, pero le resultó imposible. La dejó libre, echó la cabeza hacia atrás y soltó unas sonoras carcajadas que hicieron vibrar los muros a su alrededor.
- Acaba tu trabajo, dulce hechicera. Luego, iremos a tus aposentos y discutiremos la naturaleza de tu cautiverio…
Antes de que hubiera acabado de hablar, Simon apareció en el umbral del herbario.
- ¿La has encontrado?
- Sí -respondió Dominic, con la voz todavía impregnada por la risa-. Ven, esperaremos fuera. La antorcha que llevas contamina el aire del herbario de Meg.
Una vez se alejaron unos metros, Simon dirigió una curiosa mirada a su hermano.
- Tu esposa debe ser realmente una bruja.
Dominic emitió un sonido inquisitivo que pareció más bien un murmullo satisfecho.
- Hace un rato pensé que la desollarías viva cuando la encontraras- continuó Simon-. Y ahora te encuentro riendo a su lado.
La sonrisa que el barón le dedicó a su hermano hizo que éste frunciera aún más el ceño.
- Empiezas a preocuparme -insistió Simon.
- ¿Por qué? ¿Acaso no puedo reír como otros hombres lo hacen?
- Te ha embrujado -afirmó con sequedad.
- Aunque fuera así, no me importaría -repuso Dominic sonriendo.
- Dios santo. Vigila tu alma, hermano, o pronto Duncan de Maxwell tomará a traición lo que no pudo tomar por la fuerza.